Introducción
Habitualmente, el trabajo de los que nos dedicamos a la salud mental está orientado a evaluar la demanda de las personas que nos consultan y ofrecer una respuesta que tenga buenos resultados en la medida de lo posible. Se trata de una tarea enfocada a la persona, parte fundamentalmente de sus “síntomas” y se coloca en la órbita del concepto de “enfermedad mental”.
Sin embargo, debemos recordar que este tipo de orientación no es el único. De hecho, en los albores de la creación de los sistemas nacionales de salud y posteriormente con la reforma psiquiátrica, se propugnaba como esencial una perspectiva de atención comunitaria, con el foco puesto también en lo colectivo, las problemáticas locales, los determinantes sociales, los activos comunitarios salutogénicos y, en definitiva, en aspectos vinculados a la salud pública y los movimientos sociales (1).
Cabe preguntarse si uno de los problemas de los servicios de salud mental en la actualidad tiene que ver con este posicionamiento en nuestro trabajo. La demanda no deja de desbordarnos asistencialmente y, aunque se plantee en términos de síntomas y enfermedades, nuestras soluciones tecnológicas (ese conjunto de procedimientos de tratamiento que aplicamos en forma de psicoterapias, psicofármacos y cuidados enfermeros en su inmensa mayoría) no contribuyen tanto como desearíamos a la emancipación de las personas y buena parte acaban capturadas en nuestras consultas en la esperanza de una mejoría de su “trastorno mental” que muchas veces no acaba de llegar.
El propósito de este texto es poder reflexionar sobre los aspectos sociopolíticos que forman parte de la formulación de la demanda en salud mental, su evaluación y su respuesta. La pretensión no es únicamente acentuar el aspecto social del celebérrimo y manoseado modelo biopsicosocial de Engel (2), que se reivindica desde todos los sectores profesionales y cada uno de ellos identifica su propia posición como la equilibrada en esta terna biológica, psicológica y social. El principal objetivo es reflexionar desde una metaperspectiva sociopolítica que explique el papel de la atención en salud mental en el contexto actual y el modo en que nuestra disciplina condiciona las demandas de manera global en cantidad y forma. La reconsideración de estos aspectos puede traducirse en una mayor conciencia del impacto de nuestras intervenciones clínicas que nos ayude a mejorar nuestro trato con las personas que atendemos.
La demanda: reclamación individual y producto social
Un análisis superficial de la demanda dibuja una relación jerarquizada con roles diferenciados donde un actor pide y el otro contesta a esa petición. Esto es lo que suele identificarse con la demanda explícita del usuario, por ejemplo, medicación o psicoterapia para que los síntomas desaparezcan, un diagnóstico que nombre lo que le sucede a la persona, consejos para resolver un dilema, una baja laboral, interceder con terceros para mediar en un conflicto… Pero también existe una demanda implícita, como puede ser el desahogarse, comprender qué le pasa, sentirse comprendido, desculpabilizado…
Por si fuera poco, en este encuentro aparecen otros actores secundarios que no están presentes físicamente pero que tienen sus propias peticiones y que se filtran en la consulta: demandas de la familia y allegados, del médico de atención primaria u otro profesional que remite al paciente, de la empresa o dispositivo educativo en el que trabaje o estudie la persona, de la institución para la que nosotros trabajamos (que no haya reclamaciones o que se den altas pronto para reducir listas de espera, por ejemplo), y así hasta llegar a lo que demanda la sociedad que hagamos con el sufrimiento de las personas que consultan en nuestros servicios de salud mental. En este análisis tampoco podemos olvidar nuestras propias demandas que hacemos como profesionales a las personas que atendemos, muchas de ellas implícitas: que formulen su problema en nuestros términos preferidos, que no nos pidan imposibles y nos hagan sentir impotentes o que mejoren con nuestra respuesta clínica.
Nuestro trabajo de evaluación tiene que ver con trascender la formulación explícita de la demanda inicial e identificar todas estas expectativas y sus protagonistas, reconocer las confluencias y contradicciones y trabajar con la persona que atendemos en la búsqueda de la mejor respuesta para ella. Sin embargo, para entender los cambios globales que se producen en las demandas en salud mental, es necesario ampliar el foco y pensar en las influencias del contexto sociocultural y político en el que se desenvuelven.
