El último libro de Rafael Huertas es otro libro indispensable. Un compendio de artículos previamente publicados en revistas, modificados, mejorados y unificados en un conjunto que se vuelve necesario para quien quiera saber algo de su profesión y, además, contado por alguien que perfectamente sabría explicárselo a su abuela, como diría aquel. No es habitual toparse con un autor que muestre tanta erudición y, menos aún, con alguien que sepa escribir tan claro y de manera tan elegante y sencilla.
Cada nuevo trabajo de Huertas es un acontecimiento en sí mismo. Personalmente, considero que sus libros son de esos que aún provocan estremecimiento y ávidos deseos por escudriñar sus renglones. Se agradece, en este sentido, su prolijidad, pero siempre estamos a la espera de más y, sintiéndolo mucho por el autor, nos gustaría que estuviera ya trabajando en el siguiente. Él es uno de los más importantes investigadores de la historia de la psiquiatría, con múltiples reconocimientos internacionales, y uno de los pocos cuya obra se hace inestimable para el trabajo clínico diario. No sólo para entender lo que hay que hacer cuando uno se sienta a hablar con sus pacientes, sino para comprender también el medio en el que trabaja y las claves socioculturales en las que todo esto se inscribe. Uno no puede permanecer ignorante ante estas cuestiones clave, pues son cruciales para alejarse del sometimiento a los discursos imperantes. Es, pues, éste un libro que libera de determinadas ataduras y posibilita algo que hoy en día, sobre todo en nuestro medio, está un tanto dejado de lado: pensar.
El estudio que abre el libro se remonta a los orígenes del alienismo y el tratamiento moral. Retoma La filosofía de la locura, del olvidado Daquin, al que ni Pinel ni Esquirol citan una sola vez a pesar de las claras semejanzas en sus planteamientos, y disecciona la polémica surgida con respecto a la autoría de ciertas ideas entre dicho autor y Pinel. Resulta de gran interés el acercamiento al modo de concebir la locura en la época previa al surgimiento del alienismo, pues nos permite plantearnos la posibilidad de pensar la locura dejando de lado la visión médica. Efectivamente, la medicalización de la locura no es más que un punto de vista entre tantos otros. En esta época se considera que las pasiones se entrometen en la razón para llevar al hombre a la locura, a una locura que se entiende unitaria y compuesta de manera sencilla de unas pocas formas. En el caso de Daquin, distingue entre locos furiosos y tranquilos, extravagantes e imbéciles, insensatos y dementes. Su concepción del suicidio es también muy propia de la época. Considera que el loco rara vez atenta contra su vida y que el suicida no es tanto un loco como un cobarde. Una concepción clásica que fue también elaborada en la filosofía medieval y que, paulatinamente, será sustituida por aquella otra que entrelaza suicidio con enfermedad mental. De nuevo, Daquin hecha mano de las teorías clásicas acerca de las influencias de los astros sobre la locura tan profundamente elaboradas, por ejemplo, durante el Renacimiento. En concreto, realiza un estudio de los ciclos lunares. Finalmente, la última referencia propia de la época hace alusión al cerebro y el aparato nervioso como asiento de la locura; cuestión ésta que, como apunta Huertas, preparará el terreno para la tesis de Bayle sobre la lesión anatómica como causa de la parálisis general progresiva, hecho que dará origen, unos años después, como sabemos, al segundo paradigma de la psiquiatría de la mano de Falret padre.
Si todas estas ideas que comparte con Pinel y sus discípulos parecieran pocas, Huertas nos recuerda que su manera de entender el tratamiento es muy similar al tratamiento moral. Daquin insiste en la higiene del alma y en el régimen de vida, haciendo hincapié en la “dulzura en el trato” y en la importancia de escuchar a los locos. Habla de una posición terapéutica a medio camino entre contrariar la locura y lisonjearla, y se muestra contrario al encierro, al hablar de espacios abiertos intramuros. Todo ello, con el fin de mantener a raya las pasiones. Es por ello que Huertas ve en Daquin un antecesor de los tratamientos morales. En este sentido, hay ciertas razones para plantear la prioridad de las ideas de Daquin sobre las de Pinel. A mediados del siglo XIX hubo una gran polémica al respecto, en torno a la prioridad de las elaboraciones sobre el tratamiento moral. Esta polémica, posteriormente, se centró en torno a Vincenzo Chiarugi. Los italianos reclamaban su prioridad sobre la acción liberadora y filantrópica de los locos por parte de Pinel. Más allá de las polémicas, nacionalistas en muchos casos, en torno a la autoría de las ideas, Huertas habla de un proceso que tiene que ver más bien con la revolución liberal y la herencia de la Ilustración, que tuvo su influencia en diferentes lugares.
