Introducción
Aunque existe una larga tradición en el ordenamiento jurídico español de contemplar el arrebato como un atenuante de la responsabilidad penal, el concepto permanece ajeno en muchas ocasiones en la exploración psiquiátrica forense. Tal vez la causa de esta omisión sea la dificultad de identificar el arrebato con un constructo psicopatológico abordable desde la psiquiatría, o resida en que el diagnóstico retrospectivo de unas alteraciones psíquicas, efímeras por definición, sea fundamentalmente inferencial, con la carga de incertidumbre que ello entraña.
Por tanto, trataremos en este trabajo de identificar las alteraciones psíquicas que se ajusten al concepto jurídico de arrebato, sus mecanismos etiopatogénicos y correlaciones neurobiológicas, así como la interferencia que dichas alteraciones provocan en las capacidades volitiva y cognitiva. La comprensión íntegra de todos estos elementos facilitará el encuadre nosológico del trastorno mental y su repercusión jurídica, y por otro lado, hará menos azaroso el componente inferencial de los diagnósticos clínico y médico-forense.
Concepto jurídico de arrebato
La Real Academia Española (RAE) define el arrebato como “arrebatamiento, furor, éxtasis”. Arrebatar es, según el diccionario, “sacar de sí, conmover poderosamente excitando alguna pasión o afecto” o “enfurecerse, dejarse llevar de alguna pasión y especialmente de la ira”.
El concepto jurídico de arrebato queda definido entre la normativa legal positiva y la jurisprudencia españolas. De esta forma, el artículo 21. 3 del Código Penal reconoce como motivo de atenuante de responsabilidad criminal: “La de obrar por causas o estímulos tan poderosos que hayan producido arrebato, obcecación u otro estado pasional de entidad semejante”.
Por otro lado, la jurisprudencia, según Carrasco y Maza1, delimita el concepto con los siguientes criterios:
- Ha de existir un estímulo o una causa de procedencia externa.
- El desencadenante ha de provenir, en general, de la propia víctima o de algo ajeno a la situación relacional entre el imputado y la víctima.
- Los estímulos han de explicar, no justificar, la reacción.
- El estímulo no debe ser repudiado por la norma sociocultural imperante, de tal manera que la reacción debe producirse dentro de un cierto sentido ético.
- El estímulo debe producir una alteración psíquica de gran intensidad.
- La reacción debe ser proporcional entre el estímulo y el comportamiento del sujeto, no admitiéndose como atenuante en los supuestos de reacciones desproporcionadas.
- La reacción debe ser transitoria y de corta duración para evitar su catalogación como “anomalía psíquica”.
- Debe existir cierta cercanía temporal entre la causa o el estímulo desencadenante y la emoción o estado pasional consecutivo.
Identificación de arrebato con el constructo psicológico de emoción
Una vez delimitado el término jurídico de arrebato, precisamos encuadrarlo en un constructo psicológico o psicopatológico susceptible de ser abordado por la psiquiatría forense.
Los citados Carrasco y Maza1, tras un estudio exhaustivo de la jurisprudencia española concluyen que el “arrebato” corresponde a los estados emocionales súbitos y de corta duración, que en el caso de ser de aparición más lenta y originar una ofuscación tenaz y persistente constituiría ya el otro término: la “obcecación”. Como ejemplo, valgan estas dos sentencias del Tribunal Supremo, también tomadas de Carrasco y Maza: la de 28 de mayo de 1992, que interpreta el arrebato como “una emoción súbita y de corta duración”, y la de 2 de julio de 1998 del Alto Tribunal que afirma que es una “especie de conmoción psíquica de furor con fuerte carga emocional”.
Vemos que, para nuestra jurisprudencia, el arrebato implica un estado afectivo relacionado con las emociones. Por tanto, repasaremos brevemente las emociones y propondremos los elementos comunes que, a nuestro juicio, existen entre ellas y el concepto jurídico de arrebato.
Estudio de las emociones
Definición de emoción
En el Diccionario de la RAE se define emoción como una “alteración del ánimo intensa y pasajera, agradable o penosa, que va acompañada de cierta conmoción somática”.
Para Cano y Miguel2, las emociones son reacciones psicofisiológicas de las personas ante situaciones relevantes desde un punto de vista adaptativo, tales como aquellas que implican peligro, amenaza, daño, pérdida, éxito, novedad, etc. Estas reacciones, prosiguen los autores, son de carácter universal, bastante independientes de la cultura, y producen cambios en la experiencia afectiva (dimensión cognitivosubjetiva), en la activación fisiológica (dimensión fisiológica-adaptativa) y en la conducta expresiva (dimensión conductual-expresiva). Poseen un sustrato biológico considerable, son esencialmente agradables o desagradables, nos activan y forman parte de la comunicación con los demás, y pueden actuar como poderosos motivos de la conducta.
Componentes de las emociones
Las emociones, como vemos, están integradas por tres tipos de procesos, relativamente independientes, que se producen a tres niveles3: cognitivo, biológico y conductual.
