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Clínica y Salud

versión On-line ISSN 2174-0550versión impresa ISSN 1130-5274

Clínica y Salud vol.20 no.3 Madrid  2009

 

 

El TDAH en la Práctica Clínica Psicológica

ADHD in the Psychological Clinical Practice

 

 

Carlos Mas Pérez

Psicólogo clínico

Dirección para correspondencia

 

 


RESUMEN

El presente trabajo constituye una aproximación a la realidad del manejo clínico del TDAH, partiendo de una contextualización histórica y conceptual del síndrome. Se abordan cuestiones controvertidas relativas a las fuentes, forma y motivos de derivación, los requisitos de la formulación diagnóstica y el problema del sobrediagnóstico, así como de las estrategias de tratamiento.

Palabras clave: TDAH, diagnóstico, Sobrediagnóstico, Tratamiento, Epidemiología.


ABSTRACT

This paper addresses the practice of clinical management of the ADHD syndrome. Starting from the historical and conceptual contextualization of the syndrome, controversial issues concerning sources, forms and reasons for referral, diagnostic requirements including the problem of over-diagnosis, and strategies for treatment are discussed.

Key words: ADHD Syndrome, diagnosis, over-diagnosis, treatment, epidemiology.


 

Introducción

Desde hace unos cuantos años, los psicólogos clínicos infantiles están recibiendo en sus consultas un número progresivamente mayor de casos que inicialmente vienen designados, desde las más diversas fuentes de derivación, como posibles Trastornos por Déficit de Atención con Hiperactividad (TDAH). En su conjunto, se trata de una población heterogénea que ofrece una variación y disparidad considerables en la presentación de sus signos y síntomas, así como en la edad de inicio de los mismos o en su persistencia en diferentes contextos situacionales. Hay un acuerdo generalizado respecto a que el TDAH es un síndrome de carácter preferentemente neurobiológico que se caracteriza por la presencia de un desarrollo deficitario de los mecanismos destinados a regular la atención, la reflexividad y la actividad. Aunque es conocido desde el siglo XIX, su categorización como patología no se produce hasta la década de los 70 del pasado siglo. A partir de entonces, su incremento como motivo de consulta en los dispositivos de salud mental infantil ha sido incesante.

Uno de los problemas que esto lleva aparejado es que debido a la imprecisión de los límites entre el TDAH y otras alteraciones o trastornos, el señalamiento de niños presuntamente afectados por aquél ha llegado a ser, en ciertos momentos y sectores poblacionales, indiscriminado y masivo. Irremediablemente, su diagnóstico es un proceso largo y laborioso cuyo objetivo principal es identificar la existencia genuina de un núcleo patológico claramente diferenciado de determinadas influencias y condicionamientos familiares, escolares y sociales. Se trata, por lo tanto, de establecer la distinción entre un niño normalmente turbulento y un contexto patológico real. La dificultad que esto entraña ha determinado que, durante años, tanto en el terreno terminológico como en el conceptual se haya producido una gran diversidad de formulaciones. También hemos asistido a múltiples controversias que se han reflejado, de manera especialmente llamativa, en la disparidad de los datos epidemiológicos resultantes de la enorme cantidad de estudios realizados al respecto. En un sentido distinto, tanto la abundante investigación como la consideración de los datos y reflexiones procedentes de la práctica clínica han contribuido decisivamente a que esté disminuyendo progresivamente el grado de confusión en cuanto a diagnóstico y a estrategias de intervención terapéuticas, psicopedagógicas y socioambientales.

 

Evolución conceptual

Desde que George Still (1902) ofreciese una descripción sistemática del trastorno, el número de denominaciones que éste ha recibido es de alrededor de 25 y el de definiciones unas 90.

Ebaugh (1923) describe un “síndrome hipercinético”, consecuencia según exponen de traumatismos craneales o encefalopatías. Esto propició que se adscribiera claramente la hiperactividad a una alteración neurológica. Straus y Lehtinen (1947) describen lo que ellos denominan “minimal brain injury” o lesión cerebral mínima. Esta noción dio lugar a un gran número de discusiones y despertó grandes reticencias y reservas. Entre los principales argumentos de controversia se encontraba la paradoja de hablar de una lesión que en la mayoría de los casos no era posible objetivar. Otro fue la discutible consideración de lesión que se dio a leves anomalías del EEG o a muy discretos síntomas neurológicos. De esta manera, se corría un gran riesgo de incluir en este cuadro a trastornos puramente funcionales. Sin embargo, el mayor problema se produjo cuando la noción de lesión cerebral mínima se extendió abusivamente a estados respecto a los cuales no está justificado hipotetizar acerca de la existencia de afectación cerebral alguna.

