Introducción
Cada vez que una persona consulta por problemas de salud mental, los clínicos nos enfrentamos con la amplitud de la experiencia humana que se despliega inmediatamente después de la primera pregunta obligada: ¿qué es lo que te ha motivado a venir a consulta? La singularidad de cada persona nos conecta a menudo con el inevitable dilema del psicoterapeuta. Las propuestas de intervención procedentes de las guías clínicas, fundamentadas en investigación nomotética, pueden resultar poco sensibles a las necesidades particulares de los pacientes (Castonguay, Constantino y Beutler, 2019a; Castonguay, Constantino y Xiao, 2019b; Goldfried y Wolfe, 1996).
La intrincada relación entre investigación y práctica clínica es tan antigua como la propia psicoterapia (Cautin, 2011; Meehl, 1957). La dimensión más nuclear quizás subyace en el problema epistemológico de reconciliar los principios nomotéticos e idiográficos que definen respectivamente a la producción científica y al quehacer clínico. En rigor, este clivaje trasciende las fronteras de la psicoterapia y constituye un fenómeno presente en cualquier disciplina científica con pretensión de aplicabilidad (O'Donohue, 2013).
En el presente trabajo trataremos de acercar a nuestro idioma un debate que principalmente se está produciendo en contextos anglosajones, pero que empieza a captar la atención de la comunidad científica y profesional hispanoparlante (Fernández-Álvarez y Castonguay, 2018). Se presentarán los argumentos principales que justifican la elaboración de un paradigma que persiga una investigación orientada por la práctica clínica (Barkham, Hardy y Mellor-Clark, 2010; Castonguay, Barkham, Lutz y McAleavey, 2013; Castonguay y Muran, 2015) y, específicamente, se enfatizará la necesidad de una ciencia de la psicoterapia con mayor relevancia clínica. Asimismo, se esbozarán algunas propuestas que se sustentan en el desarrollo de una mayor colaboración e integración del trabajo de investigadores y clínicos (Castonguay et al., 2019b; Goldfried, 2019).
Los cimientos de la psicoterapia
La psicoterapia puede ser definida como una práctica de ayuda de naturaleza invariablemente interpersonal que versa, en parte, sobre la complejidad que supone la interrelación entre dos o más consciencias que despliegan un vínculo en el tiempo con finalidades específicas (Norcross y Wampold, 2019; Prado-Abril, Gimeno-Peón, Inchausti y Sánchez-Reales, 2019a; Wampold y Imel, 2015). Por ello, no es posible construir una ciencia de la subjetividad sin apelar a instancias mentales, lo cual nos enfrenta al problema mente-cuerpo, y por lo tanto a discurrir sobre el estatus metafísico de la conciencia (Kind, 2019). En otras palabras, tratar de objetivar la subjetividad es una empresa de gran complejidad, que plantea problemas serios de factibilidad y proclive a la crítica. No faltarán voces que consideren innecesario y poco práctico tratar de respaldar la práctica psicoterapéutica en un sistema ordenado de conocimiento que permita explicar y predecir las conductas, las emociones y las cogniciones de las personas. Tampoco los que resuelvan el problema de la conciencia negando el poder de causación de los estados mentales (Ramsey, 2008). En definitiva, es el reto al que se enfrentó Wundt en el inicio mismo de la psicología: si la mente no posee capacidad de causación (es decir, de alterar otros estados mentales e incluso físicos), entonces la psicología como ciencia y la psicoterapia como práctica no tienen razón de ser (Dazinger, 1979).
¿De dónde parte la psicoterapia y qué busca?
Quizás haya que remontarse a la Grecia clásica del siglo V antes de Cristo para encontrar a los primeros psicoterapeutas. "El logos de los sofistas no es un órganon, un instrumento necesario para mostrar o demostrar lo que es, sino un phármakon, un remedio para la mejora de las almas" (Cassin, 2000, p. 750). De ahí que la psicoterapia como práctica pareciera encajar mejor con la concepción de un phármakon del lenguaje mediante el que los terapeutas, quizás sofistas contemporáneos, tratan de persuadir al consultante para que se encuentre mejor. Sin embargo, la psicoterapia busca ser rigurosa a partir de procedimientos respaldados en programas científicos. En otras palabras, la psicoterapia es una amalgama entre ciencia y arte (Hofmann y Weinberg, 2007) que requiere congeniar y vertebrar el criterio de verdad de la ciencia con los criterios de utilidad y esteticidad de la práctica para encontrar vías de construcción del conocimiento fructíferas.
