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Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría

versión On-line ISSN 2340-2733versión impresa ISSN 0211-5735

Rev. Asoc. Esp. Neuropsiq. vol.38 no.133 Madrid ene./jun. 2018

https://dx.doi.org/10.4321/s0211-57352018000100001 

Editorial

La intervención temprana en psicosis

Early intervention in psychosis

Vicente Ibáñez Rojo1 

1Complejo Hospitalario Torrecárdenas, Almería, España

En las últimas décadas la Intervención Temprana en Psicosis (ITP) se ha establecido como el modelo para entender y tratar a jóvenes que debutan con síntomas psicóticos. Se invierten muchos recursos en la investigación, se publican miles de artículos al año sobre este tema, y en los últimos 20 años se han puesto en marcha programas por todo el mundo, incluyendo España, que siguen sus principios.

El Ministerio de Sanidad encargó la redacción de un consenso a la AEN (1) y la ITP se recoge actualmente como estrategia en la mayoría de los planes de salud de las CC.AA. y en la Estrategia Nacional de Salud, pero su desarrollo es muy desigual y no se han realizado las inversiones y el esfuerzo necesario para apoyar la implantación que propugna el modelo. Esto ha llevado recientemente a un grupo de asociaciones de profesionales, familiares y usuarios con el apoyo de Farmaindustria a elaborar un documento (“Posicionamiento por la implementación de programas de intervención temprana en psicosis”) en el que se piden adhesiones y, a la administración, recursos para esta causa (2).

Lo cierto es que la investigación actual en psicosis se desarrolla en este ámbito y es evidente que la ITP mejora las vidas de algunos jóvenes y sus familias y supone en muchos casos mejoras en los servicios. El propósito de este editorial no es cuestionarla, sino pararse a revisar conceptos aceptados como realidades naturales y verdades que, en muy poco tiempo y sin suficiente reflexión, nos han llevado a todos a asumir un modo de hacer sobre el que no ha dado tiempo a pensar lo suficiente.

Una historia de los conceptos relacionados con la intervención temprana

Tras un periodo de cuestionamiento por parte de los movimientos de usuarios (en EEUU), de ideas antipsiquiátricas sustentadas en la falta de evidencia de los tratamientos, de la validez de los diagnósticos y del modelo de ayuda, en los años 80 se da un nuevo impulso a la investigación en la esquizofrenia. El National Institute of Mental Health (NIMH) destaca la necesidad de “obtener muestras suficientemente grandes de pacientes de primer ingreso para la investigación” y nacen “los primeros episodios psicóticos” (3). La actividad clínica y de investigación en Australia y Nueva Zelanda aumenta a mediados de los 80 con un enfoque en la psicosis temprana. Grupos de Inglaterra y Canadá toman una orientación similar y en Alemania investigadores de los síntomas básicos de la esquizofrenia ven la utilidad de este enfoque.

Así, estos proyectos, junto con experiencias clínicas puntuales, van persuadiendo del valor de la estrategia de los primeros episodios y diferentes actividades inicialmente dispares se van coordinando. Se forman grupos de trabajo, se redactan políticas, se desarrollan estrategias y programas clínicos, nace una Sociedad (la IEPA, Asociación Internacional de Psicosis Tempranas, que recientemente ha cambiado su nombre a Intervención Temprana en Salud Mental) con una conferencia anual y una revista específica, todos haciendo referencia a “primer episodio psicótico” (PEP) como término.

Los documentos y artículos que sustentan estas políticas y programas hacen mención a un nuevo modelo, a un cambio de paradigma, basado en los primeros episodios y la intervención temprana. Sin embargo existe muy poco trabajo sobre estos conceptos para sustentarlos filosófica y científicamente. Los conceptos y categorías que dan forma a nuestra comprensión de la patología surgen de las relaciones sociales en un contexto histórico y político determinado, y a menudo se presume que son universales una vez se utilizan como normas establecidas. Si queremos entender mejor las fortalezas, y también las debilidades de este modelo, conviene revisar que hay detrás de estos conceptos.