En 1962, en las conclusiones de un Symposium internacional celebrado en Oxford se reemplazó la expresión “minimal brain injury” por la de “minimal brain dysfunction” o M.B.D. Nos encontramos, pues, en años posteriores ante la omnipresente disfunción cerebral mínima. Esta fue definida por Clements (1966) como un trastorno de conducta y también del aprendizaje que se presenta en niños de una inteligencia normal, asociado con disfunciones del sistema nervioso central. Para empezar, el cambio de término no supuso en realidad un cambio real de posición: se atribuye, sin prueba alguna, a una afección cerebral una serie de trastornos cuyo origen en realidad se ignora. Al no encontrar un soporte empírico suficientemente sólido que validara el concepto de disfunción cerebral mínima como síndrome neurológico, las investigaciones posteriores, realizadas en gran parte por psicólogos y pedagogos, tuvieron como objetivo la caracterización del cuadro como un trastorno del comportamiento.

En la década de los 70 fue cuando Douglas (1972) señaló la incapacidad de mantener la atención y la impulsividad como deficiencia básica de los niños afectados, por encima de la propia hiperactividad. Este argumento explica mejor la incapacidad que padecen, en términos de autorregulación, para adaptarse a las exigencias sociales imponiendo límites a su comportamiento. A esto suelen ir asociados la mayoría de los problemas que experimentan los menores hiperactivos.

Hasta el momento presente se ha ido produciendo un acercamiento en la concepción del trastorno, que se concreta en los dos sistemas internacionales de clasificación que más se utilizan en la actualidad, la Clasificación Internacional de los Trastornos Mentales de la OMS (CIE) y el Manual Estadístico y Diagnóstico de los Trastornos Mentales (DSM). En las versiones actualizadas de ambos (CIE 10 y DSM-IV) se recoge un listado similar de 18 síntomas. En ambos sistemas se recogen los elementos relacionados con la inatención, la hiperactividad y la impulsividad. En los dos se plantea la necesidad de que los síntomas persistan a lo largo del tiempo y a través de las situaciones, con desajustes clínicamente significativos por lo menos en dos contextos diferentes. Con todo, no existe acuerdo total entre los dos códigos. De manera específica, el CIE 10 considera como criterio de exclusión la presencia de otros trastornos, lo cual no es compartido por el DSM-IV. Antes bien, este último acepta la posibilidad de comorbilidad con otros trastornos. En consecuencia, la sintomatología no se considerará como perteneciente a un trastorno diferenciado solo en el caso de un trastorno generalizado del desarrollo o psicótico, o cuando se explique mejor por la presencia de otro trastorno mental.

Otra diferencia la encontramos en que el CIE 10, para formular un diagnóstico de TDAH, requiere la presencia de los tres síntomas esenciales. De hecho, solicita que por lo menos se aprecien seis síntomas de inatención, tres de hiperactividad y al menos uno de impulsividad. El DSM-IV, por su parte, plantea que tanto la expresión de dificultades de atención como de hiperactividad-impulsividad pueden dar lugar a un diagnóstico positivo. Apartir de aquí, ofrece la posibilidad de acceder a tres subtipos: uno predominantemente inatento, otro predominantemente hiperactivo-impulsivo y un tercero de carácter combinado, considerado esté último como el más grave.

No sería raro que en los próximos años asistiésemos a una nueva redenominación del trastorno, ya que la evidencia empírica da lugar a que el déficit en el control inhibitorio de los impulsos vaya adquiriendo protagonismo (Barkley, 1997a). Es probable que esta conceptualización se imponga progresivamente; de hecho, cada vez son más numerosos los constructos teóricos que se basan en el modelo de impulsividad (Barkley, 1997b). En ellos se hace referencia a expresiones comportamentales inadaptadas que tienen que ver con la intolerancia a la demora, adquiriendo protagonismo el logro o la satisfacción de lo pretendido, el predominio de la expectativa de recompensa inmediata, la escasa capacidad de previsión de consecuencias, la autorregulación deficitaria o un estilo de repuesta precipitado, con escasa orientación y alto grado de imprecisión. Se trata, por lo tanto, de una conceptualización que integre la notoria incapacidad de inhibir los impulsos y los pensamientos que interfieren en las funciones ejecutivas, cuyo cometido es minimizar las distracciones y orientar la acción hacia el logro de unos objetivos mediante la planificación de una secuencia de actos necesarios para alcanzarlos.

En los últimos años, las investigaciones en este área tienden hacia la consideración del déficit de inhibición conductual como la alteración central y característica del síndrome, relacionándolo con una disfunción del sistema ejecutivo. Ciertamente, esta orientación parece ir conformando un marco general para desarrollar una definición del problema que integre y explique de forma más adecuada la multiplicidad de dificultades que se presentan en el TDAH.

