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Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría
versión On-line ISSN 2340-2733versión impresa ISSN 0211-5735
Rev. Asoc. Esp. Neuropsiq. no.94 Madrid abr./jun. 2005
Poder, masoquismo y transferencia
Power, masochism and transference
Francisco Pereña
Psicoanalista
Dirección para correspondencia
RESUMEN
Este texto pretende una reflexión psicoanalítica sobre el poder. Se analiza su anclaje en el fantasma sadomasoquista y su dimensión religiosa. Este marco es ineludible para pensar los riesgos de la transferencia psicoanalítica respecto a la transformación de una clínica de la curación en una propuesta de salvación.
Palabras clave: poder, masoquismo, transferencia, asistencia ajena, curación, salvación.
ABSTRACT
This text tries to make a psycoanalytic consideration about the power. The link between power, sadomasochist phantasy and its religious magnitude is analized. This scenary is unavoidable to evaluate the risks of the psycoanalytic transference in relation to the transformation of the clinique healing into a proposition of salvation.
Key words: Power, Masochism, Transference, Foreign helf, Healing, Salvation.
1. Afectado por un estado febril y delirante durante su presidio siberiano, Raskóslnikov sueña "que el mundo entero estaba condenado a una plaga terrible y desconocida que avanzaba sobre Europa desde lo más profundo de Asia. Todos deben perecer a excepción de un número muy pequeño de elegidos. Se trataba de unas variedades nuevas de triquinas, seres microscópicos que se alojaban en el cuerpo humano. Pero aquellos parásitos eran espíritus dotados de inteligencia y voluntad. Las personas atacadas por ellos se volvían inmediatamente desquiciadas y locas. Sin embargo, nunca se habían considerado las personas más infalibles que entonces en sus sentencias, sus conclusiones científicas, sus convicciones morales y sus creencias. Poblaciones, ciudades y naciones enteras se contagiaban y enloquecían. Todos estaban exacerbados, no se entendían entre sí, cada cual pensaba que sólo él estaba en posesión de la verdad y sufría de creer a los demás equivocados... no lograban ponerse de acuerdo sobre el bien y el mal; no sabían a quién condenar ni a quién absolver; se mataban unos a otros con furia insensata; organizaban grandes ejércitos los unos contra los otros, pero esos mismos ejércitos, ya en campaña, empezaban a autodestruirse, los soldados rompían la formación, se acometían, se acuchillaban, se degollaban, se mordían y se devoraban entre ellos. En las ciudades, las campanas tocaban a rebato el día entero, convocando a todos los habitantes, pero nadie sabía quién llamaba ni para qué... Aquí y allá se constituían grupos cuyos componentes habían acordado algo en común jurando que no se separarían, pero al momento emprendían algo totalmente opuesto a su propia propuesta inicial, empezaban a acusarse los unos a los otros, a reñir y a acuchillarse..." (Crimen y castigo, ed. Cátedra, 2001, traducción de Isabel Vicente)
Dostoievski reúne aquí el paradójico conjunto de elementos que vinculan el poder con el masoquismo: la voluntad, el fanatismo, los elegidos, la interpretación y la condena, el sin sentido, la furia, así como el daño y la destrucción, conductores de la organización de los ejércitos, y la desesperación de una súplica de concordia que retorna como riña, calumnia y cuchilladas. Las triquinas que desencadenan tamaña infección son el desamparo y el daño, que sostienen el escenario del poder. Unas veces ese proceso infeccioso tendrá el carácter de incubación y otras el de estado febril agudo. Nadie podía pensar hace quince o veinte años que una guerra tan arbitraria y cruel como la de Irak fuera posible. Más allá de las explicaciones que se quieran encontrar al hecho, lo que quería resaltar es que esa arbitrariedad y esa crueldad están siempre presentes, de una u otra manera, bajo el modo de incubación o de declarada manifestación febril, en las diversas formas de organización colectiva.
