Los mayores constituyen la población más vulnerable y con mayor riesgo de evolucionar hacia formas graves de la COVID-19. Hablar de sus derechos parece una obviedad y, sin embargo, a lo largo de esta pandemia, asistimos a no pocas situaciones de flagrante violación de los mismos, según han denunciado diversos organismos especializados.1 La situación de fragilidad de la población anciana está propiciada por una mayor proporción de comorbilidades, especialmente de las enfermedades crónicas, menores reservas físicas y psíquicas y los cambios inmunológicos y fisiológicos asociados al envejecimiento.2 El resultado es una mayor morbi-mortalidad en enfermedades víricas, que se han acentuado en tiempos de pandemia. El gobierno español ha estimado que más del 70% de la mortalidad relacionada con la Covid-19 ha ocurrido en mayores de 65 años, que sumado a los múltiples impactos y secuelas a nivel físico, psicológico y de calidad de vida, ha provocado una “crisis sanitaria y social”.3
En tiempos antiguos solía decirse que “el viejo que oye cantar el cuco, cuenta que vivirá un año más”. El canto del cuco empieza a sentirse en los intersticios del invierno, anunciando el tránsito equinoccial. Al campesino le advierte que el mal tiempo toca a su fin y que renace la época más fecunda y hermosa de la naturaleza. Mientras que a los mayores de nuestros pueblos el cucu les sonaba como un soplo de vida, pues dejaba atrás ese lúgubre y terco soneteo de las campanas parroquiales cuando a lo largo de todo el invierno anunciaban a los que iban abandonando este mundo.
Hoy pertenecemos a una sociedad urbanizada, incluso en la ruralidad, pero también globalmente más envejecida, en la cual la pandemia ha introducido una dimensión intemporal en la inseguridad de los mayores, en tanto ha trocado en elementos de riesgo los gestos más inofensivos del cotidiano de las personas. Incluso considerándose más peligrosos cuanto más afectivos: no acercarse a ellos, no tocarles, no acompañarles, no hablarles directamente a la cara, no abrazarles, no acariciarles, no visitarles, no juntarse con ellos ni siquiera en familia. El SARS-COV-2 ha normalizado el perfecto alegato en pro de la deshumanización. Las familias y los amigos han dejado de ser el sustento afectivo y emocional para convertirse en reservorio del mortífero virus y su vector más certero, sus más firmes aliados en el afán por destruir los cuerpos. Y el virus parece desdeñar los cuerpos lozanos para cebarse sobre las constituciones más frágiles, especialmente si ya están debilitadas por otros padecimientos.
Si una persona cuenta más de 65 años, se encuentra cansada, le cuesta subir las escaleras o dar la vuelta a la manzana, si acumula más de cinco achaques a la vez y ha perdido peso en los últimos meses,4 esta persona pasa a convertirse en sujeto pasivo con derecho a recibir prestaciones dirigidas a proteger su bienestar. Pero ahora, paradójicamente, también puede convertirse en un inconveniente para un sistema que, con la excusa de anteponer el bien común, puede excluirle si en medio de la pandemia consume recursos. Cuando los recursos son escasos y se reservan para otras poblaciones con mejores expectativas de vida. Lamentablemente, el edadismo continúa impregnando las políticas de distribución de recursos. A pesar de que sabemos que un paciente de edad avanzada puede tener la misma expectativa de vida que un adulto joven con comorbilidades.5
En apenas unos meses hemos pasado de las tensiones entre el Estado y la familia sobre quién debe asumir el cuidado de los mayores, a un escenario inesperado donde se admite otra inquietante posibilidad: la de que no sean cuidados. Así lo hemos presenciado, por ejemplo, cuando se ha negado el acceso a la atención hospitalaria a mayores internados en residencias, ante la impotencia de los profesionales, proporcionando algunas imágenes dantescas, de seres humanos entregados al abandono y la muerte. Pensemos que se han producido más de 30.000 fallecimientos por coronavirus en residencias de ancianos en España casi un año después del estallido de la pandemia.6 ¿A qué estatus se relega a personas que pierden el derecho a ser asistidos en su salud? El debate no se ha producido en torno al pacto social, sino al cumplimiento o no de los protocolos, esos objetos que tienen la facultad de exculpar de responsabilidades a quienes los ejecutan escrupulosamente.
