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Index de Enfermería

versión On-line ISSN 1699-5988versión impresa ISSN 1132-1296

Index Enferm vol.14 no.50 Granada nov. 2005

 

MISCELANEA


DIARIO DE CAMPO

Las pacientes de cáncer terminal y sobre todo quienes son madres saben cual es el momento para dejar este mundo. Ellas lo expresan una y otra vez, incansablemente, aunque se les vaya la vida en ello. Lo manifiestan en su comportamiento verbal y no verbal y sin embargo pocos son quienes en el sistema sanitario están dispuestos realmente a escuchar su legítima exigencia de respeto por sus decisiones y derechos. Derechos que se van ahogando, al igual que su voz de mujer y de madre, por la voz sabia y autoritaria del profesional sanitario que insiste en saber y conocer lo que es mejor para ella hasta el final de sus días.

 

 

Bienaventurado el hijo de María

Magdalena Agüero Caro

Enfermera Docente. Carrera de Enfermería, Universidad de Magallanes, Chile
mcastane@entelchile.net

Los pacientes que ingresan al Programa de Cuidados Paliativos y Alivio del Dolor en Pacientes con Cáncer Terminal, tienen un promedio de sobrevida de 4-5 meses. La mayoría de ellos al igual que sus familiares ya saben el diagnóstico y muchos, sobre todo los pacientes, tienen conciencia de su evolución y pronóstico. En este programa trabajan médicos oncólogos, profesionales de enfermería, asistentes sociales, paramédicos y voluntarias de la agrupación del cáncer Damas de Verde. Los pacientes ingresan cuando inician la fase del dolor, pero sobre todo cuando su médico tratante considera que “el dolor requiere de un manejo especializado”.

Aún cuando el programa define ampliamente dolor como dolor total y a los cuidados paliativos como cuidados integrales, tales consideraciones, la mayor parte de las veces y por diferentes razones, son asumidas parcialmente por el equipo de salud. Ejemplo de lo anterior es la relativa preocupación por quien cuida al paciente: su familiar cuidador, razón por la que desde la Universidad, hace casi dos años, iniciamos un Programa de Intervenciones de Enfermería en Salud Mental y Bienestar Psicosocial a los familiares cuidadores, sin embargo, es prácticamente imposible excluir a los pacientes de cáncer ya que entre ambos constituyen una amalgama inseparable de procesos interaccionistas.

La enfermera recién llegada a la Unidad encargada del Programa de Cuidados Paliativos y de Alivio seleccionó la ficha clínica de María con el interés de que yo hiciese una visita domiciliaria para disponer de información actualizada acerca de la situación de la paciente sobre todo respecto al manejo del dolor por su familiar cuidador, (el dolor aparece una y otra vez en el discurso oral y escrito como el síntoma que más importa al equipo de salud, y no justamente a partir del concepto de dolor total, sino más bien como una experiencia individual de respuesta nociceptiva).

Al leer la ficha de María me llamó la atención el párrafo que decía en manuscrito bastante ilegible: “enferma de 38 años cuidada por su hijo de 2,5 años” lo que también podía leerse como: “enferma de 58 años cuidada por su hijo de 25 años”. Interpretación dual que pude dilucidar horas antes de llegar a casa de María cuando ella acepta la visita al responder muy entusiasta mi llamada telefónica y me indica que ingrese por la puerta de acceso al patio, ya que la puerta de calle está franqueada “para que su hijito de dos años y medio no salga”. La duda quedó aclarada acerca del familiar cuidador de María.

María, 38 años, de apariencia muy juvenil a pesar de estar muy enflaquecida, tez muy blanca, emaciada, aún conservaba el brillo de sus grandes ojos de color verde pardo, su cabello castaño claro, largo, enmarañado por el roce con los almohadones, dulcificaba aún más su rostro. María llevaba varios meses, tres a cuatro, acostada, casi postrada en el sillón grande del salón. “Estoy aquí - me dijo, como disculpándose - porque así no parezco enferma para mi hijito. No quiero que se quede con este recuerdo mío, de verme enferma en cama, por eso estoy siempre aquí, desde que ya no puedo caminar porque se me hincha mucho esta pierna, que es la única que me duele, la otra no, la otra está sana, y con la sana me ayudo para moverme un poquito aquí”. María tenía el diagnóstico médico de cáncer ovárico con metástasis generalizada.

Julián de 2,5 años cual centinela cuidador, apenas alcanzaba el borde de la cama improvisada de su madre, no perdía la vista de María y tampoco sacaba los ojos de mí y estaba muy atento a mis movimientos, sobre todo cuando examiné a María. Con voz clara y escaso lenguaje Julián me dice: “no toque ahí, no toque, mamita yaya” señalando la pierna con edema de María.

En el alfeizar de la ventana María tenía una foto de su madre, quien falleció muy joven también de cáncer. Mientras observo la foto impresionada por el parecido entre ambas, María me dice: “Mi mamita se murió en el hospital, estuvo mucho tiempo hospitalizada, nosotros no la veíamos, éramos chicos, no nos dejaban ir al hospital, yo me quedé con ese recuerdo y con esa pena, que ella se fue al hospital y no la vimos más, nos quedamos los cuatro hermanos sentaditos en la calle viendo como se la llevaron en la ambulancia y yo no quiero que eso me pase a mí con mi hijito, yo ya se lo dije a mi marido y en el hospital también lo saben, los doctores lo saben, la enfermera lo sabe, la que estaba antes sabía, por eso me mandaba los remedios con mi marido, los remedios para el dolor de la pierna”.

