La asistencia actual en salud mental se presta mediante un modelo biomédico que acota el sufrimiento emocional y psíquico en un sistema categorial discreto mediante diagnósticos psiquiátricos (manuales DSM y CIE) y una indicación terapéutica que se presenta como específica para cada uno de ellos y que en gran medida consiste en un tratamiento farmacológico con el objetivo de reducir los síntomas nucleares del trastorno.
Las raíces del modelo se sustentan en la publicación del DSM-III en 1980. Este transformó descripciones basadas en una nosografía simplificada en criterios diagnósticos de trastornos psiquiátricos, cada cual con su correspondiente orientación terapéutica, como un remedo de los diagnósticos de las especialidades médicas (1), aunque, a diferencia de estas, sin evidencias biológicas o pruebas complementarias que los fundamentaran. Los psicofármacos se han integrado en este modelo mediante una dinámica que puede ejemplificarse con la irrupción de los antidepresivos ISRS para el tratamiento del nuevo constructo DSM-III de la depresión mayor (2,3).
La interacción recíproca entre el desarrollo de constructos diagnósticos y las indicaciones clínicas de los psicofármacos ha sido desde entonces una constante en el devenir de una Psiquiatría Basada en la Evidencia reducida progresivamente a una Psiquiatría Biológica. De este modo, se ha configurado un auténtico fenómeno sociocultural, industrial y económico, un conglomerado de intereses que se ha dado en llamar Mental Health Medical Industrial Complex (MHMIC) (4).
Es posible rastrear la actividad del MHMIC en fenómenos tan distintos como el diseño e implementación de una campaña de éxito dirigida a transformar la cultura de todo un país —Japón— completamente ajena al constructo de depresión del DSM y crear de ese modo un mercado que permitiera la introducción de los ISRS (5); la irrupción de nuevos constructos y nuevos mercados para los antipsicóticos atípicos —es el caso del trastorno bipolar en la infancia— sin hallazgo científico alguno que sirviera de base, partiendo simplemente de “una reconceptualización de lo que veíamos en los niños” (6); o el desarrollo del constructo del TDAH, que se expande, a medida que se publican nuevas ediciones del DSM, coincidiendo con hitos en la comercialización de nuevos fármacos e indicaciones clínicas y con una última frontera en el TDAH del adulto (7).
La historia de las sucesivas ediciones del DSM es la de un aumento constante de diagnósticos, de 106 en el DSM-I (1952) a 182 en el DSM-III (1980) y a 216 en el DSM-5 (2013), la mayor parte de ellos asociados a su correspondiente tratamiento, esencialmente farmacológico. Se trata de un fenómeno muy conocido en las especialidades médicas (8) y que ha comportando en salud mental una inflación de diagnósticos, de modo que se estima que un 38% de europeos (165 millones) sufren cada año una “enfermedad mental” (9). Se dice que no es fácil leer el DSM-5 sin autodiagnosticarse diversos trastornos (10).
Una vez establecidas las descripciones sintomáticas como auténticos diagnósticos, se equiparan los trastornos mentales con enfermedades del cerebro (11), y se procede a una búsqueda incesante de sus bases biológicas y genéticas, mecanismos fisiopatológicos y correlatos de neuroimagen. Este esfuerzo, intensificado a partir de los 90, la década del cerebro, y posterior al desarrollo de los constructos diagnósticos y los tratamientos psicofarmacológicos, no ha producido hasta la fecha avances significativos ni en la clínica ni en la comprensión de los trastornos mentales (12). En cambio, ha apuntalado su supuesta naturaleza biológica y ha justificado un abordaje casi exclusivamente psicofarmacológico. Se publican de forma continua estudios de este tipo que, a pesar de notorios sesgos metodológicos y escasa significación, generan titulares en la prensa e impactan en el imaginario popular (13,14).
Los mecanismos de acción atribuidos a los psicofármacos sirven para desarrollar una narrativa sobre la fisiopatología del trastorno y el papel corrector de los medicamentos. Presentados al inicio como correctores del déficit o el exceso de un determinado neurotransmisor, el relato ha pasado rápidamente a hablar de alteraciones y desequilibrios de los sistemas de neurotransmisores, modulados, reequilibrados y revertidos por el fármaco (15), algo que se aplica por igual a cualquier tipo de medicamento (16). Es una idea promovida y fomentada por la industria, los líderes de opinión y los divulgadores que se extiende como un mito en la cultura popular (17-19).