Pero consideremos por un momento entre esas explicaciones la que pone como origen de este cambio de comportamiento político en la esfera internacional, la tan traída y llevada caída del muro de Berlín. Si esta caída se trae como explicación de la impunidad instalada en las relaciones internacionales a la hora del ejercicio de la violencia física, es porque lo que cayó a partir de ese momento fue un modo de contención del poder en el que la atribución de sentido venía asegurada por la organización del poder en dos bloques de tal manera que cada bloque recibía su enemigo y por tanto su sentido. Esto muestra otra característica primordial del poder que es la del sentido, la de dar y tomar sentido. Dar y tomar sentido han de consagrarse en un lazo común, en un sentido colectivo, y no hay otro sentido colectivo que la significación persecutoria que se orienta por el desamparo y el daño, el daño atribuido a cualquier otro, por lo que el desamparo es muy pronto interpretado como daño proveniente de los otros. La significación persecutoria toma así un lugar central, como el que ocupa la glucosa en el metabolismo cerebral, en la producción y distribución de sentido. Siguiendo la asignación clásica he situado dicha significación en el corazón del fantasma fundamental, entendiéndolo como primera y necesaria organización en la que el sujeto se dota de realidad en relación a los otros. Esa realidad es una trama interpretativa en la que el desamparo, el daño y la significación persecutoria se encadenan y se emparejan, encabalgándose lo uno en lo otro, el desamparo con el daño y su significación para fabricar la argamasa de la organización del yo y del grupo.
2. ¿Por qué el poder? La religión ha asignado al poder un lugar en el que el castigo y la salvación dependen de un ser omnipotente y misericordioso. No es pensable la religión sin que tenga como su propio objetivo una "tecnología de la salvación", por utilizar esta expresión foucaultiana. En la religión, el poder proviene de que Alguien puede salvarte o condenarte. El cristianismo ha tenido complicado resolver el dilema de la creación y de la redención. Si se acentúa la redención, la pregunta subyacente es por qué la creación carecería de la bondad necesaria como para no tener que ser redimida o reparada. Si el acento se pone en la creación, cómo es que la bondad divina, en su infinito poder, no pudo poner remedio a la caída del hombre, es decir, cómo no pudo crear un universo un poco menos maligno. Varias han sido las respuestas dadas, que coinciden, sin embargo, en el dogma aceptado por todos del pecado original. Tamaña aberración, pues aberración es el que por una supuesta falta o error o pecado de uno ya deba pagar de manera tan terrible y para siempre el resto de la humanidad, tamaña aberración entonces sólo podía aceptarse si la necesidad de salvación por elección era tan imperiosa que, por un lado, cada uno podía pensar que en el fondo era inocente, ya que hubo in illo tempore un pernicioso Adán que fue el verdadero culpable, y, por otro, permitía que el hecho de formar parte de los elegidos ya suponía que había otros no elegidos y por tanto condenados y así es como se consagró en la doctrina cristiana uno de los componentes (de manifiesta crueldad) de la bienaventuranza. No hay, en efecto, elegido que no se satisfaga de la condena de los otros. De ahí que tanto Orígenes, que proponía una salvación universal y general, incluido el maligno, como Marción, que concluyó que el mundo fue creado por el demonio y no por Dios, de manera que no podía ser el mismo quien tanto daño hizo y su reparador (figura comúnmente conocida como la del bombero pirómano), ambos fueron condenados por herejes, en un caso por eliminar la categoría esencial del elegido, y en el otro, por traer a escena la idea de un mal absoluto sin compensación ni subterfugio.
Si la religión es, como algunos han señalado, una necesidad del hombre es porque aúna a la perfección la salvación y la condena, la inocencia y la crueldad, unos son los elegidos y otros los condenados al tormento eterno. De hecho, no se da sujeto alguno para quien la fantasía de ruina y de exclusión no figure entre sus temores fundamentales. La religión, por tanto, vive y se alimenta del núcleo del fantasma fundamental en el que elección y condena son solidarias. Sólo me salvo si otro se condena. Recordaré a modo de ejemplo la definición que hace Tertuliano del bienaventurado: es aquel que contándose entre los elegidos contempla, sin embargo, cómo los emperadores romanos arden para siempre en el fuego del infierno. De este modo, el cruel Tertuliano contrapone a la bienaventuranza tanto la poena damni (pena de daño consistente en ser apartado de la visión divina, es decir, no formar parte de los elegidos) como la poena sensus (pena de sentido o sufrimiento eterno de los sentidos, sufrimiento que no por eterno el cuerpo consigue habituarse a él). Que la poena damni sea infinitamente mayor que la poena sensus se comprende muy bien si vemos que no sólo lo peor es ser desalojado de una pertenencia, sino que incluso el daño y el maltrato pueden pasar a ser modos de pertenencia y de su aseguramiento. Una idea que he desarrollado en mi último libro, De la violencia a la crueldad, es la de que no existe poder sin crueldad, ya que el baluarte en el que se asienta el poder es el de la tortura sadamosoquista.
