Aspectos éticos en la relación materno-infantil
Se pretende en este artículo abordar la relación materno-infantil desde un punto de vista ético. Más allá de los indudables e inevitables vínculos biológicos y culturales, nuestra perspectiva es una reflexión sobre cómo debería ser esta relación desde la ética cívica compatible con diversas éticas personales y comunitarias. La crianza está muy condicionada por varios factores: entre otros, modas, tradiciones, contextos familiares, estado personal de los principales cuidadores, que suelen ser las madres, etc., y, por supuesto, se halla totalmente determinada por la constitutiva dependencia de la criatura durante los primeros años de su vida.
En sociedades del conocimiento, la crianza también se ha visto influenciada por el estado de los conocimientos pediátricos y otras evidencias científicas, conocimientos que muestran, por ejemplo, qué factores son protectores o estresores en el desarrollo de la persona hacia su autonomía. Gracias a esa evolución en los conocimientos, hoy se sabe que la relación materno-infantil es fundamental en el desarrollo integral del niño/a, también en el desarrollo de su autonomía moral. Del mismo modo que se sabe que el pluralismo en las formas de vida es signo de libertad y, a pesar de ello, no siempre se ha permitido la participación de los padres en la manera de educar o de criar, sobre todo cuando no están sus opciones alineadas con las culturas predominantes. Un ejemplo de crítica a cierto despotismo ilustrado que ha existido en el ámbito clínico es la noción misma de violencia obstétrica (1). En absoluto se trata de imponer un único modo de relación materno-infantil, ni de homogeneizar la educación y los modos de crianza. No obstante, aunque estos sean relativos a las opciones personales y a los contextos culturales e históricos, no todas las opciones relacionales valen, ni todas valen igual.
A partir de la distinción entre ética y moral, pretendemos dejar claro que hay muchas opciones de crianza que son válidas, muchas relaciones materno-infantiles que son respetables, pero no todas lo son, y sus consecuencias en el desarrollo de la persona menor son de tal calibre que es aconsejable intervenir profesionalmente y, acompañando, procurar mejorarlas. El juicio sobre la respetabilidad o no de una determinada relación no debería obedecer a pareceres personales, sino a criterios de ética profesional y cívica. Por eso la primera parte de este trabajo versará sobre la ética cívica, que es la condición de posibilidad del respeto a las éticas personales, y debe primar sobre estas. Como veremos más adelante, la lotería biológica y social debe ser corregida por la justicia. Nadie escoge el lugar donde nace ni de quién, pero es de justicia que, sea donde fuera y de quien fuere, tenga las mismas oportunidades de desarrollar una vida digna y plena.
La segunda parte se centra en una categoría ética clave en el desarrollo de la integridad y la autonomía morales: el reconocimiento. Muchas de las problemáticas de la relación materno-infantil pueden obedecer a una falta de reconocimiento. Los profesionales sanitarios en general, y los de salud mental en particular, contemplando los contextos personales y relacionales en los que se hallan los niños, deben prestar atención al estado en que se hallan las tres esferas del reconocimiento, pues se evitan o previenen heridas morales y conflictos sociales.
En la tercera parte se aludirá al rol que los profesionales deben desempeñar en aras del interés superior de las personas menores, sin olvidar que no siempre se puede todo lo que uno se propone. La biopolítica, en sentido negativo, como control heterónomo sobre las vidas, no genera alianza terapéutica (2). Pero en sentido positivo, como biopoder, se pone al servicio de la creación de capacidades para que la persona crezca en un entorno donde sea posible la búsqueda de la vida buena, y en esa búsqueda los primeros años de vida y la calidad y calidez de la relación materno-infantil es clave. Todo lo cual exige coordinación, rectificación, lealtad y mucha humildad.
a) Sobre ética y morales en sociedades moralmente plurales
Nuestra sociedad del conocimiento es acelerada y moralmente plural. La incidencia del conocimiento en la resolución de problemas nos ha permitido tener, por ejemplo, una baja mortandad infantil y una mayor longevidad. Baste con recordar que solo la ciencia de la medicina en los últimos cincuenta años ha aumentado sus conocimientos, con la consiguiente incidencia en la vida de las personas, mucho más que en toda la historia de la medicina (y a pesar de ello, sigue siendo válido gran parte del contenido del juramento hipocrático del s. V. antes de Cristo). La aceleración no solo afecta al aumento de los conocimientos o a su incidencia en la vida cotidiana de la ciudadanía, sino, sobre todo, y es el tema que ahora nos ocupa, también en la pluralidad de tipos de familia, y más en concreto, de la relación materno-infantil. Todos estos cambios se aprecian incluso en la forma misma como los bebés vienen al mundo (reproducción asistida, maternidad tardía, maternidad sin pareja, gestación por substitución, trasplante de útero, transexuales embarazados, etc.).
