El Evangelio de San Lucas (capítulo 10, versículos 25-37) cuenta la siguiente historia: un judío que va de Jerusalén a Jericó cae en manos de unos salteadores que le despojan de cuanto lleva encima y le dejan malherido. Pasan por su lado un sacerdote y un levita, pero no se detienen. En cambio, un samaritano que pasa por allí se le acerca, le ayuda, le venda las heridas, lo lleva a una posada y lo cuida. Es un samaritano, perteneciente al estrato más despreciado de la sociedad judía, quien siente compasión y no duda en acompañar al judío herido. Esta parábola, es una invitación a la fraternidad, vínculo que une a todos sin distinciones, una orientación didáctica a la caridad y a la misericordia que están en la raíz más profunda de la necesidad de cuidados, de cuidarnos.
Una de las cuestiones que ha dejado clara la pandemia por COVID-19 es la necesidad de los cuidados. No ya sólo de los cuidados como realidad personal e individual sino de una consciencia social de cuidados, de los cuidados colectivos a los que todos estamos invitados a participar y a los que todos, independientemente de nuestro estatus y formación, tenemos la obligación ciudadana de contribuir.
Pero las teorías y prácticas de cuidados han sufrido modificaciones más allá de la parábola antedicha. La pandemia ha establecido de forma clara que las formas de respuesta tradicional a la demanda de cuidados, fundada en la familia y la mujer y, en situaciones extremas, en la beneficencia, es una respuesta incompleta, obsoleta y, con frecuencia, tan ineficaz que sólo aporta alivio transitorio a cuestiones de un enorme peso social y humano1. La pandemia por COVID-19 nos ha hecho ver que la necesidad de cuidados no es una abstracción, que los cuidados trascienden, deben trascender el compromiso individual, el componente exclusivamente femenino, la implicación exclusiva de individuos, para convertirse en cuidados sociales, en cuidados que impliquen a toda la sociedad democrática. La conciencia de la extrema fragilidad y vulnerabilidad humanas generadas por la COVID-19 ha revelado que los sistemas tradicionales consolidados de respuesta a la necesidad de cuidados han resultado insuficientes y, en consecuencia, no han faltado voces que demanden una mejor y mayor organización social de la prestación de cuidados en las sociedades democráticas, dado que «En un contexto patriarcal, el cuidado es una ética femenina, mientras que en contexto democrático, el cuidado es una ética humana»2.
Pero ¿qué significa cuidar? Según la RAE, pueden asociarse a cuidar términos como diligencia, atención, solicitud, asistir o guardar, vocablos que remiten a una disposición y a una actitud especial que acompaña la acción de cuidar. Así mismo, se reconocen cuatro actitudes en el cuidado: atención, la responsabilidad, la competencia y la capacidad de respuesta. Considera Victoria Camps1 que «Cuidar consiste en una serie de prácticas de acompañamiento, atención, ayuda a las personas que lo necesitan, pero es al mismo tiempo una manera de hacer las cosas, una manera de actuar y relacionarnos con los demás. […] Cuidar implica desplegar una serie de actitudes que van más allá de realizar unas tareas concretas de vigilancia, asistencia, ayuda o control; el cuidado implica afecto, acompañamiento, cercanía, respeto, empatía con la persona a la que hay que cuidar. Una relación que debe ocultar la asimetría que por definición la constituye»1. Implica, por tanto, Victoria Camps a buena parte de las competencias que definen el buen hacer del personal sanitario. Pero, además, los cuidados son un valor en sí mismos, y lo son porque son imprescindibles para la prosperidad y la cohesión social. Y han llegado a equipararse, en cuanto a valor, al de la justicia. El hombre al nacer no puede valerse por sí mismo y a lo largo de su vida sigue necesitando a sus conciudadanos, dependiendo de sus cuidados, sobre todo cuando enferma y cuando envejece: somos vulnerables y dependemos unos de otros.
Vivimos un tiempo de cuidados, un tiempo en el que los avances científicos y tecnológicos han provocado, como consecuencia de una inadecuada respuesta social, desigualdades galopantes, exclusiones, pobrezas y marginaciones que, a todas luces, nos resultan incomprensibles y se nos revelan como injustas, como un desprecio a la justicia distributiva impuesta por el liberalismo económico3, 4. Naturalmente, a esta situación ha contribuido el desarrollo científico y técnico aplicado a la salud que ha conseguido que «La esperanza de vida aumente, pero no sabemos si lo hace de manera adecuada»5, expresión próxima a la enunciada por Miguel Delibes tiempo antes, según la cual «La medicina ha prolongado nuestra vida pero no nos ha facilitado una buena razón para seguir viviéndola».
