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Gaceta Sanitaria
versión impresa ISSN 0213-9111
Gac Sanit vol.23 no.4 Barcelona jul./ago. 2009
POLÍTICAS DE SALUD Y SALUD PÚBLICA
Políticas tutelares asimétricas: conciliando preferencias individuales y sociales en salud pública
Asymmetric policies for merit-goods: harmonizing individual and social preferences in public health
José Ramón Repullo Labrador
Escuela Nacional de Sanidad, Instituto de Salud Carlos III, Madrid, España
Dirección para correspondencia
RESUMEN
El comportamiento es un determinante fundamental de la salud, pero los cambios de conducta son difíciles y la promoción de la salud tiene problemas de efectividad. La intervención del Estado en el siglo XX, inspirada en el movimiento modernista, trascendió al control de las externalidades y construyó la trama del Estado del bienestar. Su crisis y la corriente posmodernista tras los años setenta llevaron al debilitamiento de ideologías y valores, al individualismo narcisista y a la falta de confianza en las instituciones; todo ello hace más difícil que la perspectiva social pueda influir en el comportamiento individual. Una revisión del campo de la economía de la salud (en particular de los bienes tutelares) y de la salud pública (centrado en la ética y los valores en torno a la prevención y la promoción de la salud) puede ser útil para entender algunos dilemas en el equilibrio entre intervención pública y autonomía individual. Puesto que muchas decisiones no saludables provienen de preferencias irracionales o distorsionadas de los individuos, se está desarrollando un nuevo y prometedor ámbito de intervenciones en salud pública bajo el término de «paternalismo asimétrico», o en palabras más apropiadas «políticas tutelares asimétricas», que permiten a la sociedad influir selectivamente en aquellos cuyas decisiones sesgadas les llevan a dañarse, a la vez que no se restringe la libertad de opción para otros individuos bien informados y autónomos (aunque sus preferencias no coincidan con las recomendadas socialmente).
Palabras clave: Economía de la salud. Salud pública. Bienes tutelares. Promoción de la salud. Economía del comportamiento.
ABSTRACT
Behavior is a major determinant of health, but changes in individual conduct are difficult, and health promotion lacks effectiveness. State intervention in the last century, rooted in the modernist movement, went far beyond dealing with externalities and built the framework of the welfare state. The crisis of the welfare state and post modernity after the 1970s led to a weakness of ideologies and values, narcissistic individualism, and lack of trust in institutions, all of which hampered the ability of society's perspective to influence individual behavior. A review of health economics (especially merit goods) and public health (ethics and values of health promotion and prevention) may be useful to understand certain dilemmas in the balance between public intervention and individual autonomy. Given that many unhealthy decisions come from biased or irrational individual preferences, a promising new field in public health interventions is being developed, known as «asymmetric paternalism», or, more appropriately, as «asymmetric policies for merit-goods», which allow society to selectively influence those individuals whose decision biases lead to self-harming behavior, without constraining the autonomy of well informed autonomous individuals (even though their preferences may not coincide with society's recommended preferences).
Key words: Health economics. Public health. Merit goods. Health promotion. Behavioral economics.
Introducción
Con frecuencia, la intervención de los poderes públicos tiene como objeto limitar o corregir el comportamiento individual. La colisión de preferencias individuales y sociales tiene una larga tradición en salud pública, y se han producido respuestas diversas según el paradigma dominante (puritanismo, ambientalismo, reforma social, biologicismo, etc.). También ha recibido una atención relevante desde el punto de vista de las ciencias políticas y económicas. En este sentido, el intervencionismo público1 plantea ventajas utilitaristas (de maximización de utilidad agregada), pero también presenta riesgos de merma de la autonomía y la libertad individual. Así, afirma Hense que «la salud pública (.) es implícitamente dirigista, en el sentido de que tiende a restringir el albedrío individual para alcanzar ganancias de salud a escala comunitaria»2.
