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Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría

versión On-line ISSN 2340-2733versión impresa ISSN 0211-5735

Rev. Asoc. Esp. Neuropsiq. vol.32 no.113 Madrid ene./mar. 2012

https://dx.doi.org/10.4321/S0211-57352012000100015 

MÁRGENES DE LA PSIQUIATRÍA Y HUMANIDADES

 

Comunidad

Community

 

 

Raúl Velasco Sánchez1

elfildelatroca@gmail.com

 

 

Hace tres años y medio que me dieron las llaves de mi piso, concretamente las del tercero primera. Un espacio con doble aislamiento en las tres habitaciones, donde tuve que empezar una nueva vida después de que mi matrimonio (que en aquellos tiempos andaba más fisurado que la costa noruega) se rompiera definitivamente, dando al traste con casi quince años de relación.

Los comienzos fueron muy duros. De niño me enseñaron muchas cosas: a diferenciar un hiato de un diptongo, a calcular los vectores correctos para que una construcción no se desplomara e incluso me interesé por los grandes misterios de nuestra tradición religiosa. Pero nada, ninguno de esos conocimientos me sirvieron en su momento para conseguir que aquella maldita lavadora funcionara. Tanto era así que muchas noches, a pesar de odiar profundamente a mi ex-mujer, lloraba desconsoladamente recordando su destreza al preparar una tortilla, e imaginaba que en aquellos momentos estaría batiéndole los huevos a algún hombre afortunado.

Por suerte, aquella extraña niebla que se había depositado en mi vida parecía quedar muy lejos. En el momento en que me enseñaron como apagar la vitrocerámica, todo lo demás fue mucho más sencillo. Mi maestra, mi salvadora, la fuerza irreductible que me ayudó entonces se llamaba Consuelo, era mi vecina, la del tercero segunda. La primera vez que la vi fue en una reunión extraordinaria de la comunidad, en cuya acta sólo había un punto que tratar: querían saber quién era el responsable de haber convertido el patio de luces en algo parecido a un humeante cono volcánico. Fue el primer contacto que tuve con la mayoría de los propietarios del edificio, de los que a primera vista sólo les diferenciaba de la santa inquisición la falta de herramientas para torturarme debidamente. La única que entendió mis limitaciones fue Consuelo y en menos tiempo del que tarda una gallina en decir "coc" se ofreció para ayudarme.

Ahora, después de tanto tiempo, recuerdo con dulzura aquellas primeras lecciones, aderezadas de simpatía y chismes sobre el vecindario. Ella, que de joven había sido actriz de variedades, estaba allí desde que se construyó el edificio y con más de treinta años de experiencia vecinal estaba al corriente de todo lo que se cocía. Me habló por ejemplo de como habían cambiado las cosas en todo ese tiempo. En un principio los vecinos sabían que podían contar los unos con los otros, cuando faltaba un poquito de sal, una tacita de arroz o cuando se tenía necesidad de hablar con alguien para desatascar algún sentimiento de esos que nos atormentan en ocasiones a las personas. Según ella el tránsito hacia el aislamiento actual había sido lento, sutil, como una ceguera progresiva que les impedía reconocerse entre ellos.

