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Revista Española de Salud Pública
versión On-line ISSN 2173-9110versión impresa ISSN 1135-5727
Rev. Esp. Salud Publica vol.80 no.5 Madrid sep./oct. 2006
Salud pública y sostenibilidad de los sistemas públicos de salud
Public Health and Public Health System Sustainability
José R. Repullo Labrador1 y Andreu Segura Benedicto2
1Profesor de la Escuela Nacional de Sanidad y Presidente de SESPAS.
2Profesor de Salud Pública de la Universidad de Barcelona y Vicepresidente de SESPAS.
Dirección para correspondencia:
RESUMEN
La salud pública y la asistencia sanitaria tienen orígenes históricos diferenciados, y desde su despliegue moderno han seguido trayectorias bastante separadas. El gran desarrollo de los sistemas de salud en la segunda mitad del Siglo XX potencia la perspectiva individual y supone una divergencia de las dos orientaciones, a pesar de los intentos de aproximación realizados a partir de la Conferencia de Alma Atá de la OMS. El declive del racionalismo y otros fenómenos sociales colaboran a una mayor desatención al enfoque colectivo o poblacional de la Salud Pública; pero estas tendencias crean también un problema creciente de racionalidad en la atención sanitaria individual, y de sostenibilidad a los sistemas públicos de salud. El debate sobre el escenario actual, lleva a enunciar los problemas de sostenibilidad mediados por agentes internos y externos, y a revisar la posible contribución de la Salud Pública a su mejora, propugnando un nuevo intento de convergencia e integración de ambas perspectivas.
Palabras clave: Salud pública. Asistencia sanitaria. Políticas públicas.
ABSTRACT
Public health and healthcare originally started out separately from one another in the past, having later further developed taking different paths in modern times. The major development the health systems underwent in the last half of the 20th century entailed a heightening of the individual standpoint and a division of these two approaches despite the attempts made to bring them together as of the WHO Alma-Ata Conference in 1978. The waning of rationalism and other social phenomena had a hand the collective or population-oriented focus being focused on to a lesser degree in Public Health, but these trends also gave rise to a growing problem of rationality in individual healthcare and sustainability in the public health systems. The debate on the current scene stands to set out the sustainability-related problems mediated by internal and external agents and to revise Public Health's possible contribution to the improvement thereof by advocating yet a further attempt at bringing together and integrating these two diverging standpoints.
Key words: Public health. Medical assistance. Public Policies.
Salud pública y asistencia sanitaria: dos orígenes históricos diferenciados
El nacimiento de la clínica es muy anterior al de la salud pública. Es probable que el origen remoto de las primeras actividades de atención a los individuos sufrientes precediera la aparición de nuestra especie. La actitud bípeda comporta junto a muchas ventajas algunos inconvenientes, entre los que destacan las dificultades en el parto. Es verosímil que algunas hembras de los primeros homínidos se beneficiaran de la ayuda de otras en el momento de dar a luz, lo que comportaría mayores probabilidades de supervivencia para las crías. La predisposición al cuidado de la prole por parte de las madres facilitaría tal actitud. Las hembras eran también recolectoras y por ello capaces de perfeccionar la capacidad instintiva de utilizar hierbas medicinales -que muchas especies animales comparten-. Así pues, podría haberse producido cierta dedicación especializada al cuidado de enfermos por parte de algunas mujeres en las bandas prehistóricas, incluso antes de que se desarrollaran el chamanismo y la brujería.
En cambio, los antecedentes de la salud pública tienen que ver con los primeros asentamientos estables de poblaciones humanas que, hace unos diez mil años, empezaron a congregar a centenares y miles de personas, lo que hace imprescindible construir almacenes de alimentos -que deben conservarse algún tiempo- y, sobre todo, abastecerse de agua y eliminar los residuos. Si bien la relación entre tales actividades y las enfermedades no era obvia, resultaban imprescindibles para la supervivencia y desde luego para la calidad de vida de los moradores.
A pesar del carácter individual de su ejercicio la práctica primitiva de la medicina debió ser una más de las aportaciones de los miembros del grupo a la vida comunitaria. Una actividad integrada en la unidad de clan, el único ámbito en el que era posible sobrevivir y reproducirse. Sin embargo, la dimensión colectiva de las actividades de saneamiento, necesarias para mantener la viabilidad de las primeras ciudades, implica un grado mayor de complejidad, acorde con las nuevas características que empiezan a adoptar las sociedades humanas y que nunca abandonarán totalmente. Hasta el punto que la opción urbana se ha impuesto finalmente como la organización social predominante.
