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Archivos de la Sociedad Española de Oftalmología

versión impresa ISSN 0365-6691

Arch Soc Esp Oftalmol vol.80 no.5  may. 2005

 

CARTA AL DIRECTOR


Sobre la expresión cavidad orbitaria y otras cuestiones
About the term orbital cavity

A Manolo Díaz Díaz maestro y amigo
para quien el latín nunca fue una lengua muerta

I

En el número de Archivos correspondiente al mes de octubre del año 2004 se refiere que en el preceptivo informe sobre un proyecto de investigación un evaluador afirma taxativamente que «la órbita no es una cavidad».

Sorprendido ante afirmación tan absoluta y desconociendo tanto al informante como las razones que le indujeron a deslegitimar de modo tan tajante el uso de una expresión tan común como es la de «cavidad orbitaria» decidí indagar personalmente en el asunto. No sólo porque sospechase que esa afirmación más pudiera derivarse de un exceso de rigor lingüístico que de ignorancia en la materia sino también por lo que tenía de transgresión de lo comúnmente aceptado. En esta breve nota voy a contarles lo que he ido encontrando.


Fig. 1. Portada del Canon Medicinae de Avicena en una 
edición de 1608 (tomada de la Historia Universal de la 
Medicina de Pedro Lian Entralgo).

En primer lugar tenemos el término cavidad.

La única acepción que aparece en el Diccionario de la RAE es la de «espacio hueco dentro de un cuerpo cualquiera». Cavidad viene directamente del adjetivo latino «cavus» que significa hueco y del que derivó el verbo cavare, hacer huecos. El término cavitas aparece por primera vez en el latín muy tardío entre los siglos IV y V. De cavus viene también cueva, caverna y cóncavo (cum cavus). En español el término cavo todavía hoy significa huronera o madriguera y antiguamente fue equivalente a cóncavo (superficie deprimida en el centro). Cavicornio es término que se aplica a los rumiantes de la familia de los bóvidos porque tienen huecos los cuernos. Todos los términos hacen pues referencia a algo hueco cuyo significado principal es vacío. La cuestión radicaría por lo tanto en decidir si consideramos que la órbita es algo vacío, lo que es bien cierto en el esqueleto o en el exanterado, o si también consideramos como órbita las estructuras blandas que la ocupan en cuyo caso no se trataría de una cavidad hueca.

La expresión castellana más clásica para designar la órbita es la de «cuenca de los ojos». Esa expresión nunca se utilizó en latín pero en castellano ya está documentada en Nebrija. Pero lo curioso es que a pesar del parecido fonético entre cuenca y cóncavo los términos tienen orígenes distintos. Cuenca viene del latín concha, conca, y originalmente se utilizó para designar el caparazón de la ostra y también de la vieira. De conca viene el castellano cuenca que dio nombre a la escudilla de madera que utilizaban para comer peregrinos y mendigos. En gallego cunca es palabra usada habitualmente para nombrar la «taza» en la que se escancian y beben los vinos del país. Que en Galicia el vino se beba en taza y no en vaso quizás se deba a que el vino del Ribeiro contenía gran cantidad de éteres volátiles que producían cefaleas importantes. Y la taza favorece su evaporación. En la segunda acepción de la palabra cuenca el Diccionario de la Academia dice:«Cavidad en la que está cada uno de los ojos». En la Nomina Anatómica clásica las órbitas son nombradas como «fosas» (Fossae Orbitales). En alemán la órbita se designa como Augenhöle, los agujeros de los ojos.

Parece claro pues que tanto el uso común como la autoridad competente permiten considerar como correcta la expresión «cavidad orbitaria». Y también parece claro que se trata de una transposición del leguaje anatómico a la lengua común. Decimos cavidad orbitaria porque pensamos en las cuencas vacías de la calavera.

Pero uno no puede evitar una pregunta ¿Por qué será que cuando oímos o leemos la expresión cavidad craneal, torácica o abdominal pensamos en las vísceras que contiene —cerebro, pulmones o intestino— mientras que cuando decimos órbita la imaginamos totalmente vacía tal como aparece en el esqueleto?

Para intentar encontrar respuesta a la pregunta indagué en el segundo término de la expresión: el adjetivo orbitaria. Y lo que apareció resulta mucho más interesante.

Orbita como término que designa la cavidad ósea en que se aloja el globo ocular aparece por primera vez en latín en la traducción del Quanun (canon) de Avicena realizada por Gerardo de Cremona. Avicena había usado la palabra persa «al nucratu» que significa hoyo, fosa o cavidad. El latín tenía diversas palabras para designar esa misma idea pero sin que sepamos la razón Gerardo de Cremona no utilizó ninguna de ellas y eligió orbita que en principio nada tenía que ver con vacío o cavidad.

Orbis significaba circulo y rueda. Órbita era una palabra que designaba tanto a la rueda como a su huella (aún hoy en el diccionario que manejo aparece: orbita, ae, surco que deja la huella). A su través se relacionó con el aspecto circular de cualquier objeto o acción. De ahí viene el verbo orbiculare, hacer dar vueltas a una cosa y también orbis. El mundo se llama orbis mientras se cree que es plano y redondo como una rueda. Cuando se intuye o se sabe que es esférico el latín ya usa la palabra globus. De ahí «globo terráqueo». Varro llamó órbita al trabajo de cada día porque es algo que se repite de modo inexorable como las vueltas que da una rueda.

Planteado así el asunto parece razonable que Hyrlt, un gran maestro del lenguaje anatómico calificase de absurdo el invento de ese término por parte de Gerardo de Cremona. Nada hay en las cuencas de los ojos que pueda asociarse a un circulo o a un movimiento circular.