En la práctica clínica interesa todo aquello que facilite la elaboración y reelaboración de determinadas nociones, ideas, creencias, esquemas, emociones y conductas que a su vez permitan construir un guión personal, una narrativa íntima, que en absoluto versa sobre el estatus objetivo o la cualidad de verdad de las cosas. Quizás sea en este punto donde la ciencia puede aportar a la psicoterapia mecanismos para facilitar dicha persuasión en función de las características, necesidades y preferencias de los pacientes. Puede parecer una paradoja, pero objetivar modos de subjetivación es el objeto de estudio de la disciplina.
Situación actual de la psicoterapia
Por ende, si aceptamos que la psicoterapia es una práctica que debería estar orientada científicamente y que su sostén epistemológico sigue abierto a ser desarrollado, podemos continuar con una breve descripción de su estatus actual. Hoy en día se puede afirmar que los tratamientos psicológicos, incluida la psicoterapia, son más efectivos que la ausencia de tratamiento en la mejora sintomática y en el incremento de la calidad de vida (Chambless y Hollon, 1998; Chambless y Ollendick, 2001; Lambert, 2013; Wampold, 2019; Wampold y Imel, 2015).
Sin embargo, hay que reconocer y aceptar con humildad que se han sobrevalorado los hallazgos en este campo de investigación (González-Blanch y Carral-Fernández, 2017; Sakaluk, Williams, Kilshaw y Rhyner, 2019). Asimismo, aunque hoy resulta indiscutible la efectividad de la psicoterapia, los grandes enigmas siguen sin tener respuestas concluyentes. En particular, los aspectos relativos al proceso psicoterapéutico, sobre cómo y para quién funciona la psicoterapia. Probablemente, la falta de consenso de la investigación sobre los principios de cambio (Castonguay et al., 2019a) ha auspiciado el gran debate contemporáneo entre los denominados factores específicos y factores comunes que, más allá de su interés, caracteriza otra de las grietas en el desarrollo de la disciplina (González-Blanch y Carral-Fernández, 2017; Hofmann y Barlow, 2014; Laska, Gurman y Wampold, 2014; Wampold y Imel, 2015). Sin embargo, el foco de la disciplina sigue siendo típicamente el desarrollo y diseminación de modelos de tratamiento que en general son reconocibles por acrónimos de tres letras (Paris, 2013). Del mismo modo, las principales soluciones para la brecha entre investigación y práctica parecen establecer un mero problema de implementación que prioriza una vía unidireccional en la que los hallazgos de la investigación debieran aplicarse en las consultas (Goldfried, 2019).
Es cierto que, en el momento actual, no existe mejor marco de referencia que el método científico para tratar de construir un lenguaje común que permita separar el grano de la paja y establecer ciertos criterios de demarcación. Sin embargo, bajo el halo de la cientificidad también se esconden prácticas de actuación cuestionables que ponen a la psicoterapia en el punto de mira de la crisis de replicabilidad de la ciencia (Leichsenring et al., 2017; Sakaluk et al., 2019; Tackett, Brandes, King y Markon, 2019). Además, existe un desbalance en el desarrollo de la ciencia de la psicoterapia a favor de los datos empíricos, en detrimento de la construcción conceptual y la plausibilidad de la lógica que sustenta un tratamiento (Berg y Slaattelid, 2017).
En definitiva, pensamos que en la actualidad se hace pertinente adoptar una actitud reflexiva y cultivar un sano y moderado escepticismo que nos permitan garantizar del modo más genuino posible el avance del conocimiento. Encontrar el modo de trasladar esta actitud a la ciencia institucional es una prioridad para favorecer el desarrollo de una disciplina más saludable (Frith, 2019). Ante ello, asoma la necesidad de aceptar que el estado actual de nuestro conocimiento es provisional, falible e insuficiente. Asimismo, asumir que la complejidad debe enfrentarse con una actitud abierta, integradora y con soluciones colaborativas.
¿PRODUCIR INVESTIGACIÓN EN EL LABORATORIO, APLICARLA EN LA PRÁCTICA CLÍNICA?