En los últimos decenios estamos asistiendo a un incremento de las demandas tanto en atención primaria como en los servicios de salud mental. Por una parte, reclamamos más profesionales para poder atenderlas porque hay personas con problemas mentales graves que en muchas ocasiones son atendidas con demasiada demora y sin los recursos suficientes. Por otra, está el temor de que esta dinámica pueda no tener fin y se cumpla el clásico de que “cuanta más oferta haya, más demanda se producirá”. La explicación que se ha dado a este fenómeno se conoce como la “medicalización de la vida”, que, en el terreno de la salud mental, supone que las personas consulten con mayor frecuencia ante malestares vitales que antes eran abordados en otros espacios sociales o con otras herramientas culturales. Iván Illich fue el primero que explicó en su libro Némesis médica (3) cómo el sistema sanitario ha expropiado la capacidad de las personas y su entorno de afrontar muchos problemas de salud que ahora necesariamente dependen de un abordaje tecnológico especializado. Desde entonces se ha profundizado y escrito mucho sobre este fenómeno y sus consecuencias, tanto en el ámbito médico general (4) como en la salud mental en particular (5).
En nuestro campo se ha generado una dinámica de dependencia donde las personas se sienten vulnerables, con la sospecha de que sus sentimientos o experiencias pueden ser síntomas de un trastorno y en riesgo permanente de enfermar. Para afrontar esta inseguridad, necesitan que unos profesionales expertos e idealizados certifiquen su estado y los conduzcan a la salud y el bienestar.
Otro cambio crucial a nivel global de la demanda, más allá de su incremento desaforado, tiene que ver con su expresión cualitativa. Ian Hacking, filósofo e historiador de la ciencia, es conocido en nuestro entorno (6) por su propuesta de una categoría de análisis a la que denominó “enfermedad mental transitoria”, aquella que aparece en un tiempo y un lugar determinado y, o bien desaparece sin dejar rastro, o bien reaparece en otro lugar y en otras circunstancias, siempre por razones que tienen que ver con el ambiente cultural de la época o con el contexto socio-geográfico en el que la enfermedad surge como tal. Aunque el caso más estudiado es el del trastorno múltiple de la personalidad (7), Hacking aborda en su obra otros ejemplos como la esquizofrenia, el autismo, la fuga psicógena, el trastorno explosivo intermitente o el TDAH. En su análisis, Hacking se plantea cuánto hay de elaboración cultural en un determinado trastorno mental y establece las condiciones para que se produzca su aparición de novo, su popularización, desaparición posterior o su resurgimiento.
Hacking explica que las clases humanas son interactivas, están afectadas por las prácticas culturales y cambian según la manera en que son descritas y clasificadas (a diferencia de las clases naturales, como los electrones, por ejemplo). Las clases humanas cambian su manera de ser y actuar en relación a cómo son nombradas y a este fenómeno lo llama el efecto bucle (looping efect) (8). Las personas tienden a constituirse, a permanecer e incluso a crecer, en el ámbito clasificatorio en el que han sido descritas o diagnosticadas. La aparición de la fibromialgia, la popularización de la depresión o el TDAH, la desaparición de la histeria y sus presentaciones clásicas… son ejemplos de este efecto bucle. Otro caso es el de la China postmaoísta, porque, cuando Mao estaba en el poder, la neurastenia era el diagnóstico más popular y estaba caracterizada por fatiga, excitabilidad y trastornos del sueño. Con la apertura del país, la neurastenia fue desplazada por el diagnóstico de depresión, con una presentación clínica más ajustada a los criterios DSM-III (9). Este efecto bucle nos ayuda a entender cómo las clasificaciones profesionales, resultado del conocimiento construido en nuestra disciplina, la ideología y la oferta de servicios, condicionan la aparición y conformación de los problemas mentales que se concretan en la demanda.
