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Anales del Sistema Sanitario de Navarra

versión impresa ISSN 1137-6627

Anales Sis San Navarra vol.30 no.2 Pamplona may./ago. 2007

 

REVISIONES

 

Medicina y objeción de conciencia

Medicine and conscientious objection

 

 

K. Martínez

Hospital de Navarra. Pamplona

Dirección para correspondencia

 

 


RESUMEN

En las sociedades democráticas la objeción de conciencia a las leyes democráticamente promulgadas es un hecho, tanto a nivel ciudadano como entre los profesionales. El respeto a las leyes es una obligación prima facie en estas sociedades. Pero la justicia democrática debe a su vez respetar la conciencia de las personas porque ella constituye la identidad ética de los individuos. Y ambas, ley y ética son elementos necesarios -ninguno suficiente- para su realización.
Desde este prisma se analiza también el problema de la objeción de conciencia de los profesionales de la medicina y se concluye que la objeción no supone un derecho absoluto a la exención de determinadas tareas sino que siempre debe tenerse en cuenta la responsabilidad del profesional y de las instituciones de cara al ciudadano. En esa línea se sugieren soluciones que incidan en la protección bidireccional del profesional y de los ciudadanos.

Palabras clave. Objeción de conciencia. Profesionalidad. Democracia. Ética. Ley.


ABSTRACT

Conscientious objection to democratically accepted laws in democratic societies is a fact, both among citizens and among professionals. Due respect for laws is a prima facie duty in these societies. But democratic justice must at the same time respect peoples’ conscience for it constitutes the ethical identity of individuals. And both law and ethics are necessary – although neither of them is sufficient - for its realization.
The problem of conscientious objection among healthcare professionals is analysed from this standpoint and the conclusion is that objection is not an absolute right to exemption from several duties, but that the responsibility of the professional and of the institutions towards the citizenry must always be taken into account. Some solutions are suggested that try to protect both the professionals and the citizens in a bi-directional way.

Key words. Conscientious objection. Professionalism. Democracy. Ethics. Law. 


 

El juicio privado de cualquier persona en relación a una ley promulgada en cuestiones políticas, por el bien público, no elimina la obligación de esa ley, ni merece su exoneración. John Locke, Carta sobre la tolerancia.

 

Introducción

La objeción de conciencia a leyes democráticas es un hecho que genera problemas en el normal funcionamiento de la sociedad. Algo similar sucede cuando son los médicos quienes objetan a la realización de determinadas prácticas sancionadas legalmente pero que ellos consideran atentan contra su identidad ética. En el texto se proponen definiciones de conciencia, objeción de conciencia, democracia, justicia, ética e identidad sobre las que edificar el respeto mutuo necesario para la conservación y el desarrollo de los dos factores sobre los que se fundamenta la justicia democrática: la ley y la ética. Ambos son necesarios, ninguno suficiente. Por eso merecen ser protegidos bi-direccionalmente.


Conciencia y objeción

La conciencia puede ser descrita como el juicio reflexivo por el que cada persona distingue interiormente el bien del mal, la actuación correcta de la incorrecta, la acción honesta de la deshonesta, la conducta ética y moral de la inmoral y la contraria a la ética. La conciencia designa los compromisos éticos últimos de una persona: los mandatos éticos son experimentados como obligatorios para quienes creen en ellos. Se considere su origen como nacido de una autoridad ética definida a veces como Dios, o la naturaleza o la razón o la propia individualidad humana, es una apreciación constante y universal que la conciencia no es ni un simple deseo ni un mero capricho. Se asemeja en algunos aspectos a la ley en cuanto que no es caprichosa ni arbitraria y obliga a la voluntad del creyente consciente. Es precisamente por esto que las personas se sienten bien cuando actúan de acuerdo con ella, y quedan intranquilas, desasosegadas, sintiéndose mal, cuando no siguen sus dictados1.

Por objeción de conciencia se entiende la negativa a cumplir un mandato de la autoridad o una norma jurídica, invocando la existencia, en el ámbito de la conciencia, de un imperativo filosófico-moral o religioso que prohíbe, impide o dificulta dicho cumplimiento. Es un acto de oposición de la ley de la conciencia a la ley oficial, de afirmación de la preeminencia de la ley moral sobre la ley jurídica establecida. La objeción de conciencia es, pues, ni más ni menos que un tipo concreto de desobediencia civil y ciudadana a la ley, prevista en determinados supuestos en algunos ordenamientos jurídicos que la admiten o toleran cuando éstos dan por buenas las razones morales de dicha objeción2.

