1. Introducción
El gran impacto que ha tenido la emergencia global originada por la COVID-19 en el sistema sanitario ha trascendido a la atención asistencial de manera generalizada. La limitación de personal y recursos materiales, así como la falta de medios y espacios de atención sanitarios han desplazado algunos derechos fundamentales individuales en favor del bienestar colectivo. Si bien el alcance de la actual pandemia no tiene antecedentes en la historia moderna de la humanidad, no es la primera vez que las emergencias de salud pública priorizan la seguridad colectiva y que el bienestar individual pasa a un segundo plano (Koplan et al., 2009; Salamero Teixidó, 2016). En este caso, sin embargo, la amenaza que supone la COVID-19 se ha visto incrementada a causa de la elevada tasa de contagio (Meo et al., 2020), hasta el punto de amenazar con colapsar los servicios sanitarios (World Health Organization, 2020b). Esta situación sin precedentes ha puesto de manifiesto una serie de necesidades hasta ahora ocultas que requieren ser tratadas con prioridad. Una de las urgencias más sensibles y excepcionales de esta pandemia es el fallecimiento en soledad de personas enfermas de COVID-19, concretamente, en un contexto hospitalario. Este hecho se debe al estricto protocolo de aislamiento de pacientes, medida implementada desde las fases más tempranas de la pandemia.
El desconocimiento inicial de la infección junto con los primeros contagios de profesionales sanitarios por falta de Equipos de Protección Individual (EPIs) adecuados precipitó el miedo generalizado ante una amenaza de alcance imprevisible. Ante esta situación, la respuesta de los centros hospitalarios fue el cierre de puertas como medida preventiva y la priorización de EPIs para profesionales.
El aislamiento de pacientes infectados es una de las medidas más eficaces a la hora de contener la expansión de la pandemia (Firstenberg et al., 2020; Venter & Richter, 2020; Yan et al., 2020) y permite, no solamente proteger al resto de población de la infección entre los que se encuentra el personal sanitario, sino que también protege al propio paciente. Aunque la sobreinfección o segundas infecciones no son la causa principal de muerte (Wichmann et al., 2020), el aislamiento también previene de la interacción de los pacientes con personas externas que podrían ser portadoras de microorganismos patogénicos y pudieran poner en riesgo su salud. De cualquier manera, esta prioridad queda relegada cuando el paciente entra en situación terminal.
Además, pasados los primeros días de la pandemia se demostró que una protección adecuada minimizaba significativamente los contagios (Chughtai et al., 2020; Livingston et al., 2020) lo que confirmaba que si los familiares se adherían a unas directrices de seguridad no tenían por qué infectarse. No obstante, y pese a no existir evidencias claras que apoyaran el aislamiento estricto y por lo tanto la muerte de personas en soledad, los familiares y conocidos siguieron sin poder despedirse de los suyos.
A pesar de que el aislamiento es una medida global, al menos en España, cada hospital establece su propio procedimiento específico siguiendo las recomendaciones generales emitidas por el Gobierno (Ministerio de Sanidad, 2020b). Este documento técnico solicita la localización de pacientes identificados con posible infección por SARS-CoV-2 en habitaciones aisladas y prohíbe explícitamente la entrada de acompañantes, salvo en pacientes menores de edad1 o aquellos que requieran asistencia.
Según datos de las Organización Mundial de la Salud, a día 1 de mayo de 2020 se contabilizaron 224172 muertes a causa de COVID-19 (World Health Organization, 2020a). Sobre estos datos, no hay estudios que hayan analizado el número aproximado de personas fallecidas en soledad en el hospital. No obstante, teniendo en cuenta que una parte de los datos proceden del recuento de instituciones hospitalarias, cuya política es la de aislar a los pacientes ingresados por COVID-19 siguiendo las recomendaciones sanitarias, se puede especular que un porcentaje significativo de estas muertes, especialmente durante las primeras semanas desde el inicio de la pandemia, han sido en soledad.
Cabe destacar además que el riesgo de colapso sanitario ha estado presente a lo largo del progreso de la pandemia y que la mayoría de los pacientes eran conocedores de ello, lo que les infundía el temor de no poder tener la atención sanitaria que necesitaban, que les tuvieran que ser retirados los tratamientos de soporte vital o incluso que cuyo ingreso pudiera ser desestimado. Ante estas circunstancias, la sensación de soledad del paciente se agrava ocasionándole una ansiedad y miedo (Codagnone et al., 2020) añadidos al temor a la soledad y a la muerte.