Para la investigación en los 80 era de capital importancia producir una narrativa (biológica) de la esquizofrenia que estuviera libre de la ambigüedad de los estudios previos confundidos por la heterogeneidad del curso clínico y los antipsicóticos. El uso de pacientes de “primer episodio” facilitaba esta estrategia de evitar la heterogeneidad (3). La literatura inicial estaba dedicada a posicionar los primeros episodios como una entidad, defendiendo la noción de que la ITP cambiaría la trayectoria clínica. En ese sentido, la llegada de los antipsicóticos “atípicos” y los datos que correlacionaban una mayor duración de la enfermedad no tratada con peores resultados clínicos fueron cruciales (aunque controvertidos) para sustentar esta idea. El pesimismo en torno al diagnóstico y el pronóstico de la esquizofrenia se terminaría. Tratar a las personas antes podría prevenir una mayor discapacidad y detener un curso crónico recurrente. En paralelo, se desarrollaron escalas clínicas de medida de síntomas que permitieron delimitar las fronteras de lo que es un primer episodio de psicosis y medir su evolución (BPRS, PANSS, SCID).

Estos nuevos conceptos se construyen con un nuevo lenguaje en apoyo de la narrativa subyacente. Como señalan Vispe y cols. (4) “hay dos usos del lenguaje: el constatativo, que enuncia las cosas mediante proposiciones que pueden ser evaluadas como verdaderas o falsas (-la silla es de color verde-) y el performativo, que usa proposiciones que no enuncian ni describen nada y no pueden ser evaluadas como verdaderas o falsas, pero que son capaces de crear cosas cuando se reproducen en un contexto determinado (-les declaro marido y mujer-o-su hijo tiene esquizofrenia-). Es performativa la creación del concepto de primer episodio de psicosis, con ese sutil deslizamiento del ordinal asociándolo inmediatamente al concepto de esquizofrenia, al del comienzo de una enfermedad en su primera manifestación”. Toda la tradición, investigación y experiencia en otros modelos de crisis psicóticas queda olvidada partir del “descubrimiento” de esta verdad como natural.

El PEP queda establecido como entidad “natural” trayendo consigo una visión que refuerza la patologización de la diferencia y la valorización de un estado anterior, idealizado, “normal”, justificando la centralidad de las variables explicativas biológicas. Esto desvía la atención clínica y la investigación de otros factores etiológicos relevantes en la psicosis (exclusión social, aislamiento, disfunción familiar, apego, traumas, migración, etc.).

La DUP (Delay of Untreated Psychosis), que al principio generó dudas, se fue convertiendo en una verdad en relación con el pronóstico. El origen de este concepto es el periodo sin tratamiento neuroléptico. Quedó así establecido que cuanto más tiempo pase sin neuroléptico un joven con psicosis peor será su pronóstico. Aunque ayudar cuanto antes es en sí un valor, la investigación no ha conseguido demostrar de manera tan clara que esto cambie el pronóstico a largo plazo (511).

El periodo crítico (que tiene mucho sentido desde un punto de vista de las etapas del desarrollo) también está cuestionado desde el mismo modelo biomédico, al no haberse podido demostrar que la mejoras que se producen mientras se interviene en él se sostienen en el tiempo al retirar las intervenciones (5).

La investigación actual se centra en un primer periodo prodrómico, seguido del periodo de alto riesgo para la psicosis (UHR, Ultra High Risk). Como vimos para el PEP, se han creado escalas para identificar y delimitar estos estados de riesgo (CAARMS, SOP) y sobre quién intervenir. Pero no hay consenso sobre la determinación y relevancia clínica de estos estados. Dependiendo del estudio, entre un 15 y un 60% (incluso un 85%) de las personas identificadas como “en alto riesgo para psicosis” pueden desarrollar una transición a la psicosis (10), variabilidad que ya cuestiona el concepto (12).

El deterioro cognitivo relacionado con estos periodos, otra de las justificaciones de la IT, tampoco está demostrado (6). La investigación centrada en determinar diferencias entre grupos (p. ej. PEP vs. normales) puede enmascarar una superposición en las distribuciones fenotípicas entre poblaciones, confirmando una ilusión de especificidad diagnóstica. La variabilidad del cerebro humano es el resultado de respuestas biológicas adaptativas al medio ambiente y no un indicador de patología, ni de pertenencia a una categoría específica (7).

Aun así, el modelo de investigación asociado a la ITP ha ido determinando y dando por hechos estados y categorías diferenciales, abogando por el uso de fases clínicas y tratamientos adaptados según la etapa de la enfermedad (8). El problema es que estamos enfocando etapas del desarrollo como un problema clínico, determinando un posible curso, y “monitoreando” a los jóvenes para prevenir que tengan posibles problemas. Demasiado parecido a Gattaca.