La objeción de conciencia constituye así el rechazo moral a participar en ciertos actos debido a la incompatibilidad de los valores de una persona con los de la mayoría de los ciudadanos y/o a la incompleta o insuficiente comprensión de los valores de ésta, que en las sociedades democráticas suelen estar reflejados, con mayor o menor fortuna, en las leyes aprobadas en los parlamentos por los representantes de los ciudadanos3. La objeción de conciencia es una desobediencia individual a la ley, abierta y pública, no violenta, que acepta las consecuencias personales derivadas de la misma, que refleja una conexión directa entre la objeción y la ley concreta a la que se objeta, que se justifica en la propia conciencia, en la religión o en una ley de mayor rango, y que pretende provocar en los demás la conversión o la persuasión4.

Hay dos tipos de desobediencia: directa e indirecta. La directa es la no complianza con una ley que es considerada putativamente injusta o injusta en su aplicación en un caso concreto mientras que la indirecta es la no complianza con una ley admitidamente justa y válida para oponerse a otra ley, norma o estado de cosas. Siendo todo lo demás igual, la indirecta es más difícil de justificar porque supone o representa sobre todo una amenaza a la ley o a las instituciones que la sustentan como un todo (ya que viola leyes admitidamente justas y válidas)5. Aún así, la desobediencia indirecta juega a menudo un papel ampliamente simbólico porque, aunque carece de proximidad moral causal al pretendido mal moral que la inspira, a veces puede ser importante como expresión de la profunda convicción moral del objetor y como táctica efectiva para llamar la atención sobre el tema en cuestión1.

Es importante distinguir el carácter de un agente de la rectitud de un acto particular. Que un acto sea exigido en conciencia no implica ni que sea justo ni que los demás deban aprobar las convicciones del agente o permitir que el acto en concreto tenga lugar. Al juzgar la desobediencia civil, por tanto, se debe tener en mente la distinción entre la rectitud del acto y la bondad del carácter. Cuando las personas objetan, lo que generalmente la sociedad quiere saber es si sus actos son moralmente adecuados, si son moralmente justificables o no, más que la calificación moral del objetor6.

La objeción de conciencia presenta varios riesgos7. El primero, el enmascaramiento, a través de la supuesta objeción de conciencia, de otras cuestiones más relacionadas con motivos discriminatorios o de búsqueda del interés propio por parte de los objetores. Otro, la banalización, es decir, el recurso a la supuesta conciencia, totalmente desprovisto de reflexión, simplificando así el proceso de la toma de decisiones morales hasta hacerlo totalmente trivial. Finalmente, la intransigencia, es decir, la asunción absolutista de que la propia conciencia es la conciencia del mundo. Esta intransigencia intolerante suele ir unida frecuentemente a la instrumentalización de la conciencia, esto es, a la utilización de la objeción como medio no para defender la propia conciencia sino para conseguir otros fines, generalmente más lucrativos para el supuesto objetor.

Por eso la objeción de conciencia debe satisfacer las condiciones de legalidad y de legitimidad. La primera está en relación con la manifestación previa de la condición de objetor a aquellas personas a quienes la objeción de conciencia puede provocar un daño o molestia y con la exposición de los motivos en que la objeción se fundamenta para evitar así las tentaciones de su banalización y la trivialización de la toma de decisiones morales. Pero la objeción de conciencia ha de ser además legítima, esto es, debe estar basada en la honestidad, de modo que nadie pueda cuestionarla por su posible falsedad; debe ser coherente con la actitud y el comportamiento habitual del objetor; tiene que ser consistente con otras decisiones morales que el objetor toma habitualmente y con su manera de actuar; ha de estar relacionada con algún componente clave del marco moral de la persona que objeta. Siempre debe haber alternativas razonables al daño que se provoca con la objeción de conciencia. El objetor debe compensar su exención de determinadas obligaciones con la prestación de otros servicios y no debe obtener beneficios secundarios de su objeción. El objetor nunca debe hacer diferencias personales entre unas personas y otras respecto de las prácticas a las que objeta, y siempre debe actuar con respeto hacia todas las personas.

La aceptación político-legal de la objeción de conciencia se fundamenta en dos principios morales: la integridad y la magnanimidad cívicas que llaman a los ciudadanos a afirmar el estatus moral de sus propias posiciones e ideas y a aceptar que las posiciones de las que se disiente también son morales. El respeto por estos principios se demuestra mediante la consistencia a la hora de defender las propias ideas, la coherencia entre las palabras y las acciones –lo que no es más que un signo de sinceridad– y la integridad, esto es, la aceptación de las implicaciones y consecuencias que las posiciones morales de cada uno presuponen.