A lo largo de los años, ha prevalecido un modelo de implementación de la ciencia unidireccional. Es decir, se produce conocimiento en los laboratorios y ámbitos académicos, y se espera que los clínicos los utilicen. La idea de la implementación de las mejores pruebas disponibles contiene dos suposiciones parcialmente ciertas. En primer lugar, se debe considerar que el conocimiento disponible posee suficiente valor para merecer ser diseminado y, en segundo lugar, la creencia de que dicho conocimiento debe generarse en ámbitos de investigación y luego trasladarse a la realidad clínica.
Como trataremos de mostrar a continuación, la construcción del conocimiento en psicoterapia ha estado dominado por una visión eminentemente biomédica (Lebowitz, 2019). Esta aproximación ha facilitado la discusión sobre la utilidad de la psicoterapia frente a otro tipo de intervenciones, como la psicofarmacología, pero ha visto limitado su potencial en la aplicabilidad en contextos naturales. En este sentido, no toda la investigación existente merece ser diseminada y parte de la brecha entre investigación y práctica puede explicarse por la sacralización de los resultados obtenidos en los ensayos controlados aleatorizados (ECAs).
Entre los numerosos problemas que caracterizan a los ECAs, se pueden mencionar: la falta de representatividad de las muestras (Weisz et al., 2017), la rigidez de los procedimientos para garantizar una supuesta rigurosidad experimental (Beutler y Forrester, 2014), la focalización en síntomas y categorías nosológicas discretas (van Os, Guloksuz, Vijn, Hafkenscheid y Delespaul, 2019), así como el establecimiento del criterio de efectividad a partir de promedios grupales que, en muchos casos, pierden de vista las trayectorias individuales y el fenómeno de la variabilidad (Barkham, Delgadillo, Firth y Saxon, 2018). Asimismo, una gran proporción de la investigación se ha realizado en países ricos, occidentales, industrializados, democráticos y sobre personas preferentemente anglosajonas, caucásicas y con cierto nivel educativo (Henrich, Heine y Norenzayan, 2010). Por ello, el conocimiento disponible no es en absoluto representativo de amplios sectores de la población mundial. En cambio, resulta alentador e inspirador ver el incremento de investigación centrada en la producción de un conocimiento caracterizado por la especificidad contextual y cultural (e.g., Gómez, Iwakabe y Vaz, 2019; Zimmerman, Barnett, y Campbell, 2020).
Los tratamientos con apoyo empírico (TAEs)
Una fuente de acalorado debate en la comunidad científica y profesional es la escasa generalización de los hallazgos de los ECAs en la práctica clínica (Tortella-Feliu et al., 2016). Los denominados TAEs son la consecuencia directa de aplicar el método de los ECAs para trastornos mentales específicos (Chambless y Hollon, 1998; Chambless y Ollendick, 2001). Progresivamente la lista de TAEs se multiplicó en consonancia con la emergencia de nuevas formas de psicoterapia, desatendiéndose flagrantemente la noción más amplia e inclusiva de práctica basada en la evidencia (PBE; American Psychological Association [APA] Presidential Task Force on Evidence-Based Practice, 2006; Prado-Abril, Sánchez-Reales y Inchausti, 2017; Prado-Abril et al., 2019a). Entre las principales críticas recibidas destacan las preocupaciones acerca de la fortaleza real de dichos tratamientos, la dificultad para escoger entre dos TAEs con eficacia similar, la relevancia clínica de los resultados de investigación y la proliferación desmedida de manuales de tratamiento para trastornos específicos (Tolin, Mckay, Forman, Klonsky y Thombs, 2015).
Al margen del valor limitado que se puede presuponer a los ECAs por su falta de validez externa, no son escasos los problemas identificados a lo largo de estos años. Recientemente, Sakaluk et al. (2019), en una revisión meta-científica, encontraron que las estimaciones de potencia y replicabilidad son relativamente bajas en una proporción nada desdeñable de TAEs. Por su parte, Leichsenring et al. (2017) han profundizado en los sesgos que podrían estar afectando a la replicación de los resultados de la investigación en psicoterapia. De forma sucinta, describen sesgos relacionados con la lealtad al modelo preferido en todas las partes implicadas en el proceso (investigadores, clínicos, supervisores, revisores y editores); falta de integridad en la aplicación del tratamiento presente en el 96% de los ECAs (Perepletchikova, Treat y Kazdin, 2007); ausencia de valoración de los efectos del terapeuta confundiéndose el peso relativo de la técnica; sobreestimación de tamaños del efecto pequeños; flexibilidad en los diseños de investigación con múltiples medidas que se seleccionan posteriormente a conveniencia, incluyendo hipótesis poco claras que se acomodan a los resultados; tamaños muestrales pequeños; sesgos de publicación; y, finalmente, criterios arbitrarios de inclusión y exclusión de estudios en los metaanálisis. Como colofón, Tackett et al. (2019) añaden la poca fiabilidad inter-jueces de los diagnósticos categoriales y otras prácticas cuestionables de investigación que completan el listado anterior. Por consiguiente, aunque en este ámbito existe un creciente interés por mejorar la metodología, la replicabilidad, la transparencia y establecer una ciencia abierta todavía existen más problemas que soluciones.
