Como veterano epidemiólogo imaginaba que este año los Reyes de Oriente nos habían regalado la enésima versión de Pedro y el Lobo en forma de plaga catastrófica. Una lejana epidemia de un cuadro respiratorio bastante inespecífico, que, como otros acontecimientos, tanto podía considerarse una amenaza como un episodio más entre los que afectan continuamente a las poblaciones humanas y en plena temporada gripal, cuando no es rara la coincidencia de viriasis respiratorias. La Organización Mundial de la Salud (OMS) no la consideraría emergencia internacional hasta finales de enero y tras enconados debates de epidemiólogos, salubristas y responsables políticos.(1)
Lo que no fue óbice para que los medios de comunicación le prestaran una exhaustiva atención que atemorizaba a la ciudadanía. El miedo es una emoción muy contagiosa que propició una avalancha de rumores en las redes sociales. Y si bien la información periodística se basaba en hechos reales, podría haber estado condicionada por las tensiones políticas atribuibles a la creciente hegemonía económica de la China y al conflicto de Hong Kong, sin descartar el interés morboso ávido de noticias escabrosas.
Factores que han influido notoriamente en la calificación del problema, percibido mayoritariamente como una potencial hecatombe sanitaria. A pesar de que, sin recurrir a la mal llamada gripe española, la gripe asiática se cobró más de un millón de muertos entre 1957 y 1958. Unos 45.000 españoles según algunas estimaciones(2). No obstante, la que merece este ingrato galardón, ha sido la peste negra que, entre 1347 y 1351, en un mundo sin aviación, turismo ni telecomunicaciones se estima que se llevó por delante a unos doscientos millones de personas. Y en nuestro tiempo, la malaria, que ocasiona anualmente más de dos millones de nuevos casos y cerca de medio millón de defunciones, sobre todo infantiles.(3)
Aunque muchos estén persuadidos de que si no lo ha sido es gracias a las drásticas medidas que se han adoptado en muchos países. Igual que atribuyeron la remisión del SARS a las medidas adoptadas en su momento. Una interpretación verosímil pero tal vez imprecisa. Porque la incertidumbre al respecto sigue siendo considerable.
Incertidumbre que, en la parte que le corresponde a la mera ignorancia, iremos despejando, aunque persistirá la atribuible a las limitaciones para comprender cabalmente - y aún más para controlar- la complejidad de la naturaleza de estos procesos, de las que adolece, al menos hasta ahora, el conocimiento científico. Conocimiento del que estamos orgullosos, y con razón, los seres humanos, sobre todo porque es reproducible y se puede compartir. Aunque algunas preguntas queden fuera de su demarcación, como las que no pueden ser objeto de falsación, por parafrasear a Karl Popper. En cualquier caso, conviene recordar que las certezas definitivas son cosa de la fe.
Una incertidumbre que John Kay y Mervyn King adjetivan como radical(4) y que es uno de los elementos fundamentales de las políticas de prevención y control. Ortwin Renn, director científico del Instituto de Estudios Avanzados de Sostenibilidad en Postdam, sugiere que para no sucumbir a los riesgos catastróficos, se debe identificar y evaluar adecuadamente el riesgo -una tarea básicamente científica-para mejor regularlo y gestionarlo, una labor básicamente técnica y política. Pero para ello conviene distinguir tres dimensiones: la complejidad, la incertidumbre y la ambigüedad, que permite que un mismo hallazgo se pueda interpretar de manera dispar, hasta contradictoria, incluso por los expertos(5). Disparidades que dependen de los valores, preferencias políticas o religiosas, incluso del género de quienes los interpretan y que la incertidumbre puede acentuar.(6)
El recurso de las autoridades a los expertos no solo es lógico sino también necesario, en razón de sus conocimientos, que habitualmente son profundos, aunque específicos. Saberes imprescindibles para entender alguna parte del problema, pero casi siempre insuficientes para comprender todas sus dimensiones. Además, una de las cualidades del conocimiento científico es, precisamente, la reproducción y el contraste, procedimientos que requieren tiempo, por lo que la mayoría de sus aportaciones no pueden darse como concluyentes ipso facto. Asimismo, no tener una responsabilidad política condiciona sus respuestas y desinhibe -en el sentido de minusvalorar los obstáculos- las recomendaciones que pueden sugerir.