 

Caracterización evolutiva del TDAH durante la infancia y la adolescencia

La evolución que presenta la semiología de cualquier alteración o trastorno a lo largo del tiempo no sólo determina en buena medida el diagnóstico, sino que también lo hace respecto al tratamiento. Cualquier característica infantil se presenta en el desarrollo y, a lo largo del mismo, va a manifestarse de una u otra manera según el momento de su presentación o del punto del itinerario evolutivo en el que se observe. Lo mismo vale para cualquier variante o alteración de la normalidad, sea o no en términos patológicos. Se trata de cambios que modulan la expresión de los síntomas en la medida en que se van produciendo diferencias tanto en lo cognitivo como en lo emocional. En el tema que nos ocupa es notable, a la vez que preocupante, la carencia de investigaciones sistemáticas que hayan estudiado de forma específica este aspecto.

Cuando hay signos que puedan indicar la posible existencia de un TDAH durante la primera infancia, los padres suelen describir a su hijo como un niño difícil e inquieto desde siempre, con dificultades para controlarle y que tolera mal los cambios. Refieren asimismo una baja tolerancia a la frustración, que suele expresar con frecuentes rabietas. No es raro que cuenten que el sueño del niño presenta frecuentes interrupciones durante la noche. En consecuencia, su crianza ha sido difícil a consecuencia de estas características de excitabilidad e hiperreactividad. Son niños que se nos presentan con un comportamiento disruptivo que incluso afecta gravemente a la calidad de vida de las parejas, en la medida en que éstas han reducido o renunciado a sus relaciones sociales a causa de ello. Por otro lado, no es infrecuente que se aprecie en estos padres una fuerte culpabilización y sentido de incompetencia, en la medida en que se sienten responsables de la falta de buena crianza de su hijo, por incapaces o excesivamente permisivos. En todo caso, la eficacia de la función parental debe ser cuidadosamente analizada en cada uno de estos casos.

Durante el periodo de asistencia a la escuela infantil, padres y educadores se suelen referir a estos niños como demasiado inquietos y con marcada propensión al accidente y a la pendencia. Los problemas atencionales empiezan a cobrar relevancia en el relato de los adultos, especialmente ante tareas prolongadas, más o menos monótonas y con estímulos poco relevantes. Nos dicen también que tienen dificultades para seguir las normas, incluidas las de los juegos; aceptan mal perder e intentan imponer su criterio mediante el enfrentamiento. En consecuencia, se produce el rechazo de los compañeros, del cual se resienten mucho ya que no suelen identificar bien los motivos del mismo. Es en esta etapa en la que al parecer se manifiestan con claridad comportamientos desafiantes y oposicionistas, especialmente en los niños. Las niñas, en cambio, suelen ser más propensas a la inatención. Las referencias a la impulsividad de estos niños se multiplican, así como las consecuencias negativas que para construir una conducta social aceptable tiene todo lo anterior.

No es extraño que en este estadio evolutivo se manifiesten otros síntomas que, si bien no son patognomónicos del TDAH, sí parecen presentarse con mayor frecuencia en niños que lo padecen. Se trata de síntomas funcionales, tales como las cefaleas, dolores abdominales erráticos, bruscos y frecuentes cambios de humor y un amplio abanico de manifestaciones psicosomáticas.

En lo que se refiere a los procesos de aprendizaje escolar, en la mayoría de los casos se presentan dificultades derivadas de su estilo cognitivo, preferentemente impulsivo, así como de los problemas de atención que puedan estar presentes. Dado que en bastantes casos se aprecia un déficit en la memoria de trabajo y lentitud en el procesamiento cognitivo, nos encontramos con nuevos factores que influyen desfavorablemente en la integración de conocimientos y habilidades instrumentales por parte de los niños afectados.

Durante la segunda infancia, los adultos a cargo de ellos los describen como incapaces de seguir bastantes de las demandas que se les exigen en el aula. Tienen dificultades para permanecer en sus asientos el tiempo necesario y suficiente, y su impulsividad da lugar a interferencias en las tareas del profesor y de sus compañeros. Suele agudizárseles la incapacidad para seguir las instrucciones necesarias que se requieren para un buen funcionamiento de las tareas escolares grupales. También se nos habla de su falta de capacidad de concentración en las tareas académicas, de su atención fluctuante y, en general, deficitaria. En ocasiones, algunos profesores atribuyen estas oscilaciones a falta de interés o motivación para determinadas tareas escolares. Este es un punto muy interesante, ya que en la realidad clínica nos hemos encontrado con que se nos han derivado casos en los que con toda evidencia no se trataría de hablar de un déficit de atención, sino de un déficit de interés cuyo abordaje más apropiado no es de carácter clínico, sino psicopedagógico.