A nivel cognitivo tiene lugar una experiencia emocional, que indica al sujeto el significado del estímulo. Desde la psicología cognitiva se entiende que la activación de una respuesta emocional está vinculada básicamente a los procesos de valoración4, es decir, a las evaluaciones subjetivas o interpretaciones que el sujeto haga de los distintos estímulos. Lazarus, mencionado por Pérez Nieto y Magán5, distingue la valoración primaria y la secundaria. La valoración primaria se centra en las consecuencias negativas, neutras o positivas que pueden derivarse de la situación para el individuo. La valoración secundaria evalúa, por un lado, la atribución de causalidad o responsabilidad que el individuo atribuye a dicha situación, y por el otro, la capacidad de este para afrontar la misma. El proceso, al decir de Cano6, no se detiene, sino que, basándose en nuevas informaciones recibidas del entorno, puede reconsiderarse la valoración inicial, modificando la intensidad de la emoción. También puede producirse una reevaluación como consecuencia de la información que se desprende de las propias reacciones del sujeto. Scherer (1993), mencionado por Pérez Nieto y Maguan5 agrupa los procesos de evaluación en cinco dimensiones: la novedad, el placer intrínseco, el significado para metas, el afrontamiento y la compatibilidad con valores morales o normas sociales.
A nivel biológico se producen cambios neuropsicológicos y bioquímicos que preparan al sujeto para la acción con una finalidad de supervivencia (“reacción de emergencia” de Canon, 1929) o de adaptación (síndrome general de adaptación de Selye, 1956, 1973).
Las investigaciones, como dice Garrido8 refiere distintos autores, cuyas investigaciones ponen de relieve que, ponen de relieve que tanto el sistema nervioso central como el sistema nervioso periférico están implicados en la emoción (Derryberry y Tucker, 1992; LeDoux, 1993; Mac Lean, 1993), que la actividad en el sistema límbico (hipotálamo, amígdala, septum, hipocampo) puede influir en todas las manifestaciones periféricas de la emoción (experiencia subjetiva, cambios autonómicos y patrones de comportamiento) (Derryberry y Tucker, 1992), y que los sistemas neurotransmisores (vías de catecolamina, dopamina, noradrenalina, serotonina y acetilcolina) constituyen los sustratos bioquímicos de las emociones (Derryberry y Tucker, 1992).
En el caso de la ira, desde la década de 1950 se fue confirmando que la respuesta de ataque -la vinculada a la ira- estaba asentada en los núcleos hipotalámicos y, como se confirmó en los años 1990, en la amígdala.
Tradicionalmente, y de forma esquemática, se ha creído que el estímulo, a través de las vías aferentes, alcanza la formación reticular y llega hasta el tálamo, principal distribuidor de la información derivada de los estímulos emocionales. De ahí se emiten inputs hacia la corteza prefrontal, que se encarga de la regulación y el control de la expresión de las emociones, así como de la experiencia emocional, es decir, de tomar conciencia de la propia emoción. Entonces, el córtex prefrontal emite señales hacia la amígdala, el hipotálamo y el hipocampo, a su vez conectados entre sí. La amígdala calibra el significado emocional de los sentimientos, regula la conducta emocional innata, es base de las respuestas y aprendizajes emocionales, y está especialmente vinculada a las experiencias generadoras de miedo y a la conducta agresiva. El hipocampo es la principal estructura asociada al aprendizaje y a la memoria espaciotemporal con componentes emocionales, así como al condicionamiento contextual. El hipotálamo desempeña una función decisiva en la hemostasia corporal y es el rector de la expresión motora de las emociones. Para ello, establece importantes conexiones con los sistemas endocrino y nervioso autónomo, a través de la hipófisis y los centros troncoencefálicos, y pone en marcha la respuesta neurofisiológica y conductual.
En 1999, LeDoux9 descubrió una vía alternativa, más corta, mediante la cual la amígdala recibe señales a través de una sola sinapsis, directamente del tálamo, sin que antes sean registradas por el córtex.
De este modo se origina una respuesta más rápida ante determinados estímulos amenazantes, pero que tiene el inconveniente de ser poco elaborada. Posteriormente, a la amígdala llega la información proveniente del córtex (vía clásica) y favorece la adopción de respuestas mas adaptadas.
A nivel conductual, según indica Garrido3, la emoción desempeña relevantes funciones a través de cambios neuromusculares-expresivos que subyacen a un comportamiento específico. No en vano el término “emoción” proviene del latín e-motio (movimiento hacia), expresando la idea de que en toda emoción hay implícita una tendencia a actuar con algún propósito, una tendencia a moverse en alguna dirección, acercándose o evitando un objetivo determinado, según la escala dimensional de agrado-desagrado10. Para Izard, citado por Garrido3, las emociones constituyen el principal sistema motivacional humano, determinando y organizando la conducta.
Dimensiones de las emociones
La experiencia emocional suele clasificarse según tres ejes o dimensiones fundamentales: placer-desagrado, intensidad y grado de control (control-descontrol)2.
La dimensión agrado-desagrado es exclusiva y característica de las emociones, de forma que todas las reacciones afectivas se comprometen en dicha dimensión en alguna medida. Esta dimensión de placer-displacer sería la característica definitoria de la emoción respecto a cualquier otro proceso psicológico11.