Mientras que en el caso de la medicina la relación con la enfermedad, la incapacidad y el sufrimiento es obvia, no lo es en el caso de la salud pública. Aunque el planteamiento de los hipocráticos considere la influencia de los factores ambientales1, la inclusión del saneamiento en un programa propiamente sanitario no se producirá de forma clara hasta la revolución industrial y el nacimiento del movimiento higienista. Con anterioridad únicamente la adopción de cuarentenas frente a las epidemias de peste a mediados del siglo XIV puede considerarse una intervención colectiva explícitamente sanitaria2 (medidas políticas con implicación médica).
Desde la economía de la salud, la Salud Pública es una respuesta a las acusadas «externalidades» que plantea la enfermedad cuando puede trasmitirse a otros y causar daños a toda la sociedad. Muchas de sus intervenciones se aplican a todos (saneamiento) o se imponen a algunos (cuarentenas), por lo se trata de bienes económicos «públicos» que asume el Estado como parte del núcleo duro de la función de gobierno.
La asistencia médica fue un bien económico privado o de mercado durante siglos, aunque la existencia de una «externalidad caritativa o altruista»3 lleva a un poderoso movimiento solidario por el que benefactores privados, órdenes religiosas y poderes públicos (municipales) acogían a los enfermos graves y desamparados. Tras la Segunda Guerra Mundial la expansión del saber clínico, sobre todo la eclosión de la efectividad terapéutica, lleva a la sociedad a considerar esencial el acceso a una medicina capaz de alterar significativamente el curso natural de la enfermedad. En efecto, el acceso a la diálisis renal tiene un significado radicalmente diferente a una cura de sanguijuelas (por valorada que fuera ésta en su tiempo); pero al ser enormemente más costosa el mercado supone una barrera económica infranqueable para grandes sectores de la sociedad. De ahí que la asistencia sanitaria se configure como un bien de mérito o preferente, porque a la sociedad le conviene que puedan consumirse en cantidades mayores que las que el mercado posibilitaría. Por eso desde 1945 vemos aparecer en Europa los sistemas de aseguramiento colectivo de riesgos de enfermedad, bien en su variante de seguro social (Bismarck) o bien universales para toda la población (Beveridge)4.
Los distintos orígenes de la medicina y de la salud pública influirán en la evolución histórica de ambas actividades. Tanto respecto del sujeto como del objeto de interés. Mientras que la perspectiva clínica es básicamente individual la de la salud pública es colectiva. Por otro lado, la medicina nace de forma reactiva frente a la incapacidad y el sufrimiento provocado por lesiones y enfermedades y, en cambio, la salud pública aporta elementos que hacen viable la vida urbana. Diferencias que persistirán, si bien con las peculiaridades que corresponden a las diversas circunstancias históricas.
El desarrollo de la salud pública y de los sistemas públicos de salud: dos trayectorias paralelas
La eclosión del movimiento higienista en la Europa de la revolución francesa tiene que ver con las limitaciones de la clínica frente a las dimensiones sociales de los problemas de salud, el hacinamiento, la desnutrición, el alcoholismo y la explotación de la fuerza de trabajo en condiciones de suma precariedad a las que estaban sometidas las nuevas clases proletarias emigradas del campo, lo que comportaba una extrema vulnerabilidad a las enfermedades infecciosas que se propagaban con facilidad, en ausencia de profilaxis y tratamiento específico.
Con independencia de que las condiciones económicas de las poblaciones fabriles supusieran una barrera al acceso a la asistencia, las posibilidades de la medicina del momento eran muy escasas, de modo que sólo el fomento de la higiene y el saneamiento tenía opciones reales de éxito. Una iniciativa que asumió el capitalismo naciente mediante el desarrollo de programas de reordenación urbanística, en los que el fomento de la salud mediante la higiene tenía un papel clave. Desde las obras de infraestructuras de abastecimiento de agua potable y el alcantarillado hasta la mejora de la higiene de la alimentación, mediante la incorporación de procesos como la pasteurización de la leche. Iniciativas que se sumaban a las actividades productivas de la revolución industrial y que generaban también crecimiento económico.