En sociedades moralmente plurales no se comparten supuestos básicos de hábitos de alimentación, de limpieza, ni modelos educativos, familiares, etc. Y ante tal variedad es importante discernir si todas ellas son respetables. Por eso es pertinente diferenciar entre ética y moral. Hace falta saber si una opción moral concreta es respetable o no, aun cuando esté muy extendida en algunas culturas (pensemos, por ejemplo, en la mutilación genital femenina). Además, la asunción de prejuicios históricamente muy instaurados (como el machismo o el capacitismo) obliga a un cambio en la manera de pensar y proceder en la infancia. Asimismo, el cambio vertiginoso de nuestra sociedad conlleva novedades en las costumbres y en las leyes que requieren justificaciones éticas, más allá de que se trate de morales u opciones tradicionales, de mayorías o de lobbies (pensemos en las variadas tendencias como el colecho, el home schooling, o las dietas, las vacunas, etc.).
J.L. Aranguren resumía acertadamente la distinción entre ética y moral: la moral es vivida y la ética pensada, decía (3). La moral es el código de esos valores y normas a partir de los cuales juzgamos los actos como correctos o incorrectos. Etimológicamente, la raíz latina mos-mores significa hábito, costumbre. Por eso lo que es normal (conforme a norma) suele ser habitual, frecuente, se acepta, pues la moral inculca hábitos cotidianos. La palabra griega ethos significa igualmente hábito y costumbre. Sin embargo, los griegos no separaban tanto lo que se hace de lo que se es, con lo que ethos alude más bien a la manera de ser, al carácter, que se forja a partir de hábitos y costumbres.
La pregunta moral interroga qué se debe hacer, siendo su respuesta una acción o una omisión. La ética, en cambio, es la reflexión crítico-racional sobre la moral, con ánimo de comprender su pregunta es por qué se debe hacer. En este caso la respuesta es un argumento (4). La ética indaga por la razón de ser de las morales. Así pues, la ética comporta una actitud reflexiva; desde cierta distancia crítica, con deseo de comprender, se cuestiona la situación con ánimo de pensar si podría ser de otra manera. La ética requiere de madurez argumentativa para dar razones de las decisiones que se toman. Más allá de hacer, la ética desea saber por qué se hace lo que se hace, o se deja de hacer lo que hasta ahora se hacía.
Ante tal diversidad de morales, y situados en una perspectiva ética, una de dos: o se aceptan todas aquellas morales y, en consecuencia, se acepta el relativismo, según el cual no hay criterio ético imparcial ni universalmente válido, de forma que todas valen por el mero hecho de ser la moral de alguien. O defendemos que sí existen criterios universales, propios de una ética cívica (más allá de una moral concreta predominante y dominante) y, por lo tanto, ni todo vale ni todo vale lo mismo. Además, si todo vale, no vale nada, en tanto que valer supone una diferencia, y dejando aparte la contradicción de que la afirmación “todo es relativo” pretende no ser relativa. La ética puede así revelar morales no respetables y distinguir entre validez y vigencia.
De ese modo, de la ética se esperan argumentos, razones y recomendaciones sobre por qué hacer o dejar de hacer determinadas acciones. Su reflexión se inicia a raíz de una situación problemática en la que hay valores en conflicto y se puede actuar de diversas maneras. La intervención busca mejorar la situación de las personas afectadas, por eso atiende también a las consecuencias que se generarían para esas personas en sus contextos, y cómo estas las apreciarían desde sus propias escalas de valores. Valores, acciones, consecuencias e impacto para las personas en un determinado contexto son factores clave que el argumento ético debe contener. Pero la finalidad del argumentar no es que se le dé la razón sin más, sino convencer para cambiar mentalidades y hábitos.
La ética no niega que las morales son productos históricos y culturales, más bien defiende que muchas opciones morales son válidas, pero no todas lo son, ni todas valen lo mismo. Immanuel Kant contribuyó a clarificar esta cuestión: toda propuesta moral debe cumplir los requisitos de universalización y autonomía: es uno mismo el que debe proponer la norma, y no obedecer más norma que la que él se haya dado (autonomía); pero para ser correcta la debería poder querer para el universo de los humanos, de lo contrario incurriría en la contradicción de querer algo, y considerarlo bueno, y al mismo tiempo no quererlo para los demás y considerarlo, por indeseable, malo (5).