Recurrir a los expertos no debería facultar a las autoridades, a eludir sus responsabilidades, ni directa ni indirectamente. Los expertos, como cualquiera, están expuestos a sesgos que en su caso tienen que ver con sus propios intereses profesionales en cuanto a las repercusiones de un determinado descubrimiento o interpretación, sobre su prestigio, reconocimiento, etc. lo que condiciona sus opiniones.
Y, a pesar de que la mayoría de los expertos - sobre todo los que han merecido la atención de los medios - han valorado la pandemia como excepcionalmente grave, muchos de ellos han discrepado sobre la importancia de los mecanismos de contagio, la susceptibilidad a la infección, los tratamientos médicos o la conveniencia de unas u otras medidas. Y como en general, las autoridades políticas -las únicas legitimadas para tomar este tipo de decisiones, con la conformidad de los representantes de la ciudadanía- han justificado sus decisiones atribuyéndolas a los expertos, conviene alguna explicación sobre quienes han sido y qué papel han jugado realmente. En todo caso llama la atención que, tanto en España como en Cataluña, los órganos responsables de las Administraciones y los que gestionan los presupuestos correspondientes de salud pública, no hayan liderado la respuesta gubernamental.
Algo que en aras a la debida transparencia requeriría explicaciones, como también las requiere que no se hayan promovido foros de debate y deliberación pública para contrastar adecuadamente argumentos discrepantes, no solo en cuanto a la magnitud de la tragedia, sino sobre todo en cuanto a los perjuicios de las medidas de protección. Claro que en demasiadas ocasiones las opiniones contracorriente eran meras fantasías, bulos o falsedades que, curiosamente, sí se han difundido por las redes sociales. Y aunque, en el fragor de una crisis, la crítica puede confundir más que aclarar(7), la falta de ella puede perpetuar las distorsiones y provocar peores males que la propia infección.(8)
Las administraciones sanitarias públicas han hecho un esfuerzo de comunicación. Afortunadamente, el episodio del ébola que generó una considerable desazón en la población española hace ya seis años hasta que Fernando Simón asumió la responsabilidad de comunicar y explicar qué pasaba y por qué no era verosímil que la infección se propagara entre nosotros, ha tenido continuidad. Aunque la situación actual sea incomparablemente más complicada. Hay que agradecer al Instituto de Salud Carlos III la publicación de una serie de informes técnicos redactados por profesionales de prestigio que cuentan con el respaldo de los ministerios de Sanidad y de Ciencia e Innovación y son fácilmente accesibles tanto en la página web del ISCIII, como en la página web CoNprueba.(9)
También hay que agradecer a algunas sociedades profesionales su disponibilidad para divulgar informaciones y proporcionar análisis de la situación entre las que destaca el blog de la Asociación de Economistas de la Salud de SESPAS, recopiladas en un e-book(10). Lo que remite a la reflexión sobre la responsabilidad de los medios de comunicación social, de los portavoces de las autoridades, de los expertos y de las sociedades profesionales o científicas, sin olvidar la nuestra como ciudadanos a la hora de equilibrar el derecho a la libertad de expresión con la conveniente responsabilidad sobre las consecuencias de nuestro papel como fuente de información o como vehículo propagador de confusiones, imprecisiones o falsedades.(11,12)
Llama la atención la incapacidad de gestionar sensata y serenamente la incertidumbre, quizás más incluso que el impacto real de la infección misma, dicho sea, con ánimo provocativo. No solo porque la incertidumbre sea propia de la vida en general y de la medicina en particular . También por el peso del tratamiento informativo sobre la percepción del problema, más influyente que la información epidemiológica dudosa.