Esta situación ha intentado ser amortiguada a través del uso de dispositivos tecnológicos para establecer un contacto con los familiares y conocidos en los casos en los que ha sido posible, o a través del mismo personal asistente (Wakam et al., 2020). A este respecto cabe destacar que los profesionales que acceden a la habitación, además de limitar su interacción con el paciente para disminuir las posibilidades de contagio, deben llevar un equipo de protección que incluye bata, mascarilla, guantes y protección ocular. Este hecho les impide ofrecer la proximidad y el apoyo emocional necesario en un momento de extremada delicadeza. El personal sanitario no puede reemplazar la figura de un familiar y, además, la sobrecarga de trabajo que pueden experimentar en momentos de máxima afluencia de pacientes impide que puedan hacer un acompañamiento adecuado a las personas atendidas.
Ante esta situación de debilidad emocional y física de los pacientes, el presente artículo hace un análisis de la vulneración del derecho de muerte digna en situación de emergencia sanitaria. También plantea una serie de recomendaciones para promover el respeto a su libertad y voluntad de decidir con quién desean pasar sus últimos momentos, sin que ello suponga la asunción de una amenaza colectiva excesiva.
2. El acompañamiento como derecho fundamental
Todos los pacientes tienen derecho a estar acompañados en la fase terminal de sus vidas por familiares, conocidos, representantes o incluso personas ajenas que puedan ofrecerles auxilio espiritual; siempre de acuerdo con las preferencias del paciente y siempre que no suponga un riesgo para la salud de este último (Ley 4/2017, de 9 de marzo, de Derechos y Garantías de las Personas en el Proceso de Morir). Es un derecho universal que se incluye en las bases de los cuidados paliativos que constituyen un sistema de apoyo tanto para el paciente como para la familia. Garantiza el cumplimiento de los derechos fundamentales de las personas, entre el que se encuentra un final de vida en su forma más digna y optimiza su bienestar (Ley 4/2019, de 19 de marzo, por el que se modifica la Ley 2/2007, de 7 de marzo, del Estatuto Jurídico del Personal Estatutario del Servicio de Salud de Castilla y León, para la creación de la categoría de Médico de Cuidados Paliativos). No solamente se refiere a la mejora de la calidad de vida evitando el sufrimiento físico, sino del alivio de su malestar psicosocial y espiritual. Para ello, junto con el control de los síntomas del paciente, es necesaria una comunicación eficiente y el apoyo familiar (Carulla Torrent et al., 2002). Pese a los avances que se han hecho los últimos años en cuidados paliativos, siempre ha existido un desconocimiento general de este tipo de asistencia en los sistemas de salud; cuándo se debe proporcionar y a qué pacientes, por ejemplo. Además, por obstáculos culturales o sociales los cuidados paliativos a menudo han sido relegados a un segundo plano en término de prioridad asistencial (The Lancet Editorial, 2020; World Health Organization, 2018). No sorprende entonces que tanto el cuidado emocional como el acompañamiento presencial de los pacientes con COVID-19 hayan sido víctimas de la priorización de recursos carentes. En este contexto de emergencia sanitaria, se ha evidenciado que, en línea con los estándares clásicos de la práctica clínica tradicional, la enfermedad del paciente, y no el paciente en sí como un todo que engloba su estado físico y psicosocial, ha sido el centro la atención sanitaria.
La muerte, incluso en los ambientes sanitarios, constituye un tabú social que contrasta con el tratamiento mediático trivial que recibe (DeForest, 2019; Gómez Esteban, 2012). La cultura occidental tiende a olvidar la muerte también en los contextos sanitarios en que se tiende a ocultar a los ojos de los demás pacientes, moribundos o no (Carulla Torrent et al., 2002). Desconocemos mucho acerca de cómo mueren las personas y de qué manera desearían hacerlo, por lo que es difícil saber cuáles son los tipos de atención física, espiritual o psicológica óptimos (Bayés, 1998).