Los profesores se suelen referir a los niños con TDAH como muy poco cuidadosos con los materiales escolares, desordenados y en nada preocupados por sus trabajos académicos. No es raro que extravíen de forma casi habitual no solo los útiles y libros del colegio, sino también prendas y pertenencias personales.

Durante la adolescencia, las dificultades derivadas de la historia anterior se convierten en un factor de confusión que se une a las crisis que aparecen en este periodo etario. La autoestima muy probablemente se ha visto muy afectada, lo que no facilita el afrontamiento de las contradicciones, las reivindicaciones de autonomía y la búsqueda de identidad que les corresponde. Las conductas oposicionistas pueden verse incrementadas de forma muy significativa; incluso pueden dar paso a formulaciones comportamentales de carácter disocial u oposicionista - desafiante. Ciertamente, no es raro que la hiperactividad e incluso la impulsividad cedan un tanto, en tanto que el déficit de atención permanece más o menos en el mismo nivel en que se mostró durante la infancia.

Los profesores informan de que suelen ser alumnos a los que se les expulsa con mayor frecuencia que a los demás del aula o incluso del centro escolar y que su índice de fracaso escolar es alto. En realidad, esto último no es más que la continuación de un proceso que ha estado presente durante toda su escolaridad.

 

El diagnóstico, el prediagnóstico y el sobrediagnóstico

De cada cien nuevos casos que en el momento actual se reciben en la unidad de atención a niños y adolescentes de un servicio público de salud mental, entre 20 y 30 vienen señalados como presuntos afectados por un TDAH, a veces como simplemente “hiperactivos”, otras como “con problemas de déficit de atención” y algunos de ellos, plenamente diagnosticados como tales por servicios médicos especializados, incluso con tratamiento farmacológico instaurado, que se derivan al dispositivo comunitario para continuidad del proceso terapéutico. En este último caso el problema se presenta cuando los resultados de la evaluación que se realiza en la unidad no coinciden con el diagnóstico previo establecido y, además, los padres perciben diferencias significativas en cuanto a la inversión profesional realizada en términos de tiempo, valoración y explicación comprensiva de la situación. Cuando esto ocurre, los progenitores se encuentran en el complicado trance de tener que decidir entre dos opiniones profesionales y probablemente dos ofertas diferentes de intervención. Ante ello, en ocasiones es posible que se dé una armonización por parte de los profesionales pero en otras, por múltiples y diversas razones que serían objeto de otra reflexión, no hay probabilidad de que esto tenga lugar. En todo caso, al posible problema existente añadimos un plus de contradicción que da lugar a desorientación, confusión y cansancio en la familia que ha de afrontar un conflicto que de por sí les supone una fuerte carga de angustia, ya que les afecta en la parte probablemente más sensible: sus hijos.

Los señalamientos “prediagnósticos” suelen proceder de las más diversas fuentes, desde profesores a padres, familiares o conocidos más o menos informados o con determinada experiencia al respecto, propia o cercana. Esto último es así en la medida en que la denominación “hiperactividad” o “déficit de atención” parece de una comprensibilidad al alcance de la mano, ampliamente difundida y sitúa en una entidad nosológica una serie de conflictos que en muchos casos se explicarían mejor desde otros ángulos y discursos, por no hablar de la inmoderada tendencia a convertir el síntoma en síndrome. En estos casos no es nada extraño, sino que incluso es lo más frecuente, que una vez realizada la correspondiente evaluación concluyamos que, en lugar de un TDAH nos encontremos con un amplio abanico de alteraciones o comportamientos inadaptados que se expliquen mejor por la existencia de trastornos específicos de los aprendizajes, dispedagogías, bajas tolerancias a la frustración parentales, progenitores agotados por interminables jornadas de trabajo, niños muy solos que reclaman su salario mínimo de contacto afectivo con sus padres aunque sea a través del conflicto escolar, niños que ejercen de niños, o simplemente problemas de mala crianza y mala educación en algunos de ellos. Convertir cualquiera de estos problemas en uno de carácter sanitario tiende a aliviar de manera significativa, aunque sea momentánea, a cierto sector de padres y educadores. Son casos en que la designación de afectado por el síndrome cumple una importante función desculpabilizadora y desresponsabilizante, en la misma medida que ocurrió en su momento con la disfunción cerebral mínima o la dislexia, la cual quizás fue un tanto sobredimensionada en su momento y parece haber desaparecido como por ensalmo.