Es innegable, que, en los últimos 70 años, coincidiendo con el desarrollo espectacular de la farmacología y de la tecnología sanitaria, la expectativa de vida ha aumentado considerablemente y, con ella, la necesidad de cuidados. Esta necesidad llega más tarde porque la medicina ejerce un control eficaz sobre la enfermedad. Pero, inexorablemente, la cronicidad y las limitaciones físicas y emocionales llegan; más tarde, pero llegan y esto obliga a disponer de mecanismos de dispensación de cuidados que asuman la flexibilidad y la adaptación a los contextos que suponen cuidar a una persona con nombre y apellidos, que vive una situación personalizada, con rasgos comunes a otras personas con patologías similares, de un modo específico e intransferible. Porque «Tratar un órgano enfermo no es lo mismo que hacerlo con solicitud hacia quien está necesitando atención porque es un paciente, una persona que padece y reclama que le hagan caso»1.
Además, se asume que los cuidados deben salir de la esfera privada y deben concebirse como un valor público y un conjunto de prácticas públicas, aun reconociendo que el cuidado es altamente personal. Así mismo, se asume que «sin una concepción más pública del cuidado es imposible mantener la sociedad democrática»6 entre otras cosas porque la atención a los problemas de salud colectiva deben ser atendidos por los gobiernos con la colaboración ciudadana. En este sentido, han surgido algunas propuestas que deben estimarse, tales como: a) Que se incluya un tiempo de conversación en el tiempo de consulta asignada a cada paciente porque reduciría tensiones emocionales, aumentaría la confianza mutua entre médico y enfermo y el enfermo resultaría mejor informado y cuidado6, y b) Adaptar las actuaciones profesionales, no sólo en tiempo de crisis, sino también en la práctica clínica diaria a una ética del cuidado a todos los niveles, desde el de la investigación al de la administración7.
Por otra parte, también se considera que deben implementarse algunas virtudes imprescindibles para el buen funcionamiento de los cuidados liderados por la administración pública tales como 1. La confianza en las instituciones, 2. La empatía, al menos en su sentido tradicional de Tratar a los demás como quisieres que te trataran a ti; 3. Flexibilidad, entendida como el arte de atender al sujeto concreto en lugar de ver su problema como un caso igual a muchos otros, independientemente de quien lo encarne; y 4. Diligencia en la toma de decisiones y en la gestión de las situaciones.1 Estas cuestiones son particularmente mejorables en nuestro país dado el daño causado por las políticas fiscales de los últimos años que debilitan los servicios sociales por problemas estructurales y de recortes presupuestarios, vulnerando los derechos de las personas que encuentran dificultades para acceder al sistema de protección social1, 8.
Una última cuestión que debe resolverse es la dicotomía entre curar y cuidar. Tradicionalmente, curar es una competencia médica y cuidar una competencia de enfermería. Sin embargo, con el desarrollo constitucional de nuestro país9, la mujer ha podido limitar los cuidaos familiares suprahumanos que ha ejercido durante buena parte de la historia de la humanidad y se ha incorporado a nuevas funciones sociales, mientras que otras profesiones sanitarias y no sanitarias han adquirido competencias en cuidados y, actualmente, conforman un importante nicho de empleo. ¿Deben los médicos incorporar competencias formativas más allá de las de curar y ayudar a morir? El Informe Hastings Center Los fines de la medicina10 concluyó que la medicina no puede limitarse únicamente a curar, sino también a prevenir la enfermedad, cuidar a quien no tienen curación y ayudar a morir. Dado que el Informe Hasting es de los años 90 del siglo pasado y que los planes de estudio han sido modificados al menos en dos ocasiones desde entonces, consideramos que buena parte de las propuestas del mismo están operativas en la formación de Grado y albergamos la esperanza de que los nuevos médicos hagan un uso apropiado de las mismas.
La atención a los cuidados parece haber calado también en la gestión sanitaria y ya se habla abiertamente de la formación de líderes blandos que incorporen a sus competencias de gestión sanitaria aspectos como la sostenibilidad, el liderazgo transformador, la atención en valor y los procesos centrados en el paciente, la ciencia de datos y el enfoque humanístico en el manejo de equipos. Se pretende, de esta forma, poner al paciente en el centro de la gestión sanitaria, como forma de aproximación a las teorías de la práctica clínica centrado en el paciente11. Actualmente, La Sociedad Española de Directivos de la Salud (SEDISA) promueve la implantación en la Universidad Europea de Madrid de un Grado en Gestión Sanitaria que reúna estas competencias12. Es deseable que estos gestores blandos adquieran la consciencia de que la ética del cuidado «Exige flexibilidad, adaptación a los contextos, actuación desde circunstancias que no son iguales, aunque lo parezcan… y que cuidar es, precisamente, asistir a una persona con nombre y apellidos, que vive una situación generalizada, pero de un modo específico e intransferible; que la ética del cuidado en una democracia es una ética de reparto de responsabilidades»1 y no una prescripción generalizada y uniforme. Será importante, también que cuiden de no diluir el humanismo médico entre la panoplia economicista y procedimental que suele caracterizar a estas prácticas porque «No tiene sentido establecer dicotomías tajantes entre conocimientos biomédicos, humanísticos y sociológicos porque en la práctica clínica es imposible separar los hechos y los valores de muchos tipos que se amalgamen en la realidad de la enfermedad y en la vivencia del enfermo»13.