Porque el alud de datos aportados no solo no la neutraliza, sino que más bien distorsiona. Aun cuando el sesgo de confirmación al que estamos expuestos selecciona los que corroboran las inquietudes más alarmantes. El emocionante relato de algunos clínicos sobre la gravedad de algunos pacientes atendidos corroboraba -aparentemente- la impresión de catástrofe sanitaria que, en buena parte, sustenta las espectaculares reacciones preventivas que ha generado.
De ahí la conveniencia de valorar lo más objetivamente posible la magnitud de la tragedia(13). Por ello y porque las medidas preventivas no son gratuitas; es decir, no están exentas de efectos adversos considerables.
Obviamente, la proporcionalidad de las medidas preventivas en situación de incertidumbre es hipotética y contingente. De modo que no está en absoluto garantizada por mucho que nos esforcemos. Aunque tenerla en mente y procurar incluir indicadores orientativos sea imprescindible. Pero comparar beneficios y perjuicios exige una valoración de unos y otros que permita sopesarlos adecuadamente. Lo que resalta las distintas valoraciones que merecen según las distintas posiciones ideológicas, algo que, al estar en juego vidas humanas, puede inducir a demagogia.
Como el peligro sanitario es inminente, mientras que las eventuales consecuencias negativas de las medidas aparecen más tarde, si las medidas sanitarias tienen éxito se gana tiempo, algo que parece positivo, aunque solo lo es realmente si lo podemos utilizar para mejorar nuestra reacción.
Afirmar que la salud es lo primero queda muy bien aunque la disyuntiva entre salud y riqueza sea engañosa, puesto que la salud depende también, de la capacidad adquisitiva de la gente para afrontar los gastos derivados de la alimentación, la vivienda, etc. Lo que tiene que ver con la productividad, la riqueza o el valor. En definitiva, con la economía, etimológicamente la administración de la casa, del hogar.
En cambio, como está funcionando actualmente la economía, da la impresión de que los excedentes acumulados por unos pocos se podrían distribuir más justamente a modo de colchón redistributivo. Pero sin el poder político necesario las consecuencias económicas negativas las pagaran los de siempre. Porque para algunos grupos -como a los empleados de las administraciones públicas, jubilados, etc. - el riesgo de morir o de enfermar gravemente es incomparablemente mayor que los eventuales efectos adversos de las medidas preventivas.
La afectación selectiva de las personas mayores es otra característica de la epidemia que se presta a consideraciones morales. Aunque las residencias de ancianos y las instalaciones socio-sanitarias sean más un apaño que una solución satisfactoria a un problema espinoso, que incluye la inexorable decrepitud del envejecimiento. De donde la descalificación -más ideológica que empírica- de los equipamientos de titularidad privada no deja de ser, en bastantes casos, un recurso para tranquilizar las conciencias. Medicalizar tales instalaciones subestima los graves riesgos del encarnizamiento , porque tan injusto es excluir a los pacientes de algunos tratamientos por edad, como someterlos a obstinación terapéutica.(14,15)
Ganar tiempo es lo que se pretendía con el famoso aplanamiento de la curva de incidencia de los nuevos casos. Conseguir que los recursos asistenciales, básicamente el número instalado de camas de las UCI, pudieran atender un flujo menos numeroso de enfermos graves y por ello no hubiera que dejar algunos pacientes sin tratamiento. Algo perturbador porque en clínica la predisposición deontológica clínica es hacer todo lo posible por el paciente, aunque a menudo deban proceder a seleccionarlos, mediante triaje, procedimiento que asigna a cada paciente un orden de prioridad según criterios de gravedad, pronóstico y otros. Porque atender prioritariamente a los que primero llegan, a los recomendados o incluso a los más graves, comporta inequidades e ineficiencias que redundan en la desatención de otros. Lo que se denomina coste/oportunidad.(16)
La acumulación de casos graves en un lapso de tiempo breve pone en jaque a cualquier sistema sanitario por bien dotado que esté. Aunque sin tratamiento específico lo que puede proporcionar el sistema asistencial es sobre todo atención sintomática, en la confianza que los pacientes se recuperen tras neutralizar o compensar las alteraciones más graves, respiratorias , hematológicas, renales, etc.