En un contexto de pandemia como el actual es todavía más fácil ampararse en el bien colectivo, la urgencia de la situación o la carencia de recursos a la hora de relegar a los enfermos para quienes ya no hay nada que hacer. Sin embargo, este incumplimiento de las bases del cuidado paliativo del enfermo no hace más que agravar el impacto psicológico tanto desde la propia experiencia como por parte de las personas más cercanas. El paciente, al serle denegados recursos para afrontar la muerte, percibe su integridad emocional amenazada. Dicha amenaza despierta una impotencia que puede amplificar la intensidad o presencia de sus síntomas y estado de salud general, lo cual, a su vez, acentúa la falta de control sobre la situación y aumenta de nuevo el sufrimiento.
El dolor físico es percibido como una experiencia desagradable; igual que la soledad, el abandono, el desprecio o la sensación de pérdida también lo son dentro su esfera psicosocial (Bayés, 1998). Además, aunque desconocemos de qué manera, todo apunta a que la soledad tiene un impacto negativo sobre la salud de las personas. El aislamiento social se ha asociado con una mayor incidencia de enfermedades y mayor prevalencia de muerte prematura (Holt-Lunstad et al., 2015). Concretamente, se relaciona con un aumento de riesgo de padecer enfermedades cardiovasculares (Valtorta et al., 2018), una presión sanguínea elevada (Hawkley et al., 2010) y una atenuación de la eficacia del sistema inmunitario (Rico-Uribe et al., 2018). Este último aspecto tiene especial relevancia dado el origen vírico de la pandemia actual ya que implica un incremento de los procesos inflamatorios y la consiguiente reducción de la capacidad para combatir infecciones. Si bien es cierto que estos estudios se focalizan sobre todo en los efectos de la soledad o el asilamiento crónico (Hawkley et al., 2010; Holt-Lunstad et al., 2015; Rico-Uribe et al., 2018; Valtorta et al., 2018), no podemos descartar que exista un efecto a corto plazo originado por las medidas de aislamiento actuales y que, en cualquier caso, la soledad de estos pacientes no contribuiría positivamente a su salud física.
El contexto externo de alarma social tampoco resulta inocuo para los pacientes ingresados, sino que suma desconcierto y pérdida de control a la ya existente ansiedad y miedo causada por la sensación de abandono. Esto tiene un coste en el bienestar psicológico de los enfermos que es mucho mayor en aquellos casos en los que no hay pronóstico de recuperación, hay sentimiento de invalidez y miedo originado por el enfrentamiento inevitable de la muerte.
Sin duda se trata de una combinación de factores que agravan la situación de vulnerabilidad del enfermo por COVID-19 y requiere de medidas de intervención inmediatas para garantizar el cumplimiento de sus derechos.
3. Alternativas actuales
3.1 Acompañamiento a través de dispositivos tecnológicos o terceras personas
Ante la situación de soledad de los pacientes terminales por progreso de la COVID-19 no se han emitido pautas claras y suficientes. Este hecho pone de manifiesto, entre otros aspectos, que la comunicación, en términos generales, no ha sido nunca una prioridad dentro de los estándares de la atención sanitaria, aunque esta tendencia podría estar cambiando (DeForest, 2019).
Frente a este contexto, han surgido una serie de medidas espontáneas que pretenden paliar el abandono de aquellos enfermos que se enfrentan al final de sus vidas. Por proximidad, la mayoría de estas acciones espontáneas las lleva a cabo el personal asistente que interacciona regularmente con el propio paciente. Una de las iniciativas más recogidas en los medios de comunicación es el acompañamiento a través de dispositivos tecnológicos, como teléfonos móviles, tabletas electrónicas o ordenadores portátiles. En numerosas imágenes se puede observar sanitarios sujetando un dispositivo que permite la comunicación por videoconferencia entre la persona ingresada y sus conocidos (Wakam et al., 2020). A este respecto, es importante tener en cuenta que el uso de dispositivos portátiles solo es posible si el hospital tiene acceso a internet y goza de este tipo de recursos que normalmente suponen un gasto razonable y que en otra situación no serían estrictamente necesarios. Es extraño entonces que el centro posea este tipo de herramientas a disposición de los pacientes cuando por norma general forma parte de un sistema sanitario cuya asistencia es mayoritariamente presencial. Además, el acceso a internet es un privilegio a disposición de pocos hospitales en las regiones más apartadas de los núcleos urbanos de países menos desarrollados (Whitelaw et al., 2020).