3. El psicoanálisis ha eludido la cuestión del poder, aunque su clínica ha puesto en evidencia la estrecha relación que hay entre amor y maltrato. El psicoanálisis ha privilegiado el poder de la palabra y de la transferencia, lo cual tiene siempre el riesgo de que retorne la idea religiosa del poder salvífico de la palabra revelada. La palabra bajo transferencia adquiere, de entrada, poder de movilización libidinal (según la clarificadora expresión freudiana en Psicoanálisis profano, que mejor sería llamar laico, sea al menos por su propósito de distanciarse de la palabra religiosa) porque proviene, y es cosa que no se ha de olvidar, de la fuerza sugestiva que posee la transferencia en cuanto modo de entrega a la protección, la verdad y la salvación que viene de otra persona, la cual no posee otra autoridad que la que le suministra la "decisión de fe", según la elocuente expresión de W. James. Una vez revelado el bien agalmático, adquirido por la "decisión de fe", será irrenunciable o al menos será poco pragmático (lo cual sería un lenguaje más concorde con W. James) abandonar tal "decisión de fe", pues siempre le va mejor a quien tiene fe que a aquél que no la tiene.
Dará igual que el psicoanalista sea analfabeto o borrachín o, más en concreto, un desalmado (a diferencia del maestro griego), puesto que en cuestiones de fe lo que importa es el lugar sacramental atribuido. Si el psicoanálisis se intoxica con la sugestión transferencial, la palabra entonces pierde su relación con la verdad y el sujeto queda anulado en la exaltación libidinal de una figura que vuelve a reunir el poder de la condena con el de la salvación. Ahí no hay trabajo del inconsciente y se abandona lo que sería más propio de la clínica psicoanalítica, que siempre guarda en su horizonte un trabajo de separación y de desalienación respecto a los malentendidos constitutivos de las primeras relaciones del sujeto con los demás.
El objetivo de la cura psicoanalítica se ha cifrado a veces en dotar al sujeto de la capacidad de amar y trabajar. Es un vago objetivo que tiene, sin embargo, la ventaja de su sencillez. Para acceder al amor se ha de tener disponibilidad para la búsqueda del otro; igualmente el trabajo es también un modo de separación y salida del encierro incestuoso. Se puede decir que el objetivo de la cura psicoanalítica es que el sujeto viviente pueda soportar el dolor, mirarlo a la cara sin esa necesidad de vestirlo de acusación y, sobre todo, de sentido. En suma, y este sería otro modo de formular el objetivo de la cura psicoanalítica, se trataría de separarse de la significación persecutoria y no dar al desamparo humano el sentido del daño organizado que sostiene el poder. El sujeto viviente podría afrontar su condición de viviente sin la necesidad de alienarse en la significación colectiva del odio y de la agresividad. Esto permitiría, entonces, pensar en una intrincación pulsional (el modo como el sujeto y el viviente se relacionan) que no esté necesariamente gobernada por la agresividad y el empuje a la destrucción.
Por lo cual el psicoanálisis, lejos de dedicarse a explotar el cómodo y fácil poder de la sugestión, que alimenta el afán colectivo, propondría al sujeto un camino de desalienación, más que de salvación, y de distancia respecto a cada uno de los supuestos del poder en el ámbito de la satisfacción colectiva (fantasma sadomasoquista). Para ello el psicoanálisis no puede eludir el análisis del poder, pues está en condiciones óptimas para ver cómo se trama el poder con el daño y cómo el dolor del que provenimos se retroalimenta de falsedad, de odio y rivalidad y de afán destructivo, donde el daño se vendría a convertir en una insistente y perversa tarea de los hombres. El afán de daño reúne a los hombres en colectividad. El "Estado libre de violencia" , que nos propone Hobbes, como resultado paradójico de poseer el monopolio de dicha violencia, no es una garantía de la paz, por mucho que se le pueda conceder un fundamental papel de contención frente a la desnuda destrucción que propagan los grupos tribales.