Situación que - porque el ingreso no siempre evitaba que los pacientes murieran- refleja una deficiencia transitoria; más que la estructural que han denunciado algunas voces críticas que atribuyen el desastre a la política de recortes. Dar con una explicación verosímil y aparentemente progresista es gratificante, aunque puede que solo se trate de un chivo expiatorio. Unas críticas que no suenan tan fuerte para condenar los despilfarros del sistema sanitario que continúa proporcionando intervenciones inapropiadas cuyos perjuicios inevitables redundan en el incremento de las listas de espera y la iatrogenia.
La desatención de los poderes políticos a la sanidad pública es desde luego criticable. Pero tal vez focalizarla en los recortes no sea lo más pertinente, porque más grave que la infrafinanciación es que las políticas sanitaria y de salud (que no son lo mismo) no obedezcan a ninguna estrategia que merezca tal nombre. La organización y la gestión de los servicios más próximos a la población - atención primaria y salud pública- adolece de graves defectos entre los que destaca una orientación desproporcionadamente biologicista y medicalizadora, ajena a la perspectiva comunitaria imprescindible para entender y proteger la salud de los seres humanos, animales sociales por naturaleza, y adolece también de una falta de motivación de los recursos humanos que si no se corrige haría inútil aumentar su número. Porque lo que conviene no es más, aunque sea mucho, de lo mismo.
Es lógico suponer que unos servicios de vigilancia epidemiológica más motivados, más dotados y, desde luego, más utilizados nos hubieran orientado antes sobre la dinámica de la epidemia y hubieran podido mejorar las actividades de investigación y control de contactos. Una hipótesis de trabajo cuya efectividad se debería evaluar en la práctica(17). Porque las buenas ideas y menos las buenas intenciones no garantizan el éxito.
Sorprende también que las mejoras llevadas a cabo por los registros civiles, el Instituto Nacional de Estadística, los servicios autonómicos de salud pública y los dispositivos centinela de la gripe que hubieran podido proporcionar puntualmente datos fiables del número total de defunciones(18), no se hayan aprovechado completamente, en pos de alternativas que proporcionaban más protagonismo a las autoridades.
Pero como no hay mal que por bien no venga se han oído también voces destacando la adhesión de la población a unas medidas tan restrictivas y drásticas como las adoptadas, al amparo del estado de alarma. O aplaudiendo la implicación manifiesta de los servicios sanitarios, particularmente hospitalarios, hay que reconocerlo sin ambages. Tres meses en los que además se ha reducido notoriamente la contaminación ambiental como consecuencia del parón económico.
Actitudes y conductas que han merecido el elogio general, al considerarlas reacciones solidarias de una sociedad que teníamos por más individualista. Aunque pueden atribuirse también al miedo al supuesto riesgo inminente de morir, y también a la sorpresa de constatar que seguimos siendo contingentes y frágiles. Una reacción de intolerancia al infortunio que nos hace más vulnerables.
Algunos también han querido ver la influencia de la culpa1 -al sentirnos eventualmente vectores de la transmisión- como explicación de este proceder disciplinado, desde luego poco habitual. Como señalaba Josep Ramoneda(19):
"... Cuando una amenaza directa ha llegado al primer mundo, los gobernantes han decidido pararlo todo y la ciudadanía se ha encerrado en casa sin rechistar. ¿Qué es lo que lo ha conseguido? Una combinación casi perfecta entre el miedo y la culpa. El miedo, la culpa y el aislamiento".