El hecho de que los psicofármacos produzcan en las personas no diagnosticadas los mismos efectos que en las diagnosticadas, un “efecto fármaco” basado en su impacto sobre el sistema de neurotransmisores (20), no ha servido para cambiar ese relato. Tampoco la constatación de que la nomenclatura psicofarmacológica actual transmite una ficción: medicamentos cuya denominación sugiere una alta especificidad, antidepresivos, antipsicóticos, etc., “como la insulina para la diabetes”, no lo son en absoluto sino que se utilizan en la práctica para una amplia gama de condiciones psiquiátricas (3,16). Los fármacos asignados al trastorno bipolar impulsados por la industria bajo el concepto de “estabilizadores” e introducidos en el tratamiento de los trastornos de personalidad y otras condiciones psiquiátricas que cursan con impulsividad y turbulencias emocionales no corresponden a una realidad farmacológica; son más bien un “débil label” con una gran potencialidad de marketing, en palabras del mayor teórico de la psicofarmacología actual (21).
Que los medicamentos psiquiátricos no son tan eficaces como se publicita y es creído por el público general, los prescriptores y los gestores sanitarios, es algo reconocido por la ciencia en lo que respecta al tamaño del efecto y su diferencia con respecto al placebo. Se objeta que algo similar sucede en la medicina en general y que “aunque existen algunos medicamentos con un tamaño del efecto claramente mayor que los agentes psicotrópicos, estos no son en general menos efectivos que otros medicamentos” (22). Se argumenta asimismo que, aunque la diferencia de su eficacia con el placebo no sea grande, la gravedad de las condiciones psiquiátricas y el sufrimiento que originan las depresiones, la psicosis, etc., justifica ampliamente su uso (23).
La eficacia con respecto al placebo y comparada entre sí de los psicofármacos suele establecerse mediante estudios controlados y aleatorizados (ECA), considerados el estándar de oro de la investigación biomédica. Se trata de estudios a corto plazo centrados en síntomas y no en funcionalidad, que usan escalas y otras medidas de resultados escasamente significativas para el paciente. Los meta-análisis, pruebas que se consideran de gran calidad, no valen más que los ensayos que incluyen.
La escasa duración de los ECA, de entre varias semanas a unos pocos meses, no suele detectar, salvo en el caso de las benzodiazepinas, una característica fundamental de la respuesta del cerebro al psicofármaco: la neuroadaptación. Son consecuencias de la neuroadaptación la tolerancia y pérdida de eficacia del fármaco a medida que pasa el tiempo, así como el síndrome de discontinuidad cuando se interrumpe, manifestado a veces como nuevos episodios similares a la sintomatologia que se pretendía tratar. Incluso se pueden producir daños permanentes y un empeoramiento iatrogénico de la condición psiquiátrica de base. Es el caso, entre otros, de los antipsicóticos con las discinesias tardías y las psicosis por hipersensibilización (24).
Los psicofármacos se muestran poco eficaces a la hora de obtener la remisión sintomatológica y menos aún la recuperación (25-27). Dado que, además, todos ellos pueden producir daños graves, la investigación actual no deja claro, incluso tras varias décadas de uso masivo, el balance riesgo/beneficio a largo plazo de los más habituales, sean antipsicóticos, antidepresivos o estimulantes (28-30).
Las expectativas depositadas en unos fármacos cuyo descubrimiento, como en el caso de la clorpromazina, se saludó como “uno de los 12 momentos definitivos de la historia de la medicina en el siglo XX” comparable al descubrimiento de la penicilina (31), y en la psicofarmacología presentada como un gran logro científico al que se le atribuye un smashing success en algunas historias de la psiquiatría de los años 90 (32), han sido seguramente claves en el largo y laborioso proceso de la transformación de la psiquiatría en una especialidad médica y del psiquiatra en un “internista de la mente” (33,34). Los deseos de la profesión construyeron un Zeitgeist en torno a la psicofarmacología que maximizaba las propiedades terapéuticas de los fármacos, minimizaba sus efectos adversos y oscurecía la a menudo estrecha relación existente entre ambos (35).