¿Estamos asistiendo a la vuelta hacia una política de decrepitud? Con el coronavirus, parece como si las personas mayores hubieran envejecido súbitamente. En los últimos años estábamos viendo emerger una entusiasta generación de mayores que se esforzaba por adoptar un nuevo estilo de vida, más activo y comprometido, con nuevas oportunidades y desafíos, ansiosa de superar la vieja asociación entre la ancianidad y la espera de la muerte. Pero ahora, con la enfermedad colectiva, se ve otra vez sedentarizada y obligada a vivir en estado de reclusión. A solas con la muerte, podríamos decir. Sin contar con su parecer ni con sus expectativas, olvidando que también las personas mayores son agentes y deben estar presentes en las respuestas a la crisis y las decisiones sobre la “nueva normalidad”.7 Las medidas de confinamiento prolongado y severo implementadas por los gobiernos han ido en sentido contrario a las ideas de contacto, de cercanía y de cuidado, que se estaban gestando en la nueva concepción del envejecimiento. Se ha negado el poder terapéutico de la intersubjetividad en aras de la pretendida protección que necesitan los cuerpos ante los riesgos que entraña su situación de fragilidad.8
Nos hemos resignado a vivir bajo la conciencia colectiva de peligro, aceptando las constantes medidas de vigilancia encaminadas a su evitación.9 Pero los riesgos no son productos del azar, sino que son producidos por el ser humano, son resultado de lo que Giddens y Beck llaman “incertidumbres manufacturadas”.10 Artilugios sociales que logran empoderar a los expertos científicos en el papel de productores, analistas y especuladores de las definiciones del riesgo. Los datos empíricos, a pesar de su escasa solidez y confiabilidad, dan lugar a “regímenes de verdad” sustentados en una lógica excluyente y unas tecnologías estigmatizantes. La situación de pandemia ha introducido una nueva racionalidad en la gobernanza de los ciudadanos, legitimando acciones que de otra manera atentarían contra sus derechos más elementales. Los sucesivos decretos que han impuesto rigurosos aislamientos o fuertes restricciones a la movilidad hubieran sido impensables apenas unos meses antes de la declaración del estado de alarma. Foucault hablaba de gubernamentalidad.11 Tecnologías de gobierno para tiempos de desconcierto que se resuelven por la vía de los hechos, donde los gobernantes se debaten entre la necesidad de tomar decisiones clarividentes que otorguen confianza y la amenaza del colapso sanitario y social.8
La realidad que estamos observando sobre las personas mayores ante la pandemia nos introduce en un verdadero dilema ético ¿qué ha de prevalecer, el derecho a la protección de la salud o el derecho a la protección de la dignidad, a un trato digno? Lo fácil es afirmar que ambas cosas por igual, pero no es tan sencillo. Pensemos por ejemplo que, durante la epidemia, con la excusa de la protección de la salud, muchos mayores han fallecido en soledad, sin la oportunidad de despedirse de sus seres queridos ni de estar acompañados en los últimos momentos de su vida. El distanciamiento físico recomendado por la OMS, ha sido interpretado como distanciamiento social, cuando no es lo mismo, sin tener en cuenta los efectos nocivos que podía producir. Además del componente de deshumanización, hoy existen sobradas evidencias sobre las consecuencias negativas que han tenido sobre las personas el aislamiento y la soledad durante los periodos de confinamiento (problemas de sueño, deterioro cognitivo, depresión, problemas asociados al sedentarismo, etc.).7
Desde el momento en que se les otorga el estatus de “frágil”, caen sobre las personas mayores todos los estereotipos del “viejo” (en su sentido peyorativo), dejando de pensarse como ciudadanos con opciones para convertirse en seres en peligro, incapaces de pensar y decidir por sí mismos, y a los que se ha de enclaustrar y aislar8 para así protegerlos. El edadismo se ve reforzado por los discursos políticos, magnificados en los medios de comunicación y las redes sociales, fomentando la actitud de rechazo y el miedo a envejecer.12
Pero somos seres humanos y como tales necesitamos expresarnos. La espontánea solidaridad con la que muchos jóvenes se mostraron durante la época más dura del confinamiento, prestando ayuda a las personas más vulnerables, supliendo muchas de las tareas de su vida cotidiana, puede contemplarse como una forma de resistencia y un desafío a las políticas de contención más deshumanizadoras. Como tantas otras iniciativas de compromiso social ya existentes pero invisibles para muchos, que se han exacerbado en este tiempo, movilizando las redes vecinales y de voluntariado en una notable diversidad de expresiones.