Hasta aquí un breve y esquemático repaso a cuestiones que desde una perspectiva ética llaman más la atención a un médico de salud pública. Pero, aunque las aplicaciones de la ética a la Salud Pública son relativamente modernas, disponemos por fortuna de algunas aportaciones relevantes sobre las que edificar nuestros propios criterios morales.
Mientras que la clínica ha visto resaltadas y enriquecidas sus normas deontológicas gracias a la influencia de la bioética(20), particularmente en cuanto a los principios de autonomía y de justicia, la referencia ética de la salud pública moderna se ha reducido, a menudo tácitamente, al utilitarismo(21). Que buena parte de los recursos humanos de la salud pública fueran funcionarios ha comportado que la regulación de sus comportamientos dependiera de reglamentos y las leyes más que de normas deontológicas.
Pero en los últimos lustros y gracias sobre todo a las reivindicaciones de los derechos humanos protagonizadas por los movimientos homosexuales en pro de su dignidad, contra la estigmatización de los grupos de riesgo de contraer el VIH y padecer el SIDA, se ha ido desarrollando un planteamiento más amplio y plural adoptando perspectivas más eclécticas que tratan de conciliar la ética de las convicciones y la ética de las responsabilidades. Aunque el utilitarismo sigue constituyendo un marco ético muy apropiado para la salud pública puesto que su valoración moral de las decisiones e intervenciones se basa en las consecuencias que tienen sobre la salud de la mayoría de la población. Lo que no deja de ser una aproximación pragmática lógica y globalmente benéfica como promulgaba Stuart Mill(22) y años más tarde su ahijado Bertrand Russell(23).
Como ocurre con casi todo, el utilitarismo tiene sus insuficiencias y limitaciones, particularmente en relación con la justicia como destacaba John Rawls(24). No hay unanimidad a la hora de considerar qué es lo que produce mayor felicidad, bienestar o salud. Incluso hay quien piensa que para ser feliz hay que ser idiota o hacerse pasar por tal. Y desde luego las minorías siempre se pueden ver perjudicadas por la aplicación del utilitarismo, no solo en sanidad.
De ahí que entre los dilemas éticos más genuinos que afronta la salud pública, destaquen los eventuales conflictos entre los intereses particulares y los comunes o generales. Por lo que las siguientes consideraciones se focalizan en los eventuales efectos adversos o indeseables que las intervenciones de salud pública pueden ocasionar en el conjunto de la sociedad y particularmente en algunos grupos de población, los más vulnerables a tales consecuencias.
Por lo que sabemos hasta ahora la incidencia de la COVID-19 o más precisamente la incidencia de casos graves se ha distribuido heterogéneamente, no solo respecto de la edad y al género sino también a la clase social(25) y los analistas temen que las consecuencias negativas indirectas, las que tienen que ver con la educación, la ocupación y la capacidad adquisitiva entre otras, van a afectar mucho más a los grupos más desprotegidos de la sociedad(26) de modo que las inequidades sociales y sanitarias se van a incrementar todavía más en el futuro inmediato.
La deontología de las profesiones sanitarias le da bastante importancia a no hacer daño a los pacientes, o el mínimo posible y siempre justificado por la expectativa razonable de un beneficio suficiente. En el ámbito de la salud pública no disponemos del equivalente a un código deontológico, si bien algunas instituciones han asumido algunas normas de comportamiento como es el caso de la Public Health Leadership Society, que recoge doce "mandamientos"(27) el primero de los cuales recalca la importancia de prevenir las consecuencias adversas para la salud de las intervenciones sanitarias; mientras que el sexto es un mandato a las instituciones para que proporcionen a las comunidades la información que les permita tomar sus propias decisiones y para que obtengan de ellas su consentimiento a la hora de ponerlas en práctica.