La respuesta clínica: solución tecnológica y función sociopolítica
El célebre aforismo del martillo dorado dice que “cuando la única herramienta que tienes es un martillo, todo problema comienza a parecerse a un clavo” y da cuenta de cómo se empiezan a definir los problemas según la solución de la que disponemos. La socióloga Ota de Leonardis explica el abordaje de los problemas sociales y el papel de la psiquiatría y la salud mental aludiendo a este mito de la competencia especializada (10). Desde esta perspectiva, los problemas sociales no son definidos como tales para darles una respuesta sino que sucede al revés: si disponemos de una solución tecnológica, esta determina la forma en que vemos el problema, es más, determina cuál es el problema. Las competencias científicas, las metodologías, las estructuras administrativas y las técnicas de intervención plasman el problema a su propia imagen y semejanza. De esta manera, los problemas clínicos que no pueden ser definidos en medicina por sus respuestas tecnológicas (como algunas de las antiguas enfermedades psicosomáticas y todo lo social) se descargan en la salud mental. A nivel social, igualmente, las formas de molestia social que no se pueden ligar directamente a delitos, y, por tanto, no se pueden leer en códigos de responsabilidad que definen la competencia del derecho penal, se descargan en la salud mental. Finalmente, la propia salud mental, repite el mismo procedimiento y lee todos estos problemas sociales desde este paradigma racionalista de inversión del problema-solución: se redefinen las demandas como diagnósticos que nos permiten aplicar nuestra solución individual tecnológica, independientemente de su contexto y condicionamientos sociales.
Esto nos conduce a cuestionarnos sobre cuáles son las funciones de la psiquiatría. La reflexión que nos hace Alberto Fernández Liria es que la psiquiatría no es una ciencia porque el objeto de la ciencia es producir conocimiento y el de la psiquiatría es producir un bien social (11). Por ello, entra dentro del orden de la tecnología y, como tal, está al servicio de lo que la sociedad le demande. El devenir histórico de la psiquiatría está condicionado, por tanto, por los cuatro encargos que le ha ido haciendo la sociedad desde su aparición como disciplina. El primero marca el nacimiento de la psiquiatría como tecnología y su desarrollo a lo largo del siglo XIX y es que justifique y gestione un espacio de exclusión, el asilo. Este se había creado varios siglos antes para encerrar a aquellas personas que tenían comportamientos que entorpecían la convivencia en las ciudades pero no se prestaban a ser reguladas por el aparato de la justicia porque se consideraba que carecían de libre albedrío.
El segundo encargo que se suma al anterior se sitúa a finales del siglo XIX, cuando el desarrollo industrial requiere mano de obra cualificada y los trabajadores han de estar disponibles en su puesto laboral. Desde entonces, la psiquiatría se responsabiliza de tratar lo que se denominaron “trastornos neuróticos” para mantener a los trabajadores en los sistemas de producción, e, incluso, a través de la rehabilitación, se pone en marcha un procedimiento tecnológico que busca la incorporación laboral de los trastornos mentales graves.
A finales del siglo XX, cuando se produce la crisis del petróleo y se colapsa el modelo keynesiano de crecimiento capitalista, se produce el tercer encargo: contribuir a la expansión del mercado para seguir produciendo un beneficio creciente. El pedido es destruir los medios que satisfacen necesidades que no sirven para realizar beneficios y poner en juego nuevas mercancías que los sustituyan. El malestar y el sufrimiento cotidianos, que siempre se han afrontado con el concurso de las redes tradicionales de contención, ya sean de carácter vecinal, religioso, familiar o sindical, y a través de rituales y otros mecanismos más o menos colectivos, se convierten en una enfermedad. La psiquiatría transforma ese malestar en una condición que precisa de tratamiento por expertos y mediante diversas mercancías (psicofármacos, psicoterapias, mindfulness, coaching…), que han propiciado una expansión del capitalismo en este terreno. Este análisis enriquece el planteamiento de Iván Illich sobre la expropiación de la salud que ha realizado la medicina y da cuenta de la colusión de los intereses comerciales y corporativistas que hay en juego. Desposeer a los ciudadanos de su capacidad para gestionar las dificultades en comunidad no es una vía para empoderarlos individualmente, sino una estrategia liberal que los conduce a consumir mercancías y depender de los expertos.