El psicoanálisis debe elegir, a mi parecer, entre convertirse en una propuesta de salvación incitando al odio y a la segregación o debe optar por mantener un firme pulso con la ciencia como horizonte común en el que el saber y la crítica son indispensables para tratar sus objetivos y para definir el campo de su práctica. ¿No ha puesto la psicosis demasiado en evidencia una práctica tan necesitada de servidumbre transferencial y de complicidad interpretativa?
4. Sin embargo, repito, la clínica psicoanalítica ha despejado el campo en el que el desamparo se vincula con el daño. Fue un temprano hallazgo de Freud al que, con la sencillez del momento, llamó asistencia ajena, fremde Hilfe. Esta expresión, que abandonaría más tarde, no se limita a la idea de un desvalimiento animal del que luego el proceso evolutivo del desarrollo neurofisiológico le libraría. No es eso, la particularidad de la idea freudiana es que esa asistencia ajena que el mismo Freud liga a la moral y al lenguaje, es una característica propia del humano que desde su nacimiento está expuesto al otro y está intervenido por él. Esa condición es imborrable y ahí, en la experiencia particular de cada sujeto de esa indefensión, he situado lo traumático. Que el sujeto esté intervenido por el otro, quiere decir que está separado o escindido en su propia condición corporal, que, en suma, está desposeído de su cuerpo. Freud vincula esa situación a lo que llama "vivencia de satisfacción", pues de eso se trata, de la satisfacción de las necesidades que como viviente le corresponderían. Esta indefensión extrema le lleva a la mayor de las dependencias, pues no es dependencia del medio y de sus recursos, sino dependencia del otro, de su presencia o de su ausencia. En ello le va la vida. Le será difícil ya distinguir entre la satisfacción y quien se la suministra o se la puede suministrar, entre la satisfacción y la demanda.
Esta indigencia no será vista por el sujeto como una indigencia común. Tal indigencia es de por sí traumática, pero lo que la inscribe como traumática es la dependencia del otro. La experiencia de estar al filo de la vida y sin recursos. Lo digno de resaltar de esta "asistencia ajena" es el hecho de que introduce de raíz la originaria alteridad del organismo humano, abocado a la súplica para sobrevivir. Esa alteridad tiene como efecto lo que Freud llama Wunschbelebung, aliento o vida del deseo, actividad desiderativa como traduce López -Ballesteros. Alteridad o desquiciamiento, desposesión que da lugar al grito que expresa. El grito es la primera formulación infantil de la demanda y es grito porque es un desgarro, el desgarro de una subjetividad que busca un amo por la vía alucinatoria. Amo es el que ama, pero igualmente el que puede y no hay otra prueba del poder que la arbitrariedad y el daño.
Así se liga daño y desamparo y así se fragua el fantasma fundamental. Recordemos de nuevo a Dostoievski: "Al ser humano en general le encanta ser maltratado, ¿no se ha dado usted cuenta?, exclama Svidriágilov. Ese vínculo entre daño y desamparo, que hará del primero signo del amor, es componente nuclear de la organización fantasmática, hasta el punto de que Freud terminará preguntándose al final de sus días, en Moisés y la religión monoteísta, si sería posible que el vínculo entre agresividad y sexualidad pudiera desatarse. Serían tan intercambiables que bastaría el signo del maltrato para que el cuerpo se turbe y el sujeto se nuble. San Agustín al hablar de la Caída explica con mucha claridad, como es habitual en él que no disimula nada, ese despropósito del hombre esclavo de la sexualidad por haber querido rebelarse contra la voluntad de Dios. Con la malsana dureza que le caracteriza, dice que la Caída o el modo como se introduce el mal en el mundo, se debe al intento por parte del hombre de sustraerse a la voluntad de Dios y adquirir así una voluntad propia, desconociendo de esa manera que su voluntad depende como tal y de modo absoluto de la voluntad de Dios. Al caer en tamaño despropósito se convirtió el hombre en esclavo del sexo que se excita sin su consentimiento. La arrogancia del sexo es el castigo de la arrogancia del hombre, el sexo en erección, comenta Foucault, pasa a ser la imagen misma del hombre rebelado contra Dios. No es que antes de la Caída no hubiera relaciones sexuales, sino que dichas relaciones estaban reguladas por el orden natural, y el sexo era como la mano que el hombre dirige y domina a la hora de la sementera, sin necesidad, como sucede después de la Caída, de que el pensamiento quede anulado.