Funciones de las emociones
Funciones adaptativas
Según Chóliz10, tal vez la función más importante de las emociones sea la adaptativa, pues permite preparar al organismo para que ejecute eficazmente la conducta exigida por las condiciones ambientales, movilizando la energía necesaria para ello, así como dirigiendo la conducta (acercando o alejando) hacia un objetivo determinado. De esta forma, la emoción de miedo prepara al organismo para la protección; la ira, para la destrucción; la alegría, para la reproducción; la tristeza, para la reintegración; la confianza, para la afiliación; el asco, para el rechazo; y la anticipación y la sorpresa, para la exploración.
Funciones comunicativas
La expresión de las emociones permite a los demás predecir el comportamiento asociado con las mismas, lo cual tiene un indudable valor en los procesos de relación interpersonal10. Para Izard, citado por Choliz10, facilita la interacción social, controla la conducta de los demás, permite la comunicación de los estados afectivos y puede promover la conducta prosocial.
Elementos comunes entre arrebato y emoción
Siguiendo a Balbuena12, podemos distinguir distintos aspectos del fenómeno de las emociones: el estímulo, la reacción psicofisiológica, el componente cognitivo y el contexto, y como resultado de todo ello, el individuo mostrará una conducta. De la definición normativa y jurisprudencial de arrebato podemos diferenciar, igualmente, diversos elementos que pueden corresponderse con los encontrados en las emociones: un estímulo, una reacción psicológica y una conducta derivada de ambos.
Presencia de estímulos
Las emociones y el arrebato se originan igualmente como reacciones a un estímulo.
El propio artículo 21.3 considera al arrebato como producto de “causas o estímulos”. La jurisprudencia1) también exige la presencia de un estímulo. La STS de 18 de septiembre de 2007, por ejemplo, recoge “reacción momentánea experimentada ante estímulos”.
Desde la psiquiatría y la psicología, todos los autores reconocen la presencia de un estímulo como elicitiador de emociones. Para Cano y Miguel2, por ejemplo, son “situaciones relevantes”; Frijda (1986), citado por Pérez Nieto y Redondo4, reconoce los estímulos como “situaciones o eventos externos o internos”; y Balbuena12 dice que el estímulo puede ser real, imaginario o simbólico, o bien una percepción externa o interna o una representación.
Reacciones al estímulo
El estímulo produce una reacción en el sujeto.
En las emociones se producen cambios en la experiencia afectiva (dimensión cognitivo-subjetiva), en la activación fisiológica (dimensión fisiológicaadaptativa) y en la conducta expresiva (dimensión conductual-expresiva).
La jurisprudencia ha descrito de forma más o menos lírica tales cambios emocionales. Tomamos de Carrasco y Maza1 alguna de estas descripciones: “perturbación honda del espíritu, ofusca la inteligencia y determina a la voluntad a obrar irreflexivamente” (STS de 18 de septiembre de 2007), o “que nublen o enturbien el entendimiento o aflojen o debiliten los frenos inhibitorios” (STS de 23 de abril de 1985), y finalmente la STS de 10 de octubre de 1997 habla de “transmutación psíquica del agente”.
Entre el estímulo y la reacción debe existir una cierta cercanía temporal, tanto en las emociones como en el arrebato.
Cortés Bechiarelli13 menciona las sentencias del TS de 24 de octubre de 1991, que recoge como necesaria para aplicar de la atenuante “la inmediatez o propincuidad temporal entre la reacción y el estímulo o causa de la misma”, y la de 7 de diciembre de 1993 del mismo Alto Tribunal que observa que “no se apreciaría atenuante si pasó demasiado tiempo entre la causa y el efecto”.
Las emociones, para cumplir su finalidad adaptativa, han de aparecer muy pronto tras la concurrencia del evento elicitador. Coles (1989), citado por Garrido3, afirma que las reacciones del sistema nervioso central propias de la emoción son detectadas 300 milisegundos tras la aparición del estímulo. La actividad del sistema nervioso autónomo y la secreción endocrina aparecen varios segundos después del estímulo.
Ambas son reacciones momentáneas.
La sentencia del TS de 25 de julio de 2000, tomada de Carrasco y Maza1, afirma que el arrebato constituye “una manifestación fulgurante y rápida”. En el mismo sentido se expresa Balbuena12, para quien las emociones son afectos bruscos y agudos. Sin embargo, Garrido3 menciona estudios de Strongman en los que se encuentra que la actividad endocrina (liberación de catecolaminas) de la emoción (que genera los cambios conductuales) puede durar minutos, horas o días.
En ambas, las reacciones son psicológicamente comprensibles a los estímulos.
Con carácter general, dicen Carrasco y Maza1, la jurisprudencia exige que los estímulos han de ser importantes, de manera que permitan explicar la reacción.
Las emociones son comprensibles porque motivan y potencian una conducta de acercamiento o rechazo según los estímulos elicitadores sean considerados agradables o desagradables, con una finalidad adaptativa.
Tanto en las emociones como en el arrebato existe gradualidad en las reacciones psicofísicas
Las emociones, como hemos visto, son dimensionales en cuanto a su intensidad. Solo las muy intensas pueden ser consideradas como arrebatos desde el punto de vista jurídico; “estímulos tan poderosos”, contempla el Código Penal.
Identificación del arrebato con la emoción de ira
Bien, vemos que el arrebato es similar al constructo psicológico de emoción. Pero ¿de qué emoción se trata?