El cuarto encargo es muy reciente y está determinado por la desregularización de los sistemas de protección y equidad social como la educación, los servicios sociales o los sanitarios. Con la progresiva desaparición del Estado como garante, el sujeto se convierte en el único responsable de su destino, en un empresario de sí mismo y de su salud, ajeno a cualquier determinante social. La psiquiatría y la psicología participan de esta dinámica en la medida que pueden justificar la desprotección en nombre de la autonomía, la responsabilidad individual y la libertad frente a la injerencia del Estado. Finalmente, la disolución de la atención a la salud mental pública en un sistema sanitario privado donde cada individuo intenta resolver de forma independiente su sufrimiento psíquico acaba con la posibilidad de un planteamiento colectivo y de salud pública de los problemas mentales. De esta manera, no podemos explicar la atención en salud mental únicamente como la provisión de un benevolente cuidado sanitario a las personas con sufrimiento psíquico, sino que tiene unas implicaciones sociopolíticas que no nos pueden resultar ajenas (12).
Repercusiones del solucionismo individual tecnológico
Las respuestas clínicas que ofrecemos los profesionales de la salud mental son potentes y eficaces en muchas ocasiones y, por ese motivo, también están expuestas a producir efectos secundarios. Los daños son manifiestos en las prácticas coercitivas, resultan obvios cuando hablamos de los tratamientos psicofarmacológicos y sus efectos adversos (13), pero también se han demostrado con los abordajes psicoterapéuticos (14, 15). Esta iatrogenia clínica supone un cuestionamiento a nuestras prácticas y por ello ha sido minimizada históricamente y poco investigada. Afortunadamente, en los últimos años van surgiendo voces de personas con experiencia de sufrimiento psíquico y de profesionales críticos que ponen de manifiesto las limitaciones de nuestros tratamientos y los daños que conllevan.
Si ampliamos el foco y trascendemos los daños intrínsecos que producen nuestras intervenciones, podemos reflexionar también sobre las consecuencias del incremento de las demandas en salud mental y cómo estas se realizan y se atienden predominantemente desde un modelo médico con la provisión de un tratamiento individualizado. Este éxito de la psiquiatría y la psicología en redefinir las demandas de malestar psíquico como un trastorno mental y hacerse cargo de todas ellas hasta la saturación ha dado lugar a un solucionismo tecnológico individualizado que tiene el riesgo de soslayar el contexto de las personas y desconsiderar una mirada colectiva y social que pueda ayudar a explicar el sufrimiento de manera más completa y útil (16). A cambio, nuestras ideologías actuales sobre la salud mental han fomentado que multitud de personas crean que están enfermas y que consideren su intensidad emocional como peligrosa y como algo que necesita ser suprimido, en vez de una experiencia humana que necesita respuestas también humanas y sociales. Los servicios de salud mental se han convertido en portavoces de una industria farmacológica y psicoterapéutica que descontextualiza el dolor, el miedo, la tristeza y el enfado. De esta manera, la narrativa de salud mental corre el peligro de crear y solidificar los trastornos mentales que dice aliviar, porque amplifica la vulnerabilidad de las personas y las trata con un paternalismo y una simpatía condescendientes (17).
Los tratamientos psicológicos o psiquiátricos se han convertido en un privilegio, no solo por las listas de espera y la saturación de los servicios públicos, sino porque en la actualidad estar con un experto “psi” es una mercancía preciada. En este ritual de asistencia las personas creen que su salud se beneficia con el tratamiento, aunque el resultado pueda ser que disminuya la capacidad de mucha gente para afrontar las adversidades cotidianas. La aparición de significados médicos o psicológicos para interpretar el sufrimiento psíquico provoca una mayor soledad para afrontarlos en el entorno cotidiano y conduce a depositar este sufrimiento en los servicios sanitarios, lo que incrementa la demanda.