Esta revisión pretende abordar los aspectos convergentes del debate desde la salud pública y la economía de la salud, buscando en las nuevas orientaciones de la promoción de la salud y de la economía del comportamiento formas de actuar que enriquezcan el marco de intervención, y que quizás aporten alternativas a los paradigmas escindidos que periódicamente revisita la salud pública.
En concreto, se plantea revisar el concepto de «paternalismo asimétrico», paralelo a la corriente de hacer más fáciles las decisiones saludables. Dadas la connotaciones negativas del término «paternalismo», y puesto que se refiere esencialmente a los llamados bienes tutelares o de mérito (que luego comentaremos), se propone utilizar el concepto más apropiado de «políticas tutelares asimétricas».
Comportamiento, preferencias y contexto social
Tras la transición epidemiológica, no puede ser más cierto que la conducta de los individuos determina en gran medida sus perspectivas de morbimortalidad. Así, en el reciente estudio EPIC-Norfolk (con más de 20.000 personas seguidas durante más de 10 años), los que no fuman, no beben en exceso, no son inactivos y mantienen un consumo razonable de frutas y verduras, tienen 14 años de sobrevida frente a los que no siguen estos cuatro comportamientos protectores; además, los riesgos relativos ajustados muestran un gradiente según el número de comportamientos saludables3. Un tercio de la mortalidad en Estados Unidos puede atribuirse al tabaquismo, a una ingesta excesiva y al abuso del alcohol; y si consideramos como factor conductual la baja adherencia a los tratamientos de las enfermedades crónicas, la morbimortalidad mejorable con cambios de comportamiento sería aún mayor4.
Estas «evidencias» desvelan enormes oportunidades de mejora en la salud de la población. A primera vista parecen prometedoras, pues en general no requieren el uso de alta tecnología ni de bienes-servicios caros y escasos; de hecho, buena parte de las conductas saludables consiste más en «dejar de hacer» que en hacer algo, y cuando se aconseja una conducta, ésta suele estar al alcance de una gran mayoría (como pasear, hablar con familiares y amigos, subir escaleras en vez de usar el ascensor, etc.). Sin embargo, esta perspectiva tan prometedora tiene serios problemas. Para empezar, las acciones poblacionales, si bien garantizan un beneficio para la salud agregada de la comunidad, no lo hacen para el individuo, el cual debe asumir costes de cambio de comportamiento para obtener una probabilidad muy baja e incierta de obtener en el futuro beneficios en su salud (la conocida paradoja de Rose)5.
No basta con informar a los interesados de que cambiando sus estilos de vida conseguirían enormes mejoras de su salud. Siendo necesario hacerlo, es claramente insuficiente. La «necesidad normativa» de cambiar conductas diverge de la «necesidad sentida» (en terminología de Bradshaw6). En efecto, estos comportamientos reportan placer o satisfacción de aspiraciones o deseos de los individuos, aunque sean a corto plazo o distorsionados, y por ello renunciar supone un sacrificio o coste; la controvertida efectividad de los programas de educación para la salud es un exponente de esta tensión entre la voluntad y el deseo7.
Aunque el dilema sea individual, el problema que se genera con los estilos de vida poco saludables acaba implicando a la sociedad, configurando un reto para el conjunto de la acción pública y muy en especial para la salud pública. La implicación social es fácil de entender: el bienestar de los seres humanos es altamente interdependiente, y cuando uno sufre un daño evitable, los que le rodean tienden a compadecerse (padecer con el otro) e intentan reducir este daño ofreciéndose a ayudar; en palabras de Donne popularizadas por Hemingway: las campanas (a muerte) también doblan por los que las escuchan.
Esta interdependencia de utilidades se manifiesta en la comunidad próxima en que el individuo se integra, y está en la génesis de los comportamientos altruistas (buen samaritano cuya ayuda coincide con el deseo del que padece) y paternalistas (cuando la ayuda se impone al ayudado sin que esté del todo de acuerdo). La reciprocidad o solidaridad que se genera como respuesta de la comunidad a los problemas de sus miembros se integra en la estructura de creencias y valores de la sociedad, que se transmite de generación a generación como cultura, y también con la construcción histórica de las instituciones, quedando cristalizada en la estructura de incentivos de la sociedad (tanto en las normas y reglas formales como en las informales)8.