Sin entrar en analizar los distintos estados emocionales, consideramos que el concepto jurídico de arrebato se ajusta más al de ira. Así, la jurisprudencia menciona “estado de furor”1 y el Diccionario de la RAE define “furor” como “cólera, ira exaltada”.
Tomamos de Pérez Nieto y Redondo7 las definiciones de ira que aportan distintos autores. Johnson (1990) la describe como un estado emocional formado por sentimientos de irritación, enojo, furia y rabia, acompañado de una alta activación del sistema nervioso autónomo y del sistema endocrino, y tensión muscular. Para Magai (1996), esta emoción viene designada por la aparición de obstáculos a nuestras metas y resultados frustrantes, lo que provocaría efectos tanto en la propia persona como en su relación con los demás, que le llevarían a eliminar los obstáculos que se interponen entre él y sus metas, las fuentes de frustración, y a advertir a los demás de lo inadecuado de ser atacado con conductas agresivas. Miguel Tobal, Casado, Cano Vindel y Spielberger (1977) estiman que en la ira existe una atribución por parte del sujeto a otros de responsabilidad o culpabilidad de las situaciones frustrantes que generan esta emoción. Estas situaciones, además, son valoradas por el sujeto como inmorales e injustas (Averill, 1983; Sherer, 1997), novedosas, poco predecibles y provocadas por otros (Sherer, 1997).
Elementos comunes entre ira y arrebato
La ira y el arrebato son emociones negativas
La ira es considerada como emoción negativa por la mayoría de los teóricos de las emociones. La ira puede verse como negativa debido a las condiciones que evocan esta emoción, normalmente acontecimientos negativos; puede ser calificada como positiva o negativa cuando es entendida desde el punto de vista de las consecuencias adaptativas, atendiendo al resultado de una situación particular, y se podrá ver como positiva o negativa en función de la sensación subjetiva, dependiendo de si el individuo siente placer o displacer tras la experiencia subjetiva de ira11.
En principio podemos considerar al arrebato como una emoción negativa por: a) las condiciones que lo evocan: “un trato especialmente humillante”, por ejemplo, como reconoce la STS 1290/19951; b) la experiencia subjetiva de esta emoción es negativa, al menos en muchos casos; y c) el resultado de la actividad conductual fruto del arrebato, el hecho ilícito, es socialmente considerado como negativo.
Los estímulos elicitadores tienen un cierto sentido ético, afectan al sujeto y son atribuidos a otros
Como recuerdan Carrasco y Maza1, la jurisprudencia recoge repetidamente que la activación de los impulsos en el arrebato ha de ser debida a circunstancias no rechazables por las normas socioculturales de convivencia. La actuación del agente, prosiguen los autores, se ha de producir dentro de un cierto sentido ético, ya que su conducta y sus estímulos no pueden ser amparados por el Derecho cuando se apoyen en una actitud antisocial reprobada por la conciencia social imperante.
Por otro lado, para Scherer (1977)7, la ira parece provocada por eventos valorados por el sujeto como obstáculos en la consecución de metas, como inmorales y muy injustos, y causados por otros. En este sentido, autores citados por Choliz10, como Oatley y Larocque (1995), Pérez Nieto, Camuñas, Cano, Vindel, Miguel Tobal e Irurrizaga (2000), se refirieron igualmente a la ira como una emoción que sigue a la frustración cuando esta es ocasionada por las acciones de otras personas y que son valoradas por el sujeto como injustificadas o, al menos, evitables.
Tanto en el arrebato como en la ira existe tendencia a actuar de forma impulsiva
La jurisprudencia recoge, entre otras sentencias, la del TS 402/2001, de 8 de marzo, según la cual el arrebato “determina a la voluntad a obrar irreflexivamente”, lo que permite a Carrasco1 afirmar que el arrebato se vincula especialmente a aspectos volitivos de la conducta.
Por otro lado, para Choliz10, en la ira se experimenta una sensación de energía e impulsividad, una necesidad de actuar de forma intensa e inmediata (física o verbalmente) para solucionar de forma activa la situación problemática.
El arrebato como ente psiquiátrico: reacción vivencial
Balbuena12 advierte que las emociones guardan cierto parentesco psicopatológico con el concepto de reacción, y Carrasco y Maza1 afirman, en la misma línea, que desde la psiquiatría los estados emocionales han de ser considerarlos como reacciones vivenciales.
Una reacción vivencial normal, como la definió Schneider14, es la respuesta sentimental y dotada de una motivación plena de sentido a una vivencia. Son sentimientos, continúa el autor, que contienen siempre directamente una tendencia o una antitendencia, de la cual se sigue a menudo una acción o una omisión. En ellas se distingue, como vemos, al igual que en las emociones, un estímulo (vivencia), una respuesta afectiva y una conducta con finalidad adaptativa.
Sin embargo, en ciertas personas o en determinadas circunstancias la ira puede transformarse en patológica al perder el carácter adaptativo, debido a un desajuste en la frecuencia, la intensidad, la adecuación al contexto, etc.11, o cuando su expresión es disfuncional y tiene consecuencias negativas para la persona o su entorno, implica deterioro en el rendimiento laboral o académico, o causa problemas de salud5. Nos encontraríamos entonces ante reacciones vivenciales anormales. Según Schneider14, las reacciones vivenciales anormales lo son por su intensidad inusitada, por la inadecuación en relación con el motivo, por la anormalidad de su duración o su aspecto, o por el comportamiento anormal que inducen.