Algunos médicos se alinearon en las filas del salubrismo, en el que coexistían posiciones políticas divergentes, desde las más cercanas a los movimientos revolucionarios proletarios, entre los que destaca el primer Virchow (1821-1902), hasta las que defendían el nuevo estatus quo de la burguesía industrial, como los higienistas españoles, entre quienes cabe mencionar a Monlau (1808-1871). Otros abrazaron las aportaciones de Claude Bernard (1813-1878) sobre la homeostasis y la creación de la escuela de fisiopatología moderna, para la cual las causas de los problemas de salud debían buscarse en las alteraciones biológicas del cuerpo humano.
La primera confluencia entre la salud pública y la atención sanitaria que supone el movimiento higienista no acabaría bien. Está claro que ambas perspectivas no son excluyentes, como muestran las topografías médicas elaboradas por clínicos durante los siglos XVIII y XIX, o incluso la utilización de la estadística -la denominada medicina numérica de Pierre Alexandre Louys (1787-1872)- que aplicó a la evaluación de intervenciones terapéuticas de dudosa eficacia como la sangría y, sobre todo, el análisis de las epidemias y por extensión de los problemas de salud que afectan a las poblaciones humanas desarrollado por la epidemiología, inicialmente compuesta por médicos. Sin embargo, el paradigma organicista impondría su hegemonía en el ámbito de los servicios sanitarios, de modo que población y comunidades tendrían un papel marginal.
Aparte de las connotaciones políticas, se daba también una confrontación entre los distintos abordajes para comprender la realidad. De un lado el planteamiento holístico que busca entender el porqué y requiere una consideración global, y de otro la estrategia analítica que se preocupa por el cómo, de manera que el progreso se produce paso a paso. Estas diferentes perspectivas contribuyeron a ahondar el conflicto ideológico, que llegó a provocar un auténtico cisma5.
La preeminencia del enfoque organicista es consecuencia de los frutos cosechados básicamente mediante el desarrollo moderno de la cirugía, gracias a la anestesia y a la antisepsia y, sobre todo, debido a la revolución de la química y su empleo en la terapéutica. En paralelo al desarrollo del estado del bienestar se produjeron innovaciones tecnológicas, lo que condujo a una tendencia a la universalización de la asistencia sanitaria y a un optimismo clínico desbordante que tiende a postergar la perspectiva poblacional. ¿Para qué esforzarse en promover nuestra salud y prevenir enfermedades si consumiendo «asistencia sanitaria» podemos curarnos? Esta conducta se facilita cuando el coste de esta asistencia se difumina entre toda la sociedad a través del aseguramiento público. Sin embargo la crisis económica de mitad de los 70 desinfla este optimismo, ante la evidencia de que la moderada ganancia en longevidad no había seguido el curso exponencial de los gastos (especialmente hospitalarios).
Podría considerarse que la Conferencia de Alma Ata en 1978 fue un intento de hacer un puente entre ambos enfoques: la OMS propuso una estrategia de integración basada en la atención comunitaria como objetivo de los esfuerzos del sistema sanitario. Las necesidades de salud de la población debían ser el centro de interés y la meta común de todas las actividades sanitarias.
La estructura del sistema sanitario debería basarse en los dispositivos de atención primaria, primer contacto de la población y eventualmente la puerta de entrada al sistema sanitario. Una atención primaria que debería ir más allá de la asistencia mediante intervenciones colectivas dirigidas a la familia y a la comunidad.
Por lo tanto, las trayectorias de la salud pública y de la asistencia sanitaria han discurrido de forma divergente. Los intentos integradores a partir de los 70 tuvieron más eco en los modelos «Beveridge», pues su enfoque poblacional facilitaba un referente y una visión común, mientras que en los modelos Bismarckianos tuvieron mucha menos aceptación, pues los médicos que proveían servicio fuera del hospital como profesionales autónomos se identificaban con sus clientes individuales más que con la comunidad de la que procedían.
Además de lo anterior, las actividades de protección de la salud más colectivas (esencialmente las de protección de la salud y salud ambiental y ocupacional) se han ido independizando y alejando cada vez más y en la actualidad corresponden a sectores diferentes de la sanidad.