Estas grandes esperanzas se han visto defraudadas y asistimos actualmente “desde dentro y fuera de la psiquiatría“ a un creciente escepticismo acerca del éxito de los psicofármacos debido a su limitada eficacia, la carga de efectos secundarios y el punto muerto en que se encuentra el desarrollo de nuevas moléculas, asistiéndose incluso a la retirada de grandes compañías farmacéuticas de la investigación en psiquiatría (36). Quince años más tarde, el escepticismo es manifiesto en las páginas de los otrora entusiastas historiadores de la psiquiatría (37).
Más aún, surgen críticas incisivas contra el uso de los psicofármacos por parte de metodólogos de prestigio, centradas en la escasa calidad de los estudios ECA, la minimización de efectos adversos y daños a largo plazo, y la influencia omnipresente, interesada y distorsionadora del MHMIC en todo el proceso de su investigación, regulación, marketing y guías de prescripción (38,39), objetadas con vehemencia por otros autores en nombre de los, a su juicio, logros obtenidos por la psiquiatría del “mundo real” (40,41), cuya práctica no se ha modificado hasta la fecha.
En síntesis, pues, existe una brecha amplia entre las evidencias científicas y las creencias de prescriptores y gestores de los servicios, así como una práctica clínica que sobrevalora la efectividad de los psicofármacos y cultiva creencias y mitos no sustentados en hechos (45).
En este contexto presentamos este dossier que, por su limitada extensión, no puede desarrollar todos los temas mencionados, aunque sí pretende arrojar luz a algunos de ellos. Se abre con un breve trabajo de la psiquiatra inglesa Joanna Moncrieff en el que se discuten los modelos de acción de los psicofármacos y se presenta un modelo alternativo que alienta a pensar y utilizar estos medicamentos de una forma diferente a la habitual: el modelo centrado en el fármaco. Este modelo considera a los psicofármacos como sustancias psicoactivas que inducen determinados estados físicos y mentales, similares en personas diagnosticadas y no diagnosticadas, y que pueden resultar útiles para contrarrestar la sintomatología, pero también producir determinados daños.
Esta perspectiva es similar a la de otros artículos del dossier, como el firmado por el psiquiatra David Healy, la psicóloga Joanna Le Noury (ambos ingleses) y el psiquiatra infantil australiano Jon Jureidini, que aborda el espinoso tema del uso de antidepresivos en menores y adolescentes; también el del doctor en Farmacia Emilio Pol Yanguas sobre el uso de los antipsicóticos en personas mayores en diversas condiciones psiquiátricas; el del farmacéutico y doctor en Ciencias de la Salud Luis Carlos Sainz con una actualización del uso de psicoestimulantes y otros fármacos en el Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad (TDAH), y el de la propia Moncrieff, que revisa las limitadas pruebas que fundamentan la utilidad de los fármacos utilizados como profilácticos en el trastorno bipolar.
En esa línea, Healy y sus colaboradores argumentan que una comprensión inadecuada de los efectos de los antidepresivos puede llevar no solo a un diseño defectuoso de los ensayos clínicos y a una práctica clínica incorrecta, sino también a un fracaso de las políticas asistenciales en salud mental infanto-juvenil, en la que una mayor inversión en servicios y fármacos en los países desarrollados no ha traído mejores resultados, más bien al contrario.
La brecha existente entre las creencias y las evidencias, y cómo las creencias se imponen a las evidencias, se aborda en el artículo de José Antonio Inchauspe, psiquiatra, y Miguel Ángel Valverde, psicólogo clínico, sobre la clozapina, un fármaco promocionado como el patrón oro del tratamiento de la esquizofrenia y el más eficaz de los antipsicóticos. Las revisiones más recientes no encuentran prueba alguna que sustente esta creencia, y el análisis del estudio pivotal de Kane muestra que tiene un diseño artefactado a favor de la clozapina que lo inhabilita para defender su eficacia.