Democracia y objeción

La idea de conciencia antedata a la democracia moderna, pero ambas comparten una premisa fundamental: las personas son sujetos éticos8. La justicia democrática busca respetar la capacidad de actuación ética de las personas, y dado que las personas son la fuente última de valor ético, el respeto por su capacidad de actuar éticamente es un bien básico. La capacidad de actuación ética incluye a su vez dos capacidades: la de vivir la propia vida como uno considere consistente con el respeto hacia la igual libertad de los demás, y la de contribuir a la justicia de la sociedad en la que uno está inmerso. 

En las sociedades democráticas los ciudadanos tienen una obligación prima facie de obedecer la ley que es, de alguna forma, independiente de su contenido. Esta obligación nace del deber general de apoyar y mantener instituciones justas y del deber de gratitud y de juego limpio por la aceptación de los beneficios del orden democrático, que a su vez depende de la obediencia y el compromiso generales. Por ello, de entrada, hay una presunción moral en contra de la objeción de conciencia.

La ley de la mayoría no es un principio por sí mismo, sino una regla de procedimiento que por sí sola posiblemente no puede definir una política democrática defendible ya que la ley de la mayoría puede ser utilizada por políticos oligarcas o con fines espurios. La autoridad moral de los juicios colectivos sobre las leyes depende en parte de la calidad moral del proceso por el que los ciudadanos llegan colectivamente a esos juicios. La deliberación es la forma más apropiada para resolver colectivamente los desacuerdos morales no sólo sobre las leyes sino también sobre el propio proceso de su elaboración. La deliberación no es únicamente un medio para un fin, sino también un medio para decidir qué medios son moralmente necesarios para perseguir nuestros fines comunes.

La justicia democrática no debe contemplar a los ciudadanos como individualidades atomizadas sino como agentes éticos, interrelacionados. Una democracia que pretende ser justa debe ayudar a asegurar para todas las personas las condiciones de igualdad cívica, igual libertad y oportunidad básica, principios que son precondiciones de un proceso democrático justo pero que también son válidas en sí mismas en cuanto que son expresiones de la libertad y de la igualdad de las personas individuales en cuanto agentes éticos.

Un gobierno democrático no puede dar acomodo a todas las creencias de conciencia, sean las que sean, y seguir al mismo tiempo comprometido con la búsqueda de la justicia. Incluso si fuera posible, sería indeseable. Porque algunas de estas creencias requieren que las personas nieguen a los demás las libertades y oportunidades básicas que cualquier demócrata debe defender. Los gobiernos democráticos demuestran respeto por los sujetos éticos cuando intentan proteger la libertad de conciencia dentro de los límites de protección de la igualdad ciudadana y de las demás libertades y oportunidades básicas para todas las personas.

El respeto por la conciencia es un bien moral porque refleja respeto por la identidad ética de las personas. Pero este respeto no puede ser un valor absoluto porque puede entrar en conflicto con otros principios democráticos básicos. Por eso el respeto por la conciencia, por sí mismo, no ofrece ninguna garantía de la producción de una mayor justicia en ningún momento ni en ninguna ocasión. La conciencia es éticamente falible, y el respeto por ella puede ser anulado cuando se cree que el mismo pudiera producir una injusticia mayor. Pero también la propia toma democrática de decisiones es falible, y por eso las leyes se modifican una vez aprobadas.

Al igual que el respeto por la conciencia, el respeto por la aprobación democrática de las leyes forma también parte de lo que supone tratar a los ciudadanos como iguales. Por un lado, el respeto por la conciencia no es un sustituto del respeto por los gobiernos democráticamente constituidos que hacen cumplir las leyes autorizadas por una constitución democrática. Pero por otro lado, un gobierno democráticamente constituido no es ningún sustituto del respeto por los compromisos de conciencia de los ciudadanos. Ambos son necesarios; ninguno de ellos es suficiente para la búsqueda de la justicia democrática.

La objeción de conciencia en cuanto instrumento ético puede empujar en la dirección de una mayor justicia –o de una mayor injusticia. Pero la objeción de conciencia es más que un instrumento. Su valor intrínseco en las vidas de las personas es omnipresente: es la propia identidad ética de las personas. Los mandamientos de la conciencia son una parte básica de la identidad ética de las personas. Sirven como guías éticas de máximos en la vida.