Postmodernismo y declive del enfoque de la salud pública
Los años 80 marcan un giro hacia las políticas liberales y la nueva derecha irrumpe con fuerza. La caída del «muro de Berlín» en 1989, supuso el punto álgido de un cambio de período, en el cual el individuo emerge revindicando su centralidad política y económica, a la vez que cunde la desilusión ante la dificultad para conducir cambios sociales que permitan un diseño racional, consciente y deliberado de las instituciones y los servicios. La constatación de que el experimento socialista había sido desnaturalizado por una burocracia que había usurpado el poder en beneficio propio, lleva a ser dolorosamente conscientes de que no sólo hay «fallos de mercado» sino que también hay «fallos del Estado» que han sido ampliamente desatendidos por los reformadores sociales6.
Se abre una etapa de más individuo y menos sociedad, donde ya no se aspira a proyectos ambiciosos de trasformación dirigida desde la razón sino, en todo caso, de modulación de los conflictos desde un poder arbitral y de «mantenimiento de sistemas». El racionalismo cede posiciones a favor de un incrementalismo más adaptativo y conservador que no impugna el statu quo7. Esta forma de pensar, asociada al «post-modernismo»8, supone un retroceso para la incipiente convergencia entre salud pública y asistencia sanitaria. La sociedad no debe invadir el territorio de las decisiones individuales (quizás aconsejar o informar...) y el sistema sanitario debe dejar más responsabilidad al paciente (¿cliente?), por lo que la necesidad se impregna de demanda, y la accesibilidad se debilita por los copagos.
Posiblemente esta cura de individualidad ha tenido algunos aspectos positivos, como respuesta a sociedades más maduras, que no querían seguir siendo pacientes o súbditos pasivos de la medicina o del Estado. Pero al coste de que el ethos de mercado anidara sin complejos en la sociedad, en el Estado y en la medicina.
Parece estar configurándose un nuevo escenario donde confluirían algunas corrientes inscritas en este giro más individualista y «consumerista» de la salud con los servicios sanitarios: la medicalización del malestar; la pulsión por la intervención; la consideración de incertidumbre o inacción como fallo; la búsqueda de beneficios en lo individual y a corto plazo; la hiper-especialización y fragmentación del paciente y el proceso; la introducción de la prevención en el mercado del consumo general (alimentación), farmacéutico (tratamiento de factores de riesgo) y médico (chequeos). Un cambio que refuerza la relevancia social de la asistencia sanitaria como bien de consumo, y presiona al incremento del gasto público (y privado).
El nuevo escenario y la viabilidad de la sanidad
Cuando los combustibles fósiles, en los que se basa nuestro desarrollo productivo, son un recurso perecedero con efectos climáticos importantes, el nuevo fantasma que recorre el mundo es el de la sostenibilidad, una variable crítica en todos los análisis de futuro. El desarrollismo ilimitado choca con las restricciones que impone la naturaleza.. Los sistemas sanitarios, acostumbrados a crecer por encima del PIB, deben entender que no sólo hay que esperar un comportamiento más austero, sino mayores tensiones entre sectores (¿más dinero para sanidad o para el seguro de dependencia?) y entre países (¿no tiene derecho China a consumir el mismo petróleo por habitante que EEUU?). Sin olvidar la desproporción entre los resultados obtenidos y los recursos invertidos, lo cual afecta la eficiencia pero también la equidad.
¿Qué márgenes tenemos para afrontar este desafío? Cabría hablar de tres pilares de una política orientada a la sostenibilidad que buscarían mejorar la «eficiencia asignativa» de los recursos sanitarios: la sostenibilidad externa (donde los agentes ajenos determinan el gasto), la sostenibilidad interna (profesionales, trabajadores y organización) y un nuevo papel transversal de la salud pública, como eje de las intervenciones sanitarias y sociales orientadas a la ganancia de salud9.
A pesar de encontrarnos en la parte plana de la curva de rendimientos marginales de las inversiones sanitarias, los factores propulsores del gasto sanitario (industria farmacéutica y electromédica) inducen el crecimiento de la intensidad diagnóstica y terapéutica, por magros que sean los resultados o incluso por crecientes que sean los peligros iatrogénicos.
