COVID-19 es una enfermedad multisistémica poliédrica causada por el coronavirus SARS-CoV-2 descrito en China a finales de 2019 como un síndrome neumónico similar al ocasionado por otros coronavirus (SARS-CoV-1 o MERS-CoV); su alta infectividad (con supercontagiadores que, con actividades como el canto en un coro, son capaces de producir una tasa de ataque de 86,7 % (52/61) y una mortalidad de 3,28 %) (1) ha permitido que se disemine rápidamente por todo el mundo. Más allá del síndrome neumónico, han cobrado relevancia otros cuadros como manifestaciones graves de autoinmunidad (tormenta de citoquinas), fenómenos trombóticos, afectación cardiaca, renal, neurológica, digestiva y dermatológica (2).
Al hacerse velozmente pandémica, esta infección ha llegado a colapsar durante semanas sistemas sanitarios modernos, provocando un reto sociosanitario sin precedentes. Mientras que las administraciones se organizaban para establecer hospitales provisionales, residencias medicalizadas o hacerse con el stock necesario de equipos protección individual (EPI), mascarillas y ventiladores, los ciudadanos se han enfrentado no solo al riesgo de contagio o a la lucha con la enfermedad, sino a los efectos colaterales de las medidas que están salvando vidas. La soledad, la precariedad económica, laboral y habitacional se han hecho cada vez más presentes. Y la suma de todos estos factores son el caldo de cultivo perfecto para provocar alteraciones nutricionales que son capaces de lastrar la salud a un corto, medio y largo plazo. Tal y como está descrito en estudios poblacionales, el aumento de las diferencias económicas y la pobreza llevan al aumento de la gran doble epidemia del siglo XXI, la “malnutrición” , con la obesidad por un lado (mayor consumo de productos hipercalóricos que son elegidos por ser menos perecederos y por una percepción de ser más económicos, unido a una disminución de la actividad física ocasionada por el confinamiento y el miedo a socializar) y, por el otro, la desnutrición (asociada a situaciones de pobreza extrema, soledad, depresión y precariedad social) (3). Estas dos situaciones supondrán no solo un aumento de las comorbilidades y una disminución probable de la esperanza de vida de los países desarrollados a medio plazo, sino que en el contexto de la infección COVID-19 están directamente relacionados con el aumento de mortalidad. Desde la publicación de las primeras series de pacientes, la obesidad (y también la diabetes mellitus) ha supuesto una de las comorbilidades más relacionada con la mortalidad en estos pacientes, habiéndose igualado la mortalidad de pacientes jóvenes obesos con la de ancianos en algunas publicaciones (4); y, por otro lado, la desnutrición en sí misma es un factor de mortalidad asociado.
Las sociedades científicas regionales, nacionales e internacionales relacionadas con la nutrición clínica (ESPEN, ASPEN, BAPEN, SEEN, SENPE, SANCYD...) han publicado sus recomendaciones basadas en la experiencia procedente de anteriores epidemias (SARS-CoV-1, Gripe H1N1) adaptándolas a la nueva realidad (5,6). Coinciden en recomendar una dieta hipercalórica e hiperproteica y en detectar de forma precoz a aquellos pacientes en riesgo de desnutrición. A medida que se conocían más los efectos del virus, nos familiarizamos con síntomas habituales como la anosmia, la disfagia o la pérdida rápida de la masa muscular. Todos ellos favorecedores de desnutrición y sarcopenia.
Identificar a los pacientes con alto riesgo de desnutrición fue el primer gran reto nutricional. Las nuevas normas en la relación médico-paciente durante la pandemia, que han primado el seguimiento telemático, han hecho que muchos elementos que son considerados necesarios en el contexto de un cribado nutricional sean obtenidos con mayor dificultad; por otro lado, en nuestro entorno, la COVID-19 pasó de ser una enfermedad eminentemente hospitalaria a una enfermedad comunitaria (en sus formas menos graves), con las mayores cohortes de pacientes seguidas por médicos de familia desde los centros de Atención Primaria y con foco en la Telemedicina. Estos dos elementos han hecho reevaluar los distintos cribados nutricionales. Los métodos MUST, GLIM, NRS-2002, nos permiten cribar la desnutrición, pero en ocasiones su aplicación es difícil y las condiciones actuales afectan a su sensibilidad. En nuestra opinión, por su facilidad de uso en Telemedicina, por su versatilidad (pudiendo ser utilizado en hospitales, en residencias sanitarias o en la comunidad), y por sus características intrínsecas, el método de cribado SNAQ, en sus diversas formas, nos ha sido útil en la detección de los pacientes con mayor riesgo de desarrollar complicaciones desde un punto de vista nutricional.