El filósofo Byung-Chul Han lo describe con elocuencia (18):
El sufrimiento, del cual sería responsable la sociedad, se privatiza y se convierte en un asunto psicológico. Lo que hay que mejorar no son las situaciones sociales, sino los estados anímicos. La exigencia de optimizar el alma, que en realidad la obliga a ajustarse a las relaciones de poder establecidas, oculta las injusticias sociales. Así es como la psicología positiva consuma el fin de la revolución. Los que salen al escenario ya no son los revolucionarios, sino unos entrenadores motivacionales que se encargan de que no aflore el descontento y mucho menos el enojo. […] En lugar de revolución hay depresión. Mien-tras nos esforzamos en vano por curar la propia alma perdemos de vista las situaciones colectivas que causan los desajustes sociales. Cuando nos sentimos afligidos por la angustia y la inseguridad, no responsabilizamos a la sociedad sino a nosotros mismos. Pero el fermento de la revolución es el dolor sentido en común. […] La sociedad paliativa despolitiza el dolor sometiéndolo a tratamiento medicinal y privatizándolo. De este modo se suprime y se desbanca la dimensión social del dolor.
La narrativa de salud mental se está convirtiendo, en muchas ocasiones, en la gran encubridora que oculta y apacigua los conflictos sociales. Tendríamos que preguntarnos lo que nuestros diagnósticos están enmascarando, por ejemplo, cuántas mujeres con biografías de opresión patriarcal, únicas responsables de los cuidados de padres, hijos, parejas, familiares enfermos, sin reconocimiento y sin salida, están nombradas como “distimia”. O cuántas historias de abusos, acoso escolar o negligencias hay escondidas detrás del diagnóstico “trastorno límite de la personalidad”. O cuántos abusos de poder laboral y estructural podríamos encontrar debajo del diagnóstico “depresión”. Todas las etiquetas de enfermedad mental tienen el poder de desconectar el sufrimiento de la persona de su contexto y remitirlo a unos neurotransmisores desequilibrados o a una incapacidad individual de afrontamiento.
La indicación de no-tratamiento: un sesgo hacia la salud y la politización del sufrimiento psíquico
Las teorías y explicaciones que aportan la psiquiatría y la psicología sobre el sufrimiento psíquico recaen mayoritariamente en el individuo en cuanto sujeto particular, ya sea desde una perspectiva biológica o psicológica, y, consecuentemente, las respuestas tecnológicas que ofrecemos, las que nos constituyen como profesionales de salud mental, tienen como diana principal la psique y el cerebro de las personas que atendemos. Por ello, el contenido de las revistas “científicas”, los cursos de formación y las reuniones en jornadas y congresos de las sociedades profesionales tratan mayoritariamente sobre diagnósticos y tecnologías de tratamiento (afortunadamente, la AEN preserva temáticas más diversas, abiertas y críticas).
Ocasionalmente, se publican textos que describen y honran determinadas prácticas terapéuticas que, para reivindicarse, se oponen como alternativa a la inter-vención denominada “indicación de no-tratamiento” (19,20). Aun a riesgo de que hagan un planteamiento dilemático falso, de manera que se puedan simplificar y tergiversar las propuestas para radicalizarlas, es valioso que abran un debate sobre la evaluación de la demanda en salud mental y las respuestas que damos. No obstante, no deja de resultar sorprendente que, cuando estamos viviendo una coyuntura de psicopatologización de la vida e idealización de la salud mental en la que los tratamientos psicológicos y psiquiátricos jamás habían alcanzado tanta popularidad, especialmente los psicofarmacológicos, el objeto de la crítica sean los peligros de la indicación de no-tratamiento.
Hay que partir de la base de que, aunque cada profesional tenemos nuestras prácticas terapéuticas favoritas, la indicación de no-tratamiento es universal, es decir, todos con mayor o menor frecuencia atendemos a personas que, después de evaluarlas, finalmente no diagnosticamos de un trastorno mental ni les proporcionamos un tratamiento. Una parte del debate se sitúa entonces en dónde situamos el fiel de la balanza entre la enfermedad y la salud, el ajuste a la norma y la diversidad, la respuesta tecnológica sanitaria y los activos comunitarios. La otra parte tiene que ver con cómo se lleva a cabo la indicación de no-tratamiento, porque esta intervención no es un mero trámite burocrático.
