Es el primer día de verano en Omelas. Todo es resplandeciente. La ciudad disfruta de su festival en un ambiente de comunidad cohesionada, alegre y culta. Nada parece ir mal. Omelas solo tiene un inconveniente: para conservar su equilibrio y felicidad es necesario mantener a un niño en la más absoluta pobreza y marginación. Al llegar a la mayoría de edad, se revela a sus habitantes esta situación: la preservación de la armonía de la comunidad precisa de la condena a la miseria de un niño.
El ser humano siempre ha recurrido a ficciones para dar sentido a su existencia, como la de pensar mundos posibles que prefiguren sociedades ideales y perfectas. La cara A de una utopía contiene la cara B de las distopías. Los anhelos caen y la ilusión termina produciendo monstruos1. ¿Cómo debemos actuar en Omelas?
¿Permanecer o marchar? Omelas, ciudad ficticia creada por Ursula K. Le Guin2, habla de bienes individuales y colectivos, de asumir cargas y beneficios, de hacerlo con conocimiento o sin él. Omelas podría estar hablando del papel de la ética en los asuntos que son de todos y también de cada uno3,4.
El eje yo-nosotros ha vertebrado los padecimientos y las respuestas desde que el SARS-CoV-2 comenzó a expandirse. La implantación de medidas restrictivas (confinamiento, mascarillas, etc.), las decisiones sobre a quién priorizar en el acceso a las vacunas o el planteamiento sobre la obligatoriedad o no de la vacunación5 son ejemplos de medidas que plantean beneficios y cargas tanto individuales como colectivas. Cuando el problema hace mella en el nosotros deja de ser meramente sanitario para convertirse en una cuestión no solo ética, sino también social y por tanto política6.
La ética de la salud pública en tiempo de pandemia no puede centrarse en los aspectos clásicos de la bioética clínica; ha de posicionarse desde una mirada salubrista, cercana al análisis y la acción de las poblaciones7. Esta ética que necesitamos debe caracterizarse por ser: 1) dinámica, una ética en movimiento que aterrice sus análisis en la realidad cotidiana en un contexto de incertidumbre constante; 2) influyente, no un elemento decorativo por el que tamizar decisiones una vez hayan sido tomadas, sino que debe estar presente desde la raíz del proceso de decisión en un constante diálogo entre instituciones democráticas y ciudadanía que afiance la legitimidad y la confianza8, y 3) multidisciplinaria (como la salud pública), con un protagonismo central de las ciencias sociales9.
Uno de los ámbitos en los que esa ética en movimiento, influyente y multidisciplinaria es imprescindible es el de las vacunas frente a la COVID-19. En poco tiempo se han elaborado y aprobado varias vacunas, cuyos resultados se siguen publicando aún; al mismo tiempo, se han ido diseñando mecanismos de distribución y priorización de ámbito global y a escala nacional, mientras que también se han hecho encuestas para estudiar la aceptación y la reticencia de la población a la vacunación10,11. Estos aspectos resultan relevantes para la ética de la salud pública, pero nos centraremos en los dos que más claramente exponen el compromiso entre el yo y el nosotros: la distribución de la vacuna y el abordaje ético de la reticencia vacunal durante la pandemia.
En relación con la priorización en su administración, se plantea la necesidad de ordenar el acceso en función de criterios éticamente adecuados. «¿A quién vamos a vacunar primero?» es la consecuencia de responder previamente a la pregunta «¿a quién debemos vacunar primero?»12,13. Establecer estrategias de priorización con el conocimiento disponible sobre la efectividad de la vacuna es complejo, pero se puede afirmar que es un dilema en el que se cruzan dos ejes fundamentales: 1) ponderar beneficios individuales y colectivos de la vacuna, y 2) proteger a grupos concretos frente a posibles efectos adversos no detectados en el proceso de investigación, así como la necesidad de vacunar a colectivos clave para garantizar el desempeño completo de su utilidad social. En relación con lo primero, las estrategias que abogan por enfatizar los beneficios individuales podrían justificar una vacunación prioritaria de las personas más vulnerables clínicamente, puesto que se beneficiarían de los efectos positivos en primera persona; por otro lado, las estrategias colectivas, más centradas en frenar la transmisión (y no tanto en evitar casos en personas concretas), podrían señalar la pertinencia de vacunar a grupos de personas con mayor relevancia por su capacidad de transmisión (población joven)14,15 o por la importancia de su desempeño profesional en situación de pandemia (trabajadores sanitarios)16. La escasez de vacunas (por el reto que suponen su producción y distribución a escala global) hace necesario conjugar ambas ópticas, dado que ninguna estrategia de priorización colectiva lograría a corto plazo una inmunidad de grupo que protegiera a las personas más vulnerables. Por ello, parece adecuado centrar las estrategias en priorizar a los grupos clínicamente más vulnerables junto con los colectivos más necesarios socialmente (trabajadores sanitarios, sociosanitarios y otras personas con trabajos esenciales)17,18.