En otro orden de cosas, se trata de un trastorno para cuyo tratamiento hay fármacos, lo cual parece que le otorga un abordaje más asequible. Respecto a ellos hay quien sitúa unas expectativas, y en esto observamos que se incluyen no sólo legos sino también algunos profesionales, que no corresponden a la realidad de su función. Como testimonio de esto, tengamos en cuenta que datos recientes de la American Academy of Child and Adolescent Psychiatry indican que, habiéndose valorado un descenso de la tasa de prevalencia del trastorno hasta situarla entre el 3 % y el 6% de la población, la tasa de prescripción de metilfenidato que contemporáneamente se alcanza, paradójicamente, es del 12%. Más adelante volveremos sobre la cuestión.

Nos encontramos ante un trastorno cuyo diagnóstico se basa primordialmente en una aproximación clínica. Tengamos siempre en cuenta que por el momento está definido preferentemente sobre bases conductuales, sin un marcador biológico específico y con unas características que, en mayor o menor medida, se presentan en términos dimensionales a lo largo de un continuo en toda la población. Hasta la actualidad, no contamos con instrumentos plenamente específicos que nos indiquen la existencia de un TDAH. Ciertamente, existen escalas de estimación comportamental, como la de Conners (1973), que ayudan a identificar e incluso a cuantificar hasta cierto punto las manifestaciones más características del TDAH (Farré y Narbona, 1997a). Suelen facilitar la obtención de información sobre la historia de síntomas específicos por parte de padres y profesores, quienes se encuentran en una buena posición para informar sobre el comportamiento del niño. El número de este tipo de escalas aumenta rápidamente. Ninguna de ellas, hasta el momento, proporciona la información necesaria para formular un diagnóstico definitivo, pero sí constituyen una parte importante del proceso diagnóstico y permiten sistematizar la información procedente de múltiples fuentes, de forma complementaria a la obtenida mediante las entrevistas diagnósticas. Entre los instrumentos de este tipo de utilización habitual en nuestro país se encuentran La Escala de Evaluación del TDAH (EDAH) de Farré y Narbona (1997b) o el Test de Trastornos de Atención, Autismo e Hiperactividad (ADHDT) de Gilliam (1995).

Es también frecuente el uso y resultan de utilidad otras escalas de más amplio espectro, como el CBCL y el Autoinforme Juvenil de Achenbach y Edelbrock (1983) o el BASC de Reynolds y Kamphau (2004), que abarcan la valoración de un amplio abanico de elementos comportamentales observables en el contexto de trastornos emocionales o conductuales de los menores.

Las pruebas neurológicas, aun con la incorporación de la neuroimagen en sus distintas variedades y formatos, así como las de carácter neuropsicológico, no han aportado elementos definitivos para el diagnóstico y sus resultados continúan por el momento siendo objeto de controversia. Existen diferencias muy variadas, tanto generales como específicas, indicativas de déficits neuropsicológicos asociados al TDAH. Se han encontrado datos que indican un mayor o menor grado de deterioro cognitivo, aunque los resultados no establecen un área específica para el trastorno.

Durante la década de los 80 y parte de los 90 del pasado siglo, el diagnóstico en su inmensa mayoría era formulado por médicos, basándose sobre todo en las observaciones realizadas en la clínica y en la respuesta positiva a la medicación psicoestimulante. Afortunadamente, la actitud multidisciplinar se ha ido abriendo paso, especialmente en la medida en que se ha ido considerando imprescindible la valoración comportamental, cognitiva y emotiva del niño en los distintos contextos en que se desenvuelve, lo cual es una tarea de fuerte carga de evaluación psicológica. En consecuencia, la presencia de los psicólogos clínicos y escolares en el abordaje del TDAH es cada vez mayor y, sobre todo, ha cambiado cualitativamente. De ser un mero consultor al que, según el estudio de Miranda, Jarque y Soriano (1999), en la segunda mitad de la pasada década de los 90 tan sólo recurrían el 53% de los pediatras, el 44 % de los médicos de familia, el 35 % de los psiquiatras y el 10 % de los neurólogos para solicitar un informe complementario que les permitiese realizar un diagnóstico, hemos pasado a ser en un alto porcentaje de casos los responsables directos de su evaluación, diagnóstico y tratamiento. A esto no es ajena la presencia ya habitual del profesional de la psicología en los dispositivos sanitarios comunitarios.

 

Epidemiología

Los datos epidemiológicos no ayudan a precisar el alcance de la presencia del TDAH en la población general. La diversificación de los resultados obtenidos, así como en ocasiones lo contradictorio de los mismos, se debe en parte a la complejidad del cuadro, en el que predomina la confusión debido a la heterogeneidad de sus manifestaciones clínicas y a su etiología, variable e imprecisa.