La conciencia tiene una relevancia especial en la política democrática porque sólo puede ser ignorada a expensas del respeto por las personas, que es un principio fundamental de la justicia democrática. Y a pesar de que el respeto por la conciencia no puede ser ningún sustituto de las leyes democráticamente aceptadas, proporciona un suplemento especialmente válido. Cuando la conciencia se enfrenta a una ley, un gobierno democrático no puede sencillamente asumir que la ley –o la conciencia– debe tomar precedencia sobre la otra. Los gobiernos democráticos deben intentar respetar a los objetores de una de dos maneras: Cuando los objetores de conciencia muestran que una ley es incompatible con la justicia democrática, un gobierno democrático debe revisar la ley mediante procedimientos legítimos; cuando una ley a la que los objetores de conciencia objetan está justificada, un gobierno democrático debe considerar si liberar a los objetores de conciencia de sus obligaciones puede dañar a otras personas.

Cuando la conciencia contesta leyes democráticas una ética imperfecta se enfrenta a otra. Ningún ideal creíble de justicia democrática puede asumir que la reivindicación de la ley –o de la conciencia– será siempre más justa que la contraria. Insistir en cualquiera de ellas desde una visión dilemática tiene poco sentido cuando las posturas están tan enfrentadas: respeto por la ley, de la que depende la justicia democrática, frente a respeto por la conciencia individual, de la que también depende la justicia democrática. Como ni la una ni la otra necesitan ser sacrificadas in toto, tampoco deben ser sacrificadas completamente cuando son posibles otros juicios más matizados, es decir, cuando se puede llevar adelante un análisis problemático.

Las instituciones democráticas necesitan promover un juicio reflexivo al respecto que se mueve entre dos extremos. Uno de ellos requiere de los gobiernos democráticos liberar de sus obligaciones a todo objetor por el hecho de serlo o de auto-definirse como tal. Esto desestabilizaría la democracia para privilegiar la conciencia de cada persona sobre la de la mayoría. Las liberaciones automáticas de deberes asentados en leyes legítimas con base en la objeción de conciencia socavan la capacidad de las mayorías debidamente constituidas para hacer leyes. También ofrecen incentivos perversos a ciudadanos no objetores que pueden fingir objeción de conciencia antes que contribuir con su parte a la búsqueda de objetivos democráticos legítimos. La objeción de conciencia, por tanto, no debe ser tratada como una condición suficiente para la exención de determinadas tareas. El otro extremo consiste en oponerse a toda objeción de conciencia a cualquier ley sin importar la carga que dicha ley en cuestión pone sobre la conciencia de una persona o cuán pequeño es el beneficio público de reforzar la ley sin la exención en cuestión.

También aquí se puede dar el riesgo de la pendiente resbaladiza: desde el respeto a la objeción de conciencia al respeto de la supuesta objeción sin más. Para evitarlo, las personas objetoras deben comparecer ante un comité y demostrar por sus actos y afiliaciones pasados y actuales que mantienen un grupo de creencias que les cualifican para ser aceptados como de objetores de conciencia. Porque maximizar la aprobación de la objeción de conciencia sin más significa minimizar el autogobierno democrático.

El respeto por la conciencia debe ser, pues, de doble dirección. Los objetores de conciencia tienen para con la democracia la responsabilidad general de respetar las leyes democráticamente aprobadas que son legítimas, por el bien de la sociedad que las apoya. Del mismo modo, la sociedad democrática tiene para con ellos la responsabilidad de acomodar sus compromisos de conciencia en la medida en que esas acomodaciones no impliquen injusticias para otros o no creen discriminaciones o no socaven el proceso democrático de toma de decisiones.

Medicina y objeción

Las convicciones religiosas, ideológicas, filosóficas, humanitarias o científicas, pueden originar situaciones de incompatibilidad con el tratamiento médico que se debe aplicar dando lugar en ocasiones a conflictos de conciencia, es decir, a incumplimientos de una norma por motivos de conciencia9. La objeción de conciencia en medicina es la negativa de un profesional a ejecutar un acto médico o a cooperar directa o indirectamente a su realización porque a pesar de haber sido aprobado por las normas legales, es considerado por el profesional como contrario a la moral, a los usos deontológicos o a las normas religiosas.