La misma brecha se observa en el artículo sobre el estudio STAR D*, fruto de la colaboración entre Edmund Pigott, psicólogo estadounidense, y los editores de este dossier. El STAR D*, considerado el ensayo clínico más importante realizado nunca con antidepresivos, fue un ensayo fallido en lo que se refiere a los pobres resultados de las estrategias de aumento de dosis, cambio de fármacos y potenciación para las depresiones resistentes a los antidepresivos. No obstante, sigue influyendo en la práctica clínica, configurada a menudo como una secuencia de intentos terapéuticos que alternan diversos fármacos en busca de una remisión completa de los síntomas, con riesgo de producir cronicidad y aumentar considerablemente los efectos adversos.
La a menudo discreta significación clínica de los beneficios obtenidos con los fármacos suele acompañarse del riesgo de sus efectos adversos. Es una preocupación que está presente en todos los artículos del dossier, especialmente cuando se utilizan en las personas más vulnerables y con menor capacidad de decisión, como es el caso de los antipsicóticos en las personas mayores y los estimulantes y otros fármacos en niños y adolescentes.
El dossier se cierra con el artículo sobre el TDAH, un ejemplo de la influencia decisiva del MHMIC en todos los aspectos relacionados con este constructo, criterios diagnósticos, campañas de sensibilización, guías clínicas, autorización por parte de las agencias reguladoras, publicidad a los prescriptores, etc.
La farmacoterapia que puede delinearse partiendo de la perspectiva desarrollada en este dossier trata de superar el automatismo diagnóstico-indicación clínica y considera imprescindible tener en cuenta e informar cumplidamente al paciente de los efectos esperables de los psicofármacos según las evidencias existentes al respecto, de los beneficios y los posibles daños a corto, medio y largo plazo y de las alternativas existentes. Una farmacoterapia que procede según un modelo colaborativo, en la que se toma conjuntamente la decisión de prescribir cómo, qué, durante cuánto tiempo, o no hacerlo y utilizar abordajes alternativos. Una farmacoterapia que, incluso en los trastornos más graves, debe permitir que las personas puedan decidir si toman medicamentos o no, si siguen tomándolos o los interrumpen, en nombre de su autonomía y dignidad, pero también por las escasas pruebas existentes sobre su eficacia y seguridad y por el hecho de que existen alternativas.
Se trata de una farmacoterapia sustancialmente similar a la propuesta desde el movimiento de usuarios y expertos en primera persona. Indagando en la forma de disminuir la dosis e interrumpir la medicación para las personas interesadas, este movimiento ha producido textos en los que se propone un auténtico consentimiento informado, sopesando los pros y contras de la toma y del abandono de la medicación e informando, con todo detalle y crudeza, de los posibles efectos indeseados de ambas opciones (42,43).
Un texto como el reciente informe “Comprender la Psicosis y la Esquizofrenia”, publicado en 2015, presenta un modelo de abordaje alternativo producto de la colaboración entre profesionales no prescriptores, psicólogos, y personas diagnosticadas que no cierra puertas a ninguna forma útil de afrontar y adaptarse a estas experiencias; y tampoco al uso de medicación, aunque desde presupuestos conceptuales y maneras sustancialmente similares a las que se proponen en este dossier (44).
Es imprescindible actualizar lo que recoge el corpus científico, repensar el uso de los psicofármacos, conocer su alcance y limitaciones, sus efectos secundarios y sus daños potenciales, y construir guías y consentimientos que permitan al prescriptor y al usuario tomar decisiones conjuntas bien informadas y acordes a las preferencias y sistemas de valores de este último (46).
Terminaremos declarando que todos los artículos de este dossier son independientes de la industria farmacéutica. Se han elaborado gracias a la generosidad, en tiempo y esfuerzo, de autores a los que estamos muy agradecidos por su colaboración desinteresada, digna de celebrar en profesionales muy reconocidos. En este sentido, queremos manifestar nuestra gratitud a Robert Whitaker por su consejo y ayuda para contactar con los autores extranjeros. Asimismo, agradecemos a la AEN, y de modo especial al director de la revista, Enric Novella, y a Rebeca García Nieto, editora, su inestimable ayuda. Sin ellos no podría haberse llevado a buen puerto este dossier. Esperamos que el lector lo encuentre útil y estimulante para profundizar en el conocimiento de las prácticas asistenciales en salud mental.