El cambio social ocurrido de forma masiva en la primera mitad del siglo XX llevó a que el Estado recogiera buena parte de los valores caritativos y altruistas de los grupos humanos o comunidades que lo componen, para integrarlos en modelos de «Estado de bienestar» como derechos sociales reconocidos legalmente y gestionados por las instituciones administrativas. De esta forma, el Estado va asumiendo nuevas responsabilidades (seguridad social, salud, educación, servicios sociales, apoyo a la vivienda, etc.), gestionándolas con una variada combinación de medidas dentro de los tres grandes modos de intervención pública: regulación, subsidio-impuestos y provisión9. En términos presupuestarios, estas nuevas funciones pasan a ser las dominantes en la economía pública, y las más relevantes desde el punto de vista político y social.
En la ola de crecimiento del Estado de bienestar (que desea proteger a los ciudadanos de todo riesgo «desde la cuna hasta la tumba») parece fácil encontrar legitimación para que un Estado benevolente y benéfico organice la vida de las personas en su propio beneficio (altruismo y paternalismo suelen ir de la mano). Sin embargo, el credo modernista que lo fundamenta (la fe en el progreso, la razón, la ciencia, la capacidad reformista humana para el rediseño de los sistemas sociales, etc.), vigoroso hasta mediados del siglo, fue decayendo rápidamente después. La crisis económica de los años 1970 abrió paso a un cambio de valores que llevó a un desencanto social, a concebir proyectos cada vez menos ambiciosos, más adaptativos y más conservadores del statu quo (la llamada posmodernidad).
La crisis del modernismo en las sociedades postindustriales lo es también del racionalismo, del optimismo científico, del laicismo y de las grandes narrativas y proyectos de cambio social consciente y deliberado. A ello contribuye la desilusión del siglo XX en temas como la carrera armamentista, la bomba atómica, la degradación del medio ambiente, el estalinismo, el neoimperialismo y la globalización (tras la descolonización), el mantenimiento de la pobreza y la exclusión, el aumento de las desigualdades, las guerras y la ausencia de instituciones internacionales efectivas, la pérdida de calidad de la política y de la democracia, y las progresivas desconfianza e insuficiencia de las instituciones del Estado para apoyar a sus ciudadanos.
El posmodernismo no tiene proyecto, meta, programa ni banderas; desconfía de la ciencia y relaja valores y metas para entronizar un modelo de individualismo autocentrado, altamente manipulable desde el exterior, con un narcisismo reactivo que le ata a la respuesta inmediata a estímulos triviales, y le dificulta conectarse con proyectos vitales de mayor alcance por merma de la voluntad o por debilidad de la conciencia10.
La falta de referentes lleva a Bauman11 a acuñar el término «modernidad líquida», que expresa el desarraigo que produce haber perdido la trascendencia y la vocación de cambio social propios del modernismo, sin haberlos remplazado por otro sistema de valores11. Y también explica la contracción gregaria hacia la comunidad primitiva o las sectas; decía Ramoneda: «Si todo es lo mismo (derecha e izquierda) ya sólo queda la tribu, la patria y la fe que tanta violencia ha generado.»12.
Se desconfía del poder y se cuestiona la intervención del Estado sobre los problemas de los individuos. La institucionalización (base del funcionamiento avanzado y eficiente de la sociedad), expresada como un tipo más evolucionado de capital social que articula la sociedad, deja paso a un modelo más atávico de cohesión de pequeña comunidad, tribu o secta13, que corre el riesgo de configurar un modelo social corporativista, fragmentario y corrupto.
La contradicción entre preferencias individuales y sociales también se dirime dentro de la conciencia personal: el propio individuo ha internalizado un conjunto de normas sobre cómo debe ser la sociedad (llamadas también metapreferencias, preferencias reflexivas o preferencias de orden superior)14; de esto depende mucho el comportamiento socialmente esperable/deseable, conectando con el «superyo» (concepto freudiano que integra la conciencia y la internalización de normas y valores sociales). La «licuefacción» de las normas sociales tiene un efecto deletéreo en la construcción de las metapreferencias individuales, así como en la construcción y activación del «superyo».