Por ello, la objeción de conciencia del médico es:

• Muestra del pluralismo ético y una acción de gran dignidad ética cuando las razones aducidas son serias, sinceras y constantes y se refieren a cuestiones graves o fundamentales. En estos casos, no hacer objeción de conciencia puede ser equivalente a traicionar sus propias identidad y conciencia, a manchar la dignidad del médico en cuanto agente moral
• Un bien jurídico básico reconocido por ley porque significa y manifiesta el respeto civil debido a la identidad moral de las personas10.

En el campo de la salud, la objeción de conciencia puede generar situaciones conflictivas entre el objetor y el solicitante de asistencia; entre el objetor y sus colegas; entre el objetor y su superior jerárquico; entre un jefe a su vez objetor y los demás miembros directivos de la institución sanitaria; otras derivadas de la reacción de las autoridades gestoras; y finalmente están las repercusiones en las relaciones entre los gestores y los políticos. Todo ello hace necesario justificar dicha objeción11.


Soluciones a los problemas derivados de la objeción de los médicos

Se han propuesto varios modelos para el manejo de la objeción de los profesionales12. Algunos defienden el modelo de contrato por el que al inicio de la relación clínica el médico debería hacer pública su condición de objetor por lo que las personas necesitadas de ese servicio podrían acudir a otro profesional. Este modelo no funciona en el caso de las urgencias ni cuando no hay nadie más que pueda ofrecer el servicio demandado. Otros abogan por imponer al profesional objetor el deber de referir al paciente a otro médico dispuesto a realizar la acción solicitada. Este segundo modelo comparte alguno de los problemas del modelo anterior y podría ser además inaceptable para quien juzgue este acto de referir el paciente a otro médico no objetor de complicidad con el mal. Un tercer modelo defiende la inaceptabilidad de la objeción de conciencia en los profesionales. Frente a él se puede afirmar que los deberes de las profesiones pueden no ser muy explícitos y que constituyen por tanto una base débil para esta defensa. Otro modelo sugiere la necesidad de que el objetor explicite y defienda su oposición a realizar determinados actos médicos. Finalmente, otro modelo emparentado con éste, urge a los profesionales a buscar un compromiso entre sus creencias profesionales y los intereses de los pacientes13,14.

Cuando un médico afirma que no puede hacer algo por razones morales no sólo está diciendo que, para él, el acto es falto de ética; está sobre todo afirmando que su integridad moral está en juego. Esto implica: a) que el profesional tiene unos valores médula; b) que esos valores médula son parte de su comprensión de quién es, esto es, que son parte integral de su autoconcepción o identidad personal, y; c) que participar en ciertos actos sería incompatible con esos valores médula. Todo esto es muy importante en medicina porque la medicina es una “empresa moral”, lo que obliga a que la toma de decisiones en medicina esté guiada por la consideración de las obligaciones para con los pacientes más que por el propio interés del médico, y esté también informada por la ley, los valores éticos del profesional y del ciudadano y los estándares profesionales. Es decir, que los médicos no deben actuar como meros técnicos que realizan servicios a la carta sino también como sujetos morales.

Hay una razón general para reconocer las apelaciones a la conciencia en la medicina: la de alimentar, animar y promover la integridad moral entre los médicos. Y también una condición que dichas apelaciones deben satisfacer para tener suficiente peso moral: los valores éticos médula sobre los que se basan deben corresponderse con uno o más valores médula de la profesión médica. Aún cuando las apelaciones a la conciencia tienen su peso moral, otros valores e intereses, tales como la eficiencia institucional y la autonomía del paciente, su dignidad y bienestar, también tienen peso moral sustancial. Se debe pues determinar caso por caso si las apelaciones a la conciencia pueden ser respetadas porque parece inmoral dar, sin más, vía ética libre a los médicos15.

Por ello, la legalidad y la legitimidad de la objeción de conciencia deberían ser analizadas por algún comité creado ad hoc en las instituciones sanitarias. Estos comités –que nunca deberían ser los Comités de Ética Asistencial, que tienen otras funciones– deberían ser multidisciplinares, esto es, contar con la participación de profesionales de la medicina, enfermería, salud mental, servicios sociales, asistencia religiosa y representantes de la comunidad, entre ellos, abogados y bioeticistas. Dicho comité o parte del mismo debería, a petición del objetor y/o de la institución, deliberar sobre las bases y razones para la petición de excepción de las labores concretas. Si el comité no llegara a acuerdos, o si el peticionario quedara descontento con su decisión, la cuestión debería ser llevada al nivel más alto o completo del comité. Finalmente, en casos de disconformidad seria, las decisiones del comité deberían poder ser revisadas por un tribunal de la jurisdicción competente.