El segundo estudio, ya clásico, ha sido siempre muy alabado y especialmente seguido. Es un texto en torno al planteamiento antinosográfico que se deriva del concepto de psicosis única. Un verdadero posicionamiento doctrinal para quien sepa leerlo. El inicio de la concepción unitaria de la locura suele ubicarse en el médico toscano Vincenzo Chiarugi, pero sus referencias se remontan a Areteo de Capadocia, médico griego de la Roma Imperial. Desde esta perspectiva, las formas clínicas no serían diferentes entidades morbosas, sino diferentes fases de una misma entidad. Esta concepción unitaria de la locura, como nos informa el autor, está muy presente en el inicio del alienismo y dificulta la instauración de la ideología médica de las enfermedades mentales independientes. Huertas se hace eco de la extraña animadversión que tenía Pinel hacia el médico italiano, más aún cuando su concepción de la alienación mental es también una concepción unitaria de la locura, propuesta realizada para dejar de lado las clasificaciones more botanico complejas y excesivas que impedían tener un acercamiento sencillo a la locura. Respecto a Esquirol, Huertas nos aclara su confusa concepción. Si bien hay momentos donde parece seguir a su maestro Pinel en cuanto a la concepción unitaria de la locura, en otros momentos habla de una sucesión de los diversos cuadros mórbidos en un mismo enfermo, para finalizar descubriéndonos un planteamiento que puede entenderse como un antecedente inmediato de la concepción de las enfermedades mentales independientes elaborada por uno de sus discípulos: Jean-Pierre Falret.
Como bien explica el autor, un papel determinante en la concepción de la psicosis única lo tendrá el belga Joseph Guislain, quien sostuvo el interés por encontrar el fenómeno fundamental de la locura. Este autor planteó dicho fenómeno como una alteración morbosa de la sensibilidad y lo llamó “frenalgia” o dolor moral. Ése era el trastorno inicial o fenómeno elemental de la locura, también llamado “melancolía”, no en el sentido de melancolía desarrollada o relacionada con lo afectivo, sino melancolía en su forma inicial, como se encargarían de aclarar los alienistas. De esta manera se fue estableciendo la idea de que esa melancolía era lo inicial en toda forma de locura, mientras que los delirios pasaban a ser secundarios, ya fueran persecutorios o de indignidad. Es en este punto, en los años 60 del siglo XIX, cuando se añade toda la polémica sobre las formas primarias de la paranoia, pues se consideraba que se presentaban sin ese dolor moral inicial. Da la impresión, asimismo, que es más una postura ideológica en pos de salvar el pluralismo de las enfermedades mentales, como lo denomina Huertas, que una verdadera descripción de las afecciones que se corresponda con los datos de la clínica. Recordemos que si al dolor moral lo llamamos “período de inquietud”, “humor delirante”, etc., difícilmente encontraremos descripciones de la paranoia que no lo presenten. Pero esta dicotomía ideológica, heredera del sensualismo, que diferenciaba entre razón y afecto, llevó a concebir la paranoia en el Congreso de Psiquiatría de Berlín, en 1893, como una “enfermedad primaria de la razón”, como recuerda Huertas, en un intento de salvaguardar la ideología de las enfermedades mentales.