El problema no estriba tanto en la pulsión expansionista de la industria sino en la escasa capacidad de reacción de las autoridades sanitarias que acaban siendo rehenes de un gasto sanitario creciente. Fortalecer la base científica de las decisiones de crecimiento de la oferta sanitaria (evaluación de tecnologías e investigación de servicios sanitarios) introduce elementos moduladores a favor de la efectividad en la innovación. También son posibles medidas que mitiguen los enormes conflictos de interés que existen entre los médicos, la industria y la sanidad pública, aumentando la responsabilidad pública en la formación continuada, el apoyo a actividades asociativas y científico técnicas, el respaldo a publicaciones de calidad, la regulación transparente de la colaboración en la investigación y la limitación de las actividades y gastos de publicidad. Un buen ejemplo de ello es el documento presentado en el Parlamento británico por una comisión de expertos sanitarios10.
Pensando en positivo, vivir en la parte plana de la curva no significa renunciar a las mejoras de salud. Se trata de ser más inteligentes para conseguirlo. Para empezar, al evitar intervenciones dudosamente efectivas y seguras, como el tratamiento hormonal de la menopausia y otros ejemplos de intervenciones excesivas e inapropiadas11 ahorraríamos dinero y sufrimientos. Pero la inteligencia también puede servir para hacer bien las cosas que son efectivas e importantes (aspirina y beta-bloqueantes en infartos)12 y, mediante un enfoque integrado, potenciar la efectividad clínica con acciones en todos los niveles asistenciales y que incorporan la promoción de la salud y la prevención de la enfermedad13.
Las aportaciones de la salud pública -epidemiología, economía de la salud e investigación en servicios sanitarios- son fundamentales para configurar un enfoque poblacional y aportar una base científica y técnica a las decisiones políticas.
Los médicos se diferencian del resto de los empleados en que son asignadores finales de los recursos (determinan quién recibe qué procedimientos o servicios y cuándo) y en la naturaleza de las decisiones clínicas que toman, donde dominan los elementos de incertidumbre, información limitada, interacción con el paciente y cambio tecnológico. Los médicos tienen que enfrentarse a problemas complejos y mal definidos, por ello son profesionales, y se estructuran en este mismo tipo de organizaciones14.
En el siglo XX el médico fue transitando desde un modelo de medicina liberal a un modelo de empleado público al integrarse en las redes de los sistemas de aseguramiento obligatorio de riesgos de enfermedad. En este cambio obtiene un entorno muy favorable de recursos humanos y tecnológicos que le permite mantener una visión individual del paciente y una ética limitada a los principios de la beneficencia y no maleficencia. Incluso cabe decir que la expansión del papel del Estado en muchos lugares llevó a un adormecimiento de los instrumentos colectivos clásicos del profesionalismo, como son los colegios de médicos (con diferencias palpables, que pueden objetivarse al comparar el British Medical Journal con las revistas colegiales españolas).
Pero el desafío de la sostenibilidad no permite que los médicos clínicos permanezcan ensimismados dentro de sus consultas. En una jornada en 2005 sobre el «contrato social de los médicos en el nuevo sistema sanitario»15 se expresaba la interesante idea de un nuevo acuerdo social, en el que la medicina debería ampliar el juramento hipocrático desde la lealtad y dedicación al individuo para incorporar la responsabilidad médica hacia la salud de la población. De esta forma, el nuevo profesionalismo debería integrar el principio bioético de la justicia y alinear sus intervenciones con las de los poderes públicos para garantizar la sostenibilidad del sistema.
En esta perspectiva, la Salud Pública a través de su componente y dimensión médica, puede resultar una pieza clave a la hora de concretar estos componentes de responsabilidad en la salud colectiva, y de trazar una trayectoria de cambio en los sistemas de formación y desarrollo profesional de los médicos para que el nuevo paradigma vaya tomando forma.
Finalmente, cabe plantear el posible papel transversal de la salud pública que fomente a la vez la reorientación del sistema sanitario y la participación activa de la comunidad, de manera que se afronten las necesidades reales de la población como conjunto, puesto que es el conjunto de la población el objetivo de la actividad de los sistemas sanitarios y quien sostiene los costes. Y, sobre todo, que utilice apropiadamente los servicios sanitarios, de manera que las intervenciones sobre los determinantes colectivos, básicamente sociales, se lleven a cabo mediante planteamientos comunitarios.