Cabe destacar que en caso de que los hospitales no puedan facilitar estos dispositivos a las personas ingresadas, estas pueden usar los aparatos que sean de su propiedad. Este hecho no solo no es una solución para aquellos que no disponen que este tipo de recursos, sino que evidencia la brecha digital y agrava las desigualdades entre ricos y pobres. En ocasiones, incluso, los mismos profesionales sanitarios ha cedido sus propios dispositivos móviles para facilitar la comunicación de los pacientes con sus familiares cuando debería ser una responsabilidad asumida por el hospital, sin olvidar que supone un riesgo de contagio añadido para los sanitarios. Asimismo, en ningún caso el personal tiene la obligación de ceder sus dispositivos personales, de manera que la comunicación remota del enfermo con sus familiares queda expuesta a la solidaridad y generosidad de la persona que le atiende.
No cabe duda de que cuando no es posible el acompañamiento de pacientes en fase terminal, la comunicación cobra una nueva dimensión y tiene que suplir la falta de apoyo y confort que aportan la proximidad y el contacto físico directo. Si a esta situación se le suma que la comunicación con los familiares puede ser remota, la dificultad es todavía mayor y el grado de impotencia y frustración puede generar mucha ansiedad entre los interlocutores. Por no mencionar que, si la conectividad a la red es de mala calidad, la comunicación a distancia puede verse truncada o presentar constantes interferencias.
Sin perder de vista que uno de los principios rectores de la comunicación de calidad, y más en aspectos tan sensibles como la salud, es el diálogo cara a cara, una emergencia de tal envergadura pone de manifiesto la necesidad de dotar a los centros sanitarios que tienen acceso a internet con recursos tecnológicos que ya se han implementado a una amplia variedad de sectores como la educación o la alimentación. A este respecto, en el transcurso de la pandemia han ido apareciendo acciones solidarias de entidades públicas y privadas para suplir este déficit comunicativo. Un ejemplo de estas iniciativas es el proyecto #acércales de Eways. Se trata de una plataforma web que recoge dispositivos electrónicos como teléfonos móviles y tabletas procedentes de donaciones particulares para distribuirlos a hospitales y residencias (Quesada Arratia, 2020). En la misma línea otras empresas privadas han diseñado planes de acompañamiento que incluyen la habilitación de estas tecnologías a disposición de los pacientes que se encuentran aislados por la COVID-19 desde su ingreso (Europa Press, 2020). Estas estrategias remotas no solamente se barajan para acercar los familiares al paciente, sino que también ofrecen ayuda emocional dirigida por psicólogos, tanto a pacientes y familiares como a los profesionales sanitarios (Colegio Oficial de Enfermería de Madrid, 2020; Colegio Oficial de la Psicología de Madrid, 2020).
Es inevitable que la brecha tecnológica se evidencie en el sector sanitario ante el uso de las nuevas tecnologías para favorecer la comunicación del paciente con sus allegados. Por este motivo es necesario que la telemedicina sea una herramienta complementaria, pero en ningún caso la única vía de acompañamiento posible. De cualquier manera, no puede depender tampoco de la solidaridad espontánea o de iniciativas puntuales. Es necesario dotar los centros sanitarios con dispositivos que faciliten la comunicación a distancia para ofrecer esta posibilidad entre los pacientes que así lo deseen.
Además del uso de dispositivos tecnológicos, en diversas ocasiones han sido los mismos profesionales de la salud que atienden al paciente quienes les han dado apoyo emocional directamente, supliendo la ausencia de sus allegados (Wakam et al., 2020). Si bien la relación sanitaria entre paciente y sanitarios se basa en el cuidado y debe sustentarse en un vínculo de confianza, en un momento tan íntimo como el final de la vida no deben asumir el rol de las familias. Los pacientes siempre, y en especial al final de sus vidas, deben poder disfrutar de la proximidad de sus allegados y además deben poder acceder a un apoyo profesional, facilitado por el centro hospitalario.
En ocasiones incluso, a petición de los familiares, los mismos sanitarios han hecho llegar las últimas palabras a los enfermos (Wakam et al., 2020), lo que expone a los profesionales a situaciones de alto impacto emocional y supone para los pacientes, una interferencia de la comunicación directa en un momento de extremada intimidad y delicadeza.