Creemos, por tanto, que el arrebato no es una emoción, sino la patología de una emoción. No es, pues, una reacción vivencial normal, sino anormal; y lo es por su gran intensidad, por el malestar psicológico que provoca en el individuo y por generar una conducta inflexible, deficiente y, por tanto, socialmente desadaptada, que puede manifestarse en distintas formas de agresividad.
En efecto, la intensidad y la experiencia subjetiva (malestar psíquico) del arrebato son expresadas jurisprudencialmente como una “especie de conmoción psíquica de furor” o una “perturbación honda del espíritu, ofusca la inteligencia y determina a la voluntad a obrar irreflexivamente” (STS de 18 de septiembre de 2007) o “que nublen o enturbien el entendimiento o aflojen o debiliten los frenos inhibitorios” (STS de 23 de abril de 1985), y finalmente la STS de 10 de octubre de 1997 habla de “transmutación psíquica del agente”1.
Pero además pensamos que el arrebato es una emoción de ira patológica porque pierde su finalidad adaptativa, al originar, en el sujeto, una conducta que interfiere en la relación social, infringiendo la ley. Por tanto, podemos decir que, mientras la emoción de ira normal prepara al organismo para expresar conductas adaptadas, la ira patológica (el arrebato) fracasa en este empeño, manifestándose en conductas desadaptadas o antisociales.
El arrebato, en tanto que ira patológica y reacción vivencial anormal que origina una conducta punible, podría ser encuadrado en la nosología psiquiátrica como trastorno de adaptación agudo con alteración mixta de las emociones y de la conducta (309.4), según el DSM-V, o como trastorno de adaptación con alteración mixta de emociones y disociales (F43.25), recogido en la CIE-10.
Diagnóstico psiquiátrico-forense de la ira
Identificación del estímulo o situación desencadenante
La ira, como toda emoción, necesita un estímulo, un detonante o desencadenante que la genere. Los instigadores de la ira pueden ser externos o internos. Entre los externos se han propuesto situaciones aversivas (Berkowitz, 1990), condiciones que generan frustración (Miller, 1941), interrupción de una conducta motivada (Izard, 1991), atentados contra valores morales (Berkowitz, 1990), sensación de hallarse amenazado físicamente (Zillman), inmovilidad (Watson, 1925) o restricción física o psicológica (Campos y Stemberg, 1981)10. La ira se presentaría ante estímulos altamente sorpresivos, poco familiares y poco predecibles (Scherer, 1999)7.
Por otro lado, los instigadores internos hacen que estímulos externos, en un principio intrascendentes, puedan originar emociones desproporcionadas de ira. Pérez Nieto y Magán5 encuentran como elicitadores internos pensamientos, rumiaciones, estado previo de ira u otras emociones negativas. Para Zillman, citado por Goleman15, una amenaza simbólica para la autoestima o el amor propio (por ejemplo, sentirse tratado de manera ruda o injustamente, insultado, menospreciado, frustrado en la consecución de un determinado objetivo, etc.) se comporta como un estímulo interno que elicita la ira.
Todos estos estímulos internos, a los que Schneider añade malestares somáticos actuales, alteraciones afectivas previas y conflictos internos, constituyen, según la doctrina del autor, el “trasfondo” del sujeto, y provocarían la denominada “reacción de trasfondo”.
Pero, como reconoce el psiquiatra alemán16, no es posible deslindar con claridad las reacciones a conflictos internos de las reacciones vivenciales más externas, pues las primeras se originan a menudo como vivencias externas que afectan exactamente al punto más débil de la estructura de la personalidad y, de ese modo, actualizan, refuerzan y endurecen el conflicto interno, presente desde mucho antes.
En relación a la concurrencia o sucesión de distintos estímulos, sean externos o internos, Zillman (1978, 1983) propuso la “teoría de la transferencia de la excitación”10, que en síntesis establece que: a) los estímulos emocionales generan un estado de activación simpática difuso; b) cuando dos estímulos acontecen juntos o cercanos en el tiempo, los efectos sobre dicho arousal se suman; y c) el individuo interpreta el arousal producido por la adición de ambos estímulos como responsabilidad del más saliente (generalmente el último de ellos).
Los estímulos, como recuerda García Andrade17, no necesariamente deben ser en especial intensos. Son suficientes microtraumatismos (como él los denomina) de carácter crónico o específicos para un sujeto especialmente sensibilizado (“vivencias clave” de Kretschmer) para producir una reacción emocional desproporcionada. En todo caso, advierte el autor, debe existir un vínculo de comprensibilidad psicológica (es decir, una relación histórica y de sentido) entre el estímulo y la reacción vivencial que provoca.
Finalmente, mencionemos a Berkowitz (1983, 1989, 1990, 1993), citado por Carrasco y González18, y su modelo de “agresión aversivamente estimulada”.
Para este autor, tal conducta agresiva es respuesta a dos tipos de acontecimientos aversivos: 1) estímulos nocivos directos sobre el sujeto, que desencadenan una agresión cuya finalidad es eliminar o reducir tales estímulos, y 2) una serie de situaciones incómodas que provocan una agresividad dirigida a infligir daño a un blanco neutro, ajeno a la causa de esas situaciones. Según las investigaciones de Berkowitz, las personas inmersas en ambientes desagradables (altas temperaturas, exceso de humo, presencia de olores fétidos, etc.) o sometidas a elevado estrés social experimentan una reacción de irritabilidad e irascibilidad que les induce a causar daño a otros.