El uso de guías de práctica clínica (GPC)
La generalización de los TAEs cristaliza en la existencia de diversas GPC como las de la Asociación Americana de Psicología (APA), la Asociación Canadiense para el Tratamiento del Estado del Ánimo y la Ansiedad (CANMAT), del Instituto Nacional para la Excelencia Clínica (NICE) o las del Ministerio de Sanidad en nuestro entorno. Las recomendaciones se siguen de los ECAs que son considerados el máximo grado de evidencia entre los diseños de investigación destinados a probar si una intervención funciona. Por lo tanto, los metaanálisis, que sintetizan los ECAs en torno a una pregunta de investigación específica, constituyen el principal criterio para establecer la efectividad. Entre otras razones, este es uno de los principales motivos que conduce a considerar a la terapia cognitivo conductual (TCC) como el patrón oro de la psicoterapia contemporánea, incluso si la evidencia no siempre muestra su superioridad respecto a otros modelos (David, Cristea y Hofmann, 2018).
Sin embargo, también en este punto las críticas empiezan a extenderse. Norcross y Wampold (2019), respecto a la reciente GPC de la APA sobre el trastorno de estrés postraumático en adultos, hablan literalmente de tragedia. En sus propios términos, expresan meridianamente que "La búsqueda fue realmente noble, pero el final resultó en gran medida infeliz e improductivo (…) los defectos fatales involucraron posiciones rígidas y decisiones doctrinales basadas en un modelo biomédico en oposición a un modelo psicológico o contextual. Las trágicas decisiones llevaron a un grave descuido de, entre otras cosas, la relación terapéutica y la necesidad de acompasamiento a las características de los pacientes (responsiveness) y, por lo tanto, se ignoraron factores que conducirían a servicios más efectivos para los pacientes que sufren los efectos del trauma" (Norcross y Wampold, 2019, p. 391). No obstante, y en coherencia con nuestras propias convicciones, Norcross y Wampold (2019) destacan el valor de las GPC tanto para nutrir la práctica como para guiar el entrenamiento clínico, siempre y cuando se construyan adecuadamente y contemplen toda la evidencia disponible.
Manualización versus flexibilización en la práctica clínica
Otro elemento de discusión, íntimamente relacionado con los dos puntos anteriores, es el impacto que puede tener en los resultados de la psicoterapia aplicar un protocolo de tratamiento específico paso a paso según indica su manual de referencia o hacerlo tomando el manual como unas coordenadas a seguir con flexibilidad. La manualización es un desprendimiento de la preeminencia de los ECAs que contrasta con la tendencia natural de los clínicos hacia la flexibilidad y a guiarse por su intuición y experiencia clínica en la adaptación a las necesidades de los pacientes (Gyani, Shafran, Myles y Rose, 2014).
Algunos estudios de referencia son de sumo interés y merece la pena detenerse a describirlos. Los estudios de Hoyer et al. (2017) y Marques et al. (2019) exploran esta cuestión en condiciones de práctica clínica habitual aplicando TCC en individuos con ansiedad social y trastorno de estrés postraumático respectivamente. En el caso de Hoyer et al. (2017) no encuentran diferencias significativas entre seguir paso a paso el manual o ser flexible en su ejecución, resultando ambas condiciones igualmente efectivas. Asimismo, Marques et al. (2019) añaden que las adaptaciones que son coherentes con la base teórica del manual producen mayores beneficios. Sin embargo, tal vez el trabajo más comprensivo y consistente sobre esta temática sea la reciente revisión sistemática de Truijens, Zühlke-van Hulzen y Vanheule (2019) quienes concluyen que no existen pruebas suficientes que justifiquen recomendar los tratamientos manualizados por encima de las adaptaciones que hacen los clínicos en su práctica cotidiana. En la misma dirección, el metaanálisis de Flückiger, Del Re, Wampold y Horvath (2018) muestra como la alianza terapéutica evoluciona favorablemente cuando la psicoterapia funciona con independencia del grado de adherencia del clínico al manual de tratamiento. Por último, cabe destacar que este debate no consiste en estructuración versus desestructuración, sino que la manualización implica una serie estricta de pasos a seguir que establecen o anticipan un devenir del proceso psicoterapéutico que en muchas ocasiones no es tal y requiere un redireccionamiento que los manuales no contemplan.