Añade Huertas en este capítulo, respecto al artículo original, una breve reflexión sobre el papel destacado que juega la psicosis única en el seno de la Otra psiquiatría. Es, efectivamente, el modelo que han sostenido José María Álvarez y Fernando Colina desde hace más de dos décadas en torno a los polos de la psicosis: la psicosis como algo unitario y sus diferentes modos de manifestación en un mismo sujeto, siendo el ejemplo paradigmático nuestro Profesor de psicosis, Daniel Paul Schreber. Estas reflexiones llevan al autor a finalizar con un posicionamiento teórico, ético y político, si se me permite, en palabras de Huertas: “Antinosografía versus nosografía; subjetividad versus ciencia positiva; Schreber versus Kraepelin; La «Otra» versus la «Una»”.
El siguiente capítulo es una reconstrucción del destacado trabajo publicado en History of Psychiatry que versa sobre la subjetividad. Como se sabe, el proyecto médico-filosófico se basó, por una parte, en la idéologie, en ese “discurso sobre las ideas” de Condillac, continuación de su filosofía conocida como “sensualismo” (las ideas sólo cuentan con la experiencia sensible, las sensaciones están en el origen de las ideas); y por otra, en la “mentalidad anatomoclínica”, cuyas bases sentaron Bichat, Corvisat, Bayle o Laënnec, y que consistía en relacionar la semiología con la lesión corporal, lo cual supuso una reforma de la medicina en relación a la revolución anterior, operada en los siglos XVII y XVIII, respecto a la medicina hipocrática. El alienismo entroncó de lleno con esta reforma, pero, lógicamente, en el terreno de la mente los problemas fueron predecibles. El alienismo se enfrentaba a la subjetividad. Esto es lo que explora Huertas en este capítulo; en concreto, se centra en la alucinación y el papel de los escritos de los locos para explorar dicho mundo subjetivo.
En el cuarto capítulo el autor reflexiona sobre la perversión sexual en la medicina positivista. De cómo las perturbaciones de la sexualidad, hasta el momento cargadas de rémoras medievales, se adhieren a un talante científico muy particular que culmina con las obras de Krafft-Ebing y Havelock Ellis. Posteriormente, Freud retomará este asunto desde otra perspectiva, pues, como se sabe, subvierte la posición previa al hacer de la perversión la característica de la sexualidad en general. Huertas plantea dos vías por las que se relacionaron sexo y locura. Por un lado, la perspectiva que queda retratada en entidades como la “locura erótica”, que se refieren a un aumento o disminución del deseo sexual (alteración de los hábitos sexuales “normales”). Por otro lado, las prácticas sexuales que buscaban únicamente la satisfacción sin que tuvieran como objetivo la reproducción de la especie, algo que fue entendido como un atentado contra la moralidad. Como apunta el autor, la cuestión es que se trata de un terreno donde las elaboraciones clínicas van cediendo ante la intolerancia propia de la moral sexual victoriana, donde se deja claro que el peligro que acecha a la especie humana es el de retornar a la animalidad; por lo que la supuesta “cientificidad” queda carcomida por una ideología, como normalmente suele ocurrir. En cualquier caso, estas alteraciones, desde el modelo neuroanatómico, se consideraron una enfermedad con una alteración “orgánica” relacionada con la impulsión y el instinto; concepción que se mantuvo, a pesar de que el paradigma anatomoclínico fuera cayendo en descrédito con el avance del siglo XX.