Otro de los motivos que dan lugar a la discordancia epidemiológica es que el diagnóstico más fiable sigue basándose en criterios eminentemente clínicos; no contamos hasta el momento actual con una sola prueba que sea realmente específica del síndrome. No está de más recordar que uno de los instrumentos más utilizados durante la evaluación del TDAH, la escala de Conners, se construyó para evaluar el comportamiento infantil por efecto de los tratamientos psicofarmacológicos y fue publicada inicialmente en el Child Psychofarmacological Bulletin.

Hace años, las tasas de prevalencia que se publicaban en USA se situaban entre el 9 y el 12 %, en tanto que en Europa aparecían entre el 3 y el 5%. Recientemente, datos de la American Academy of Child and Adolescent Psychiatry han corregido el tiro y sus datos de prevalencia actuales son entre el 3 y el 6 %. Mientras tanto hemos ido viendo valores que llegan a afirmar una incidencia de hasta el 33 % en la población escolar. Los estudios de prevalencia no están exentos de deficiencias metodológicas, relativas tanto a los criterios diagnósticos, a los instrumentos utilizados, a la falta de homogeneidad de las poblaciones estudiadas o al método de selección (Scanhill y Schwab-Stone, 2000). En la revisión de Swanson, Sergeant, Taylor y Sonuga-Barke (1998) se refleja que, tomando los estudios que consideran exclusivamente la definición comportamental del trastorno, la prevalencia hallada en la población general de varios países oscila entre el 10 y el 20 %. Cuando las investigaciones toman como referencia la definición psiquiátrica del DSM - IV, que da lugar a que se formule el diagnóstico incluso en presencia de comorbilidad y establece la diferenciación en tres subtipos, la prevalencia que aparece está entre un 5 y un 9 %. En un estudio de prevalencia realizado en Alemania por Essau y Groen (1999) sobre una muestra de adolescentes representativos de la población general, el 2 % presentaban todos los criterios para el diagnóstico del TDAH y en un 15,8 % se apreciaban al menos seis de los síntomas. Estos porcentajes se reducen cuando los criterios diagnósticos utilizados corresponden a la definición del CIE - 10. En este caso, los estudios aportan datos entre el 1 y el 4 % de la población general.

En el caso de los estudios por subtipos, con arreglo a los criterios al respecto enunciados en el DSMIV, el estudio de Gaub y Carlson (1997), realizado con pacientes que no experimentaron remisión clínica, indica que el subtipo inatento (IA) muestra tasas más elevadas que los otros dos subtipos, el hiperactivo- impulsivo (HI) y el subtipo combinado (C). Estos dos últimos se presentan en proposiciones casi idénticas, de 1,1:1. En cambio, los trabajos de Lahey, Applegate y McBurnett (1994) y de McBurnett, Pfiffner, Swanson, Ottolini y Tamm (1995), realizados sobre población que sí experimentó remisión clínica, encontraron una prevalencia significativamente superior del subtipo combinado (C) respecto al subtipo inatento (IA), en torno al 2,1:1 en la primera investigación y del 3,5:1 en la segunda. Además, encontraron ratios muy altas entre el subtipo combinado (C) y el subtipo hiperactivo- impulsivo (HI), del 3,0:1 y 4,3:1 respectivamente.

Neuman, Sitdiraksa, Reich, Ji, Joyner, Sun, y Todd (2005) realizaron un estudio sobre una muestra de gemelos, uno de cuyos objetivos era determinar la edad de presentación del TDAH en esta categoría de población. La muestra estuvo constituido por 564 familias en las que al menos un gemelo presentaba criterios diagnósticos de TDAH. Las edades de los sujetos estudiados estaban en una horquilla entre los 7 y los 17 años. Se compararon con 183 familias controles. Los resultados de prevalencia total fueron de 6,2 %, distribuido entre el 7,4 % en niños y el 3,9 % en niñas. El subtipo inatento se presentó con mayor frecuencia entre los chicos, al igual que el subtipo combinado. La edad media de presentación se situó en los 3,5 años, sin diferencias entre los sexos.

Cuffe, Moore y McKeown (2005) realizaron un estudio longitudinal, el National Health Interview Survey. La prevalencia total que encontraron fue del 4,19 % en niños y del 1,17 % en niñas. Atendiendo al origen, los hispanos presentaron una prevalencia del 3,06 %, los blancos del 4,33 % y los niños de raza negra del 5,65 %. Los investigadores concluyeron que el TDAH varía de forma significativa según la raza, el género y la edad; además, se suele asociar a otro tipo de problemas, preferentemente de carácter emocional y conductual.