Esta sucinta descripción de la Caída que hace San Agustín en el libro XIV de De civitate Dei pone en escena los dos componentes esenciales del fantasma que van ligados entre sí: sexualidad y agresividad o sexo y poder, como diría Foucault. La Caída se produce cuando el hombre pretende tener su propia voluntad al margen de la voluntad de Dios y como consecuencia de ello la sexualidad se pervierte. Esta explicación de la Caída muestra la función primordial del fantasma: velar lo traumático, poner parches, convertir el grito en discurso, en suma, dar sentido al dolor y para el dolor no cabe otro sentido que la sumisión a cualquiera de las figuras del Poder Absoluto: los dioses, el Progreso, la Historia o, en el escenario más concreto de cada sujeto, la figura que encarne el gobierno de la salvación, ya sean los padres, el predicador de turno, el partenaire sexual... o el psicoanalista. El emparejamiento, como es de fácil comprobar, sólo se da si se sostiene en una jerarquía interna a ese emparejamiento, por circular que sea dicha jerarquía, ya que el fantasma sadomasoquista es una escena en la que los actores pueden intercambiarse. De ahí que la preocupación en las técnicas sexuales romanas fuera sobre quién gobierna en el acto sexual.
La dependencia afecta a cada uno de los actores (el uno depende del otro) y por esa razón a la vez que el escenario de la salvación es constante, la movilidad de los actores es secundaria respecto a la pertenencia. Por esa razón el maltratador se declara siempre, sin embargo, víctima. En la escena fantasmática el mundo está siempre al revés, como podemos comprobar tanto en la esfera política como en las relaciones personales.
La pertenencia se convierte, en consecuencia, en un tipo de vínculo primordial, como defensa ante la angustia traumática. Esa pertenencia afecta ya de entrada al cuerpo, como cuerpo de la filiación y como cuerpo sexuado. La inscripción sexual y la filiación requieren renovarse o verificarse permanentemente por su constante dependencia del temor al abandono o a la exclusión.
Respecto a la satisfacción o al amor, la angustia neurótica de no ser el único se suele interpretar exclusivamente del lado del narcisismo, asunto este el del narcisismo que habría que matizar, pues si leemos con detenimiento Introducción al narcisismo a partir de la experiencia clínica comprobaremos hasta qué punto el narcisismo es deudor de la escenografía fantasmática. No basta el cuerpo desnudo y solitario del autoerotismo. Pero hoy no puedo ocuparme del narcisismo. Lo que quiero resaltar es que explicar esa angustia neurótica sólo por el narcisismo puede ser equívoco o, en todo caso, insuficiente, pues por encima de todo esa angustia responde a la indefensión originaria, a la esencial soledad del sujeto y al temor por lo que Sánchez Ferlosio ha llamado "la derogación de pertenencia". Los celos son una manifestación cotidiana y permanente de ello. Esa angustia feroz ante la separación o ante la expulsión del grupo, que figura como temor primordial en la relación de pertenencia, predispone al sujeto tanto al odio como a la sumisión más despiadada.
Este es el núcleo del poder, el aseguramiento de la pertenencia, lo que ya los teólogos entendieron al hablar de la poena damni. En ese estrecho nudo se dan cita el desamparo, el daño, el sentido, el odio y la pertenencia. No hay pertenencia asegurada si la bienaventuranza de figurar entre los elegidos no se viera acompañada, como ya decía Tertuliano, de la satisfacción de ver la condena de los no elegidos. No hay elegido si no hay no elegidos. De hecho, la bienaventuranza o la beatitud apenas tienen otro contenido que la mera y fundamental pertenencia. Todas las divagaciones sobre la visión de Dios se refieren siempre a cómo esa pertenencia requiere la presencia corporal, sin separación posible y sin escisión íntima. No hay poder que no sea sobre los cuerpos, he explicado en un libro anterior (cfr. El hombre sin argumento). La transferencia, por ejemplo, se anuda fantasmáticamente a la presencia corporal del analista.
