Las psicoterapias en la era del reduccionismo biológico
Si leemos los manuales de psiquiatría o revisamos las guías de práctica clínica, encontraremos que la psicoterapia constituye una alternativa de intervención, frecuentemente la preferible, en prácticamente todas las condiciones estudiadas (1,2).
Durante la mayor parte de la historia de la psiquiatría y, por supuesto, de la psicología clínica, la psicoterapia ha sido considerada una competencia central de los profesionales de salud mental.
Esta centralidad se difumina en los años 80 y se pierde radicalmente en la llamada “década del cerebro”, proclamada por el Instituto Nacional de la Salud Mental americano para los últimos diez años del siglo XX.
Lo que sucede en estos años afecta a la práctica de la psicoterapia de dos formas. En primer lugar, porque se consolida y se hipertrofia una alternativa, la de los tratamientos farmacológicos, que se proclama como más eficaz, aunque los resultados de la investigación de eficacia nunca hayan sustentado esta afirmación (2) y que ha convertido a la industria farmacéutica en el sector con mayor crecimiento de beneficios después de la armamentística y la ha colocado en condiciones de hacer un despliegue de medios sin precedentes para imponer su hegemonía. Si se acepta esta idea, el papel de los psiquiatras pasa a ser el de realizar el diagnóstico de trastornos que se supone que están cada vez mejor definidos y realizar la prescripción de los fármacos que se supone que actúan sobre la alteración cerebral que los causa. Los otros profesionales de la salud mental, según este modo de ver las cosas, están llamados o a colaborar en las tareas diagnósticas y de administración de los tratamientos, o a complementar esta tarea proveyendo cuidados o rehabilitación para intentar actuar sobre el deterioro no tratable que se atribuye a estos trastornos. Se produce en estos años una redefinición radical de la atención a la salud mental y de los roles profesionales que margina la práctica de la psicoterapia de la corriente principal en la atención a la salud mental.
En segundo lugar, y con un efecto más sutil, la hegemonía del reduccionismo biomédico afecta a la práctica de la psicoterapia porque, para justificarlo, quienes la practican –representados, por ejemplo, por la División 12 de la Asociación de Psicólogos Americana– intentan demostrar su utilidad sirviéndose de la misma metodología utilizada por la industria para demostrar la de los fármacos. Para ello es necesario aceptar el postulado fundamental de que los trastornos mentales son entidades discretas, identificables por unos síntomas recogidos en las clasificaciones como el DSM, que ponen de manifiesto una alteración biológica específica y/o unos mecanismos psicológicos no menos específicos que han de ser abordados con fármacos específicos o intervenciones psicológicas también específicas.
Las expectativas abiertas por la proclamación de la década del cerebro no se han cumplido. La prevalencia de los trastornos mentales no ha disminuido. No se ha encontrado una alteración biológica inequívocamente postulable como causa de ningún trastorno mental. Lejos de avanzar hacia tratamientos específicos de trastornos específicos, lo que ha sucedido es que los fármacos pretendidamente específicos (como los ISRS) han ido extendiendo sus indicaciones y que muchos fármacos con mecanismos de acción muy diferentes se han mostrado igualmente eficaces en personas diagnosticadas del mismo trastorno. Con las psicoterapias ha pasado lo mismo: no se ha podido demostrar la superioridad de las intervenciones basadas en una orientación sobre las basadas en otra y se ha puesto de manifiesto el peso de los factores relacionales en los resultados obtenidos en todas ellas (2 3–4).
Una revisión de los ingentes datos procedentes de la investigación que se planteara preguntas menos concretas de las necesarias para lograr demostrar que un determinado tratamiento farmacológico o psicoterapéutico no es peor que otros (y por tanto merece un lugar en el mercado) pondría de manifiesto que el intento de definir trastornos específicos para encontrar tratamientos específicos ha fracasado. Los datos se explican mejor si consideramos que los psicofármacos son sustancias que producen alteraciones del sistema nervioso central que pueden resultar ventajosas en determinadas circunstancias (y no remedios específicos para las alteraciones específicas que subyacen a enfermedades cerebrales) (5 6–7) y que los resultados en psicoterapia dependen más de factores contextuales y relacionales que de la utilización de técnicas específicas para alteraciones específicas (2–4).
No se trata solo de recuperar la centralidad de la psicoterapia en la atención a la salud mental. Se trata de hacerlo de un modo que permita desarrollar una visión alternativa a la que ha sido hegemónica en las últimas cuatro décadas y ha hecho embarrancar tanto esfuerzo clínico e investigador (aunque haya servido para producir tantos beneficios económicos). Desde luego, hay base empírica para hacerlo con fundamento (3,4,8,9).