Diagnóstico de la reacción emocional
Aunque la presencia del estímulo es imprescindible para la aparición de la ira, no debemos, sin embargo, hacer una interpretación fisicalista, rígida ni estática de la relación existente entre el estímulo y la reacción emocional que este provoca. Por el contrario, esta causalidad no se explica únicamente por la consecuencia directa y proporcional de una reacción a un estímulo, sino que en ella intervienen otros muchos elementos, en una dinámica constante de interacción de uno o diversos eventos estimuladores, las características del individuo (temperamento, estados de ánimo, personalidad, objetivos, expectativas) y la situación social o ambiental en la que se encuentre. Finalmente, la conducta emocional podrá afectar al entorno donde se halla el sujeto y generar un bucle retroactivo que, a su vez, puede originar nuevas emociones.
El estímulo, en este sentido, ha de significar una “vivencia”, según el concepto acuñado por Schneider. Una vivencia, como recuerda Vallejo Nágera19, no es todo acontecimiento de la vida del sujeto, sino solo aquel que provoca una resonancia afectiva, que le afecta emocionalmente, quedando inmerso en la situación, no como mero espectador. Una vivencia, prosigue Vallejo, no es una pura comprensión racional de un acontecimiento. Es decir, que las reacciones de ira están condicionadas también por factores individuales que modulan el umbral de estas respuestas emocionales.
Así lo advirtió Kurt Schneider, en 1946, cuando escribió “lo que reacciona es siempre la personalidad”14, a propósito de las reacciones vivenciales anormales. Huber y Gross20 interpretan al autor alemán al aseverar que lo que siempre importa es el peso subjetivo, el valor de situación que una vivencia tiene para el individuo afectado en esa situación vital suya, con esa biografía suya y con esa estructura de la personalidad suya. López Ibor (1966), citado por Alonso Fernández21, se expresaría en la misma línea: “un acontecimiento resulta traumatizante porque significa algo especial para aquella persona; es decir, porque se halla ligado a la propia persona”.
Cano Vindel6 nos recuerda también que una misma situación puede o no generar una emoción en distintas personas (o para la misma persona en distintos momentos), circunstancia que, para el autor, exige el estudio de otras variables, tales como los procesos cognitivos, las reacciones autonómicas y las respuestas motoras, que expliquen las diferencias individuales.
Desde la psicología cognitiva, Deffenbacher entiende que la activación de una respuesta emocional está vinculada básicamente a la interpretación que la persona hace de los estímulos como positivos, neutros o negativos (en una valoración primaria), y de la atribución de causalidad, así como de la capacidad de afrontamiento o de gestión de esa situación desencadenante (valoración secundaria)5. Estas interpretaciones subjetivas, creemos sin duda que están relacionadas con la personalidad del individuo. De esta forma, y siguiendo a Scherer, la ira aparecerá con mayor facilidad o intensidad en personas proclives a valorar los acontecimientos de forma especialmente relevante, especialmente desagradable, especialmente desajustada para sus metas o intereses, y especialmente injusta para sí mismas. Igualmente, estos sujetos muestran mayor tendencia a atribuir a otros la causa de tales contingencias5.
La ira, como aseguran Sanz, Magán y García Vera22, está estrechamente relacionada con la hostilidad. Este es un rasgo de la personalidad que implica un patrón relativamente estable de creencias y actitudes negativas sobre los demás que predispone a interpretar la conducta de los otros como oposicionista o amenazante, y a atribuirles intenciones malévolas y, por ende, coadyuva a la aparición de situaciones de conflicto interpersonal, enfrentamiento, provocación o injusticia.
Deffenbacher, mencionado por Pérez Nieto y Magán5, ha demostrado empíricamente que las personas más perfeccionistas, con mayor necesidad de control, con baja tolerancia a la incertidumbre o a la frustración, con rasgo de ira alto o con un elevado nivel de neuroticismo, entre otras variables, tienden a experimentar ira y otras emociones negativas con mayor frecuencia e intensidad.
Por último, Pérez Nieto y Magán5 encuentran que personalidades paranoides, límites, antisociales y narcisistas son más proclives a experimentar ira. Según creemos, y siguiendo las descripciones de Millon y Davis23, los primeros son especialmente sensibles a las intenciones de los demás, siempre interpretadas como hostiles, que facilitan explosiones de ira y violencia descontrolada. En las personalidades límites, el estado de ánimo extremadamente lábil, los mecanismos regresivos de defensa, la ausencia de control sobre los impulsos y sus dificultades en las relaciones sociales constituyen rasgos que tienden a las manifestaciones de ira. La baja tolerancia a la frustración, la tendencia actuar en cortocircuito, los sentimientos vengativos y la ausencia de empatía por los derechos de los demás hacen al sujeto antisocial más propenso a los episodios de ira. Esta emoción en el narcisista aparece cuando es herido su orgullo, cuestionado su estatus de superioridad, insatisfechas sus necesidades de admiración o injustamente tratado en relación con lo que cree merecer.