Fuera como fuese, lo único que tenía claro es que aquella comunidad era como una especie de micromundo, donde según ella había de todo. Felipe Orondo, el del ático segunda, regidor de urbanismo del ayuntamiento y presidente de la comunidad era el más rico de todos. A ella siempre le pareció extraño que alguien de su categoría subiera bolsas de basura en vez de bajarlas al contenedor. Era muy extraño, pero había que reconocer que la dirección del edificio la llevaba muy bien. Nunca les había faltado de nada. También había en el principal los despachos de dos médicos de esos de la mente, uno en frente del otro y que al parecer se odiaban profundamente. Ella podía presumir de ser lo único que tenían en común, al haberles limpiado la consulta en más de una ocasión. La del primero, el dr. Sordo, estaba decorada con extrañas imágenes del cerebro y la del segundo Suso Campos Lingua con fotos en blanco y negro de un tal Froid y un tal Lacán, o Lacón, no sabía decir. Los dos eran tipos muy extraños y por nada del mundo les hubiera contado sus penas, más que nada porque para eso ya tenía a Agustina, su mejor amiga, que vivía en el cuarto, y que le recordaba constantemente que esta vida era una lucha y que lo importante era tirar pa'lante. A ella escuchar esas palabras siempre le habían servido de ayuda, sino de qué iba a haber llegado hasta los setenta. Agustina se llevaba bien con todo el mundo, menos con sus vecinos de arriba, un grupo de estudiantes, que montaban una juerga cada fin de semana y que más que estudiantes parecían un grupo de trogloditas, peludos y descarados, que se las daban de sabelotodos. En más de una ocasión Agustina se había visto obligada a coger la escoba y golpear el techo como un desesperado intento de que bajaran la música. Aunque a pesar de todo las cosas no habían pasado a mayores. Aquellas fricciones no podían compararse con otros hechos mucho más terribles que habían sucedido.

Consuelo se refería a la guerra vecinal que tuvo doña Julia, la vecina del quinto, con Ursulina Panymedio (la del sexto) para que ésta dejara de escuchar reggaetón cuando la primera estaba intentando rezar el rosario de las siete. Para ilustrar la situación, la respetadísima doña Julia confesó en una ocasión a Consuelo que en medio de las letanías se sorprendió rezando Virgen prundentísima... Dame más gasolina. Aquello en palabras de la propia Julia significó la gota que colmó el vaso, con la energía contenida de un Pearl Harbor casero que esperaba -todo hay que decirlo- ansiosa de revancha, dispuso lo necesario para luchar con las mismas armas que su vecina de arriba. Compró un equipo de Alta Fidelidad y toda la colección de grandes éxitos gregorianos de su monasterio favorito, los alemanes: Cluster beatificorum. A partir de ese momento el presidente de la comunidad anunció: La guerra total.

Fue una guerra cruel que lleno el edificio de ruido las 24 horas del día. Una guerra fratricida, en la que muchas familias del bloque se vieron separadas por algo que normalmente une a las gentes, como es la música. Los más jóvenes culpaban a doña Julia de todo lo que estaba ocurriendo, porque habían crecido con el reggaetón y les encantaba perrear; los adultos que no soportaban el reggaetón, pero que conociendo como conocían a doña Julia desde hacía más de 30 años sabían perfectamente que de haber nacido unos siglos antes hubiera sido musa del mismísimo Torquemada, callaban por miedo a posibles represalias; los más mayores simplemente desconectaban los audífonos y observaban como aquello les recordaba a tiempos pretéritos, tiempos de cruentas batallas y ejércitos abanderando el odio y la barbarie, pero tampoco lo comentaban porque ciertamente no les hacía caso ni Dios.

Pasadas unas ruidosas semanas, el presidente de la comunidad suplicó a Suso Campos que hiciera de intermediario entre aquellas dos fieras. Éste intentó negarse, pero cuando le ofrecieron la suspensión del pago de los gastos de la comunidad, incluidas posibles derramas, durante todo un año, aceptó porque le obligaba el juramento hipocrático.

Llamó a la puerta de doña Julia desde donde unos salmos aullaban descontrolados. Insistió y volvió a llamar, y así durante media hora. Al final llamó a los bomberos. Cuando llegaron al domicilio y abrieron la puerta a hachazos, el réquiem alejandrino se hizo ensordecedor. Encontraron una casa sucia, desvencijada, repleta de velas semiapagadas y de estampas de devocionario. Desconectaron el equipo de Alta Fidelidad y en la última habitación encontraron el cuerpo de doña Julia estirado sobre un charco de sangre seca que había salido de sus tímpanos.

- ¿Cuál es su diagnóstico doctor? - Le preguntó un bombero a Suso. Éste se quedó pensando unos momentos hasta que sentenció.

- Brote psicótico paranoico por personalidad Cluster B.

- ¿Cómo dice? -Le preguntó el bombero.

- Que llames al forense ¡coño!, que yo soy psiquiatra.