Pero todo pudo haber sucedido de otro modo.

En el tomo VI de su monumental Onomatología Anatómica Nova Juan José Barcia Goyanes ofrece una explicación distinta y mucho más sugerente. Órbita sería el resultado final de la evolución de otros términos que tienen su origen en el adjetivo ORBUS que significa huérfano, privado de alguna cosa y muy especialmente privado de la visión tal como aparece en Ovidio. O en Plinio: «si quidem is Metellus orbam luminibus exegit senectam» (del mismo modo que Metelo pasó ciego su senectud). La expresión no puede ser mas bella: orbam luminibus; huérfano de la luz.

Aunque para designar la ceguera siempre fue de uso más universal el término caecus, ciego, vemos que orbus luminibus se utiliza para designar la privación de la visión. De «orbus oculis» sale más tarde el francés aveugle ya como término técnico de los oculistas.

Vemos pues que este orbus etimológicamente no tiene nada que ver con orbis/orbita. Pero de él se va a derivar orbitas, orbitatis (orfandad, privación) que a partir del siglo VI va a ser usado en el lenguaje médico como equivalente a ceguera.

Oigamos otra vez a Plinio cuando describe la fama de Cristóbulo por haber extraído una flecha del ojo del Rey Filipo curando su ceguera sin deformidad. «Magna et Cristobulo fama est extracta Philippi regis oculo sagitta et citra deformitaten oris curata órbitate luminis» (Cristobulo tiene una gran fama por haber extraído una flecha del ojo del rey Filipo habiendo curado su ceguera sin deformidad).

Ésta sería, según Barcia, la explicación: Gerardo de Cremona eligió la palabra órbita porque orbitas, atis, significaba privación, orfandad y la expresión órbitas luminis, la privación de la luz, era utilizada, ya lo hemos visto, para designar a la ceguera. Cremona aplicó la palabra a la cavidad orbitaría vacía tal como aparece en el esqueleto.

Pudiera suceder que a algún lector toda esta explicación le parezca superflua o excesivamente erudita. Las palabras no serían otra cosa que instrumentos que usamos para comunicarnos y no hay por qué darles más vueltas.

Pero a mí me parece que esa asociación histórica que acabamos de rastrear entre la terrible impresión que produce la visión de las órbitas vacías de una calavera y la sensación de orfandad es algo más que un asunto lingüístico. Es una metáfora fantástica, un hallazgo poético de primer orden.

Y eso es lo que esta breve nota también quisiera transmitir: que el lenguaje es el invento más portentoso de la mente humana y que, para quien sepa verlas, la naturaleza no cesa de inventar metáforas. En «Las palabras de la Tribu» ya nos lo dijo bien bellamente Umbral: «La naturaleza hace metáforas consigo misma. La mariposa no es sino la metáfora en vilo de una flor».

Las órbitas vacías de una calavera serían la metáfora más terrible y expresiva de la orfandad. Chapeau a Gerardo de Cremona por haberlo percibido y expresado antes que nadie.

  II

La citación del nombre y de la obra de Avicena hace que no resista la tentación de referirles dos sucesos de su vida que por si solos lo acreditan como un personaje excepcional.

El primero corresponde a su juventud. En su autobiografía Avicena cuenta que había leído cuarenta veces la Metafísica de Aristóteles sin haber entendido absolutamente nada. Hasta que un día leyendo un comentario de al-Farabi, a quien le había sucedido algo similar con el tratado De Anima, se le abrieron de repente los ojos y pudo entender en la Metafísica lo que siempre se la había ocultado. Tanta fue su alegría que salió alborozado a la calle y empezó a repartir cuanto tenía como limosnas a todos los pobres que encontraba.

No parece que pueda encontrarse ejemplo más expresivo de lo que pude llegar a ser el gozo del intelecto.

El segundo suceso tuvo lugar en plena madurez. Avicena es ya una autoridad en la gramática, en la jurisprudencia, en la física y en la filosofía de su tiempo. Ha publicado los diez y ocho volúmenes del «Libro de la salvación» y los mil folios del Quanun —el canon medicinae— que durante más de medio milenio va a ser considerado como la quintaesencia de la ciencia médica greco-oriental. Ha viajado por todas las cortes persas como hombre de estado, astrónomo, médico y escritor y no parece que haya cumplido muy estrictamente la norma que se le atribuye: «Haz una comida al día y conserva tu semen: es el agua de la vida destinada a tus hijos». Porque Avicena fue considerado como «princeps medicorum» pero por lo que cuenta de su vida Heinrich Schipperges parece que también lo fue de las copas y de los placeres propios del harén.

Un día el Rey de Georgia llamó a Avicena para ver si era capaz de curar a su sobrino más amado aquejado de una grave y misteriosa enfermedad. Desde hacia algún tiempo el joven no comía, no bebía y se negaba a hablar con los demás. Ningún médico había sido capaz de dar razón de la enfermedad.

Avicena llegó al palacio real y exploró al paciente. Después pidió al gran Chambelán del Reino que mientras él tomaba el pulso al paciente fuese diciendo en voz alta los nombres de todas las personas que vivían en el palacio. Al oír un determinado nombre el pulso del joven se alborotó. Se trataba de una bellísima muchacha en la que el Rey había puesto algo más que sus complacencias. Avicena dijo al Rey que si quería que su sobrino se curase dejase vía libre al amor que el enfermo sentía por la muchacha.

El Rey fue generoso, el sobrino se curó y Avicena al relatar el suceso inauguró sin proponérselo eso que ahora con expresión rimbombante llamamos medicina psicosomática.

Chapeau también, claro está, para Avicena.

Sánchez Salorio M

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