Mientras escuchaba a María me preguntaba ¿todos lo saben realmente? ¿hay una escucha activa por parte del equipo de salud? ¿hay empatía en los cuidados que ofrecemos?

Cerca del sillón y al alcance de María, estaban las mamaderas de Julián, la de la leche y la del jugo, la botella con agua, las toallas húmedas desechables y los pañuelos también desechables. De tanto en tanto María seca sus lágrimas, pocas, corren por sus pómulos prominentes; mientras las seca dice “yo no quiero que mi hijito me vea llorar… él se asusta y se pone nervioso, corre por las piezas y me trae sus juguetes para que yo esté contenta”. María se entusiasma y me muestra bajo las almohadas el teléfono móvil para atender las innumerables llamadas de su marido durante el día y el control remoto del televisor diciéndome: “yo cambio los canales buscando los monitos animados para ver con el Julián y después jugamos los dos haciendo los personajes de la tele, nos reímos y cantamos, yo lo paso bien así y hasta me olvido de lo que me pasa, me olvido del dolor de mi pierna, no me va a creer, pero de verdad que me olvido del dolor”.

En un mueble alto, muy lejos del alcance de Julián hay una caja donde están los medicamentos de María, los opiáceos para el dolor, distintas cajas, distintas marcas, distintos colores y formas de presentación, en todas las cajas hay medicamentos, tal vez demasiada cantidad para un paciente con dolor. Antes de preguntar nada María me dice: “Yo tengo mucho dolor, a veces no bajo de 8-9 (Escala análoga para el dolor, de 0 a 10) pero me aguanto, me muerdo el pañuelo y no me tomo los remedios hasta que llega mi marido porque me dejan atontada, con sueño, y yo no me quiero dormir porque si duermo no puedo estar con mi hijito, cuidarlo, jugar con él los días que me quedan, así que yo tampoco lo escribo en el cuaderno que me dieron en el consultorio porque capaz que me quieran hospitalizar, y yo no quiero eso”.

María y Julián, su esposo, no tenían familiares en Punta Arenas, ni amigos, es decir, los tenían pero María no quería que la visitaran, no quería que la vieran en cama, con dolor y tan enflaquecida, su cuerpo y su cara habían cambiado decía ella y no quería que la vieran así sus amigas y ex compañeras de trabajo.

Esa mañana María me hizo varias peticiones, quizá demasiadas para un primer encuentro. María estaba muy clara, respecto a ella y a su transición hacia la muerte. María quería tener en el salón una cama más grande que el sillón, pero más pequeña que la matrimonial, para estar más cómoda y dormir la siesta con Juliancito sin preocuparse de posibles caídas; también quería una silla de ruedas para cuando llegase su suegra en unos pocos días más y la viese más tiempo en silla que en cama. María consideraba que debíamos orientar a su suegra para que lleve a Juliancito a control con pediatra, enfermera y nutricionista “para que tenga la vacunas al día y le controlen el peso, porque a lo mejor mi suegra se lo lleva a su casa en Chiloé y allá hay pocos médicos o no son tan buenos como acá para los niños”. María pidió juguetes porque hace tiempo no podían distraer dineros en juguetes para Julián y los zapatitos ya le estaban quedando chicos, entonces, a lo mejor le podíamos ayudar con ropita para el niño, conseguirle, dijo ella porque “en Chiloé hay menos recursos, hay más pobreza por allá”.

Diez días después de esa visita y de varias otras visitas y muchas coordinaciones con los equipos multiprofesionales del consultorio y del hospital y con las Damas de Verde encontré a María en el hospital, en la silla de ruedas empujada por su suegra, con Juliancito feliz sentado en sus faldas, con un globo de helio amarrado al brazo de la silla. María me contó con la voz ronca y quebrada que “había sido derivada a una interconsulta con un médico anestesista para instalarle una bomba para el dolor”, que el doctor la evaluó y la citó para dos días después. María estaba enojada, me impresionó como derrotada y me dijo “no quiero dormirme y menos que me hospitalicen, yo no sé qué corazón tienen estos doctores, no me entienden, ¿cómo? ¿cómo si son tan inteligentes no se ponen en mi lugar? yo no quiero que me separen de mi hijito si son tan poquitos días los que me quedan, así se lo dije al doctor, yo sé que me queda poquito tiempo”. María me aseguró que el oncólogo le dijo: “si no vienes el jueves te voy a mandar a buscar con la ambulancia porque además tengo que hacerte un examen para verte el estómago”. Ya hacía un par de semanas que María estaba con anemia, escupía sangre que ocultaba en los pañuelos desechables que fueron desbordando un papelero debajo de la cama.

María se hospitalizó el jueves, fue traída desde su casa por la ambulancia. El lunes regresó a su casa en el furgón de la funeraria para su velatorio en la parroquia cercana. Bienaventurado el hijo de María que tuvo la suerte de conocer a una mujer valiente, asertiva, segura de sí misma, sensitiva y humana, su madre.

La experiencia de María señala a cuanta distancia estamos de los cuidados profesionales verdaderamente humanizados, donde la comunicación e interacción son la piedra angular de la Relación de Ayuda.

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