- A mandar.- Concluyó el bombero.

Cuando llegó la policía y el forense, Suso pudo marcharse por fin y la paz volvió a la Comunidad.

En los últimos tiempos todo parecía ir bien. Consuelo andaba algo pocha de salud, pero nada le impedía venir a mi piso y enseñarme a cocinar. Gracias a su enorme paciencia he aprendido a hacer paella, aunque sigo sin tener esa ella con quien compartirla. Nada me hacía presagiar que Consuelo nos iba a abandonar. Me molesta no haber sospechado nada cuando, después de probar el arroz, vi que se llevaba la mano al pecho, se le agarrotaba el brazo izquierdo y caía al suelo desplomaba, con una mueca de enorme dolor. Pobre de mí, pensé que estaba recordando sus tiempos de actriz parodiando una muerte por intoxicación y me reía estúpidamente, mientras ella agonizaba, y aplaudí a rabiar cuando finalmente falleció. Fue todo muy triste. Intenté desahogarme con Agustina, pero aún no entiendo el por qué ésta me acusaba de haber matado a su mejor amiga... El resto de los vecinos directamente estaban demasiado ocupados viendo la televisión, para interesarse por mis penas. Así que acabé bajando al principal para visitar al doctor Sordo. Le conté lo triste y culpable que me sentía, lo condenadamente solitaria que era mi vida desde la desaparición de Consuelo. El me explicó no sé qué de unos neurotransmisores llamados serotonina y dopamina, a lo que le repliqué que eso de neurotransmitir estaba muy bien, pero que mi problema era que no había nadie al otro lado para recibir el mensaje. Como si no me hubiera oído me hizo una receta para que fuera a la farmacia, pero al salir de su consulta crucé el descansillo y entré en la consulta de Suso Campos Lingua. Este me hizo pasar y antes de que pudiera decirle nada, me dijo que lo sentía, que se había enterado de lo sucedido y que comprendía mi dolor. Su recibimiento me hizo sentir muy bien. Pero la cosa se complicó cuando pasamos a su despacho y me hizo tumbarme en un diván. Yo quería hablarle de todo mi desconsuelo y el me preguntaba por mi infancia y por mis padres. ¿Suso, joder, qué tienen que ver mis padres en la muerte de Consuelo? Nada, me contestó. ¿Entonces para qué me preguntas? Me levanté con un salto del diván y me despedí de él con un escueto, gracias, creo que no tengo remedio. Él se levantó y me dijo que no, que desgraciadamente la estupidez era una enfermedad incurable a día de hoy. Sin saber si me estaba llamando estúpido o no, le sonreí agradecido y le di la mano, antes de salir de la consulta primero y del edificio después.

Caminé por las calles sin dirección. Un aluvión de preguntas me asaltaban. ¿Qué hacíamos las personas en esta vida? ¿Qué hacía yo en esta sociedad? ¿Cuándo habían empezado mis problemas? ¿Qué habría sido de Consuelo tras su muerte? ¿Estaría enseñando a cocinar a otras almas perdidas? ¿Por qué no encontraba palabras para describir todo el absurdo que intuía? ¿Dónde encontrar respuestas cuando sólo tienes preguntas? Y la más importante de todas: ¿Dónde coño estaba yo? Detuve mis pasos a la vez que mis pensamientos. Sin darme cuenta había anochecido y me encontraba en medio de lo que parecía un bosque. Un escalofrió recorrió mi cuerpo al comprender que estaba perdido, que mi vida no tenía sentido, que estaba solo, total y absolutamente solo entre árboles de raíces profundas y copas altas tocándose las unas con las otras. En ese momento hubiera cambiado mi piso por un abrazo sincero, de esos que conectan más allá de cualquier discurso, más allá de cualquier excusa o pretexto. Un abrazo como bolla o tabla de salvamento en la deriva de mi soledad. Un abrazo y por qué no: un beso. Deseé estar a mil kilómetros de aquel lugar, en un lugar dónde nadie me conociera, un lugar donde poder empezar una nueva vida y, sin darme cuenta, comencé a llorar como un niño. Como el niño que aún era, a pesar de mis casi 50 años.