La indicación de no-tratamiento podríamos definirla como una conversación terapéutica que parte de la escucha de la narrativa que da cuenta del sufrimiento psíquico de la persona (con toda su carga emocional e incluyendo lo que cree que le está sucediendo y lo que espera de su relación con el profesional) y que, posteriormente, se abre a indagar su conexión con campos de significados vinculados a la salud y al contexto (familiar, laboral, social, académico, cultural, de género, económico, de clase, etc.). De resultas de esa conversación, cabe la posibilidad de que la persona se emancipe de los servicios de salud mental, desconecte el significado de su sufrimiento con el de unos síntomas de un trastorno mental y lo contextualice en el marco de la salud y con la necesidad de apoyos, en todo caso, en la comunidad (21). Esta práctica enlaza con el planteamiento inicial de la atención primaria de salud y la reforma psiquiátrica, que abogaban por un planteamiento asistencial con el foco también puesto en lo comunitario.
Desde una metaperspectiva sociopolítica, la indicación de no-tratamiento se resiste a dar por supuestos muchos de los valores que han recaído sobre la atención en los servicios de salud mental en la sociedad neoliberal en la que estamos, como son, la individualización de los problemas y de los afrontamientos, la enfermedad como referente de todo malestar, la obligatoriedad del ajuste a la norma o la despolitización del sufrimiento.
Todos los tipos de escucha que hagamos (psicoanalítica, mentalizante, sistémica, sintomática, social, etc.) tienen sesgos, porque nos conducen a campos de significados distintos. Ni existe la escucha ingenua y neutral ni podemos pensar que nuestras respuestas tecnológicas no están cargadas de valores. Lo que sí que podemos analizar y de lo que hacernos cargo es qué sesgos tiene nuestra ideología profesional y qué daños podemos ocasionar con su práctica clínica.
La indicación de no-tratamiento pretende privilegiar la salud y lo social de la terna mágica de Engel, porque en la actualidad la hegemonía de lo individual, ya sea en su formato biológico o psicológico, es abrumadora. En esta apertura a la desmedicalización, la indicación de no-tratamiento corre el riesgo de realizar una excesiva normalización del sufrimiento psíquico o deslizarse hacia una perspectiva “sociologista”. En manos de algunos gestores o de profesionales quemados puede, incluso, convertirse en un arma para desentenderse de los problemas mentales de las personas. En la medida en que seamos conscientes de nuestros sesgos y limitaciones, de nuestras necesidades personales, corporativas, profesionales y de nuestros conflictos intelectuales, reduciremos el margen para hacer mala praxis (22).
La apertura de las personas hacia la emancipación de los servicios de salud mental no deberíamos actuarla desde la arrogancia profesional que nos puede proporcionar nuestro papel de expertos en psiquiatría o psicología (23). Precisamente, la indicación de no-tratamiento ha de resolverse desde el reconocimiento de nuestra imposibilidad de tener una respuesta clínica eficaz frente a determinadas demandas. Se trata por tanto de una práctica que ha de hacerse desde la honesta cesión de poder y no desde el ejercicio del mismo, y en una conversación que tiene la intención de ser tan horizontal como sea posible, en la que el desenlace es discutido y pactado. Muchas de estas demandas no precisan tratamientos clínicos pero sí apoyos sociales, legales, humanos… y por ello es muy importante que conozcamos los activos comunitarios locales y que podamos orientar a las personas a recabar estos recursos.
La atención en salud mental: un espacio técnico y político
Los profesionales de salud mental no trabajamos como sociólogos, ni como políticos, y, teniendo en cuenta cómo están organizados los servicios, tenemos que dedicarnos a dar respuesta a las demandas individuales que nos llegan de las personas que nos consultan. Sin embargo, tener una perspectiva que dé cuenta del contexto personal, biográfico, social y político, y reflexionar sobre la función social y política de nuestra labor, puede ayudarnos a ampliar nuestro horizonte clínico y mejorar la atención a las personas.
A nuestras consultas llegan tanto experiencias saludables (en forma de duelos, preocupaciones, temores o dilemas morales) como sufrimientos legítimos ante problemas sociales. Medicalizar las primeras e individualizar los segundos con una respuesta tecnológica sin más (siempre bienintencionadamente y con el propósito de ayudar) es una acción política que puede resultar dañina si no estamos considerando, además, la salud, el contexto personal y el marco social.
