"No os desnudéis del hábito y costumbre que de nuestros abuelos mantenemos".
Alonso de Ercilla
Todas las personas hemos sido, somos o seremos en diferentes momentos de nuestras vidas dadores y receptores de cuidados. Hablamos de cuidados cuando nos referimos a la gestión y al mantenimiento cotidiano de la vida y de la salud, siendo la necesidad más básica que permite la sostenibilidad de la vida (Fernández, 2016). Cuidar, al igual que la enfermedad, forma parte de la biografía de cada persona, y por lo tanto es algo inherente al ser humano. Este saber que permite la supervivencia nace del día a día, del saber hacer, siendo la familia con sus experiencias de vida la que construye su práctica de cuidado (Cerezo et al, 2018).
Si recordamos quién ha permanecido a nuestro lado cuando nos ha acontecido una dolencia, probablemente la imagen de algún familiar asome a nuestro pensamiento, y es que el papel de la familia, no solo como proveedora de cuidados, sino también como núcleo generador de costumbres y hábitos viene recogido en textos, hechos históricos y simbólicos desde las sociedades antiguas. La familia es el lugar donde se inicia el aprendizaje, todos sus miembros son testigos de las primeras formas de asistencia, atención y cuidado. A través de una familia se rige el comportamiento de una comunidad, es como un sistema abierto, interconectado con la sociedad y a su vez con los aspectos culturales que la forman (de la Vega, 2000). Por tanto, cultura y familia son dos términos que no se pueden entender el uno sin el otro. Madeleine Leininger definió la cultura como: "creencias, valores y modos de vida de un grupo particular que son aprendidas y compartidas y, por lo general, transmitidas de forma intergeneracional influenciando las formas de pensamiento y acción" (Leininger, 2002). Mediante los elementos que conforman la cultura, el ser humano desde su origen ha ido determinando la trayectoria de los cuidados (Amezcua, 2000), sin ellos en palabras de Leonardo Boff "los seres humanos no podrían serlo" (Boff, 1999). No po-dría concebirse la vida misma si no existiera el cuidado, ya que la persona pierde su estructura, su sentido y muere.
Si analizamos el cambio cultural que se ha producido a lo largo de los años y que de alguna manera ha influido en la toma de decisiones de las personas con respecto a su salud, observamos como las sociedades van cambiando constantemente y cada una evoluciona guiándose por un patrón que se considera evolucionado. Actualmente no es bien tolerado sentirse mal, estamos inmersos en una sociedad del bienestar y rápidamente se busca una solución, es lo que algunos autores llaman la cultura de la inmediatez. En el pasado ocurría lo mismo, pero el enfermo acaparaba la atención de la familia y diversas dolencias, mayoritariamente de carácter leve, se trataban desde el hogar. La paciencia, el reposo o el calor que durante siglos han sido el tratamiento que los mayores daban a sus dolencias, son términos que tienen difícil cabida en la sociedad actual. ¿Dónde ha quedado el consejo de los abuelos? Probablemente haya sido sustituido por el botiquín de medicamentos, que paradójicamente constituye más un riesgo para la salud que un recurso para el cuidado. No es extraño encontrarse con un grupo de personas discutiendo sobre medicamentos y sus dosis, este escenario forma parte de una sociedad cada vez más medicalizada.
La capacidad resolutiva de las familias se ha visto mermada, algunos autores lo achacan al avance de la tecnología en salud. La medicina se ha posicionado como la "autoridad cultural", la sociedad se ha vuelto dependiente de este conocimiento y por tanto, el médico es consultado como referente social, ya que ayuda a comprender el nuevo mundo y consigue que sus interpretaciones del mismo sean consideradas como única verdad. Por lo tanto, el pasado ya no proporciona criterios válidos para esta nueva realidad (Azeredo et al, 2016). La tecnología y la ciencia en Occidente se han puesto al servicio de la salud, mejorando las expectativas de vida, aunque debilitando las formas ancestrales de cuidado, abandonando lo tradicional. Lo anterior ha repercutido inevitablemente en el progresivo aumento de la demanda sanitaria por motivos no siempre justificados (Márquez et al, 2003).
No cabe duda que la inmediatez y lo instantáneo conducen a las personas hacia un territorio inexplorado en el que los saberes, hábitos y costumbres aprendidas en el seno del hogar para enfrentar la vida, pierden su utilidad y su sentido. Sin embargo, los profesionales sanitarios preparados bajo un modelo biomédico dominante se muestran a menudo intolerantes con otros saberes (Benjumea, 2007). Esta tensión práctica se encuentra en la dificultad, por parte de los profesionales, de dialogar, comprender, reconocer y respetar los saberes que tienen las familias, comunidades, pacientes y cuidadores culturalmente reconocidos. Se podría decir que lo cotidiano se ha convertido en la competencia (López, 2010).
Bajo esa mirada biologicista o medicalizadora, el concepto de salud se reduce, y no se entiende como el estado de bienestar en el que las personas manifiestan sus habilidades y participan en las decisiones que afectan a su cotidianeidad. Esta concepción de salud implica aceptar a personas críticas, reflexivas y pensantes que construyen estrategias para enfrentar un proceso de enfermedad (Contreras, 2016). Por tanto, el cuidado es el resultado de la construcción colectiva de varios saberes.
Las enfermeras tienen un papel fundamental en la protección de estos saberes y el ideal de Leininger sigue siendo hoy un deseo por alcanzar. Desde esta teoría se intenta comprender el cuidado, que varía según cada cultura y así, una vez entendido, se podrán ofrecer al ciudadano las diferentes formas de prevención y mantenimiento de la salud. Se vuelve indispensable favorecer una práctica que considere las perspectivas de salud-enfermedad de los sujetos receptores de cuidados, estimulando el poder y las capacidades cuidadoras de nuestros iguales. La Enfermería debe tener como objetivo ofrecer unos cuidados que respeten y valoren la diversidad cultural que existe entre el profesional y el usuario, cuestionando el reduccionismo biomédico (Herrera et al, 2018; Moreno, 2019). Es necesario retomar, como decía Colliére, el sentido original de los cuidados, acercándose al otro ("es un reencuentro con las personas"), formándose en los valores del cuidado (Colliére, 1993).
La ciencia y el saber popular deben de coexistir, ya que esto facilita el diálogo generacional. Sin embargo, debido al cambio de valores en la sociedad, comentado anteriormente, las habilidades cuidadoras de la familia se están perdiendo. Las enfermeras deben de participar activamente en la revitalización de los saberes populares, no para oponerlos a la medicina convencional sino para poner en valor las prácticas tradicionales sustentadas en los valores de nuestros antepasados, que con sus experiencias de vida han constatado la utilidad terapéutica de estas prácticas.
Es importante tomar en consideración la herencia cultural. Todos los seres humanos contamos con un legado de prácticas y creencias relacionadas con el cuidado de la salud que han sido heredadas de generaciones anteriores. Este patrimonio merece ser estudiado para no caer en posturas etnocentristas ni provocar choques culturales, pero sobre todo, debe ser protegido con el fin de aprovechar la sabiduría popular que a través del tiempo ha llegado a nuestros días (Carrasco et al, 2011; Melguizo et al, 2010). En la sociedad actual en la que lo cotidiano se ha medicalizado, las enfermeras tienen que aprovechar los conocimientos y utilizar las herramientas necesarias que permitan brindar unos cuidados culturalmente competentes.
Cada generación deja una huella en sus sucesores, y eso sirve de referencia para la construcción social de la realidad. Si se pierden las tradiciones y prácticas que han contribuido a mantener la vida de nuestros antepasados ¿cómo podremos saber quiénes somos?