Por otro lado, en los pacientes COVID graves y alto riesgo nutricional, el acceso, modo y fórmula enteral han sido ampliamente discutidos. Así, las distintas modalidades ventilatorias (ventilación mecánica no invasiva, invasiva, posiciones como el decúbito prono), las largas estancias en UCI y en plantas de hospitalización han determinado el soporte nutricional en estos pacientes. Como ejemplo, el tratamiento específico y uso de fármacos experimentales como lopinavir/ritonavir, ha requerido que atendamos a la composición de las sondas de nutrición enteral, abandonando en estos pacientes el uso de sondas de poliuretano habitual frente a otros materiales como el PVC o la silicona. Todo ello ha supuesto que se preste una especial atención a la seguridad de la nutrición enteral y al riesgo de broncoaspiración.
Dada la estrecha relación entre aporte vitamínico adecuado y sistema inmune, algunas vitaminas se han propuesto como posibles tratamientos para la COVID-19, de esta forma la vitamina D parece ayudar a prevenir la enfermedad (7). Sin embargo, la evidencia actual no permite recomendar su suplementación generalizada (8).
La selección de la fórmula enteral se ha discutido ampliamente más allá de la recomendación estándar de nutrición hiperproteica. El uso de la inmunonutrición se ha planteado en el contexto del exceso de mortalidad observado en nuestras poblaciones que parece deberse a una sobrerrespuesta del sistema inmunitario, produciendo el efecto conocido como “tormenta de citoquinas” . A pesar del razonamiento fisiopatológico correcto, es de tener en cuenta que uno de los principales principios de la bioética que debe estructurar cualquier acción médica es el “primum non nocere” (ejemplo de ello es la controversia actual acerca de las dudas sobre la efectividad y seguridad de la hidroxicloroquina) (9). En este sentido, la evidencia de uso de fórmulas inmunomoduladoras (arginina, RNA, u omega-3) en el paciente crítico es controvertido. Nosotros creemos que las fórmulas enriquecidas con omega-3 sí tienen un papel relevante en pacientes con COVID-19 con afectación respiratoria y sometidos a ventilación mecánica, siempre y cuando se tenga en cuenta la ratio omega-3/omega-6, dado el elevado riesgo trombótico que presentan estos pacientes (8). Además, tampoco podemos recomendar el uso generalizado de fórmulas ricas en grasas. Aunque es cierto que en determinados pacientes pueden ser beneficiosas y pueden mejorar la retención de CO2, distintos análisis han objetivado que la mejor aproximación en el paciente obeso crítico con retención de CO2 es realizar una nutrición hipocalórica, aproximándose a los requerimientos calóricos estimados, sin sobrepasarlos (5,10).
La diarrea ha sido un efecto adverso frecuente, difícil de filiar y de tratar. En el paciente COVID-19 puede ser originada por la propia enfermedad (diarrea malabsortiva), por desnutrición, por sobrecrecimiento bacteriano o por uso de antibióticos o de antivirales (p. ej. ritonavir/lopinavir). Diversos grupos han recomendado el uso de fórmulas oligoméricas o predigeridas en estos pacientes. En nuestra opinión, si bien estas fórmulas no son de primera elección, sí que creemos que pueden ser una alternativa de utilidad en su manejo.
Por último, debemos reflexionar sobre el estado nutricional en la era posCOVID-19. Esta etapa estará marcada por una situación socioeconómica compleja y por un aumento de las desigualdades, siendo nuestro deber ofrecer una opción nutricional eficaz y sana a todos los grupos poblacionales en el margen de sus posibilidades, permitiendo a las personas en una situación económica desfavorecida realizar una alimentación adecuada y a un precio asequible. Si no lo logramos, solo habremos cambiado la mortalidad por COVID-19 por mortalidad por otro tipo de enfermedades, bien conocidas, que han sido las epidemias reales a las que nos hemos enfrentado en el pasado reciente, nos enfrentamos actualmente y nos seguiremos enfrentando, como son: la desnutrición, la obesidad, la diabetes mellitus, la hipertensión arterial y la dislipemia, y cuyos resultados en salud están intrínsecamente unidos a nuestro estilo de vida.
En el paciente COVID-19 el despistaje de la desnutrición y las recomendaciones nutricionales específicas deben ser actuaciones básicas, sea cual sea el lugar donde estésiendo atendido el enfermo (Urgencias, Medicina Interna, Respiratorio, UCI, Atención Primaria o residencias) y es nuestro deber orientar las terapias e indicaciones nutricionales que deben recibir en caso de que se detecte riesgo o presencia de malnutrición.