Por eso el temor fantasmático (que expresan bien las obscenas expresiones populares, tales como "te han jodido"), es a ser usado y tirado, a que te dejen en la cuneta, al abandono, en efecto, pero sin que el cuerpo tenga otra asignación que el uso o el desprecio. El cuerpo se hace así proclive al susto de no agradar, de la fealdad, de enfermar, de envejecer, etc.
5. No se puede entender el estrecho y esencial vínculo entre poder y masoquismo sin atender a esa angustia de muerte del cuerpo en la soledad del grito traumático. De ahí que toda significación respecto al otro termine siendo una significación persecutoria, un permanente interpretar al otro para asegurarse de él, para no quedar en el vacío, hasta el punto de que no hay grupo humano que no se sostenga en dicha significación, ya que sin ella el grupo moriría de inanición libidinal, moriría de aburrimiento. De San Agustín es la conocida frase haeretici prosunt Ecclesiae, los herejes son provechosos para la Iglesia, pues sin herejes la Iglesia estaría dormida e inerte y son ellos los que despiertan del sueño beatífico de la muerte institucional. Quapropter multi, ut diem Dei videant et gaudeant, per haereticos de somno excitantur, que podemos traducir de esta manera: "Por tanto muchos se despiertan del sopor por obra de los herejes para así ver y gozar de Dios". Ya hemos visto lo que significa ver y gozar de Dios: formar parte de los elegidos, para lo cual siempre son necesarios los herejes y los no elegidos. Sin la significación persecutoria no hay por tanto grupo ni poder. Cada grupo humano se parece a otro como un clon. Sin embargo, entre sus rasgos clónicos más característicos está el que cada uno se considere particular y único, por encima del resto. Al poder le es útil esa significación que alimenta por un lado el temor a la exclusión y, por otro lado, la satisfacción de pertenecer. Sin la significación persecutoria el sujeto está solo ante el dolor y el sin sentido.
Quiero citar al respecto estas frases de Sánchez Ferlosio extraídas de un libro especialmente riguroso y lúcido. El libro se titula Mientras no cambien los dioses, nada habrá cambiado, y la cita dice así: "Todas las trampas, todas las rebeliones, todos los cinismos, todas las hipocresías, todas las neurosis, todos los disimulos, todas las supersticiones, todos los dogmatismos, todos los rencores, se originan en esta universal mala conciencia y el denodado empeño por rehuir el trance de mirar cara a cara el espantoso rostro del dolor" (p.90). El cinismo no es incompatible con esa mala conciencia tan necesitada de justificar el daño por el sentido.
Aquel que decide la crueldad (y no puede dejar de hacerlo si ejerce el poder) necesitará decir que defiende a su pueblo, a su raza, a su grupo, contra la crueldad del contrario, y en ese pugilato se puede llegar a esa terrible carrera actual a ver quién es más malo, más poderoso y más asesino. El poder es el mal, decía Maquiavelo, con un supuesto cinismo atribuido, pero en realidad lo que Maquiavelo subraya es que el poder no es la potentia aristotélica, como el "Doctor Angélico" propone, sino que su propuesta de salvación lo es fundamentalmente de condena, y si hay que condenar a alguien para investir libidinalmente una pertenencia, entonces el poder tiene que ver decididamente con el mal. La cuestión ética de cada sujeto es cómo relacionarse con este centauro, como lo llama Maquiavelo, en cada gesto de acercamiento al otro, ya sea por la vía del amor, del saber, de la pertenencia o de la clínica. De hecho, cuando el pensamiento político propone la repartición de poderes, su pluralidad, es porque entiende que no hay otra forma de contención que esa separación y esa diversidad.