En resumen, hay claras oportunidades de ganancias de salud si conseguimos vencer las grandes dificultades para cambiar comportamientos y estilos de vida. No se trata sólo de un problema particular de cada uno, pues la sociedad sufre por las consecuencias de las decisiones individuales y tiene tendencia a intervenir. Por eso, tras el modernismo y el Estado de bienestar, que activan el papel de los poderes públicos en la vida económica y social, viene una etapa posmoderna que reivindica la individualidad y muestra una mayor desconfianza en los poderes públicos y los procesos de cambio social; corriente que tiende a debilitar la formación de metapreferencias y a erosionar el «superyo» del individuo, al debilitamiento de valores y creencias que trae la «modernidad líquida», y a la desconfianza en las instituciones, que lleva a la paradoja de combinar un credo individualista con un repliegue gregario hacia las comunidades primitivas («la tribu»). En ambos casos, la posibilidad de influencia en el comportamiento individual a partir de los poderes públicos (y la salud pública) se ve igualmente dificultada.
La imposición de las preferencias sociales sobre las individuales: perspectiva de la economía
Como explica Olmeda15, Samuelson y Musgrave establecieron en la década de 1950 la base de la «teoría de bienes públicos», que distingue los bienes privados (en los cuales la decisión de consumo es individual, y son las personas quienes eligen voluntariamente y de manera libre según su capacidad adquisitiva) de los bienes públicos (en los cuales la decisión corresponde al sujeto social, los individuos participan en la elección por cauces institucionales, mediante de mecanismos electorales y de participación).
El hecho de que las decisiones sean tomadas por la sociedad se justifica esencialmente por dos tipos de problemas (o fallos de mercado): a) que los bienes tengan repercusiones o efectos externos (por ejemplo la externalidad negativa de un contagio de enfermedad transmisible), lo que lleva a la sociedad a imponer medidas sobre el individuo (aislamiento, tratamiento, etc.); y b) que exista «indivisibilidad» en el consumo de bienes o servicios (por ejemplo agua potable y alcantarillado), ya que los beneficios que producen tienden a generalizarse sin ser fácil determinar el grado de consumo de cada uno, lo que dificulta facturar según el grado de utilización (principio de «no exclusión»); además, con frecuencia ni siquiera hay rivalidad entre los individuos en el consumo del bien (por ejemplo la fumigación contra los mosquitos en una zona con paludismo).
Entre los bienes y decisiones privadas y sociales anteriores hay una categoría intermedia, de compleja caracterización. No siendo por su naturaleza decisiones sociales sino individuales, sin embargo, los poderes públicos acaban interviniendo para modular el consumo de estos bienes y servicios; de ahí que se llamen «bienes tutelares» (también «preferentes» o «de mérito»). El objeto de la acción pública es corregir la decisión individual, y puede hacerlo de forma radical, imponiendo la obligatoriedad del consumo (escolarización infantil) o prohibiéndolo (drogas ilegales), o bien puede modularlo con incentivos positivos (subsidiando o proveyendo públicamente servicios como la escuela y la sanidad) o negativos (imponiendo tasas y gravámenes en bienes como el tabaco o el alcohol).
Por supuesto que la intervención del Estado en los bienes tutelares tiene que ver con los efectos externos de la decisión individual (ya que la escolarización infantil o el acceso a la sanidad producen ventajas en el conjunto de la sociedad, que no serían suficientemente consideradas si sólo se tomara en cuenta la perspectiva individual), pero también guarda relación con los «efectos internos», ya que el bienestar de los seres humanos es altamente interdependiente y, por ello, el sufrimiento de otros afecta a nuestra capacidad de disfrute. En la figura 1 se resume lo anterior, situando los bienes tutelares (preferentes o condenables) como el centro de interés para explorar la colisión de preferencias colectivas e individuales.