La División de Psicología Clínica de la Sociedad Británica de Psicología ha hecho importantes aportaciones en este sentido. Ya en 2011 publicó una guía de buena práctica clínica en formulación psicológica (10) que ahondaba en los caminos propuestos en anteriores trabajos de Lucy Johnstone (11) para utilizar la formulación y no el diagnóstico como guía para plantear los procesos de atención. En 2013 publicó una declaración reclamando un cambio de paradigma y el abandono de los sistemas dominantes de clasificación diagnóstica (12). En 2014 publicó una guía basada en este enfoque para abordar los problemas de personas con experiencias psicóticas cuya traducción al castellano está disponible en Internet (13). En 2018 publicó dos textos con una propuesta concreta para ayudar a entender los problemas que presentan las personas con sufrimiento psíquico como modos de responder a experiencias adversas y, por tanto, como algo provisto de sentido (14,15) –uno de ellos está también disponible en la red en castellano a través de la AEN (16)–. La idea no es nueva. La consideración de los trastornos mentales como formas de reacción está presente hasta en el primer DSM, muy influenciado por las ideas de Adolf Meyer. La idea de la formulación como principal elemento nos es familiar desde hace mucho tiempo (17). Lo que los documentos aportan es una exhaustiva revisión de los datos de investigación actuales para justificar la propuesta y un esquema práctico para utilizarlo en la clínica.
La atención a la salud mental atraviesa una crisis profunda. Hablar de ella supone necesariamente hablar de psicoterapia.
El sector público en la era del dogmatismo neoliberal
La seña de identidad clave de lo que se ha llamado el estado del bienestar, que se generaliza en los países occidentales -sobre todo, después de la Segunda Guerra Mundial-, es la articulación desde el Estado de mecanismos para la previsión del infortunio. Esto incluye la atención sanitaria y la provisión de subsidios de enfermedad y vejez, sostenidos por las cuotas de trabajadores y empresarios (en los sistemas de seguridad social) o por los impuestos generales (en los casos de servicios nacionales de salud).
Esta forma de intervención estatal en la economía ha sido cuestionada por la ideología neoliberal, hegemónica en todo el mundo sobre todo desde que Margaret Thatcher y Ronald Reagan lideraron sus respectivas revoluciones conservadoras. Según el indemostrado1 dogma neoliberal que inspiró estas revoluciones, el cuidado de la salud constituye un mercado más, y en este, como en los demás mercados, la intervención estatal es vista como un estorbo para que puedan actuar las leyes del mercado que hacen que la búsqueda del interés de cada uno se traduzca en el logro del interés general (18).
Destruir los sistemas públicos de atención a la salud para abrir un mercado a la inversión privada se ha convertido en un objetivo de las políticas liberales que han desarrollado en todo el mundo gobiernos que no siempre se han reconocido abiertamente como neoliberales. Para hacerlo, se ha tildado a los sistemas públicos de atención -también en contra de las pruebas disponibles- de ineficientes y de insostenibles, y han recortado o privatizado sus recursos. En nuestro país la tendencia se acentúa a partir de la crisis de 2008 y, aunque los intentos más extremos -como el de la venta de siete hospitales públicos en la Comunidad de Madrid en 2012- han sido a veces paralizados por la movilización popular, el sistema se ha visto gravemente afectado (19).
Esta tendencia general en la atención a la salud ha afectado muy especialmente a la atención a la salud mental, que partía de una situación histórica de infradotación y padece un estigma que la hace aparecer como menos prioritaria que otras.
Una visión de la atención a la salud mental como la que postulamos en el apartado anterior en la que pudiera recuperar la centralidad la práctica de la psicoterapia se ha de construir en oposición a la visión hegemónica de la salud y los trastornos mentales y los modos de afrontarlos, y, a la vez, en oposición a las fuerzas que pretenden desarticular los mecanismos solidarios para afrontar la adversidad para facilitar la extensión del mercado en el campo de la salud.
Las psicoterapias en el sector público
La psicoterapia es un tipo de intervención que supone un empleo alto de recursos humanos si lo comparamos con los tratamientos farmacológicos. Esto, unido a la presión ejercida sobre los profesionales desde la industria farmacéutica para favorecer el uso de los fármacos y sostener unos ingentes beneficios, ha hecho que, a pesar de que las pruebas procedentes de la investigación apoyen lo contrario, la psicoterapia sea marginada de la práctica clínica en el sector público.
Contra esta situación de marginalidad se han alzado voces que han conseguido sustentar alternativas, no siempre suficientemente rompedoras con el reduccionismo biomédico, como es el caso de los programas para la mejora del acceso a los tratamientos psicológicos en Inglaterra (IAPT, por sus siglas en inglés, Improving Access to Psychological Therapies; 20 21-22), al que nos referimos en algún trabajo de este dossier.
También se han sostenido en distintos lugares del mundo iniciativas que en ocasiones han llegado a ser localmente hegemónicas y que han servido de inspiración a proyectos en lugares muy distantes geográficamente (23,24).
En este dossier pretendemos recoger, sin ningún afán de exhaustividad, algunas de estas iniciativas desarrolladas en nuestro país.
¿Cómo construir y para qué leer este dossier?
Para la construcción de este dossier hemos solicitado a personas que lideran algunos de los programas de intervención psicoterapéutica en el Sistema Nacional de Salud que nos cuenten su experiencia, intentando responder a algunas preguntas, como:
¿Cómo se llama y por qué haces lo que haces?
¿Qué base teórica o experimental tiene?
¿En qué contexto se hace y a qué población se dirige?
¿Cómo funciona?
¿Qué recursos ha requerido (personal, formación, instalaciones, otros…)?
¿Qué dificultades habéis encontrado para ponerlo en marcha?
¿Qué resultados te parece que son relevantes?
¿Qué te parece exportable y qué recomendaciones harías a quien quiera importarlo?
¿Habéis hecho algo de investigación?