La necesaria modificación de los comportamientos personales que conducen a un incremento sostenido de los factores de riesgo, como el exceso de peso, las dislipemias, o la hipertensión arterial, y en consecuencia al aumento de la diabetes y las enfermedades vasculares, además del cáncer, no puede abordarse exclusivamente mediante intervenciones asistenciales. Desde la práctica clínica sólo se consiguen pequeños efectos a costa de grandes esfuerzos. Con una disminución de la autonomía personal y enormes costes derivados de la prescripción de medicamentos, de las pruebas diagnósticas para el control y de una gran cantidad de visitas.
Simplemente el coste de los medicamentos hipotensores e hipolipemiantes que se prescriben en el ámbito de la sanidad pública alcanza cerca del 5% del total de los gastos corrientes, y ello con un pequeño grado de cumplimiento por parte de los usuarios, lo que implica ineficiencias e inequidades sin que, además, se modifique la tendencia creciente de la prevalencia de obesidad, sobrepeso y sedentarismo.
Por ello conviene desarrollar una estrategia poblacional en la que el componente asistencial del sistema sanitario actúe conjunta y armónicamente con el componente colectivo, lo que requiere una activa participación comunitaria. Afortunadamente, la estructura del sistema sanitario público español se basa en unidades territoriales y demográficas que permiten el abordaje poblacional. Sin embargo, los equipos de atención primaria de las zonas o áreas básicas de salud raramente llevan a cabo actividades conjuntas con los servicios de salud pública colectivos, ya sean los que dependen de las administraciones autonómicas o los de las administraciones locales.
La utilización de las zonas básicas de salud como la unidad mínima del conjunto del sistema sanitario, de manera que se integren las intervenciones asistenciales y las colectivas, podría ayudar al establecimiento de políticas sanitarias de carácter poblacional, en las que participen conjuntamente los servicios de atención primaria y los de salud pública. Siempre que estén claramente delimitadas las responsabilidades del sistema sanitario que, en cualquier caso deberían afectar a toda la población residente y no simplemente a los usuarios de los servicios asistenciales como sucede en la actualidad.
La relevancia la otorga un escenario de morbi-mortalidad, en el cual las ganancias principales de salud (o las reducciones relevantes de carga de enfermedad) nos obligan a salir del sector sanitario y penetrar en otros sectores por rendijas a veces muy estrechas... pero los tesoros suelen estar en lugares poco accesibles. La miopía dominante no permite verlo; se piensa en el VIH como virus pero no como patología social; se piensa en la ola de calor como fenómeno físico pero no en el problema social de ancianos solitarios y vulnerables por causa del abandono familiar y social. Y ante un estancamiento de la efectividad del abordaje individual o clínico, debemos ser capaces de reivindicar y ofrecer alternativas de acción desde la Salud Pública ante los viejos y nuevos problemas.
Los aspectos nuevos y diferentes provienen de un cambio en las sociedades opulentas y envejecidas como la europea, donde avanzamos hacia la medicalización de la vida cotidiana. El Informe SESPAS 2006 ha abordado esta situación que configuraría un «estado de malestar», buscando la reflexión sobre el profundo malentendido que puede estarse creando sobre la naturaleza y límites de la salud y la enfermedad16.
La Salud Pública tiene delante un problema particularmente difícil: la prevención como bien de consumo general, tanto en el ámbito asistencial como en el alimentario, del fitness, los complementos vitamínicos, los cribados a demanda, los tratamientos preventivos de factores de riesgo, y un largo etcétera. Podemos por esta vía llegar a que la paradoja de la salud se extreme y conseguir a través de la prevención una neurosis general donde se realize aquel principio de que «un individuo sano es aquel enfermo que aún no ha sido adecuadamente estudiado». Este reto exige una activación del músculo intelectual de la Salud Pública, con sinergias entre sociedades y grupos científicos y profesionales internacionales, y con un acuerdo de trabajo conjunto con los poderes públicos y las asociaciones profesionales y científicas del ámbito sanitario.
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Correspondencia:
José R. Repullo
Escuela Nacional de Sanidad
Sinesio Delgado 8
28029 Madrid
Correo electrónico: jrepullo@isciii.es