Es la ética cívica la que debe regir en cualquier acción profesional de ayuda a las personas; en tanto que se centra en la ciudadanía, su criterio es la justicia y su contenido los derechos y deberes humanos. Entre estos ahora queremos destacar el derecho a la educación y a la salud. La ética cívica habla del contenido esencial a toda moral que se pretenda legítima, habla de lo correcto y justo, sin agotar el tema de lo bueno o la felicidad (6). La ética cívica habla de deberes exigibles a todos los ciudadanos, porque los derechos humanos son valores a respetar.
En la ética cívica, pues, se defienden los valores primeros e ineludibles de la igualdad, la libertad, la solidaridad y la obligación de respetar a todo ser humano por su intrínseca dignidad. Según los contextos y las decisiones de los sujetos afectados, condicionadas por sus cosmovisiones y su historia, por su moral personal y comunitaria, se concretará ese respeto. A. Cortina la denominó “ética mínima” porque no dice cómo se debe vivir, pero sí explicita los mínimos decentes que cualquier persona en cualquier lugar debiera tener garantizados. El deber fundamental es de justicia, que es participación, y acogida, no exclusión, con el debido respeto a las idiosincrasias personales. Desde la ética cívica solemos preguntarnos: ¿lo podría querer yo para cualquier persona?; ¿lo podría defender públicamente, o nos avergonzaría? Universalización, imparcialidad, transparencia, son criterios éticos de la ética cívica que nos pueden ayudar en la deliberación sobre la corrección de las opciones que se estén sopesando.
En el ámbito de la intimidad, la ética personal se rige por el criterio de la felicidad o calidad de vida. A. Cortina las denomina “éticas de máximos”. Más allá de los mínimos de justicia y de la convivencia en un mismo espacio público, desde aquellas se eligen formas de vida cuya diferencia radica en cómo conciban la felicidad o la calidad de vida, que contienen un importante ingrediente subjetivo, muy personal y variable a lo largo del tiempo. En efecto, no compartimos el contenido de la felicidad, ni aquello que hoy deseamos lo deseamos siempre. No nos pondremos de acuerdo siempre en si comer arroz o pasta, por ejemplo, mas nadie cuestiona que todos necesitamos alimento, casa, afectos, en definitiva, mundo humano.
Es la ética cívica la que ha de dar el visto bueno a las variadas éticas personales. No es respetable cualquier preferencia personal solo porque así lo quiere, por ejemplo, la madre, sobre todo cuando esgrime el argumento de “es mi hijo y quién mejor que yo para saber lo que necesita y le va bien”. El respeto a la autonomía de la madre no debe colisionar con la garantía de los derechos del niño: a ello alude la noción de interés superior de la persona menor. Cierto es que la madre no siempre pretende hacer daño al hijo, pero hay vínculos, como veremos más adelante, que incapacitan o generan dependencia, e impiden el desarrollo del infante al privarle, quizás sin querer, de un recurso moral fundamental como es la autoconfianza.
A estas dos éticas, personal y cívica, se añaden las específicas de las éticas profesionales, y la ética organizacional donde se ejerce la profesión. La ética de las profesiones reflexiona sobre las mejores maneras de lograr la finalidad, que es el buen servicio que la profesión se compromete a dar a la sociedad y del que depende su legitimidad. Los profesionales, autoconteniendo su propia ética personal, deben priorizar la ética cívica, la organizativa (pues hoy los pacientes acuden a centros de salud, que les asigna un profesional) y la profesional.
Esa conciliación jerarquizada de las diferentes éticas (no exenta de conflictos de intereses entre ellas que hay que saber gestionar) exige ejercer la profesión y representar la organización desde un nivel de conciencia postconvencional (7), lo que se traduce en argumentar y dar razones de las decisiones que se toman, de los cursos de acciones que se emprenden, de las consecuencias que se generan, siempre centrándose en las personas concretas a las que se está atendiendo y en su contexto. Para ello nos pueden ser de ayuda los siguientes criterios:
Universalizabilidad: se trata de pensar y querer la posibilidad de que el universo de las personas haga lo que uno propone hacer. La idea se resume en la pregunta: ¿y si todo el mundo hiciera lo mismo? Se puede interpretar en clave de coherencia, a la manera kantiana; por ejemplo, si todo el mundo mintiera no existiría la comunicación, ni siquiera sería posible la mentira, pues esta parasita de la veracidad contra la que agrede (recordemos la paradoja del mentiroso). Pero también se puede entender en clave consecuencialista: si se miente, las consecuencias son peores, al no ser eficiente, por perder credibilidad, la palabra de uno (8).