Figura 1. Necesidades y bienes según su naturaleza privada, pública o tutelar. (Modificada de Olmeda15)
El interés de este trabajo se centra en los bienes tutelares, en particular en estudiar aquellas distorsiones en las preferencias individuales o en los mecanismos racionales de análisis por los que el individuo reflexiona y decide su comportamiento, y que con frecuencia le llevan a actuar contra su propio bienestar y salud. El grado de intervención de la sociedad (corrigiendo o modulando las decisiones individuales) tendría más legitimidad en la medida en que tuvieran mayor distorsión la formación y la expresión de dichas preferencias individuales, y menos cuando se tratara de decisiones informadas de un individuo autónomo y competente, en el ejercicio de su propia libertad.
La imposición de las preferencias sociales sobre las individuales: perspectiva de la salud pública
Hunt y Emslie16, revisitando la paradoja de Rose, mostraban que en la «epidemiología informal» que manejan las personas normales, lo relevante no es lo que causa la incidencia de una enfermedad sino por qué esa persona concreta enfermó en ese momento; por ello, el vínculo entre riesgo poblacional y enfermedad individual debe estar bien articulado y explicado para que la sociedad legitime el coste social de las políticas preventivas, y los individuos asuman los costes de los cambios de conducta. Incluso puede ocurrir que algunos grupos sociales reclamen que el coste de atender enfermedades prevenibles por comportamientos saludables no debería recaer en el conjunto de la sociedad, sino en aquellos que «no se cuidan» (salud como deber). Así, cuando se discute si los fumadores deben ser priorizados negativamente en procedimientos y en intervenciones quirúrgicas17, se nos plantea un dilema moral muy complejo, que no hace sino abundar en la tendencia posmoderna a «culpar a la víctima» y trasladarle parte de los costes de su comportamiento, obviando la génesis social de éste.
Por ello, desde la salud pública es fundamental aprender a moverse en este conflicto de preferencias sociales frente a individuales. La construcción de una guía ética es relevante para orientar decisiones complejas. Los orígenes históricamente diferenciados de la salud pública y la asistencia sanitaria18 nos ayudan a identificar perspectivas bioéticas no convergentes; así, la ética hipocrática en la medicina clínica ha mostrado una enorme capacidad de supervivencia, apostando por los principios del altruismo del médico hacia su paciente individual (beneficencia y no maleficencia). Mackenbach19 se pregunta si los ideales de la salud pública serían una especie de altruismo a gran escala, y añade que este altruismo de salud colectiva exige un mínimo de articulación institucional de la sociedad, y por ello es posterior a la ética clínica. La ética de la salud pública estaría ligada al «utilitarismo» (el máximo bienestar para el máximo número de personas) y, por ello mismo, sería proclive al «consecuencialismo» (una acción moralmente correcta es la que conlleva buenas consecuencias).
Por supuesto que ambas tendencias encajan mal con el concepto de libertad individual, y en general con toda la ética principialista (que explicita los principios que informan las decisiones, de manera que los medios son también relevantes para juzgar la moralidad de la acción, y no sólo los fines o las consecuencias)20. El principio de autonomía es el que en la bioética actual encarna la exigencia de no imponer más restricciones a las preferencias individuales que las que puedan legitimarse desde los bienes públicos o (con menor fuerza) desde los bienes tutelares. Además, la evolución de los valores dentro de la posmodernidad a que nos referíamos antes, hace que este principio esté ganando fuerza en la conciencia colectiva.
La salud pública ha tenido un devenir histórico complejo y cíclico. Los determinantes distales o más lejanos en la cadena causal de la enfermedad apuntaban a la organización política y social, a las desigualdades sociales y a las condiciones materiales de privación y necesidad de pueblos y clases sociales21; esta praxis con una clara vocación reformista, política y «de izquierdas» la resume bien Rudolf Virchow cuando define la política como «medicina en gran escala».