El elemento en el que se ve más claramente el compromiso entre el yo y el nosotros es la reticencia vacunal19. Este término recoge un espectro amplio de posiciones frente a la vacunación, desde la oposición a cualquier vacuna hasta la existencia de dudas frente a alguna de ellas20,21. Si bien algunos datos revelan una reticencia a la vacuna de la COVID-19 superior a la existente para otras ya incluidas en los calendarios vacunales22, las encuestas muestran una tendencia decreciente coincidente con la puesta en marcha y la progresión del proceso de vacunación con avales institucionales y profesionales e inserto en un plan que se está realizando en numerosos países23,24. Como base de la reticencia, encuestas recientes apuntan a la desconfianza en la vacuna como primera causa de reticencia. Esto es congruente con estudios previos21 que han mostrado la confianza o no en el paradigma biomédico como un eje explicativo. El aumento de las cifras de reticencia en el caso de la vacuna frente a la COVID-19 parece indicar una ampliación de la desconfianza y la desafección que alcanzan a las instituciones democráticas24. Más allá de esto, la reticencia es una realidad que estará presente, suponiendo un reto desde la mirada de la ética de la salud pública puesto que pone a dialogar dos valores: la autonomía y la solidaridad; la preservación de la voluntad individual de vacunarse frente a la necesidad de proteger la salud del conjunto de la sociedad, especialmente la de quienes por diversos motivos no tienen indicada la vacunación. Actuar sobre la difusión de noticias falsas, mejorar las estrategias de comunicación (que incluyan la presencia de los efectos adversos esperables de forma transparente y comprensible)25, generar confianza en los procedimientos de aprobación y dispensación de las vacunas, solventar las dudas que surjan e incluir a la población en la toma de decisiones relacionadas con la distribución y la planificación de las vacunas son los elementos éticamente imprescindibles para promover la vacunación26,27, y que van más allá de la mera oferta aséptica de información, como han demostrado los conocimientos atesorados durante la pandemia en el marco de las ciencias sociales y la economía de la conducta.
Tanto la distribución de las vacunas en un contexto de escasez como el abordaje ético de la reticencia vacunal señalan a un lugar: el cuidado colectivo, entendido como la introducción de elementos propios del nosotros para la toma de decisiones sobre el yo, mediante la consideración de las necesidades de las personas más vulnerables y de quienes no pueden vacunarse28,29. La vacuna no es una «bala de plata» frente a la COVID-19, y no es esperable que nos permita el retorno a la actividad social previa a la pandemia; no al menos hasta que sepamos algunas cuestiones que aún desconocemos (efectividad ante futuras variantes, duración de la inmunidad, etc.). Por ello, hemos de ver la vacuna como si se tratara de una «tecnología del cuidado»30 cuya gestión eficiente y equitativa puede permitirnos disminuir algunos de los riesgos ligados a muchas de las tareas fundamentales para el sostenimiento de nuestras vidas, y conseguir minimizar el impacto de género que la pandemia está agudizando, aún más si cabe, en el caso de las mujeres.
Hoy en día, defender la vacunación frente a la COVID-19 como un bien de salud pública no se limita a la eventual consecución de una sólida protección de rebaño; la enfermedad y sus vacunas nos obligan a ampliar el marco de salud pública y señalar que el logro de un importante nivel de protección individual (especialmente frente a los casos más graves) es la vía para permitir la mejora de los cuidados y las visitas en residencias de personas dependientes, el incremento de la socialización (aún con medidas de seguridad) entre personas de diferentes generaciones dentro de una misma familia, el levantamiento del estigma atribuido de forma constante a adolescentes, niños y niñas, o la relajación en la presión de los centros sanitarios, de modo que estos puedan trabajar en lo que no fue atendido y lo que, tras este año de pandemia, va dejando huella sobre nuestra salud.
En Omelas, el dilema ético no es marcharse o permanecer una vez conocida la necesidad de mantener a un niño en situación de exclusión y miseria para conservar la felicidad del resto de la población; el dilema ético versa sobre, más allá de esa decisión, cómo transformar los mecanismos de funcionamiento de la sociedad para poder conciliar un nivel adecuado de bienestar que no se base en la opresión de un tercero. Conciliar el yo con el nosotros, el uno con el todos, una vez más, es necesario en Omelas y también en nuestras comunidades, con la vacunación o con cualquier medida que ataña a la salud de todos.