Identificación de las conductas desencadenadas por la ira
La ira, ya lo hemos comentado, como cualquier otra emoción, tiene una finalidad adaptativa y por ello pone en marcha e impulsa unas determinadas conductas tendentes a alcanzar un estado de equilibrio y de adaptación al medio.
Atendiendo al estilo de afrontamiento, Johnson (1990) identificó tres formas de manifestarse la ira: 1) la ira interna (anger-in) o supresión de la ira, en la que el sujeto reprime la propia expresión de la emoción; 2) la ira externa (anger-out), que se manifiesta mediante conductas agresivas a otras personas u objetos del ambiente; y 3) el control de la ira, mediante el cual el sujeto utiliza estrategias para reducir la intensidad y la duración de las emociones, y para resolver el problema que las ha provocado7.
Las conductas que nos interesan desde el punto de vista legal y que son susceptibles de la aplicación de la atenuante de arrebato son las que resultan como expresión de la ira externa (cualquier tipo de agresión) y que son consideradas ilícitas por el ordenamiento jurídico.
La ira, según recogen Sanz, Magán y García Vera22, facilitaría la aparición de la conducta agresiva a través de tres mecanismos: 1) mediante la justificación del comportamiento agresivo al interferir en los procesos cognitivos superiores de razonamiento moral y de reevaluación y, por tanto, interferir en los procesos de inhibición de la agresión; 2) mediante la optimización de los recursos cognitivos dirigidos al comportamiento agresivo, adquiriendo prioridad las interpretaciones hostiles; y 3) a través del elevado nivel de activación psicofisiológica asociado a la experiencia de ira que, en palabras de Zillman, “alimenta una ilusión de poder e invulnerabilidad que promueve y fomenta la agresividad”7.
Si atendemos a un modelo dicotómico de agresión que distingue la “agresión proactiva-instrumental planificada” de la “agresión reactiva hostil impulsiva”, encontramos que la agresividad producto de la ira se encuadra en este segundo grupo. En efecto, pues la agresión de la ira surge como reacción a un estímulo percibido como amenazante o provocador que desencadena una respuesta impetuosa, descontrolada, cargada emocionalmente y sin evaluación cognitiva de la situación, y que tiene por finalidad dañar a otros18. La agresividad de la ira, al igual que la agresión reactiva, está relacionada con la falta de funciones inhibitorias del córtex prefrontal (Raine, 1998; Raine et al. 2000)24 y con una marcada hiperexcitación simpática (Izard, 1993)7.
Estas características coinciden con las que nosotros hemos denominado “conductas impulsivas inmediatas”25: respuesta inmediata a estímulos, fuerte carga afectiva, irreflexión, prevalencia del componente motórico, manifestación en acting-out e imposibilidad de inhibición.
Ahora bien, como hemos visto3, la respuesta a los estímulos, aunque inmediata, tiene una duración variable que puede extenderse desde minutos hasta horas o días tras la percepción del estímulo, pues depende de la excitación simpática, es decir, de la liberación de hormonas adrenocorticales.
Establecimiento de la psicogénesis del delito
Solo desde una perspectiva integradora que atienda a todas las circunstancias individuales, a todos los posibles estímulos elicitadores y, como dice Endler (1975)6, a la congruencia entre ambos (“hipótesis de la congruencia”), se puede comprender íntegramente la psicogénesis del delito, además de hacer comprensible psicológicamente al arrebato, como exige la jurisprudencia.
Por tanto, en el estudio psiquiátrico-forense habríamos de considerar, además de la situación estimulante, esos factores individuales que permiten encontrar comprensibilidad e historicidad, es decir, relación de sentido, entre el estímulo y el sujeto que reacciona frente a él, aunque, siguiendo a García Andrade17, debamos interpretar psicodinámicamente tal relación de sentido.
Diagnóstico de las alteraciones cognitivas y volitivas provocadas por la ira
Consideremos en primer lugar cómo la ira interfiere en las capacidades cognitiva y volitiva (alteración cualitativa), y después trataremos de explicar en qué medida se produce esta alteración (cuantitativa).
Alteración cualitativa
a) Alteración cognitiva
Creemos que la ira puede producir alteraciones cognitivas mediante tres mecanismos:
- El primero, atendiendo a los procesos de valoración de las emociones ya mencionados, está relacionado con las distorsiones en la evaluación de los estímulos. Un acontecimiento interpretado de forma hostil puede desencadenar, como hemos visto, una experiencia de ira, y por tanto una conducta inadecuada fruto de dicha interpretación errónea.
- En segundo lugar, la alteración cognitiva puede producirse mediante el fenómeno de la catatimia. Todo afecto (y la ira es un afecto intenso y brusco), como escribiera Bleuler26, tiene tendencia a imponerse y a arrastrar a la psique total en una determinada dirección. Continuaba el autor que, incluso en el sano, las influencias del afecto conducen frecuentemente a juicios equivocados. A estos fenómenos los denominó catatímicos, utilizando la expresión de Hans W. Maier. La catatimia, según Calcedo27, resume la actividad transformadora de los sentimientos y emociones sobre la actividad psíquica y la consiguiente deformación de la realidad.