Sin embargo, los determinantes más proximales de la salud, básicamente los comportamientos higiénicos y los estilos de vida, generaban un tipo de orientación salubrista orientada a educar y reeducar a las personas para que cambiaran su conducta. Aunque esta praxis no desconocía la génesis y la sobredeterminación social de la conducta, tendía a enfatizar la acción sobre el individuo y tácitamente a «culpar a la víctima», o al menos a reconvenirla severamente por su falta de inteligencia o voluntad. El puritanismo es la exageración más habitual de esta corriente, que es por naturaleza más conservadora, moralista y «de derechas».
Entre ambas corrientes se introduce el pragmatismo clínico-preventivista: si se conoce el mecanismo fisiopatogénico de acción final, donde el factor de riesgo desencadena la patología, lo más «práctico» es buscar la vacuna, el cribado o el fármaco que impida o reduzca el daño («bien el preservativo, pero mejor los antirretrovirales»). Este enfoque clínico-biológico, en el cual muchos médicos de salud pública han encontrado el confortable nicho de respetabilidad que dan la bata clínica y el arsenal terapéutico individual, plantea múltiples problemas y posibles daños iatrogénicos.
Las variantes sociales, conductuales y biológicas de la salud pública enfrentan en todo caso dos problemas: el de la efectividad y el de la iatrogenia. Gervas22 usaba el duro término «malicia sanitaria» para alertar sobre acciones aparentemente bienintencionadas, pero que son imprudentes, se alimentan de un autoengaño arrogante y con mucha frecuencia producen más daño que beneficio; y también propone el uso del término «prevención cuaternaria» como praxis para reducir o paliar la parte médica de la medicalización de la vida cotidiana22.
Las intervenciones de salud pública deben sopesar el daño que causan y el efecto que obtienen. La información puede producir daños a la salud: un falso positivo en cribados, una epidemia de pánico provocado (¿gripe aviar?) o una predicción de riesgos que se maneja como enfermedad. No hemos sido conscientes de los riesgos de la prevención hasta hace poco, pero hoy ya no podemos sustraernos a este problema23.
No parece que ante estos dilemas se disponga de recursos efectivos de ideología, valores o ética. De hecho, la historia de la salud pública en la primera mitad del siglo xx se asocia a la eugenesia, y su práctica en el régimen nazi de Alemania estuvo en gran medida alineada con los objetivos de higiene racial del poder político19.
Las alternativas que se proponen van desde abandonar la necesidad de una ideología a favor de un concepto más pragmático, democrático y humilde de «buen gobierno» al servicio del público2, hasta las ideas de Miettinen24, que plantean que es más fácil de lo que parece salir del conflicto entre preferencias sociales e individuales: «No hay ningún problema realmente en conciliar el respeto a la autonomía individual con el utilitarismo. Lo que no encaja en el utilitarismo es la monomanía de los salubristas de buscar la salud de la población en vez de su felicidad». E incluso propone que los 12 principios de ética de la salud pública promulgados por la American Public Health Association se queden en un único mandamiento: «las intervenciones en salud pública deben servir para maximizar la felicidad agregada de los individuos afectados».
En un sentido más práctico, Marmot25 relativiza el imperativo categórico de no violar las preferencias y la autonomía individual: «No hay tanto conflicto entre derechos individuales y beneficios sociales. Pagamos impuestos para la educación obligatoria aunque no tengamos niños en edad escolar. A esto difícilmente podemos considerarlo fascismo, sino sólo que deseamos vivir en una sociedad con una módica solidaridad social. Si los impuestos sobre el alcohol que consumo, o las limitaciones . (horarias). significan una reducción en muertes y sufrimiento, puedo soportar contento una restricción semejante de mi libertad».
También práctico es el consejo de Mckenbach19: «Los buenos samaritanos de la salud pública pueden resolver sus dilemas morales en la promoción de la salud, redirigiendo la atención hacia los determinantes ambientales de los comportamientos».
La alternativa de las políticas tutelares asimétricas
Siguiendo la estela del pragmatismo, nos encontramos que dentro del concepto de bienes tutelares hay un amplio margen de acción, donde podemos corregir los problemas de información o las distorsiones de las preferencias de los individuos sin condicionar su autonomía ni su capacidad de obrar.