Desde la perspectiva de la humanización de los cuidados, la protección de la salud y la preservación de la dignidad no se consideran constructos excluyentes, siendo necesarios por igual.13 Si las estrategias de riesgo están enfocadas a la minimización del daño, deberíamos aceptar que existen suficientes medidas a nuestro alcance para evitar el contagio sin renunciar a los fundamentos de una atención humanizada. Desde los entes gubernamentales se han legitimado decisiones tan riesgosas como celebrar manifestaciones políticas, mítines e incluso encuentros electorales en mitad de la pandemia, amparándose en los derechos ciudadanos y la efectividad del control del riesgo. La calidad del cuidado y la calidez en el trato también forman parte de estos derechos, pues son plenamente compatibles y se necesitan mutuamente para percibirse como efectivas. Es más, existen suficientes evidencias científicas que ponen de manifiesto que un trato humanizado produce efectos tan beneficiosos como la mejor recuperación física y emocional del paciente, el aumento de la percepción de seguridad, la disminución del estrés y la ansiedad, la utilización más racional de los medicamentos, o el aumento de la satisfacción tanto de pacientes y como de familiares,14 entre otros.
Ya en la facultad aprendimos que no había que dejar atrás el lado humano de las cosas y la importancia que tienen los gestos para las personas.15 Luego, de forma empírica, hemos constatado que los mayores valoran tanto el buen trato y la orientación terapéutica como una asistencia competente.16 Durante la pandemia ha emocionado contemplar cómo muchos profesionales han incorporado gestos de resistencia muy creativos y comprometidos para dignificar la situación de las personas mayores hospitalizadas. Por ejemplo, algunos profesionales han logrado reforzar la comunicación con los pacientes con solo colgarse en el EPI su fotografía con cara sonriente para que puedan ser reconocidos en su semblante más amigable; hemos visto desplegar su empatía y asertividad en el festivo reconocimiento que se hace al tiempo del alta a cada persona que logra superar la enfermedad; y también cómo prestaban sus propios móviles o tabletas para que los pacientes pudieran comunicarse con sus familiares, a sabiendas de que el acceso de la familia a la información y su adecuada participación en el cuidado constituye un pilar esencial de la relación terapéutica entre el profesional y el paciente.14 Las enfermeras sabemos que es dificultoso cuidar si se excluye a la familia.
Respondiendo a la pregunta del título, sí es posible proteger la salud de las personas sin maltratar su dignidad. A la vista de las muchas expresiones de solidaridad que se han desatado tanto entre los profesionales como entre los ciudadanos, está claro que podemos comprometernos con la salvaguarda del derecho que los mayores y la población en general tenemos a existir dignamente también durante la pandemia; que podemos instaurar entre todos una pedagogía que favorezca la integración de todos los ciudadanos, sin dejar atrás a los más mayores, para superar la situación de adversidad en que vivimos. La pandemia deja tras de sí un rastro de enfermedad y muerte, pero también ha entrenado a la ciudadanía en habilidades sociales y emocionales, instaurándose muy rápidamente relaciones solidarias entre las personas. Ha hecho tomar conciencia de la necesidad de fortalecer las relaciones intergeneracionales y el aprendizaje de habilidades como la empatía, el control del estrés o el afrontamiento del duelo, así como de adoptar conductas de autocuidado. En suma, reavivar todo aquello que nos hace humanos.
Por ello, no está de más hacer una llamada a la resistencia activa, a la desobediencia pacífica: no permitamos que los mayores se sientan solos aunque ello suponga saltarse los protocolos. Pero al hacerlo, hagámoslo con responsabilidad y en entornos seguros. Cuidémosles y dejémonos enseñar por su inagotable sabiduría. No son seres peligrosos, son los que propiciaron nuestra vida y los más comprometidos con nuestro bienestar. Y de paso, mostremos a las instituciones y a nuestros gobernantes que ya no hay vuelta atrás, que con pandemia o sin ella, queremos a las personas mayores en un primer plano, en espacios amigables donde se sientan integrados y puedan desarrollarse con autonomía, de manera activa, sin barreras para relacionarse de forma segura con otras personas y, en definitivita, continuando siendo útiles a la sociedad.