Del recorrido anterior no debería desprenderse la idea de que los ECAs, vertebradores del conocimiento actual, no son necesarios. Sin embargo, por sí mismos no son suficientes para construir bases sólidas de comunicación entre ciencia y práctica (Barkham et al., 2010; Castonguay et al., 2013). En este sentido, es relevante que los programas de investigación logren reducir la tendencia a la propagación de procedimientos con un elevado grado de solapamiento entre sí (Tolin et al., 2015), basados en marcas (Hofmann, 2019) y acrónimos (Paris, 2013) y que se dirijan a clarificar los principios y mecanismos de cambio que operan en la psicoterapia (Castonguay et al., 2019a).
En suma, pocas dudas caben de que el abordaje clásico de implementación unidireccional de los resultados de la investigación en la realidad de las consultas no ha permitido, al menos hasta el momento, el objetivo de consolidar una PBE (Castonguay et al., 2019b; Castonguay y Muran, 2015). Existen argumentos sólidos para ponderar que ambas cuestiones, tanto la diseminación de lo existente como la necesidad de generar conocimiento más individualizado y clínicamente relevante, son constitutivas de la brecha entre la investigación y la práctica.
ESTRATEGIAS PARA MEJORAR LA DISEMINACIÓN
Una de las propuestas para superar el problema de la diseminación apunta a una divulgación más eficaz de los contenidos que se producen partiendo de la base de que los clínicos no suelen consumir investigación y por lo tanto no aplican aquellos procedimientos que han probado ser efectivos (Tortella-Feliu et al., 2016). No es claro el grado de conocimiento que los terapeutas deban tener sobre los avances en psicopatología, técnicas de tratamiento y otras áreas de relevancia para la práctica, pero una divulgación más efectiva de los contenidos que se producen debería coadyuvar a una mejor articulación entre ciencia y práctica.
Otra de las razones que se han atribuido a la falta de diseminación de la investigación ha sido la proliferación de protocolos de tratamiento específicamente diseñados para entidades diagnósticas cuya validez y utilidad clínica es cuestionable (Deacon, 2013), vislumbrándose una ciencia de la psicoterapia que pivota sobre una concepción de la psicopatología en plena transformación (Hopwood et al., 2019). La respuesta ha sido la creación de protocolos transdiagnósticos que permiten ser aplicados en un espectro psicopatológico que comparte vulnerabilidades comunes y por tanto requiere de una intervención en procesos concurrentes (Harvey, Watkins, Mansell, y Shafran, 2004; Fairburn et al., 2009). La posibilidad de entrenar a terapeutas en intervenciones transdiagnósticas aplicadas en un conjunto heterogéneo de pacientes, ha propulsado al abordaje transdiagnóstico como un modo de diseminación de los tratamientos basados en la evidencia (McHugh y Barlow, 2010; Youn, Sauer-Zavala, Patrick et al. 2019). A pesar de la contundente producción empírica de protocolos autoproclamados transdiagnósticos, muchas de las intervenciones continúan contemplando entidades discretas de psicopatología en lugar de atender a los procesos básicos subyancentes a la disfuncionalidad, lo cual atenta contra el propósito de la empresa transdiagnóstica que es, sobre todo, desarrollar una teoría general de la disfunción (Mansell, 2019).
Sin embargo, la principal causa de falta de diseminación se atribuye a un problema logístico y de recursos (Kazdin y Blase, 2011). La psicoterapia no siempre puede llegar a todos los sitios y por lo tanto se ha propuesto desarrollar modos alternativos de dispensarla, así como crear tratamientos psicológicos alternativos a la psicoterapia que permitan cubrir la demanda existente. De este modo han emergido con fuerza las tecnologías digitales, que se proponen como un modo eficiente de diseminación. En la última década los tratamientos a través de internet y videoconferencia han crecido exponencialmente (Andersson, Titov, Dear, Rozental y Carlbring, 2019). En rigor, aunque pueden constituir un importante aporte para la diseminación de tratamientos psicológicos, la gran incógnita pasa por saber en qué medida este tipo de abordajes permite desplegar el tipo de intervenciones que se realizan en la psicoterapia tradicional. Aunque la evidencia disponible es notable, debe considerarse con cautela dado que la gran mayoría de esos datos provienen de ECAs con muestras no naturalísticas y centrados principalmente en reducción sintomatológica.