Las teorías que conceptualizan el sufrimiento psíquico y proponen remedios para aliviarlos no son inocuas y ya hemos visto que la práctica desmedicalizadora de la indicación de no-tratamiento tampoco lo es. Por eso resulta más estimulante intelectualmente y más útil para las personas que atendemos plantearnos nuestros propios límites. Los psicólogos británicos nos sacan mucha ventaja en esto y señalan los traumas que puede provocar la atención en los servicios de salud mental de forma inadvertida (24), las limitaciones de la perspectiva individual del sufrimiento psíquico (25) o el riesgo que tenemos los profesionales de convertirnos, con nuestra práctica clínica, en colaboracionistas de las políticas neoliberales que desean desarticular cualquier planteamiento colectivo del malestar de los ciudadanos (26).
Foucault decía que las personas nunca son, solamente, receptores pasivos de lo que les pasa en la vida, siempre hay algún punto de resistencia. Desde esta perspectiva, el sufrimiento sería esa respuesta, una protesta frente a la amenaza de un poder, un testimonio que da cuenta de lo transgredido y se resiste a ello, que señala la vulneración de valores o principios que nos tienen que incumbir a todos (27). Por eso es importante dar visibilidad a las inequidades estructurales que se concretan en violencias económicas, sociales, de vivienda, laborales, migratorias, sexuales, domésticas, raciales… que atraviesan las vidas de las personas y cuyas respuestas de supervivencia son las que reconvertimos en síntomas de una enfermedad individual.
Muchos de los problemas sociales dan la cara por primera vez en los servicios sanitarios y es fundamental que atendamos el sufrimiento de las personas con la respuesta tecnológica que consideremos, si es preciso, sin caer en el abandono o la negligencia. Pero también es crucial que las ayudemos a politizar su malestar y darle una dimensión colectiva. El espacio clínico ha de ser un paréntesis transitorio en la vida de las personas, en lo transversal y en lo longitudinal, que no puede convertirse en hegemónico ni esencial, porque las personas estamos inmersas en lo social. Y este paréntesis ha de ser lo más breve posible, no para aliviar las agendas clínicas, sino porque expropiar la salud de las personas y hacerlas dependientes las daña. Debemos incluirlas en los procesos de definición de los problemas y las soluciones como sujetos titulares de capacidades, dotados del poder para decidir. Nuestra tarea parte de la demanda y cuenta con la sabiduría de la persona para abrir campos de significados útiles, perspectivas que propicien su emancipación, desde una intención de equilibrio y cesión de poder.
A lo largo de nuestra trayectoria los profesionales no dejamos de formarnos en la utilidad de muchas teorías para entender el sufrimiento psíquico, estamos entrenados en detectar las desviaciones de la normalidad y somos diligentes en proporcionar tratamientos, aunque a veces no son tan útiles como desearíamos. Toda esta formación clínica se da por supuesto; sin embargo, no reflexionamos tanto sobre los excesos de nuestras intervenciones, los límites que tienen, los daños que causan y sobre las implicaciones de nuestra tarea en el marco social. Es crucial que desde el principio los residentes reciban también formación en prevención cuaternaria, que reciban supervisión de los tratamientos que lleven a cabo pero también de las indicaciones de no-tratamiento que realicen. Que además de la sólida formación en los abordajes psicoterapéuticos y psicofarmacológicos tengan en cuenta una perspectiva social que amplíe la mirada individual del sufrimiento psíquico. Por otra parte, una metaperspectiva sociopolítica de nuestra labor profesional puede ayudarnos a reflexionar sobre lo que estamos haciendo en el día a día y a preguntarnos si cuando reclamemos más recursos a nuestros representantes políticos, los vamos a emplear únicamente en ofertar soluciones individuales con más profesionales para atender más consultas para pretender tapar las infinitas demandas, en más unidades específicas para determinados diagnósticos, en más camas hospitalarias, o si se nos van a ocurrir alternativas. Pero este es otro debate…