2. Publicidad: obedece al deber de transparencia y se resume en la pregunta: ¿y si todo el mundo lo supiera? Se apela así a la reputación y credibilidad de la persona y profesional que se es, pero también a la de la organización en nombre de la que se actúa y a la que se representa ante el paciente.
Reversibilidad: obedece al deber de atender a las circunstancias en las que uno está. La pregunta que intuitivamente la resume sería: ¿y si, estando yo en esas circunstancias, me lo hicieran a mí? Este es un criterio más exigente que la mera reciprocidad, pues esta no atiende siempre a las circunstancias particulares y a veces proyecta una igualdad o simetría de las partes que no siempre se da (9).
Vulnerabilidad: exige prestar más atención, dándole prioridad, a quien está en situación de mayor vulnerabilidad. La condición de vulnerabilidad debería ser motivo suficiente para toda priorización, máxime en las profesiones asistenciales. En términos de J. Rawls, con su propuesta del principio de diferencia, se trata de que quienes mejoren su situación no pueden hacerlo a costa del daño a los más desfavorecidos (10). La pregunta que la resume sería ahora: ¿a quién perjudica más la decisión? En el caso de la relación materno-infantil, el más vulnerable es el hijo, pero como este necesita de la madre, la mejor intervención es la que se vuelca en fomentar una relación lo más saludable posible. En el caso extremo de que no se pueda, se debe suplir esa carencia maternal por otra figura, pues ningún humano vive bien ni se desarrolla bien en la intemperie.
Sostenibilidad: tanto se debe entender en clave ecológica como en clave de continuidad de la actuación. La reflexión apunta a la idea de si se podría mantener la organización y la calidad asistencial si vinieran más casos a los que aplicar el mismo curso de acciones. Porque si no fuera así, se incurriría en una falta de equidad o en arbitrariedad. También cabe prestar atención ahora a si se dañaría más en el caso de tener que suspender la intervención. La pregunta por la sostenibilidad sería: ¿es viable mantener esta decisión?
Trascendentalidad: en caso de conflicto de derechos, se ha de priorizar aquel que sea la condición de posibilidad del otro. Así, por ejemplo, respetamos la autonomía del testigo de Jehová adulto cuando prioriza su derecho a la libertad de conciencia sobre el de la vida, que pone en riesgo al no aceptar la transfusión. Sin embargo, en el caso del niño, la vida es la condición de posibilidad del desarrollo de su autonomía, y por eso se prioriza aquella antes que la autonomía que todavía no ha tenido tiempo de desarrollar. La pregunta a hacerse ahora, ante un conflicto de derechos, sería: ¿qué derecho es más importante porque es la condición de posibilidad del otro?
Revocabilidad: este criterio propone postergar, en la medida de lo posible, las opciones irrevocables, las que no tienen vuelta atrás, y optar por cursos de acción intermedios, más prudentes. Como el riesgo de error siempre existe, la prudencia recomienda ganar tiempo, no ser temerarios, ni precipitarse. La pregunta que resume la idea es: ¿hay opciones menos drásticas y cautelosas, o las hemos agotado todas? Como cada persona y relación materno infantil es un mundo, particular, variable, es única, la evaluación de los riesgos de una intervención aconseja agotar las posibilidades menos drásticas por irrevocables.
Acompañar en el desarrollo de una relación materno-infantil saludable es tarea delicada; por ello, cuantas más razones se puedan esgrimir desde estos variados criterios para argumentar la decisión profesional u organizativa tomada, mejor.
b) La lucha por el reconocimiento: la importancia de las tres esferas
Honneth encuentra en los psicólogos G.H. Mead y D. Winnicott la corroboración empírica de una idea filosófica del joven Hegel que, sin embargo, no desarrolló más tarde (11). Según la teoría del reconocimiento mutuo de Honneth, las personas desarrollamos nuestra autonomía e integridad morales en tanto que somos reconocidas y reconocemos. En línea con la propuesta hegeliana, Honneth explica que el desarrollo saludable de una persona requiere de tres esferas.