De cualquier manera, tanto la comunicación a través de dispositivos tecnológicos como el acompañamiento mediado por profesionales sanitarios implica una pérdida de la intimidad del paciente y no siempre alivian la situación de desamparo y soledad que sienten. Incluso, pueden llegar a acrecentar su ansiedad y malestar emocional (Keesara et al., 2020).
Por su parte, algunas asociaciones y sociedades sanitarias han manifestado su disconformidad con el aislamiento estricto de los enfermos que se encuentran en situación de final de vida y proponen distintas pautas para flexibilizar las directrices oficiales (Comité de Bioética de España, 2020; Consejo de Enfermería de la Comunidad Valenciana, 2020; Sociedad Española de Cuidados Paliativos, 2020). A este respecto, es necesario revisar las opciones actuales de acompañamiento presencial de pacientes terminales con COVID-19, evaluar los riesgos que comporta e implementar unas nuevas pautas que garanticen el respeto a sus derechos.
3.2 Acompañamiento a través de familiares y conocidos
No cabe duda de que el mero acceso de un individuo a la sala donde se encuentra la persona infectada por COVID-19 ya le expone a un riesgo elevado de contagio; riesgo al que se someten los sanitarios a diario. El uso de EPIs, medida que previene del contagio de los mismos sanitarios, podría ser un requisito en la visita de enfermos junto con el seguimiento de una serie de recomendaciones a las que debería adherirse el visitante. Si bien es cierto que los EPIs han sido un recurso escaso en algunos centros hospitalarios y en especial en el pico de la pandemia, el gasto que supondría, si se admite la entrada de un número razonable de personas, podría ser asumible. El suministro de EPIs debería ir acompañado de una breve explicación o incluso ayuda puntual para instruir a quienes lo usaran si, como es de esperar, carecen de experiencia en su manejo.
En situaciones de ingreso masivo de pacientes e incluso de colapso sanitario y bajo amenaza de falta de equipos disponibles para los profesionales, se podría proveer al visitante con el equipo de protección mínimo disponible en ese momento (guantes, mascarilla, bata o gafas, por ejemplo).
Otra pauta que debería implementarse es el control del acceso de personas pertenecientes a algún grupo de riesgo de coronavirus: mayores de 60 años, con antecedentes de enfermedades cardiovasculares, hipertensión arterial, diabetes, enfermedades pulmonares crónicas, cáncer, inmunodepresión y embarazo (Banerjee et al., 2020; Ministerio de Sanidad, 2020a) para quienes sería esencial extremar las medidas de prevención e informar del riesgo adicional. Para eso habría que diseñar un cuestionario que deberían rellenar los visitantes antes de su acceso. La limitación o prohibición expresa de la entrada de personas con mayor riesgo de enfermarse a causa de la COVID-19 se trataría de una forma de paternalismo y vulneración de la autonomía dado que no sería por un bien a terceros sino a ellos mismos. A todos los visitantes se les debería informar de una serie de recomendaciones posteriores al contacto con el paciente como, por ejemplo, el seguimiento de un protocolo de higiene antes de salir del hospital, distancia social hasta su domicilio y cuarentena preventiva domiciliaria.
Otro aspecto para destacar es que en muchas ocasiones los mismos acompañantes ya han estado en contacto previo con los enfermos antes de su ingreso: en sus domicilios o en el mismo acceso al hospital. Este hecho hace pensar que ya han estado expuestos al virus y por lo tanto podrían haber padecido e incluso superado la infección. No obstante, se les podría someter a una prueba diagnóstica para confirmar si verdaderamente han desarrollado inmunidad frente al virus. Esta recomendación podría no ser aplicable en caso de escasez de pruebas diagnósticas. En su defecto podría hacerse una aproximación diagnóstica a través de cuestionarios para poder estimar si hay sospecha de infección previa y superación de la enfermedad. Aunque no se trate de una medida óptima, ayudaría a descartar un futuro contagio en caso de interacción directa con el enfermo.