En medio de mis lamentos escuché una voz femenina, que decía: Eh tú, tú, no puedes estar aquí. Pensé que aquella voz significaba que había enloquecido del todo, que había llegado a ese punto de sufrimiento que llaman delirio. Pero la voz insistió: ¿Estás sordo? Te he dicho que no puedes estar aquí. Continué sin hacerle caso aquella voz, no estaba dispuesto a abandonarme a la locura. Pero algo me dijo que me estaba equivocando cuando la locura acompañó la frase: Tú, imbécil, que te estoy hablando, con un empujón que me hizo morder el polvo. Con los ojos irritados y enrojecidos por las lágrimas distinguí la silueta de una mujer vestida con un mono verde y un rastrillo. ¿Quién eres?¿Qué quieres de mi?¿Es que uno no puede ya ni perderse en el bosque? Le pregunté. Que bosque ni que leches... Estás en medio del Parque del Retiro y tenemos que cerrar. Así que venga, arreando que es gerundio. La mujer que era tan guapa como desconfiada me acompañó hasta la puerta de Atocha, la cual cerró tras de mí. La ciudad se me antojó entonces como una fiera de acero y hormigón, en cuyo vientre, en cada edificio de su vientre, la soledad acechaba como el peor de los finales. Triste y abatido regresé a mi casa, me dejé caer en el sofá y encendí la televisión. Creo que me quedé dormido mientras la ex-mujer de un torero corneaba verbalmente al presentador de un programa del corazón.

A la mañana siguiente llamé a mi ex-mujer y le expliqué toda esta historia. Ella me dijo que lo sentía, pero que había rehecho su vida, que mi problema era que nunca había amado realmente porque nunca había renunciado a nada en toda mi vida. Pero ya nadie renuncia a nada, le repliqué, todo el mundo quiere tener más y más cosas, para ser como sus vecinos, sin ir más lejos estoy pensando en comprar un diván como el de Suso. Ella respiró hondo, como si tomara aire antes de empezar a correr y me dijo: mira cielo, sé que la soledad es una de las peores cosas que hay en esta vida. Que parece mentira que rodeados como estamos de tanta gente en realidad nos sintamos tan desamparados. Hoy en día todo el mundo va a la suya, nos creímos eso de que el individualismo nos daría la felicidad y en realidad nos ha hecho más desgraciados. Todos necesitamos de esas personas que nos escuchen, nos acompañen en el tránsito de la vida, que nos acojan en su rutina. Gabriel García Márquez decía que su corazón tenía más habitaciones que un hotel de putas. Yo creo que todos tenemos esas habitaciones, pero hemos de dejar entrar a los demás en ellas a la vez que entramos nosotros en las suyas. Ahí reside la clave de eso que llaman compartir. Las comunidades, los grupos, los colectivos se basan en ese principio tan simple, en que todos necesitamos los unos de los otros. Lo mejor que puedes hacer, sentenció, es olvidarme y olvidar a Consuelo y conocer otras mujeres. Hasta tú tienes algo que ofrecer a los demás. ¿Cómo? le pregunté casi llorando. No sé, me dijo, ¿has probado en internet?

Así que cansado de la soledad de mi comunidad de vecinos, abandoné el deseo de comprar un diván como el de Suso, me hice con un ordenador portátil y entré en otra comunidad de esas que llaman cibernéticas. A partir de ese día mi vida cambió bruscamente, encontré ese algo que ofrecer. Desde ese día se me conoce como Paula, de 27 años, morena, de ojos verdes y unas medidas de infarto. Aunque bueno... Esta es otra historia...


1 Relato presentado en las XX Xornadas de Psiquiatría, Psicanálise e Literatura. (Trasalba, 7 mayo 2011). El autor, colaborador de Radio Nikosia, acaba de publicar el libro "Levántese quien pueda y otros relatos", que puede adquirirse a través de su blog www.elhilodelamadeja.blogspot.com, teniendo en prensa una nueva obra: "Anatomía de un espejo roto".

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