Una primera esfera es la afectiva. En ella se crean las bases sociales de la autoconfianza, fruto de las relaciones de amor que se dan entre las contadas personas cercanas que, en el hogar, nos aceptan incondicionalmente y nos acogen como sujetos de necesidad. En esta esfera la persona ocupa un lugar en el linaje, es alguien en el árbol genealógico de su grupo. En esta esfera la relación materno-infantil juega un papel clave. En esto todos los humanos somos iguales: nacidos de madre, heredamos, aparte de una genética, una lengua materna con la que nos hablan, desde la que nos narramos y entramos en el mundo simbólico que es el mundo de los seres humanos. Aquí recibimos el nombre que nos identifica y un lugar de origen que marca mucho lo que haremos de nosotros. Las personas no somos animales de intemperie, somos mamíferos, necesitamos lazos afectivos, de piel con piel, y necesitamos echar y tener raíces para poder crecer (12). La carencia de todo ello nos desnutre. Y no se trata solo de desnutrición orgánica. Por decirlo poéticamente, las almas, como los cuerpos, también mueren de hambre. Todos necesitamos estimulación intelectual y sensorial, todos necesitamos mimos, miradas atentas (que es lo que etimológicamente significa respeto), acogida personalizada.
Esta es la esfera de la dependencia afectiva, del lugar primigenio de la intimidad, por eso la ética se conjuga en particular y singular y se inscribe en la ética del cuidado. Y precisamente por la importancia de esta esfera, hay que cuidar el cuidado, prestar mucha atención a quién cuida de quién y cómo. Cuando las relaciones materno-infantiles se encuentran tensionadas, y son muchos los factores que a ello pueden contribuir, hay que ampliar la mirada al resto de familia o allegados. En el caso de que el des-cuido sea grande, hay que intervenir, porque esta esfera es como el pan de cada día.
Cuando la violencia por falta de reconocimiento afectivo entra en la casa, la intervención ha de ser sumamente cautelosa. En tanto que animales mamíferos, nos apegamos a las figuras de referencia que suelen ser los progenitores, los preferimos, aunque sean des-cuidados. No obstante, la violencia en el seno familiar es difícil de detectar y atajar cuando lo que se descuida no es la zoé, la vida orgánica, el daño físico, sino la bios, la vida biográfica, es relato, la historia de la vida de uno.
Al ser esta esfera la propia del ámbito de la intimidad, no suele gustar exponerla a la mirada ajena, aunque sea la de los profesionales de salud. Y es que puede resultar doloroso e incluso humillante que alguien de fuera le diga a una cómo educar al hijo. Pero es que, además, es difícil acompañar a un niño que merece compasión por la falta de cariño o atención de la madre. También es complejo cuando, por un exceso de ese afecto, este llega a ser asfixiante, o al menos enrarecido, por falta de aires nuevos que pudieran entrar por otras relaciones. Pero sobre todo es difícil porque, como hemos avanzado, el recurso que crearía la capacidad para afrontar un cambio, la autoconfianza del niño, está muy mermada por la ausencia de reconocimiento; o lo está también la de la madre porque ella igualmente vivió en su propia carne dicha falta.
La segunda esfera de reconocimiento es la de la ciudad; ahora se acoge a la persona como ciudadano igual y libre para participar en el ámbito público. En esta esfera se reconoce a la persona como sujeto de derechos y así se alimentan las bases sociales del autorrespeto. Nos recuerda Honneth que difícilmente podemos llegar al entendimiento de nosotros mismos como portadores de derechos si no sabemos las obligaciones que tenemos ante los otros. Pensemos, por ejemplo, en cómo hemos privado de derechos a muchas personas con discapacidad, infantilizándolas e impidiéndoles una vida más independiente.
En este sentido es un tema importante la participación de los niños en la ciudad, vía directa, no solo mediante la representación de sus padres. Pues, más allá de la seguridad, solo la infancia sabe cuáles son sus espacios favoritos y cómo. Y es precisamente esa consideración a su condición de persona, aunque menor, con derechos la que exige entrar en la relaciones familiares cuando estas no son saludables para el desarrollo de sus miembros. Los equipos psico-pedagógicos pueden hacer una importante tarea en esto.
La tercera esfera de reconocimiento es la que Honneth llama de la solidaridad, es la esfera de la amistad, porque en ella, desde comunidades escogidas porque comparten valores y proyectos, se valoran las diferencias de los individuos, sus específicas capacidades, y se forjan las bases de la autoestima. Es crucial que los niños tengan relaciones entre iguales y se sientan partícipes y miembros de grupos de amigos y puedan desarrollar, en un entorno diferente que sí han escogido (cosa que no ocurre en las anteriores esferas), algunas de las capacidades por las cuales son aceptados en el grupo, sean reconocidos por ello y aprendan a reconocer a sus semejantes.