El quinto capítulo es un estudio memorable sobre las obsesiones antes de Freud, reconstruido a partir de una conferencia que diera el autor en las Jornadas de la Otra psiquiatría en 2012. Comienza haciendo una clara distinción entre la neurosis obsesiva y el TOC: no son lo mismo, por si a alguien le quedara alguna duda. Hay ruptura de paradigma entre una y otra entidad, la segunda está hueca (recuerdo que en la conferencia dio dos golpes en la mesa, “toc, toc”), su uso implica una pérdida de interés por la historia y la vida de los pacientes. Huertas rastrea los antecedentes de la obsesión y llega hasta Agustín de Hipona y su concepción del pecado en la consideración del conflicto interno, lo que le lleva a ubicar las obsesiones en el seno de la Iglesia católica latina. En esta época, las posesiones eran formas evolucionadas de las obsesiones ligadas a la melancolía, y los “escrúpulos”, el elemento definitorio de las obsesiones. El escrúpulo entendido como obsesión de culpa, como inquietud por la duda de si algo es bueno o malo, o el temor insoportable a caer en el pecado. El ejemplo clásico de ese escrúpulo religioso es Ignacio de Loyola. El autor recorre para el estudio de las obsesiones a los teólogos y los filósofos antes que a los médicos, ya que en estos menesteres, nos dice el autor, sus reflexiones resultan ser más nítidas. Así, Diderot, por ejemplo, definirá al escrupuloso como un cobarde, pusilánime y atormentado. Después, las obsesiones se incorporarán al lenguaje médico y psicológico. Huertas insiste de nuevo en este capítulo en la nueva percepción del individuo y de la locura producida en el tránsito del siglo XVIII al siglo XIX. El individualismo y la reflexividad del yo, propia de la modernidad, facilitó la constitución cultural de la psiquiatría y los trastornos mentales.
Los escrúpulos serán medicalizados en los albores del siglo XIX de la mano de John Haslam y, posteriormente, se ocupará de ellos extensamente Joseph Guislain. Con Esquirol las obsesiones entran en la medicina mental en el seno de su propuesta del concepto de monomanía. Él realiza la primera descripción clínica, Mademoiselle F. En su categoría de monomanía, el delirio estaba circunscrito, había una idea fija. Ahí ubicaba las obsesiones, en la locura parcial, otros lo harían en la locura “con conciencia”. Considera Esquirol que se puede complicar con una lipemanía. A partir de entonces, se insistió en la “idea fija”. Aquí comenzaron los problemas, pues se empezó a considerar que las ideas obsesivas serían la puerta de entrada al delirio de persecución. Huertas deja aquí esta línea de investigación tan interesante y que merecería un estudio detallado, y retoma la famosa expresión folie du doute acuñada por Jean-Pierre Falret, según aseguró su hijo, Jules Falret, que se convertirá en uno de los rasgos característicos de las obsesiones. Posteriormente, se le añade la folie du toucher y Morel introducirá el délire émotif, dando importancia al papel de la angustia (trastorno de las emociones) más que a la esfera intelectual. Es a la esfera emocional, por tanto, hacia donde se dirigió el alienismo francés. Por el contrario, los autores de habla alemana siguieron considerándolo como alteraciones del pensamiento. Así, Westphal diferenció las obsesiones de los delirios e insistió en el carácter primario de la idea obsesiva frente al estado emotivo.
El sexto capítulo versa sobre la medicalización de la delincuencia. El hecho de que los alienistas acudieran como peritos a los Tribunales de Justicia legitimó la medicina de la mente. Ellos eran los encargados de dilucidar sobre la locura de los encausados. Las salas de justicia eran un perfecto escenario para la recepción social de los planteamientos de los alienistas sobre el crimen. Se construyó un diálogo, una “negociación”, como dice Huertas, entre el saber médico y el jurídico. La discusión sobre las “locuras parciales” pasó de las monomanías a la degeneración y la antropología criminal. El autor realiza este interesante recorrido. La monomanía fue creando descontento debido a que se hacía difícil argumentar su existencia. Sin embargo, la teoría de la degeneración permitía relacionar alteraciones somáticas externas con la locura, lo cual justificaba los mecanismos de control social y político. El médico comenzó a relacionar delito con enfermedad mental y luego con lesiones anatómicas, algo que, comenta el autor, incrementó el prestigio de la psiquiatría. El problema, como bien queda señalado, eran las consecuencias de todo esto para los alienados. Se generó el germen de la cronicidad en estos pacientes y quedaron atados a las lesiones anatómicas. De esta manera, lo que en un principio surgió como una consideración hacia el delincuente enfermo mental, que consistía en diagnosticar su enfermedad para liberarlo del patíbulo, abría la puerta ahora a un mecanismo de “defensa social” que culminó en la incorporación a la medicina legal de la antropología criminal lombrosiana, marcada duramente por la teoría de la degeneración. Contra esto, Huertas realiza una excelente reflexión sobre la responsabilidad del loco-delincuente.