 

Tratamiento

Resulta extraño que en la actualidad no exista un modelo más o menos unitario de intervención terapéutica. En lo que teóricamente existe acuerdo generalizado es en considerar que el tratamiento ha de plantearse de manera complementaria y coordinada desde distintas disciplinas. La realidad ha impuesto de manera inequívoca la necesidad de una intervención en la que participen a un mismo nivel distintos profesionales procedentes del campo de la educación, la psicopedagogía, la psicología clínica y la medicina. No deberían caber aquí actitudes monopolísticas y excluyentes que no sólo contribuyen a la pervivencia de un modelo rancio y agotado de predominancia e incluso exclusividad de una disciplina respecto a otras, sino que perjudican gravemente a los afectados, en la medida en que no les orientan hacia la atención integrada y multidisciplinar que merecen y precisan. No estoy escribiendo sobre una anécdota, sino sobre una actitud que todavía está influyendo muy negativamente en el desarrollo de la atención en salud mental como oferta eficaz por la acción complementaria de distintos profesionales de diferentes ramas del saber sanitario y asistencial.

De forma relativamente tradicional, se suele presentar una tríada de perspectivas integrantes de la acción terapéutica en el TDAH, constituida por la intervención farmacológica, la conductual y la cognitiva. Podría tal vez resultar más útil establecer campos de actuación, como serían el biológico, la psicoterapia, el tratamiento psicopedagógico y la intervención familiar.

Hasta finales de los pasados años 80, el procedimiento que se utilizaba de forma mayoritaria era el farmacológico y, en bastante menor medida, el conductual. El primero se apoya en el uso de medicamentos que afectan a los neurotransmisores implicados en las expresiones psicopatológicas del TDAH. El más utilizado, sin duda, ha sido y sigue siendo el metilfenidato en sus diferentes presentaciones. En mucha menor medida, pero con presencia significativa en las prescripciones, se encuentra la atomoxetina y, de forma testimonial, hay que citar la pemolina de magnesio. En la actualidad también se están utilizando determinados antidepresivos tricíclicos o neurolépticos tales como la clonidina, risperidona o paliperidona, particularmente cuando se trata a jóvenes o adultos. Conviene subrayar que el efecto y objetivo del uso de estos fármacos no es curar el TDAH, sino que cuando se trata de un caso con diagnóstico contrastado y buena respuesta a la sustancia que se le esté administrando, constituyen una gran ayuda para poder trabajar con el niño en otros terrenos y los resultados que se obtienen son mucho más rápidos, estables y de mayor alcance. Es preciso, sin embargo, tener en cuenta que entre un 25% y un 30 % de los afectados no responden a la medicación o bien no la toleran (Swanson et al., 1998; Orjales, 2007) y que, en todo caso, los efectos a largo plazo tanto de la medicación como de las intervenciones puramente conductuales, por si solos, son bastante limitados y de discutida validez ecológica. Por lo tanto, se ha hecho necesario ir articulando otras alternativas de abordaje terapéutico que ayudasen a alcanzar la generalización de los efectos beneficiosos logrados a través del tiempo y de los diferentes contextos en que se desenvuelven los niños. En su momento, Barkley (1994) ya argumentó consistentemente en este sentido, proponiendo un enfoque orientado al desarrollo de la inhibición conductual como vía de acceso a la autorregulación, entendida ésta como la capacidad del individuo para frenar la primera respuesta que el niño inició ante la aparición de un estímulo determinado, además de proteger su pensamiento de distracciones externas o internas y elaborar una respuesta más adecuada que sustituya a la primera. La idea es que durante la demora de respuesta se pongan en marcha funciones ejecutivas definidas que den lugar a procesos más adaptativos, en la medida en que incorporen una clara formulación del objetivo a lograr, la estimación adecuada de los recursos disponibles para hacerlo y la elaboración de un plan de acción eficaz. En la práctica clínica, ésta ha sido una línea de trabajo de gran utilidad y muy fecunda, sobre la que se han ido incorporando técnicas e instrumentos de gran relevancia, como la instauración de prótesis cognitivas mediante lingüificación de la conducta, desarrollado por Meichenbaum (1971, 1974). La práctica clínica nos muestra que la combinación de diversas técnicas, articuladas en un modelo de intervención coherente, propicia la aparición de mejoras clínicas significativas en mucha mayor medida que el uso aislado de algunas de ellas. Como muestra de ello, han ido construyéndose programas terapéuticos como el de Kotkin (1998), que integra en el mismo a profesores, psicopedagogos y auxiliares educativos cualificados. También en el aula se aplica el programa Classroom Kit de Anhalt, Mc Neill, y Bahl (1998), que se basa en el concepto de aprendizaje cooperativo. En España, Miranda, Presentacion, Gargallo y Gil (1999) desarrollaron un programa en el contexto del aula, espacio que reúne las condiciones adecuadas para que los mecanismos autorregulatorios se interioricen de manera gradual por los niños hiperactivos. Calderón (2001) estructuró un programa de carácter cognitivo conductual cuya aplicación ha dado como resultado una significativa disminución de las conductas vinculadas al trastorno, mantenida durante el seguimiento. Orjales y Polaino (2007)) han diseñado un programa de intervención de corte también cognitivo conductual que incluye el entrenamiento en técnicas de autoinstrucción, modelado, solución de problemas, autoevaluación o relajación, así como de generalización de aplicación de estos procesos.