Otras dudas respecto a la intervención temprana en psicosis

La premisa de limitar o revertir la discapacidad desde la intervención clínica temprana refleja una comprensión biomédica de la discapacidad y favorece la construcción de identidades deficitarias y estigmatizadas en oposición a la “normalidad”. Pero la participación social igualitaria no debe depender de la aceptación de las expectativas de normalización y curas científicas de la medicina. Por otro lado, la ITP también puede ser una forma de proporcionar apoyo a personas diferentes para la integración en la familia y la comunidad. Existe una tensión dialéctica entre “normalización” e inclusión de la diferencia (3).

Además de las preocupaciones sobre el estigma, el etiquetado (9), el desarrollo de un sentido de identidad personal (10) y el sobretratamiento (11), otra preocupación ética surge de decidir entre el alivio de síntomas o la normalización de las experiencias inusuales, y de la apreciación real del riesgo. El uso de escalas clínicas para determinar cuándo tratar y paliar síntomas controlando la conducta y disminuyendo los riesgos de adolescentes con dificultades, no parece el mejor abordaje y puede limitar su desarrollo vital innecesariamente (11).

El presidente de la IEPA, Peter Jones, se pregunta si la investigación se atasca en el paradigma de predicción de la psicosis en detrimento de la investigación y las intervenciones en otras áreas relevantes del bienestar mental: “Debemos prestar cuidadosa atención a todos esos otros problemas que las personas con un estado mental en riesgo traen a la consulta: depresión, ansiedad, abuso de sustancias, trauma reciente o maltrato infantil” (11). Propone seguir un modelo más dimensional siguiendo los planteamientos de van Os (12) y adoptando un enfoque transdiagnóstico desde el principio.

Hay que plantearse si vale la pena enfocar la investigación en la fase de riesgo para comprender la psicosis como enfermedad. Esta fase se caracteriza por una variedad de formas diferentes; algunos grupos estudian la fase prodrómica de la psicosis, otros el pródromo de la esquizofrenia y otros distinguen entre una fase prodrómica temprana y tardía o un síndrome positivo atenuado y positivo intermitente. Aunar hallazgos de algo tan variado y proponer modelos de comprensión e intervención (incluso manualizados) puede llevar a conclusiones y “verdades” que no nos ayuden.

Un debate muy relevante que dejamos para otra ocasión es como desplegar los programas de intervención, bien de manera integrada en los servicios o en forma de servicios específicos e independientes y orientados a enfermedades o a etapas de la vida (13).

Hemos visto cómo el modelo de ITP da por consolidados conceptos como verdades naturales que no son claras, y también cómo hay dudas éticas en su aplicación. Este modelo ha surgido en un periodo en que la visión neoliberal potencia la despolitización e individualización mediante las prácticas clínicas de clasificación en estados de enfermedad y la búsqueda de curas biológicas, en lugar de las conexiones entre las experiencias de la psicosis y las desigualdades sociales sistémicas. Puede ser parte de la creación de un nuevo mercado y de la competición por recursos que son limitados y de todos. Incluso tecnologías útiles como los antipsicóticos y las escalas clínicas están destinadas a predecir y controlar la incertidumbre y a devolver a los individuos (o aproximarse tan cerca como sea posible) a un estado premórbido a través de la biociencia. Esto a menudo se traduce en una devaluación de las experiencias, el conocimiento y la adaptabilidad de quienes sufren de angustia en el presente, forzando una elección insostenible entre querer tratamiento y rechazar los términos bajo los cuales se ofrece (3).

Y entonces, ¿qué hacemos?

Lo cierto es que la ITP es importante para entender la aparición de crisis psicóticas y mejorar la intervención, y moviliza recursos en el ámbito psicosocial y educativo que son muy necesarios. Invertir más en los jóvenes, ayudar cuánto antes e involucrar a estos en el proceso de recuperación, no situando sus experiencias como marginales (reubicadas como verdades biomédicas), puede tener consecuencias de salud pública muy positivas. En una etapa especialmente crítica y de eclosión de identidades nuevas como es la transición de la adolescencia a la edad adulta, el modelo biomédico puede estar al servicio del control social y de la negación de la diversidad.

