INTRODUCCIÓN
Durante la primera mitad del siglo XIX, permanecían inmutables los tres principales problemas de la cirugía: el dolor, las infecciones y las hemorragias. La mortalidad quirúrgica era tan elevada que James J. Simpson (1869) dijo: “Un soldado tiene más probabilidades de sobrevivir en Waterloo que un paciente en un hospital”.
Así las cosas, durante la era preanestésica la rapidez de la intervención quirúrgica marcaba la diferencia en términos de dolor y supervivencia del paciente. Florence Nightingale, en sus famosas Notas sobre enfermería, (1858) decía: “En circunstancias idénticas, el éxito de una operación radicaba en la rapidez con la que el cirujano operaba”.
Recientemente la lectura de una muy recomendable novela (1) me ha permitido reencontrarme con Robert Liston, “el bisturí más rápido del West End” (2). Su vida y obra (2,3) todavía nos aportan importantes enseñanzas.
RÉCORDS MUNDIALES
Una amputación del año 1830 realizada por Liston podría resumirse en: “¡Caballeros, tiempo!”, gritaba el profesor a los estudiantes presentes en el teatro de operaciones, quienes cronometraban la duración de la cirugía. Posteriormente estos dirían que el corte del bisturí fue simultáneo al serrado del hueso. De hecho, para reducir el tiempo operatorio Liston se ponía el cuchillo ensangrentado entre sus dientes, dejando así libre sus manos para seguir operando (Fig. 1). En estos breves minutos, el paciente pasaba de estar despierto y asustado a chillar de forma alarmante y, en el mejor de los casos, a desmayarse.
La rapidez de Liston fue una mezcla de don y maldición. Amputaba una pierna en dos minutos y medio. Su récord lo tenía en 28 segundos. Por ello, no extraña que durante otra ultrarrápida intervención seccionara, de manera accidental, el testículo del paciente que amputaba.
Pero su percance más popular (aunque posiblemente apócrifo), según refiere el cirujano y escritor británico Richard Gordon en su libro Grandes desastres médicos (1983), fue durante otra amputación. Se trataba de un paciente con una gangrena muy avanzada. Liston, con su fugaz rapidez, al cortar con el bisturí el muslo del paciente, amputó tres dedos de su joven ayudante y cortó el abrigo de un mdico mayor que estaba cerca de la mesa operatoria observando la intervención. El paciente sobrevivió a la cirugía. A los pocos días, tanto el paciente como el ayudante (su herida se infectó) fallecieron de sepsis (situación habitual en la era prelisteriana). El espectador también perdió la vida a causa de un ataque cardiaco al creerse herido por la visión de la sangre (procedentes del paciente y del ayudante de Liston) presente en su abrigo seccionado. Así las cosas, la referida intervención se convirtió en la única en la historia con una mortalidad del 300%. Indudablemente un récord difícil de superar.
No obstante, aunque estos datos suenan a incompetencia, en realidad el profesor Liston era muy respetado por pacientes y colegas (ver próxima nota histórica en Angiología sobre Robert Liston). Su reputación era tan buena que los pacientes preferían pasar días en su sala de espera antes que acudir a otro cirujano.
Indudablemente, en esta era un desafío operar con éxito a un paciente consciente; para ser buen cirujano cada segundo contaba. Según el citado Richard Gordon, mientras en las mesas del hospital St. Bart (Londres) morían uno de cada cuatro pacientes, donde operaba Liston (University College Hospital, Londres) únicamente moría uno de cada diez pacientes.
STOP A LA VELOCIDAD
En 1846, pocos meses después de la célebre operación de Morton en la que se empleó éter (Massachusett General Hospital, Boston, Estados Unidos), Liston amputó a un paciente llamado Frederick Churchill, que padecía un problema incurable en una rodilla. El día de la cirugía, Liston entró en la sala de operaciones (University College Hospital, Londres, Inglaterra) y dijo: “Señores, hoy vamos a emplear una artimaña yanqui que hace que los hombres se vuelvan insensibles”. Se inició la operación y se terminó 25 segundos después. El paciente despertó minutos más tarde y preguntó: “Cuándo comienza la operación” (Fig. 2).
A partir de entonces la anestesia permitió reducir la velocidad de la cirugía, operar con más tranquilidad y aportar también seguridad a pacientes y a ayudantes (“no se cortarían más testículos o dedos accidentalmente”). A partir de ese momento, el dolor ya no sería obstáculo para una cirugía exitosa, y la velocidad tampoco sería la cualidad más importante del cirujano. Pero Liston no vivió este gran cambio, ya que falleció pocos meses después.