La relación materno-infantil es clave en la primera esfera, pero puede condicionar también el resto de ellas. Cuando esta relación es problemática se debería mirar cómo están las esferas de reconocimiento de ambos, las de la madre y las del hijo. La falta de reconocimiento condiciona el desarrollo de sus personalidades; las bases de autoconfianza, autorrespeto y autoestima, ineludibles para llevar a cabo un proyecto de vida autónoma, están mermadas. Y cuando ello ocurre no es extraño que, ante dicha falta, en su lucha por el reconocimiento aparezcan diversas formas de violencia. La participación y el acompañamiento se dirigen a darles lo que de justicia les corresponde y se les dejó de dar en algún momento. Conscientes de la necesidad de reconocimiento, es de justicia que, ante la mala suerte, se detecten a tiempo las carencias y se intenten suplir. Puede fallarles la familia, pero no les pueden fallar los profesionales de la salud, los servicios sociales, la escuela, la ciudad o los amigos. En efecto, para educar a un niño hace falta una tribu.
c) Profesionales y organizaciones centrados en la persona y su circunstancia
Al faltar las bases de la autoconfianza, el autorrespecto o la autoestima, los profesionales de la salud no solo no pueden dar por supuesta la autonomía, por eso han de intervenir para que se encuentre una vía. El logro de mayores grados de autonomía del niño, pero también de mejora en la relación materno-infantil, exige un proceso de acompañamiento desde la participación. En ese proceso se busca el crear capacidades de ambos miembros. Para la continua conquista de la autorrealización personal para llevar a cabo su vida, hay que mejorar la relación entre ellos. Si la autonomía es el fin, se trata, no obstante, de una autonomía relacional; y esta se logra creando capacidades. Mas para ello se requiere de entornos sosegados, no tensos, participativos, es decir, comunicativos, donde se sientan parte porque son parte.
Por autonomía entendemos tanto la capacidad de autodeterminación en la toma de decisiones como la autonomía funcional para llevar a cabo las labores de la vida cotidiana. En ambas es clave el concepto de capacidad (capability), que alude a un derecho, pero concretado en lo que la persona es capaz de ser y hacer (13). De nada sirven los derechos si luego las personas no tienen agencia, incluso es humillante (hiere moralmente) decir que los tienen pero no los pueden ejercer. El desarrollo de las personas es desarrollo de sus capacidades. El concepto de capacidad recupera el derecho a poder ser, hacer, decir, narrar; a ser agente. Sin embargo, más allá de la mera garantía formal, se enraíza en la vida, en su capacidad real de elección, en su yo concreto y en sus circunstancias. Y esto es especialmente importante en los contextos de vulnerabilidad social, pues en ellos no siempre van a la par la capacidad de tomar decisiones y la capacidad de llevarlas a cabo.
Las intervenciones de los profesionales asistenciales, mediante la participación que genera alianza terapéutica, deben promover las capacidades que orienten hacia grados mayores de autonomía y de autonomía relacional. Hay que acompañar en la búsqueda del equilibrio en la interdependencia, un equilibrio entre un exceso de independencia o un exceso de lo contrario. Se trata de capacidades que toda persona tiene potencialmente, el acompañamiento pasa por extraerlo, pero ni violenta ni heterónomamente. Este proceso de empoderamiento que se enfoca a las posibilidades no pierde de vista el principio de realidad y los diferentes ritmos personales. Poner en el centro a las personas es situarlas en sus contextos, en sus dinámicas, en sus relaciones. El proceso será específico para cada relación materno-infantil.
Desde la ética cívica, por justicia, hay capacidades transversales que todas las personas necesitan desarrollar en un grado mínimo, no pudiendo compensar el déficit de una la abundancia de la otra. Martha Nussbaum llega a concretar en 10 la lista de esas capacidades básicas: 1) vida; 2) salud corporal; 3) integridad corporal; 4) sentidos, imaginación y pensamiento; 5) emociones; 6) razón práctica; 7) afiliación; 8) otras especies; 9) juego; 10) control sobre el entorno material y político (14).