Llama la atención que apenas hay presencia significativa en la literatura científica específica del TDAH ni en los programas integrados de intervención de uno de los recursos que mayor eficacia muestran en el trabajo con los niños hiperactivos, como son las técnicas relacionadas con la corporalidad, el sistema postural y el movimiento, tales como las terapias psicomotrices. Resulta llamativo que un trastorno que compromete de forma tan significativa el cuerpo y el movimiento no dé lugar a una presencia mucho mayor de las intervenciones de carácter psicomotriz en su abordaje. Además, su debut tiene lugar en la infancia temprana, período etario en el que el cuerpo es el mediador por excelencia en los procesos relacionales, de conocimiento y de aprendizaje. En varios modelos se menciona el entrenamiento en relajación, que frecuentemente se deja de lado porque su aplicación en las fases iniciales de tratamiento da escasos resultados, mientras que resulta de gran utilidad en estadios posteriores del mismo. Esto es así porque niños con escaso control regulatorio, si no han trabajado previamente los procesos de excitación e inhibición psicomotriz en el contexto de la organización tónico postural, tienen muy difícil integrar los elementos vivenciales imprescindibles para el aprendizaje de la relajación. En cambio, una vez que han alcanzado un grado aceptable de regulación tónica, suelen beneficiarse de forma muy significativa del entrenamiento en relajación.

Como señaló Ajuriaguerra (1973), la evolución infantil está vinculada a la evolución psicomotriz, inicialmente en su vertiente sensoriomotora. La motricidad, que de partida es confusa e indiferenciada y se expresa en forma reactiva global, va alcanzando sucesivamente valores como forma de contacto y expresión, de exploración y utilización, ya que el niño descubre el mundo de los objetos a través del movimiento y la percepción sensorial. Pero su descubrimiento sólo alcanzará calidad adaptativa cuando a través del gesto progresivamente más preciso y orientado sea capaz de coger y dejar, cuando haya construido el concepto de distancia entre su cuerpo y los objetos con los que se relaciona y cuando éstos hayan dejado de formar parte de su primaria e indiferenciada actividad corporal. El cuerpo proporciona tanto información como modos de actividad y comportamiento que permiten organizar experiencias al organismo en evolución. Adquiere, en consecuencia, el papel de continente dinámico, portador de significado dentro del proceso de funcionamiento simbólico. Lo que se nos plantea, en definitiva, es la precedencia del yo corporal respecto al yo cognitivo, como conceptualizó Santostefano (1990). A partir de aquí, se puede concebir al sujeto cognitivo como un ser que parte de una organización interna constituida a partir de disposiciones previas, cuyos esquemas, entendidos como unidades básicas de organización, se van acomodando a la realidad a través de la acción que realiza sobre la misma, así como de la información que recibe a través de esta acción. Puede acceder así a la organización del espacio, de los objetos y de sí mismo en relación a éstos de forma más adaptada. Las acciones, cada vez más interiorizadas, van siendo transformadas en significados, cuyos significantes se integran en un lenguaje que es constructor del pensamiento, a la vez que contribuye a una progresiva exclusión corporal, condición necesaria para el desarrollo futuro de los procesos de relación y aprendizaje (Mas, 1991). Esto es posible en la medida en que el sujeto actúa y se acomoda a los datos de realidad, a la vez que los modifica lo suficiente para que puedan ser asimilables. Se construye así una cadena de equilibraciones progresivas que dan lugar a la aparición y organización de estructuras estables, de carácter cada vez más complejo e integradoras de sus predecesoras. Cuando el TDAH está presente, vemos como estos procesos se ven seriamente afectados y, consecuentemente, también la construcción de estructuras de relación y conocimiento. En los últimos 30 años, se han desarrollado un amplio abanico de recursos técnicos en el plano psicomotriz que ofrecen una importante riqueza terapéutica y que por su vinculación con el acto motor suelen ser muy bien aceptados por los niños.

Quien no esté familiarizado con las ciencias y técnicas corporales y experimente interés al respecto, puede realizar una primera aproximación a través de autores como Bernaldo de Quirós / Schrager (1987) o Fonseca (1996).

 

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Dirección para correspondencia:
Carlos Mas Pérez
cmpetersen@telefonica.net

Manuscrito recibido: 27/10/2009
Revisión recibida: 03/11/2009
Aceptado: 19/11/2009

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