¿Cómo evitar este riesgo? Habría que aceptar la multiplicidad, tener en cuenta la discapacidad crítica y dejar espacio para la tensión con los deseos de remisión de los síntomas y las prácticas de normalización. Un paso más allá este camino sería eludir el imperativo de pasar como normal o hipernormal y alejarse del discurso de la salud mental para entrar en otro de justicia social, antidiscriminación y valorización de la diversidad (14).

La psiquiatría vuelve a lo social tras el fracaso de la década del cerebro y los estudios genéticos; el DSM es rechazado, incluso por el NIMH, y cada vez se cuestiona más la utilidad de categorías como la esquizofrenia. Los movimientos de usuarios, la psicología y la psiquiatría críticas proponen alternativas centradas en las personas y sus comunidades, no subyugadas al modelo médico biotecnológico. Modelos como el Open Dialogue, el Power Threat Meaning Frame, el EAPPP (Equipo de Atención Precoz al Paciente en Riesgo de Psicosis) y otras alternativas basadas en el conocimiento y abordaje de traumas, adversidad social, problemas de apego, carencias, etc., trabajan para acompañar en su desarrollo a las personas con los apoyos relacionados con el conocimiento de lo local y sus recursos (15).

No se debe olvidar a población vulnerable (también para la psicosis) como la inmigrante y excluida, pues los programas de ITP pueden ser muy exigentes y la intervención psicológica manualizada ofrecerse en espacios biomédicos privilegiados a “blancos” con recursos, muy poco accesibles a dicha población. Necesitamos un modelo para todos.

Pero el movimiento de la ITP tiene el riesgo de favorecer un nicho de mercado e investigación desde un modelo de biomedicina que busca identificar jóvenes pre-enfermos para aplicarles la moderna tecnología diagnóstica y terapéutica (incluidas intervenciones psi). Actores como Farmaindustria buscan tomar posición en el campo de las políticas sanitarias apoyando la ITP con intereses de mercado que no siempre coinciden con los de las personas y sus comunidades. No por ello hay que renunciar a trabajar con la industria. Es una parte de nuestra sociedad necesaria para mejorar la salud de la población y a ella debemos muchos avances. Pero hay que cambiar la estructura y jerarquía de las relaciones de poder, y conseguir una industria social al servicio de los intereses de los ciudadanos.

La población joven (y sus familias) es una población vulnerable con riesgo de manifestar problemas en su transición hacia la vida adulta y muy susceptible a la influencia y atractivo del enfoque individualista de la cura biomédica promocionado por las políticas neoliberales. La ITP oferta avances de la mano de la ciencia y la tecnología para que “Lucía, mi hija de 18 años, tenga el mejor tratamiento, para que se recupere pronto, sufra lo menos posible y consiga desarrollar una buena vida”. El de la ciencia biomédica es un mensaje poderoso, y siendo la madre de Lucía es difícil renunciar a él. Además de haber podido ayudar a la madre de Lucia a criar a esta en las mejores condiciones de salud posibles, el camino para lograr lo que quiere es conseguir que sea aceptada y tratada sin discriminación (como usuaria de salud mental -si lo necesita-, como inmigrante o como mujer), que haya programas públicos de ayuda y acompañamiento para sus estudios, para conseguir un trabajo (que reviertan la desigualdad a la que se enfrenta), que ese trabajo tenga unas condiciones que no minen su salud, que pueda vivir en una comunidad amable, y en la que participe libremente y desarrolle una identidad, diversa o no, para vivir esa “buena vida”.

Esto no tiene que ir contra avances de la medicina que pueden beneficiar a Lucía y a otras personas. Pero deben ser parte de un cambio social que tenemos que hacer juntos, y esos avances no deben ir contra él, que es lo que fomenta la competición mercantilista por los recursos y el individualismo en salud.

Como señala Mikel Munárriz (17), me refiero a “una visión más colectiva de la salud mental, que ofrezca una accesibilidad universal a los tratamientos necesarios, cuando y donde se necesiten, ni antes ni después; unida a apoyos y acompañamientos en entornos naturales sin necesidad de detección, ni filtrado. Aunque los profesionales de la salud mental y nuestras técnicas perdamos protagonismo”.

Bibliografía

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Correspondencia: vibarojo@gmail.com

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