Es importante tener en cuenta que la mayoría de las personas infectadas son asintomáticas y de no ser así, la sintomatología es leve y la letalidad asociada en grupos de población que no estén en riesgo es baja (Meo et al., 2020). Así, la probabilidad de que un visitante que no formara parte de ninguno de estos grupos desarrollara complicaciones que pusieran en peligro su vida es asumible. El mayor riesgo sería su potencial de contagio al resto de la población. A este respecto, habiendo medidas implementadas de distanciamiento social, protección individual e incluso confinamiento de la población en general, el riesgo de contagio a terceros sería bajo si el visitante cumpliera con las recomendaciones de seguridad, dentro y fuera del hospital.Independientemente de los criterios que se ha puesto en práctica en los hospitales de manera generalizada dadas las directrices a seguir por el ministerio, los protocolos de actuación de cada centro hospitalario se han modificado en algunos casos permitiendo la entrada puntual de algún familiar o conocido de acuerdo con el deseo de estos últimos y sobre todo del paciente (Gabilondo, 2020; Matey, 2020).
Varias comunidades autónomas como Cataluña, Valencia, Asturias, Madrid o Castilla y León, entre otras, han activado un protocolo acompañamiento al final de la vida de pacientes hospitalizados (Consejería de Sanidad, 2020; Conselleria de Sanidad Universal y Salud Pública, 2020; Gerencia Regional de Salud, 2020; Salut/Servei Català de la Salut, 2020; Servicio de Salud, 2020). El conjunto de las medidas adoptadas por los distintos sistemas de salud no muestra un consenso general respecto a la normativa de entrada de visitantes y los directrices son particularmente heterogéneas. En primer lugar, en la mayoría de los casos, la activación de dicho protocolo recae en la decisión exclusiva de los profesionales sanitarios, ignorando la voluntad del paciente. Algunas de estas pautas limitan la entrada exclusiva de un familiar o dos (que en algunos casos debe ser de primer grado), el momento de la visita respecto a la progresión de la enfermedad o incluso el tiempo de duración de la visita. Además, algunas comunidades excluyen la visita de familiares, pero permiten la entrada de un representante religioso según petición del paciente. En otras ocasiones el acompañamiento se limita a la comunicación remota con los familiares incluso a través de los sanitarios o se excluye diferencialmente a pacientes que se encuentran en Unidades de Cuidados Intensivos (UCI).
Esta diversidad de medidas que delimitan el dónde, cuándo, quién y cómo se dará lugar el acompañamiento es un condicionamiento y restricción de unos derechos de final de vida de los pacientes globalmente reconocidos y resultan insuficientes para garantizar su cumplimiento. Además, la gran diversidad de las directrices publicadas genera una brecha desigual en el respeto a dichos derechos en función de la localización de las personas ingresadas.
Es imprescindible la creación de un documento único que consensue una serie de medidas en defensa de la intimidad y la dignidad de los pacientes al final de vida; que no limite el tiempo ni el número de visitas. El paciente debería poder estar acompañado de una persona siempre que quisiera y los allegados que sintieran la necesidad de despedirse deberían poder hacerlo. A este respecto, para evitar la entrada de un elevado número de personas, el personal sanitario debería pedir que en la habitación hubiera solo un acompañante cada vez y que se trate de personas con vínculos personales muy estrechos. De esta manera se evitaría el aforo excesivo de visitantes y se limitaría el acceso a aquellos que van a hacer el acompañamiento propiamente.
Por otro lado, el momento del fallecimiento es imprevisible en muchos casos por lo que resulta incompatible delimitar un periodo de visita o esperar a la aprobación del propio profesional sanitario. Tampoco puede excluirse la atención de pacientes ubicados en las UCIs si por hallarse al final de vida gozan de los mismos derechos de quienes están ingresados en sala. Para ello será imprescindible detallar un protocolo de seguridad específico para los visitantes de las UCIs.
Además del acompañamiento en el hospital, los pacientes también deberían tener la posibilidad de ser trasladados en su domicilio donde poder recibir los cuidados paliativos, de la misma manera que sucede en contexto de normalidad. El domicilio debe ser una elección siempre que se pueda garantizar el bienestar del paciente. No obstante, no debería ser una recomendación de los centros sanitarios motivada por la amenaza de aislamiento y escasez de recursos.
Sin duda se trata de un escenario complejo que requiere un esfuerzo extra para contemplar todos los riesgos y medidas sanitarias que deben tomarse en cada caso, pero no por ello debemos renunciar al cumplimiento de derechos fundamentales.