DE LA PRÁCTICA BASADA EN LA EVIDENCIA A LA EVIDENCIA BASADA EN LA PRÁCTICA
Si la PBE se define como la integración de la mejor investigación disponible con la pericia clínica y las características, preferencias y cultura del paciente (APA, 2006; Prado-Abril et al., 2017; 2019a), la evidencia basada en la práctica (EBP) consiste en el "uso concienzudo, explícito y juicioso de la evidencia actual extraída de los entornos prácticos (clínicos) para tomar las (mejores) decisiones en la atención a los pacientes. La evidencia basada en la práctica significa integrar tanto la pericia clínica como las características contextuales del servicio asistencial con la mejor y más rigurosa investigación disponible realizada en entornos clínicos naturales y de práctica cotidiana" (Barkham y Margison, 2007, p. 446, citado en Barkham et al., 2010, p. 23). Es decir, producir investigación en la clínica, con los clínicos y aplicarla en la práctica clínica.
A continuación, como complemento a los motivos expuestos hasta el momento, trataremos de justificar la necesidad de realizar investigación adicional a la existente que pueda fundamentarse, diseñarse, evaluarse e implementarse desde los propios contextos clínicos. La EBP no es estrictamente una novedad, sino que cuenta con una larga trayectoria investigadora (e.g., Borkovec, Echemendia, Ragusea y Ruiz, 2001). De hecho, actualmente su definición se incluye en el marco conceptual de la investigación orientada por la práctica (IOP; Castonguay et al., 2013). La IOP reúne las tradiciones de investigación en psicoterapia que se han ocupado de los contextos naturales y que se han centrado en la implementación como un elemento constitutivo de su programa de acción desde el inicio y no como un eslabón final del proceso de investigación (Castonguay et al., 2013).
En este contexto, las redes de investigación orientadas por la práctica (RIOPs) constituyen una de las vías principales para producir EBP con la que complementar el conocimiento generado por la PBE (Barkham et al., 2010; Castonguay et al., 2013), pero también son una estrategia para fomentar la implementación de la PBE (Castonguay, Youn, Xiao, Muran, y Barber, 2015a; Lucock et al., 2017). Las RIOPs están cobrando fuerza en el panorama actual establecido por la IOP, consolidándose como un movimiento global con un creciente grado de institucionalización. Algunas de las principales son la de Pennsylvania (Borkovec et al., 2001), The Center for Collegiate Mental Health (Locke, Bieschke, Castonguay y Hayes, 2012), The Northern Improving Access to Psychological Therapies PRN (Lucock et al., 2017), la de la Fundación Aiglé (Fernández-Álvarez, Gómez y García, 2015) o la APIRE PRN (West et al., 2015).
Tras décadas de IOP acumulando experiencias, éxitos y fracasos, dos son los aspectos que destacan por encima del resto al considerar un proyecto de estas características. El primero es la necesidad de establecer un fuerte compromiso orientado en tratar de construir sobre el conocimiento disponible. En este sentido, la integración en psicoterapia es uno de los aspectos esenciales que pueden favorecer la articulación entre investigación y práctica dada la tendencia global hacia la integración en los contextos clínicos (e.g., Castonguay, Eubanks, Goldfried, Muran y Lutz, 2015b; Norcross, Karpiak y Santoro, 2005; Prado-Abril, Fernández-Álvarez, Sánchez-Reales, Youn, Inchausti y Molinari, 2019b). En segundo lugar, es imprescindible que investigadores y clínicos colaboren, establezcan un flujo de comunicación bidireccional y traben proyectos de investigación potencialmente aplicables en la práctica habitual.