- Por último, otros autores encuentran que la ira provoca alteraciones cognitivas de tipo cuantitativo. Así, para Choliz10, en esta emoción se producen obnubilación e incapacidad o dificultad para la ejecución eficaz de procesos cognitivos, y Garrido3 cree que la emoción puede afectar negativamente a las tareas de razonamiento complejo en proporción directa a la intensidad de la misma.
Podemos sugerir que estas alteraciones catatímicas y cuantitativas de la esfera cognitiva estarían causadas por una excitación adrenocortical generalizada, estimulada por el sistema límbico, como explica Zillman15. Para este autor, en estas circunstancias, la persona se siente incapaz de perdonar y se cierra a todo razonamiento. Todos sus pensamientos gravitan en torno a la venganza y a la represalia, sin detenerse a considerar las posibles consecuencias de sus actos. El fenómeno, asegura Zillman, podría durar horas e incluso días.
Finalmente, Carrasco28 afirma que en estos estados afectivos lo cognitivo puede estar condicionado por una percepción o un juicio distorsionados por el afecto, si bien lo que realmente resulta alterado es el autodominio, el control de nuestros actos.
b) Alteración volitiva
Con respecto a la alteración volitiva provocada por la ira, ya hemos mencionado a Carraco. Alonso Fernández21 reconoce igualmente que la actividad volitiva se deja influir también por los fenómenos afectivos.
La agresividad de la ira, como vimos anteriormente, es de tipo impulsivo, y por tanto es impetuosa, descontrolada, irreflexiva y se manifiesta en cortocircuito. En todo ello, según sugieren las últimas investigaciones, tiene trascendencia un déficit de la función reguladora e inhibidora del córtex prefrontal sobre otras estructuras del sistema límbico.
En este sentido apuntan los trabajos de Raine24, quien demostró mediante tomografía de emisión de positrones tasas de actividad baja de la corteza prefrontal en asesinos afectivos (que actúan de forma poco planificada y bajo una emoción muy intensa), con respecto a asesinos depredadores (controlados, que planifican el crimen), encontrando en ambos grupos mayores tasas de actividad en la amígdala, el hipocampo y el hipotálamo. En la misma línea se encuentran las investigaciones de Damasio (2000), citado por Alcázar- Córcoles et al. 29, que mostraban respuestas emocionales disminuidas e inadecuada regulación de la ira y la frustración en pacientes con lesiones focales bilaterales en la corteza prefrontal ventromedial, a partir de la ejecución de tareas que implican juicio moral y social. Para el mencionado LeDoux, en la respuesta a la ira existe una activación por parte del estímulo de la denominada vía alternativa, que elude la acción inhibitoria y reguladora de la corteza cerebral, facilitando una respuesta emocional más rápida, pero poco afinada.
La corteza prefrontal está implicada en la llamada “función ejecutiva”, definida como el proceso por el cual se logra planificar, anticipar, inhibir respuestas y desarrollar estrategias, juicios y razonamientos acordes a las exigencias y demandas sociales y personales. De esta forma, la elusión o el déficit funcional del córtex prefrontal implica una alteración de esta función ejecutiva y, por tanto, de la capacidad volitiva.
Alteración cuantitativa
La ira, como todas las emociones, no es un constructo categórico, sino dimensional, y puede manifestarse con intensidad variable en forma de enfado o enojo (Spielberg, Jacobs, Rusell y Crane, 1983) o como sentimientos de irritación, enojo, furia y rabia (Johnson, 1990)7.
Desde la perspectiva cognitiva, la intensidad de la respuesta emocional está en relación directa con el grado de amenaza, derivado de la evaluación primaria y en relación inversa con la capacidad de afrontamiento, surgida de la valoración secundaria30. La psicología biologicista entiende, por el contrario, que la intensidad de la emoción depende del nivel de activación fisiológica (arousal)10.
Sin duda, una mayor intensidad en la emoción de ira interfiere en los aspectos cognitivos y volitivos relacionados con las conductas derivadas de ella; no obstante, hemos de reconocer la dificultad que entraña determinar la cuantía de esta perturbación.
Conclusiones
Al peritar, como psiquiatras forenses, las conductas ilícitas, no solo nos interesan las que están asociadas a trastornos psicóticos, intelectivos o degenerativos, o a consumo de tóxicos, sino que hemos de tomar en consideración aquellas que pueden ser la expresión conductual de distintas emociones, como la ira.
Ello nos obliga a estudiar pormenorizadamente todos los elementos que constituyen este fenómeno. Por una parte, los estímulos que lo provocan, su origen externo o interno, las características cuantitativas y cualitativas, y la concurrencia o sucesiones de ellos. Por otro lado, la forma en que tales estímulos inciden en sujetos concretos, dependiendo de la estructura de la personalidad, de la psicobiografía, de estados de ánimo o emociones previas, y de determinadas situaciones sociales o ambientales que desencadenarán una reacción vivencial como la ira. Finalmente, las peculiaridades del acto delictivo nos informarán sobre su origen emocional.
Solo con este análisis global de la emoción de la ira podemos acometer el diagnóstico médico forense en sus distintas facetas: juicio clínico, psicogénesis delictiva e interferencia en los procesos, cognitivo y volitivo; con el fin de brindar al juzgador los elementos psico(pato)lógicos imprescindibles para que pondere la aplicación de la atenuante de “arrebato”, recogida en el Código penal español.