Upshur(28)recomienda observar cinco requisitos para justificar cualquier intervención de Salud Pública en el sentido de garantizar el respeto a la libertad individual y a la justicia(29). El primero de los cuales es la eficacia del programa o intervención que se pretende desarrollar. Debe disponerse de suficiente información sobre las consecuencias benéficas de la intervención que se pretende, o, al menos una razonable convicción de sus esperados efectos positivos. La segunda es la de la proporcionalidad. No conviene matar moscas a cañonazos porque los efectos colaterales pueden ser peores que los males que nos pueden infligir. La tercera es la necesidad. Puesto que situaciones que se formulan como problemas realmente no lo son, o, por mejor decir, no lo son para quienes se supone que los padecen - algo que no es raro en los programas de cooperación internacional(30). La siguiente la denomina del menor atropello, es decir la interferencia intrusiva mínima. Opción que ni las autoridades estatales ni las de las comunidades autónomas consideraron a la hora de establecer el estado de alarma(31). Y el último requisito es el deber de justificar la intervención. Explicar razonable y comprensiblemente lo motivos de cada una de las decisiones sobre las medidas preventivas instauradas.
Planteamiento esencialmente coincidente con la formulación de seis criterios instrumentales(32) para valorar las implicaciones éticas de las intervenciones, de Nancy Kass(33). El primero es que la protección de la salud sea el propósito genuino y principal de la actividad. Incluso cuando ello implica renunciar a decisiones populistas que pueden tener consecuencias electoralistas. ¿Hasta qué punto las medidas adoptadas obedecen uno u otro propósito? ¿Hasta qué punto es ético exagerar las recomendaciones para fomentar un miedo que estimule su cumplimiento? Lo que nos lleva al segundo criterio que es el de la efectividad, que si bien en condiciones de incertidumbre como las actuales no se puede garantizar al menos debe ser razonablemente coherente, un criterio que no cumplen algunas de las drásticas medidas recomendadas que pueden ser incluso contradictorias, como la obligación de llevar mascarillas en espacios abiertos a no ser que se practique algún deporte.
El tercer criterio es distinguir, reconocer y cuantificar las cargas que nos van a comportar las medidas adoptadas. No solo las previsiones sobre la desaceleración de la economía y el descenso de la productividad y la riqueza que, desde luego, son muy importantes y que van a provocar indirectamente daños a la salud de las personas y de las comunidades; también sobre las interferencias a la vida cotidiana, a la movilidad de las personas, a la suspensión de actividades previstas que en algunos casos pueden parecer más o menos superfluas pero que en otros como las actividades escolares, los congresos médicos, etc. claramente no lo son.
El cuarto criterio insta a minimizar los efectos colaterales indeseables porque la salud no es siempre lo más importante. Y no porque la economía lo sea más sino porque la salud es un medio para aprovechar mejor la vida. El penúltimo de los criterios nos recuerda que las intervenciones deben ser justas y no incrementar las inequidades, que habitualmente son los más pobres, quienes menos alternativas tienen para evitar las molestias, los perjuicios o hasta los daños que pueden acarrear las medidas preventivas, una consecuencia negativa que está ocurriendo en este caso y no solamente porque sean ellos quienes más perjudicados han sido por la epidemia 21 22 y finalmente, perjuicios y beneficios deben ser prudentemente equilibrados como han propuesto siempre los maestros de la ética desde Aristóteles para quien la prudencia era el valor o la virtud esencial, la justificación más sabia de una decisión ponderada. Lo que desde luego no es fácil en una situación como la actual, máxime cuando la reclamación popular y de la mayoría de los expertos en aras de cortar por lo sano era ensordecedora y los medios de ensañaban -con bastantes imprecisiones - con aquellos países que tomaban medidas menos radicales, como Suecia por ejemplo.
Otra referencia es el modelo del Nuffield Nuffield Council of Bioethics(34) adoptado por el Instituto Nacional para la Salud y la Excelencia Clínica (NICE)(35) que valora éticamente las decisiones para proteger la salud de la población, que tiene en cuenta las tensiones derivadas de la aplicación del principio de precaución(36,37). El paternalista protagonismo de las administraciones públicas en el contexto del estado del bienestar requiere una nueva perspectiva, como la sugerida por Karen Jochelson(38), actuando más como a "azafata" que como "niñera" que refleja mejor el papel de auxiliar para que la ciudadanía tome sus propias decisiones. De ahí la denominación stewardship del modelo, que pretende facilitar y convencer más que obligar, y que además de resaltar la importancia de proteger de eventuales daños a terceros -obligación superior al derecho de la autonomía personal según Mill- acentúa la relevancia de la proporcionalidad, la transparencia y la solidaridad.