El penúltimo capítulo tiene por tema el poder psiquiátrico, tema previamente analizado por el autor en diversos lugares, como la reseña realizada tras la publicación del conocido curso de Foucault o las Jornadas de la Otra psiquiatría en 2016, en las que tuve el honor de presentarlo. En este capítulo, precisamente, Huertas analiza y comenta dicho curso de Foucault de manera magistral. Destacamos, como recuerda el autor, conectando este capítulo con el anterior, que es la asociación del crimen con la locura lo que para Foucault fundamenta el poder psiquiátrico, no tanto en términos de verdad, sino de defensa social. Por otra parte, es importante el lugar de la verdad, pero en el sentido de que no es tan importante lo que diga el loco, sino lo que lee el médico en el análisis necrópsico, he ahí el lugar de la verdad de su locura. La anatomía patológica relega la palabra del loco. Es la histeria la única que resiste a dicho poder psiquiátrico. Ella cuestiona el papel del médico y su autoridad. Foucault contrapone, de esta manera, demencia e histeria. El demente es el resultado del poder médico; mientras que la histeria es la manera de defenderse de la demencia haciendo gala de los síntomas cuando el médico querría aniquilarlos. De ahí que, por no aceptar ni la disciplina, ni el poder, ni la verdad, Foucault ubique a la histérica como la primera militante de la antipsiquiatría, como nos recuerda Huertas.
El ultimo capítulo lleva por título “Otra historia para otra psiquiatría”. En él el autor nos habla de las diferentes maneras de entender la psiquiatría, la historiografía y la locura: una de ellas más centrada en una visión tradicional que considera a los diversos autores poco menos que como héroes y apela a un progreso de la ciencia psiquiátrica, donde podemos ubicar a autores de medio pelo como Shorter (el apartado que dedica Shorter al psicoanálisis carece de cualquier argumentación firme y se basa en una invectiva meramente ideológica, al servicio de la institución a la que él respalda, la APA); y otra más crítica y modesta en sus presupuestos y en la fe ciega en una teleología. Insiste Huertas en que esta última no tiene por qué ser foucaultiana. Por ejemplo, comenta ciertos puntos interesantes de la obra de Ian Hacking o nos menciona el fantástico trabajo de Lantéri-Laura sobre la cronicidad en psiquiatría: el primero para destacar la importancia de la construcción social de la locura y el segundo para alegar razones institucionales (como son el fracaso del manicomio y del tratamiento moral) y profesionales (la irrupción de nuevas especialidades como la neurología) que expliquen la cronicidad. Añade a este estudio de Lantéri-Laura la contribución de su magnífico grupo (junto a Raquel Álvarez y José Luis Peset), que añade otra serie de razones que explican la cronicidad, como son la mentalidad anatomoclínica, la anatomía patológica y la degeneración. También habla de Roy Porter, que, en los años 80 del siglo XX, abogaba por realizar una historia de la medicina desde la perspectiva del paciente, en la misma línea que planteaba Georges Lefebvre al hacer hincapié en el punto de vista de los campesinos en la Revolución francesa. Es ahí donde juegan un papel importante los escritos de los locos. Huertas termina diciendo que la historia crítica de la psiquiatría se dirige hacia una historia cultural de la subjetividad que tiene en cuenta la perspectiva del paciente. A eso es a lo que el autor se refiere con otra historia para otra psiquiatría, una psiquiatría que entienda la locura de manera no esencialista.
La obra se abre con una destacable introducción firmada por José María Álvarez y Fernando Colina, directores de la colección La Otra Psiquiatría, de la editorial Xoroi. En ella, los autores introducen y contextualizan los diferentes temas expuestos por Huertas en el libro. En fin, otro éxito redondo de la excelente labor editorial de esta recién creada y magnífica colección, que, con libros como éste y Las voces de la locura, va camino de convertirse en un referente de primer orden. Son este tipo de trabajos los que afianzan, dan sentido y posibilitan un salto cualitativo a movimientos que se muestran críticos con los posicionamientos imperantes. Lo demás, muchas veces, es apenas palabrería.