Para asegurar cierta uniformidad en la emisión de sus dictámenes, estos comités necesitarían un conjunto consistente de criterios lo bastante específicos como para constituir una guía con la flexibilidad suficiente como para permitir un rango amplio de creencias morales y religiosas diversas. Podrían ser los siguientes:

1. El profesional solicitante debe presentar una objeción sincera al procedimiento concreto basada en escrúpulos morales

2. Este escrúpulo debe encajar con un sistema por lo demás coherente de creencias personales religiosas o morales

3. El escrúpulo debe ser consistente con otras creencias y actos del presunto objetor

4. El escrúpulo debe ser un componente clave del marco moral o religioso del solicitante, de forma que su violación –y la violación concomitante de su autonomía– representen un mal mayor que el que corresponde a la violación de los derechos ciudadanos que conculca

5. La responsabilidad asistencial de la que el empleado pretende ser excusado no es fundamental para el ejercicio de la profesión

6. Deben explorarse previamente todas las alternativas razonables

7. Especialmente en los casos de empleo público, y quizás en todos los casos, cuando se acepta la exención del deber, ésta debe ser compensada con algún otro tipo de servicio.

En el contexto biomédico, el respeto por la conciencia puede ser inconveniente, ineficiente o lesivo para los resultados médicos. Y aún así, debe ser tomada y analizada en serio. La objeción de conciencia del personal sanitario debe ser respetada pero tiene que cumplir un requisito fundamental: El ejercicio de este derecho por un profesional sanitario nunca podrá suponer un perjuicio directo para el paciente. Además, los centros sanitarios están obligados a prescribir y a proporcionar los servicios y prestaciones que reconozca el sistema de salud a los ciudadanos16 porque el primer deber de las instituciones sanitarias es el de dar respuesta a las necesidades de sus pacientes y a las necesidades previstas de los miembros de la comunidad a la que sirven, asegurando la accesibilidad a un cuidado dedicado y competente17.

Por eso resulta éticamente necesario reconocer no sólo la protección de las consecuencias de los actos en los médicos objetores, sino la anterior y más importante protección de las consecuencias derivadas de la objeción de conciencia en los propios pacientes4. No hacerlo así coloca el problema de la objeción de conciencia únicamente en el contexto de derechos en conflicto, sin incluir las obligaciones concomitantes. Esa visión parcial de la cuestión analiza el problema sólo como un ejemplo de conflicto entre el derecho del médico a elegir libremente qué procedimientos tolera moralmente frente al derecho de los ciudadanos al acceso a determinados servicios sanitarios. No cabe duda de que un análisis de dichos derechos es importante, pero semejante ponderación quedará muy corta si no incluye al mismo tiempo el análisis de cuál es el peso de las obligaciones, en concreto las obligaciones relacionadas con el rol o el status de los profesionales, frente a dichos derechos. Porque el auténtico conflicto es el que se da entre el derecho de una persona a evitar participar en actividades que considera moralmente repugnantes y el derecho de la comunidad a tener acceso a los servicios médicos aprobados socialmente.

La objeción de conciencia, en cuanto derecho derivado de la libertad ideológica, es un derecho individual y nunca puede ser ejercido por una institución, hospital o clínica. Por eso, el rechazo de los hospitales a emplear a médicos que no comparten convicciones comunes puede violar el derecho a no ser discriminado por motivos religiosos o de creencias. Las instituciones responsables de la atención a la salud sobre la que descansan los habitantes de una región deben, además, satisfacer las necesidades de éstos empleando personal adecuado al tiempo que respetan los derechos de los profesionales individuales a la objeción de conciencia18.

La objeción de conciencia de los profesionales no es una cuestión de personas aisladas. Es algo relacionado con los individuos, las profesiones y la sociedad. Para conseguir, entre todos, nuevas respuestas a este problema y a las consecuencias que de él se derivan, tanto para las personas concretas como para la sociedad, las profesiones sanitarias y la democracia en general, se necesitan nuevas reflexiones individuales, institucionales y sociales, de las que este escrito no quiere ser más que un breve apunte, y que podrían –seguramente, deberían– ser recogidas en una Ley que regulara esta cuestión tan controvertida y, hasta hoy, tan escasamente regulada.

 

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Dirección para correspondencia:
Koldo Martínez Urionabarrenetxea
Hospital de Navarra
Irunlarrea, 3
31008 Iruña-Pamplona
Tfno. 607 853 353
E-mail: kmartinu@cfnavarra.es

Aceptado para su publicación el 19 de marzo de 2007.

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