La primera pregunta es si ¿el problema es suficientemente importante para justificar la intervención? No solo en términos de frecuencia sino sobre todo de gravedad -letalidad, secuelas, etc. lo que todavía no hemos conseguido determinar con la necesaria precisión (en relación con las consecuencias de la intervención, claro)- pero también sobre las desigualdades, lo que parece claro al menos entre nosotros, aun cuando las medidas no solo no protegen más a los más vulnerables, sino que aumentan la inequidad, como ya se ha dicho. Un requerimiento que se debe completar valorando las causas que, en este caso se atribuyen a un betacoronavirus, el SARS-CoV-2. Aunque las enfermedades son procesos que se desarrollan en los huéspedes de modo que las características de estos -susceptibilidad y otras - resultan tan decisivas como las del agente microbiano. Cuestión inicial que se concluye valorando las pruebas sobre la efectividad de la intervención propuesta y si hay alguna otra alternativa que interfiera menos en la vida cotidiana de la población. Aunque el confinamiento masivo estricto no ha sido objeto de contrastación experimental rigurosa -lo que es prácticamente inviable- sí lo ha sido el aislamiento individual -en el caso de los pacientes inmuno deprimidos- con resultados satisfactorios. Por lo que si se consigue respetar -lo que no es fácil sin la adhesión de la población- parece razonable para enlentecer la difusión de la infección. Otra cosa es -como ya se ha mencionado- si tal objetivo resultará benéfico a largo plazo. En cuanto a la efectividad de las mascarillas la cosa es todavía más compleja.(39)
Seis preguntas más culminan la relación. Cinco sobre las previsibles consecuencias de la aplicación -si la intervención promoverá la salud en el futuro (quizás reduciendo la contaminación o el tabaquismo, aunque puede que aumente el sedentarismo, la obesidad y desde luego la distancia social)- limitará la accesibilidad a los servicios sanitarios (efecto adverso directo al focalizar los propósitos en la COVID-19, desatendiendo otros problemas) o, en general la limitación sobre la libertad individual, un perjuicio obvio que ya ha sido minuciosamente considerado, entre otros, en el monográfico de esta misma revista(40). La última plantea si conviene alguna deliberación pública para adoptar las decisiones correspondientes.
Requisito que formalizado bajo la denominación de "apertura a diversas perspectivas" destaca un documento de la OMS(41)compuesto para situaciones epidémicas, que incluye más de 80 recomendaciones éticas agrupadas en 14 apartados fundamentados en siete criterios morales principales -justicia (equidad; transparencia e inclusividad comunitaria); beneficencia; utilidad (saldo neto benéfico y eficiencia); respeto a las personas: libertad; reciprocidad y solidaridad -merecedor de un análisis singular que excede el propósito de estas consideraciones.
La percepción de que estamos viviendo una situación de extraordinario peligro ha puesto en valor, como se dice ahora, la seguridad por encima de todo. Con la esperanza de sobrevivir el trance. Aunque pudiera ser que la subsistencia arramble con algunas de las cualidades que hacen que la vida valga la pena.
Veremos cómo evoluciona la situación y si seremos capaces de recuperar cierta resiliencia ante los infortunios que, sin duda, deberemos seguir afrontando en el futuro, que nos traerá, si no rebrotes, nuevas epidemias, enmarcadas en un contexto de cambio climático preñado de interferencias geopolíticas que iremos conociendo -o solamente percibiendo- mediante prolijas retransmisiones desde los medios de comunicación y las redes sociales.