Construir Redes de Investigación Orientadas por la Práctica
La creación de RIOPs puede ser un formato ideal para perseguir los dos aspectos previamente señalados y, en última instancia, contribuir a la integración entre investigación y práctica clínica (Castonguay y Muran, 2015). En primer lugar, es más fácil que los clínicos crean en la relevancia de los contenidos de investigación para su práctica clínica si éstos se trabajan colaborativamente con los investigadores. En segundo lugar, se obtendría un feedback directo y contextualizado en la propia realidad asistencial de la que se participa sobre la utilidad de las medidas propuestas por el programa de investigación. En suma, hacer IOP en el marco de una red no sólo facilitaría la diseminación de las mejores pruebas provistas por la investigación tradicional, sino que promovería el acceso a EBP impulsando una producción científica más útil y potencialmente más efectiva.
De este modo, se puede favorecer el estudio de fenómenos relevantes para la realidad clínica y promover e instilar la búsqueda de la excelencia por parte de los clínicos (Prado-Abril et al., 2017), facilitando el desarrollo de hábitos como la práctica deliberada (Rousmaniere et al., 2017; Prado-Abril et al., 2019a) o la práctica personal y reflexiva (Bennett-Levy y Finlay-Jones, 2018), al tiempo que podría establecerse en el dispositivo la rutina de una supervisión basada en principios científicos (Callahan y Watkins, 2018). En resumen, que la investigación esté presente en el propio desarrollo temprano de los clínicos y se imbrique con el incremento de sus competencias profesionales, sin duda contribuiría mucho a cerrar la brecha, como mínimo, en los clínicos así formados.
No obstante, entre los escollos y desafíos en la construcción e implementación de RIOPs destaca la eventual percepción de que dichas redes son irrelevantes u obstaculizan el propio desempeño clínico (Youn, Xiao, McAleavey et al., 2019). Por ello, es crucial contar con el feedback directo de las personas que intervienen, o lo harán, para establecer los mejores modos de iniciar dicho proceso. La experiencia previa muestra cómo proceder de este modo incrementa la valoración positiva que los clínicos hacen de los programas de investigación, modifica su comportamiento y ello impacta positivamente en los pacientes (e.g., Tasca et al., 2015).
Un elemento que está mostrando ser de utilidad para materializar RIOPs es la implementación de la monitorización sistemática de los resultados del proceso psicoterapéutico (Boswell, 2019; de Jong, 2016; Gimeno-Peón, Barrio-Nespereira, y Prado-Abril, 2018). En este caso, las ventajas son quizá más inmediatas para los investigadores ya que acceder a muestras clínicas suele ser el gran obstáculo para la investigación en este campo. Sin embargo, las ventajas de iniciar esta cultura asistencial también muestran ser de utilidad para los pacientes y terapeutas. En particular, se ha mostrado útil para prevenir y revertir procesos de deterioro que los terapeutas no pueden detectar (Delgadillo et al., 2018; Shimokawa, Lambert, y Smart, 2010). Cabe destacarse que el proceso de implementación de la monitorización debe contemplar siempre las especificidades contextuales, en particular la cultura organizacional en la que se incorpora. Es decir, es recomendable la creación de una batería específica según las características del centro asistencial, incluyendo los terapeutas que trabajan, los pacientes que acuden o el tipo de condiciones clínicas que se suelen abordar. Por ejemplo, en la Fundación Aiglé, la incorporación de la monitorización mediante el OQ-45 se clasifica en tres modalidades dependiendo de cada proceso terapéutico: cada sesión, cada tres sesiones o cada cinco sesiones. Existen numerosos sistemas de monitorización (Drapeau, 2012), aunque hay veces que puede ser útil el desarrollo de nuevos instrumentos.
Por último, en toda RIOP subyace el presupuesto fundamental de que cualquier proyecto de investigación se vertebra a partir de las necesidades que expresen los clínicos (y potencialmente los pacientes) y, en consecuencia, la elaboración conjunta de todo el proceso de investigación. Para ello, como señalábamos previamente, es esencial la existencia de una red de colaboración activa con una fluida comunicación horizontal. Sin embargo, cabe mencionar brevemente el sistema y el contexto sociocultural en el que nos encontramos para entender posibles tensiones que podrían aparecer. Por ejemplo, como mencionábamos al inicio de este trabajo (véase, Frith, 2019), existen aspectos estructurales de la ciencia institucional que empujan a los investigadores a cierto frenesí publicador que puede ser incompatible con generar conocimiento científico clínicamente relevante. En este sentido, desde nuestro punto de vista, una RIOP debe funcionar bajo el principio fundamental de que la clínica es soberana. Es decir, clínico y paciente son los que están en la trinchera y, tratando de no perder la reciprocidad, esa es la realidad que siempre hay que ponderar en primer lugar.