Las diez capacidades de Nussbaum son los mínimos de justicia que faltan a muchas madres y que, cual pobreza hereditaria, trasmiten a sus hijos. Y no solo hablamos aquí de pobreza material. Esas capacidades también nos pueden orientar a la hora de sopesar los entornos de gran vulnerabilidad social, de violencia estructural (15), en que pueden hallarse la madre y su hijo. Y aquí los profesionales también pueden ayudar a remover obstáculos, junto con los profesionales de los servicios sociales, pero también deben aceptar los límites. Pensemos, por ejemplo, en algunos servicios que tienen una magnífica cobertura pública en atención precoz, pero cuando se cumplen los seis años dicha atención puede quedar interrumpida. Y eso depende a su vez de los sistemas sanitarios y sociales de la comunidad autónoma o país donde se viva.
El empoderamiento es, pues, un proceso personalizado, individualizado, pero en íntima dependencia de las comunidades donde se habita y se relaciona uno. Si la persona y sus circunstancias son el centro de atención, la participación y la serenidad o sosiego son las mejores estrategias para crear capacidades y llegar a la autonomía personal y a una saludable interdependencia. Como animales sociales y lingüísticos que somos, en la participación desarrollamos nuestras posibilidades. Es tomando parte, comunicándose, que uno se sabe y siente que aporta, interviene, se integra porque él cuenta, porque cuentan con él.
Más participación, más empoderamiento y más autonomía. Una intervención integral e integrada sabe relacionar estas tres palabras clave en un círculo que es virtuoso: ve que las personas aumentan su participación en las dinámicas que le incumben, crea capacidades de integración y florecimiento personal, y aumenta sus cuotas de autonomía y de relaciones estabilizadoras y protectoras. Todo ello requiere del reconocimiento que no tuvieron. Es cuestión, pues, de, yendo al lado, facilitar sus desarrollos creyendo en ellos, conociéndolos y reconociéndolos. Por ello los profesionales deben sopesar hasta qué punto se están generando las esferas de reconocimiento que promueven la autoconfianza, la autoestima y el autorrespeto.
Es difícil saber, y menos a ciencia cierta, en una relación materno-infantil, que la intervención va a evitar más mal que bien a producir. A veces se corre el riesgo de abrir determinadas temáticas y que la madre decida, por ejemplo, no volver a la terapia o a la consulta. O a la inversa, un mal que no había es desencadenado por una terapia poco cautelosa y desestabiliza más. La atención que estamos poniendo en la serenidad y sosiego viene de la importancia de que la vida familiar trascurra lo más establemente posible. Todo niño necesita hábitos, rutinas, ritmo, escolaridad. Igualmente, es difícil encontrar el punto medio virtuoso entre extremos de paternalismo por hiperprotección o hipoprotección en nombre del autonomismo. Respetar niveles de riesgo razonable conlleva permitir decisiones, incluso algunos errores, dado que todo ello forma parte del progreso de desarrollo y madurez personales y relacionales.
Lo mismo podría decirse de la gestión de los errores de los profesionales. Encontrar el término medio de responsabilidad profesional no es fácil. Por eso aconsejamos los comités de ética o espacios de reflexión, más allá de la supervisión profesional, porque acompañar personas en sus relaciones es difícil y requiere, además de conocimientos científicos, experiencia vital y pensar y deliberar juntos. Y esto es especialmente recomendable en sociedades tan plurales y aceleradas como son las nuestras.
Por eso este modelo de atención centrado en las personas, sus contextos y relaciones exige combatir el “familismo” y el edadismo. El primero homogeneiza un modelo de familia, aquel que, valga la redundancia, nos es más familiar. A veces incluso se precipita y cuela en algunos informes la noción de familia desestructurada. El criterio no debe ser tanto si encaja con un cierto modelo preestablecido, sino si al niño y su madre les encaja porque se sienten reconocidos, hay señales y síntomas de bienestar y desarrollo saludable, y se ve a la madre ocupada en facilitarlo. El edadismo tiende a homogeneizar por grupos de edad. Sin duda que ayuda, por ejemplo, para saber hacer detección precoz, al ver señales de retraso en el desarrollo, pero también podemos estigmatizar cuando consideramos lo que un niño puede o no hacer a esa edad. Cabe de nuevo una mirada atenta a los contextos culturales y familiares que los rodean y a sus esferas de reconocimiento. Los derechos de los niños, como criterio clave de la ética cívica y del interés superior de la persona del menor, son la brújula que nos va a ir orientando, pero también la comprensión de las historias personales de sus madres.