La economía del comportamiento, los estudios de las decisiones de los individuos, el análisis de las decisiones irracionales, el escrutinio de los determinantes psicológicos, y los registros de imagen-activación cerebral («neuroeconomía») en contextos experimentales de decisión, son la nueva frontera de estudio transectorial; un reciente libro de Ariely26 ofrece muchos ejemplos de cómo podemos ser «predeciblemente irracionales». El balance entre el cálculo intelectual (frontal) y las pulsiones más primarias (subcortical) ocupa parte de estas disciplinas, lo que Cassidy27 definía como una «nueva filosofía política basada en salvar a la gente de los caprichos de su cerebro límbico». En todo caso, parece claro que la divergencia del comportamiento de los individuos en relación a las decisiones racionales que mejor sirven a sus intereses crea un ámbito muy interesante para enfocar tanto la investigación como la acción colectiva.
En esta línea se ha postulado el mencionado paternalismo asimétrico. Lowenstein4 explica que es «paternalismo» en la medida en que busca ayudar a las personas a cumplir sus propios objetivos, protegiéndolas de sí mismas (y no sólo evitando el daño que se pueda producir a otros), y que es «asimétrico» porque ayuda a aquellos más propensos a decisiones irracionales, sin limitar ni dañar la autonomía de los que toman decisiones informadas y deliberadas (por más que socialmente no parezcan las más correctas).
Excede el propósito de este trabajo profundizar en las numerosas causas de distorsión y alteración de la racionalidad en los individuos, y en cómo pueden ser contrarrestadas o utilizadas para promover visiones, preferencias y conductas más saludables. En la tabla 1 reseñamos algunas dimensiones y ejemplos que pueden ser ilustrativos.
Hay algunas experiencias interesantes en esta nueva forma de trabajar (tanto en las políticas públicas como en la salud pública), que pueden ser representativas del enfoque propuesto para estas políticas tutelares asimétricas. Así, en cuanto a las regulaciones sobre donación de órganos, en los países donde se presume el consentimiento (opt-out para los que no quieran donar) las donaciones superan ampliamente a las de aquellos donde éste ha de ser explícito (opt-in para los que quieren donar), con diferencias que van de más del 80% a menos del 20%, respectivamente28. Y en el ámbito de la promoción de la salud nutricional se está ensayando el que las decisiones saludables sean las más facilitadas: en el autoservicio o en el comedor de la empresa se sitúan los alimentos saludables (verdura, ensalada, fruta, etc.) más accesibles y bien presentados, mientras que los alimentos menos saludables se colocan en lugares apartados y la sal no se pone en la mesa; también sirviendo agua «por defecto» en todas las mesas, mientras que las bebidas alcohólicas deben pedirse y se sirven en copas (no en botellas). El programa «Gustino», que acredita a restaurantes que aceptan bonos de empresa para comida de empleados, es una buena muestra de esta política saludable29.
Trabajar en estas coordenadas, minimizando las distorsiones que llevan a conductas menos saludables, y en su caso contrarrestando estos sesgos de preferencias individuales, puede ser un campo prometedor para la salud pública (y para el conjunto de las políticas públicas) porque a) crea oportunidades nuevas de acción; b) evita el riesgo de culpar a la víctima (típico de la promoción de la salud en su versión puritana); c) preserva la libertad y la autonomía individual como valor (que es parte del propio concepto de salud), y d) ayuda a cambiar el objetivo de la salud pública, que debe ir más lejos que maximizar la salud y avanzar a maximizar la felicidad.
Las políticas tutelares asimétricas están, por lo tanto, pugnando por abrirse paso en la agenda de investigación y práctica de la salud pública, y son una nueva frontera prometedora para superar las barreras de efectividad en las intervenciones educativas y de promoción de la salud.
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Dirección para correspondencia:
jrepullo@isciii.es
Recibido: 23 Junio 2008
Aceptado: 3 Septiembre 2008