CONCLUSIONES
A lo largo de este artículo hemos esgrimido algunos de los argumentos principales que sostienen la necesidad de llevar a cabo una investigación científica en el campo de la psicoterapia con mayor relevancia clínica. Del mismo modo, esperamos haber sido capaces de ilustrar la complejidad de una disciplina que resulta en una amalgama entre ciencia y arte que no se puede reducir a una mera cuestión empírica. De lo contrario, se corre el riesgo de no atender el fenómeno real. Finalmente, habremos cumplido con uno de nuestros objetivos principales si los investigadores contemplan que pueden estar perdiendo oportunidades para identificar áreas críticas de investigación y que podrían hacer un mejor trabajo científico si prestaran más atención a los escritos, inquietudes e ideas de sus colegas clínicos (Beutler, Williams, Wakefield y Entwistle, 1995).
Por otro lado, el panorama actual presenta una prevalencia de problemas de salud mental que lejos de disminuirse asoma como un desafío global de cara a la próxima década (Saxena et al., 2019). En este contexto, somos testigos del aumento significativo del consumo de psicofármacos, así como un marcado detrimento del uso de la psicoterapia (Olfson y Marcus, 2010). Asimismo, los pronósticos auguran que en los próximos años aumentarán los tratamientos psicológicos de baja intensidad, en particular aquellos apoyados parcial o completamente por tecnologías digitales (Norcross, Pfund y Prochaska, 2013). Sumado a esto, proliferan prácticas pseudocientíficas (Lee y Hunsley, 2015) y un avance importante de la privatización de la salud a cargo de las organizaciones del tercer sector. Todo ello, combinado con el impasse pronunciado en la mejora de la efectividad de los procedimientos ya conocidos, nos empuja a valorar seriamente la necesidad de medidas que fortalezcan a la disciplina para que no pierda el protagonismo que supo edificar a lo largo de las últimas décadas.
Maximizar la productividad constituye el principio rector de buena parte de las sociedades contemporáneas. En este contexto, la psicoterapia aparece como un dispositivo contracultural para los tiempos que corren. La complejidad de la psicoterapia, que debe estar informada por la ciencia pero que constitutivamente es un quehacer con tintes artísticos, nos exige adoptar un fino equilibrio para no edificar respuestas simples, pero al mismo tiempo debe ser capaz de desenredar los nudos con los que se enfrenta con el propósito de avanzar como disciplina y generar procedimientos más efectivos. Lo que está claro es que, si continúa incrementándose la brecha entre investigación y práctica, será negativo para la psicoterapia. Ello conllevará la irrupción de soluciones más baratas, pero no necesariamente más efectivas para mejorar la calidad de vida de las personas.
En este sentido, resulta esencial favorecer el trabajo colaborativo entre investigadores y clínicos vertebrando dos labores compatibles que pueden enriquecerse mutuamente. En esta línea, las RIOPs se erigen como un modo paradigmático de perseguir dicho objetivo común articulando las necesidades de unos y otros. Castonguay et al. (2010) ofrecen una sabia sugerencia al respecto: tratar de buscar que el clínico no distinga si la tarea que está realizando responde a objetivos de investigación o asistenciales. Si, por ejemplo, el clínico recopila información tanto por motivos clínicos como de investigación o ensaya intervenciones tanto para mejorar la evolución de sus pacientes como para evaluar la efectividad de la medida; es decir, si todo el tiempo hace clínica y ciencia, entonces habremos logrado una buena integración entre investigación y práctica.
Por último, en este trabajo nos hemos limitado a evaluar algunos de los motivos de la desarticulación entre investigadores y clínicos, y algunas propuestas para superarla. Dicho análisis nos lleva a explorar la posibilidad de una integración conceptual y, sobre todo, operativa entre ciencia y práctica clínica. No obstante, esta integración requiere mucha voluntad para enriquecer el trabajo de investigadores y clínicos, una comunicación fluida y tendrá que realizarse en múltiples niveles, insertándose en los ya fructíferos desarrollos que la psicoterapia viene llevando a cabo para favorecer su integración (Castonguay et al., 2019a; Goldfried, 2019). Si logramos ir en esa dirección, estamos convencidos de que tendremos una disciplina más sólida y será más fácil centrar los esfuerzos en el verdadero objetivo de todo este asunto, que no es otro que ayudar del modo más efectivo posible a las personas que lo necesitan.