Qué importante es no llegar tarde como profesionales, estar bien coordinados con los servicios de atención primaria sanitarios, los servicios sociales, los educativos. Qué importante es hacerlo incluso preventivamente, sobre todo en la infancia: porque cuando falla la primera esfera de amor, hay trastornos en el desarrollo. Ahora ya hay evidencias y, por tanto, responsabilidad, como profesionales y como sociedad, si no se lleva a cabo.
Vínculos, capacidades y sosiego son los objetivos en el acompañamiento responsable por parte de los profesionales. Intervenir para preocupar, o hacer sentir a las madres y niños cuestionados o patologizados, nos aleja del propósito. La relación con el origen es necesaria para la construcción de una biografía (somos bios más que zoé, vida vivida, narrada, relacional, más que orgánica). Somos animales racionales dependientes en busca de sentido (16).
Por eso, atender a las capacidades narrativas pasa por atender a las capacidades reconciliadoras. Nadie escoge a su familia, es la esfera de la dependencia. Los padres tienen una responsabilidad ética de hacerse cargo de quienes trajeron al mundo y lo hacen con referentes de un pasado que hoy se pueden tambalear; igualmente hacen tambalear la relación las idealizaciones sobre la maternidad y el hijo deseado, que no es el que llegó. Al igual que puede acontecer lo contrario, un hijo no deseado que expropia los planes que la madre tenía y no se ha perdonado a ella misma, todo lo cual entorpece la relación materno-infantil.
En todas las variadísimas situaciones en que nos podemos encontrar, los profesionales tienen que hallar la manera más ajustada a esa familia de acompañarla en su cotidianidad. Esas labores cotidianas que surgen espontáneamente en muchos casos le son fáciles a muchas personas, porque somos seres que imitamos. Pero es difícil que una pueda dar lo que no ha recibido. Acompañar a las madres con dificultades para hacer el vínculo, o procurar que ese vínculo sea no patológico, porque discapacita o genera dependencia que no permite la autonomía de la criatura, es una labor llena de cautela para que los miembros de la relación no vean en los profesionales de la salud mental observadores que imponen, sino acompañantes en el peregrinaje.
Es recomendable la película del 2011 Tenemos que hablar de Kevin por el esfuerzo admirable que la madre hace por buscar la manera. Pero más admirable aún es, a pesar de la trágica historia, el proceso de reencuentro y reconciliación fruto de la perseverancia y la incondicionalidad de su estar ahí. La ética del acompañamiento es un saber estar ahí: ni muy lejos, porque no vemos bien, ni muy cerca, porque intimidamos. No sé si nunca es demasiado tarde para tener una infancia feliz; sin embargo, sí debería intentarse al menos que el resentimiento no siga alimentando la desdicha.
Conclusiones
Es difícil, en sociedades moralmente plurales, tecnificadas, aceleradas, encontrar el punto adecuado para saber cuándo determinada relación materno-infantil no es saludable. A veces tenemos que llegar a extremos muy exagerados de violencia física o alta violencia simbólica o estructural para saber que algo no va bien.
Es importante estar atentos a los cambios en las maneras de criar y en las modas y nuevos límites y hábitos, porque no todo es respetable cuando la relación impide una vida cotidiana de calidad y con ella se entorpece el desarrollo de las dos personas: la interdependencia es crucial para el desarrollo de la vida buena de ambos.
La categoría de reconocimiento mutuo de Honneth nos permite encontrar desde la ética caminos para evitar heridas morales que entorpecen el desarrollo de la autoconfianza, el autorrespeto y la autoestima. Sobre todo, la primera esfera es la que más afectada se encontrará en una relación materno-infantil deteriorada.
El acompañamiento de los profesionales debe impulsar la creación de capacidades mediante la participación en entornos de calma para crear capacidades en ambos, madre e hijo, y poder llevar a cabo una relación de vínculos empoderadores y estabilizadores.
La dificultad de todo ello aconseja poder contar con comités de ética, porque son muchos los riesgos y los valores en conflicto, y a veces el profesional se puede encontrar con demasiadas complejidades difíciles de abordar.
El modelo de atención centrado en la persona debe serlo siempre en sus relaciones, porque la interdependencia nos es constitutiva, es condición humana. Y, al ser la relación materno-infantil una relación tan vital en el transcurso de nuestras vidas, es importante promover reconciliación, e incluso gestionar los duelos por la suerte de lo que nos ha tocado como madre o como hijo. La ética que debe primar es la ética cívica, de justicia, pero al centrarnos en los contextos relacionales y afectivos no es una justicia abstracta y fría, sino situada, cercana, muy atenta al cuidado.