6. Considero que cabe hablar de tres momentos en la constitución de la subjetividad, más precisamente de la subjetividad neurótica, pues he descartado en esta reflexión hablar de la psicosis, ya que el psicótico que adquiere en su versión delirante y en su dramática soledad una extraordinaria y sorprendente lucidez sobre el poder como trama y que conoce tan bien el alcance devastador de la significación persecutoria (Colina ha hablado de esto en su Introducción a Clásicos de la paranoia. Madrid, 1997), el psicótico, sin embargo, queda fuera del poder y del amaestramiento colectivo que asegura la pertenencia. Asunto este a tratar aparte. Volviendo entonces a la subjetividad neurótica, se podrían distinguir tres momentos en su constitución:
El primero ha de ser el acontecer traumático o cómo se produce el hecho de una indefensión que aparta al sujeto de su satisfacción y de su realidad natural y en ese apartamiento se constituye como sujeto. Es traumático porque se trata de una indefensión radical, de un desamparo desconsolado y de un cuerpo expropiado que le hará buscar en el otro no sólo su consuelo sino su propio cuerpo sexuado. La diferencia sexual es el modo concreto de la inscripción corporal de la escisión entre pulsión de vida y pulsión de muerte, entre la condición viviente y la muerte que aparece en el campo de la subjetividad no como un hecho biológico sino como una amenaza que va a la par de su indefensión y de su dependencia.
Otro momento será la formación del fantasma fundamental, base de la organización psíquica del yo. Este es el momento crucial para entender el estrecho vínculo entre poder y masoquismo, porque este segundo momento lo que se propone es escapar del dolor y de la indefensión por medio de la atribución de sentido y del asegurarse de una pertenencia cuyo suelo libidinal es la agresividad, la sumisión y la apropiación. La propiedad privada tiene el objetivo de acumulación de seguridad y pertenencia, pero a condición de que sea un bien colectivo (nadie acumularía riquezas en una isla desierta, sino a lo más recursos para su supervivencia), pero no un bien común. Esa distinción es el malentendido que llena de temor la vida colectiva, desde el sexo a la Bolsa.
Al tercer momento lo llamo, siguiendo la tradición freudiana, elaboración edípica. La elaboración (en el sentido de la Durcharbeitung freudiana) es trabajo del inconsciente a raíz de las huellas de sus encuentros fundacionales con los otros, es el trabajo de la condición deseante del sujeto, el trabajo de "subjetivización" en suma, si se me permite la palabra, pues es trabajo en el que el sujeto conquista espacio a la opacidad fantasmática, movilizando la libido y tomando al otro desde su existencia separada y no desde la atribución vengativa. Los avatares del amor y del sufrimiento no tendrían que acodarse bajo el nudo del poder y del masoquismo. El desplazamiento del juicio de atribución (basado en la significación fantasmática) al juicio de existencia (presidido por la castración), puede permitir que la soledad no sea sólo el Gran Temor, sino punto de partida para la búsqueda de un encuentro provisional que ninguna pertenencia asegura.
7. Ese debería ser el horizonte terapéutico de la clínica psicoanalítica de la neurosis, pero suele impedirlo el conocido obstáculo de la transferencia. La transferencia constituye un espacio privilegiado donde el poder y el masoquismo pueden encontrar el más siniestro y recóndito de sus refugios. No en vano Freud en Psicoanálisis profano (que mejor sería traducir, como ya he señalado más arriba, por psicoanálisis laico) ponía en ese terreno de la transferencia la condición ética de la clínica psicoanalítica. Aquí sucede como con la monarquía: si se le da poder a alguien lo ejerce. Con lo cual la clínica psicoanalítica tiene el peligro de impedir la elaboración edípica y verse reducida a la instalación transferencial del fantasma de dominio. La clínica psicoanalítica tiene pendiente resolver y trabajar este asunto de la transferencia. Si se instala y consolida el núcleo fantasmático sado-masoquista, se impide la salida del análisis, si no es como dramático abandono o como dramática ruptura. Por otro lado, el psicoanalista mismo se ve sometido a una dependencia transferencial de por vida con su propio analista que se propaga y se acomoda en el ámbito asfixiante del grupo. Surge así un tipo de institución basado en lo que W. James había llamado "decisión de fe", que es una nueva formulación de lo que ya San Agustín había adelantado, a saber, que en cuestiones de técnicas de salvación lo primero es la fe, el asentimiento, y luego, si cabe, la reflexión. Quod intelligimus, debemus rationi; quod credimus, auctoritati (aquello que entendemos lo debemos a la razón, lo que creemos lo debemos a la autoridad), dice San Agustín en un texto no en vano titulado De utilitate credendi, acerca de la utilidad de creer, o de cómo es más satisfactorio, conveniente y ventajoso creer que no creer, ignorando que ese supuesto pragmatismo se construye sobre la charca de la segregación y de una soledad convertida en afán de engaño.