4. Discusión
El presente artículo argumenta que en el momento de crisis sanitaria actual hay un incumplimiento de los estándares éticos de la asistencia médica. Concretamente, una vulneración no justificada de los derechos de los pacientes.
El protocolo de aislamiento de pacientes infectados es eficaz en la prevención de contagios y protege eficientemente al personal sanitario. Sin embargo, se trata de una medida implementada como primera respuesta ante el desconocimiento inicial del virus y previa a otras medidas de prevención eficaces como el uso de EPIs adecuados. Además, es incompatible con el respeto a la muerte digna y a la libertad del paciente de decidir cómo quiere pasar sus últimos momentos de vida.
La situación excepcional que estamos atravesando no justifica por sí sola el abandono de los derechos de los pacientes al final de vida ni la desatención de sus deseos. Negar el acompañamiento de pacientes terminales no debe ser en ninguna circunstancia la recomendación sanitaria a seguir. No obstante, existen herramientas y maneras de evitar la soledad del enfermo terminal asumiendo un riesgo mínimo de propagación del virus.
Habiendo revisado las directrices actuales que rigen la actuación asistencial en centros hospitalarios, se evidencia que estas medidas son insuficientes e impiden que puedan respetarse los derechos de los pacientes.
Las distintas pautas aquí propuestas abogan por flexibilizar esta política hospitalaria y evitar así que los enfermos mueran en soledad, estén o no infectados por SARS-CoV-2. No cabe duda de que implican un riesgo añadido que solo sería asumible ante una situación de final de vida y deberían evaluarse de forma individual, de acuerdo con las voluntades de cada paciente. En todo caso, la persona atendida debe manifestar su voluntad expresa de querer estar acompañado, derecho que debe ser protegido tanto en contexto de emergencia sanitaria como de normalidad.
Con este fin, es imprescindible diseñar nuevos protocolos con medidas de seguridad sanitarias, pero sin condicionantes ni restricciones que obstaculicen el cumplimiento de dicho derecho. Este protocolo debería ser implementado de manera inmediata por todos los territorios para garantizar el respeto de los mismos derechos en distintas localizaciones, siguiendo unas recomendaciones homogéneas en la medida de lo posible, es decir, de acuerdo con los espacios y arquitectura de cada centro hospitalario. También debe contemplar diversas opciones para adaptarlo a la necesidad de cada paciente. No debemos olvidar que el sufrimiento es resultado de la valoración individual y, por lo tanto, subjetiva, de una amenaza a algún aspecto de la vida de cada uno (Torralba, 2007). Por este motivo, las causas del sufrimiento son heterogéneas y es imprescindible escuchar al enfermo para identificar la intensidad y causa de su sufrimiento y poder tener la opción de aliviarlo (Bayés, 1998). Así, mientras muchos pacientes con COVID-19 preferirán mantener una comunicación remota con sus allegados por miedo a poder contagiarles el virus (El Financiero, 2020), otros necesitarán el contacto físico de sus familiares o el acompañamiento espiritual de algún representante religioso, y de tener la opción, probablemente otros decidan domiciliar los cuidados paliativos. De esta manera, no es posible establecer un protocolo estático de actuación frente a pacientes terminales sino un abanico de opciones disponibles con los recursos existentes.
La pandemia que atravesamos puede ser una oportunidad para evidenciar los puntos débiles de nuestro sistema sanitario como el enfrentamiento a la muerte e impulsar una transformación que priorice la escucha y el respeto de las últimas voluntades del paciente, así como la incorporación de nuevas herramientas digitales que faciliten la comunicación remota. Facilitar el acompañamiento es una prioridad necesaria que podemos satisfacer en un contexto de pandemia que por la naturaleza del virus tiene una letalidad asociada globalmente baja y una sintomatología mayoritariamente leve (Meo et al., 2020). De otra manera, el acompañamiento presencial de los pacientes no sería una realidad factible y requeriría medidas más complejas.
La deshumanización de la muerte tiene un fuerte impacto emocional que puede derivar en duelos patológicos que perduran en las personas próximas al fallecido. Disponemos de recursos para no perpetuar una situación injusta y evitar más sufrimiento del causado por la propia emergencia sanitaria. La muerte digna es un éxito terapéutico y un derecho fundamental que merece ser protegido en condiciones normales y también en situación de crisis.