Pero en efecto no hay fe sin obediencia... a alguien, fides qua creditur, la llama San Agustín, y cuya fórmula habitual es "yo creo en ti". La obediencia exige la experiencia corporal y libidinal de la exultación de la sumisión. La disidencia no será ya un acto de razón sino una desobediencia y, por tanto, de orden pecaminoso, y puesto que estamos en el resbaladizo terreno de la salvación, cualquier desliz te conduce a la expulsión y a la caída entre los condenados. Se crea así un terreno acotado inmune a la crítica, donde el maltrato se convierte en secreto entusiasmo de una pertenencia exultante y criminal. La inmunidad a la crítica se orienta inevitablemente hacia la impunidad moral. Los trapos sucios se lavan en casa, se suele decir para defender una pertenencia más allá de toda crítica y que se consolida con su aislamiento. La insistente separación entre la práctica clínica y la rutina teórica, no por el objeto del que se trata sino por el modo inconfesable e indecible de cómo se trata, es refugio de la inmunidad. Pretender una "experiencia pura", inefable e indecible, es preservarse de las exigencias de la razón crítica, como ya pretendiera Schleiermacher con el sentimiento religioso. Esa inmunidad a la crítica exige que dicha experiencia adquiera rango colectivo por medio de paradigmas estilísticos que imponen su propia evidencia y de ese modo experiencia y paradigma estilístico se confunden. Tal confusión exalta la pertenencia pero socava el saber, como investigación, por un lado, y como tarea constitutiva del sujeto en su relación con la verdad, por otro.
La clínica psicoanalítica, tratamiento del síntoma como determinación subjetiva, no sólo no puede escapar a toda crítica, sino que es de por sí crítica, permanentemente crítica con su propia práctica, que por tratar del sujeto es siempre problemática. Necesita el aire y la luz, la movilidad crítica y libidinal como condiciones de una práctica que quisiera desatar el nudo entre poder y masoquismo, nudo que tiene el riesgo de instalarse en su propio seno y asfixiarla.
El paciente neurótico que acude a nuestras consultas no está ya protegido de la angustia por su fantasma, sino que el fantasma es ya sólo un pantano de angustia y de temores. Pretender asegurarle proponiéndole una consolidación fantasmática, alimentando la obediencia y el odio como forma de pertenencia, no es precisamente la tarea de la clínica psicoanalítica, que más bien debería tener como objetivo, por decirlo con las palabras de Sánchez Ferlosio, no rehuir "mirar cara a cara el espantoso rostro del dolor", para que el dolor sea propio y no atribuido y al perder la atribución al otro pueda no convertirse en moneda de cambio, es decir, en mercado de intercambio, es decir, en sadomasoquismo.
Para ello la clínica psicoanalítica ha de abordar de otra manera, sin tapujos ni hipocresías, la cuestión que tiene pendiente con la transferencia. La "anticipación de confianza" que conlleva la transferencia, no debería verse secuestrada por la "decisión de fe". (Ambas expresiones aparecen en La voluntad de creer, de W. James, interesante reflexión que lleva la apuesta pascaliana a un sutil y radical pragmatismo. La fe se ve reducida a una decisión y esa decisión se protege con el "anticipo de confianza". De esa forma el anticipo de confianza es simple moneda de cambio de una fe decidida por ventajosa para la vida. En cuanto a la transferencia, pienso que el anticipo de confianza no debería solaparse con la decisión de fe. Pero eso es ya otro asunto).
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9. Sánchez Ferlosio, R. Mientras no cambien los dioses, nada habrá cambiado. Madrid, Alianza, 1986, p. 90. [ Links ]
10. Colina, F. "Paranoia y amistad", en Clásicos de la paranoia, Madrid, DOR, 1997. [ Links ]
11. San Agustín. "De la utilidad de creer", en Obras de San Agustín, IV, Madrid, B.A.C., 1975. [ Links ]
12. James, W. La voluntad de creer y otros ensayos de filosofía popular, Madrid,Daniel Jorro, 1924. [ Links ]
Dirección para correspondencia:
Francisco Pereña Psicoanalista
Hortaleza 108, 4
28004 MADRID