1. Introducción
En ocasiones, hay pacientes que, por diversos motivos, no pueden decidir todas y cada una de las cuestiones relacionadas con su estado de salud. En tales casos, se precisa que alguien tome una decisión en su nombre; pero no suplantándolo, sino representándolo, es decir, intentando tomar aquella decisión que hubiese tomado el paciente en caso de disfrutar de plena competencia. No obstante, puede suceder que los motivos que se alegan para representarlo no siempre sean los que más le benefician. En estas situaciones es cuando hay que replantearse los motivos y las consecuencias de esta decisión, ya que podrían perjudicar, de manera objetiva y honesta, a la persona.
En este caso, se está apelando al criterio del mejor interés (CMI), que implica determinar aquello que más beneficia a la persona sin tener en cuenta sus decisiones o preferencias personales. Este criterio obedece a una óptica paternalista. Se ha de aplicar cuando se carece de una guía u orientación respecto a cómo el paciente quiere ser tratado. Esto puede darse en casos en los que nunca haya sido competente, no haya proporcionado argumentos válidos al respecto, si carece de familiares o allegados que puedan aportar información, o si la decisión de éstos puede dañarle, etc. En general, consideramos que, en esencia, los contextos en los que ha de utilizarse el CMI son en las emergencias (pues se carece de tiempo para analizar si hay voluntades anticipadas o preguntar a familiares), en la infancia, y en la discapacidad intelectual severa (en la que aún no hay autonomía). Para el resto de los casos, debería utilizarse un criterio subjetivo o un criterio sustitutivo, aunque siempre con cautela (Ramos S., 2015).
A continuación, intentamos desarrollar algunas propuestas conceptuales para definir y delimitar el CMI, y con posterioridad, esbozar algunas críticas. Por último, llevaremos a cabo una propuesta conceptual del CMI desde un punto de vista principialista.
2. Metodología
Kopelman L. (1997 y 2007) enfoca el análisis del CMI al ámbito de la pediatría. Sostiene que este criterio es usado para salvaguarda y proteger los intereses de los niños. La propuesta de Kopelman (1997 y 2007:188-189) aboga por unos criterios distintivos, a saber:
La decisión ha de respetar un mínimo umbral de cuidados aceptables desde el punto de vista médico. Este umbral se relaciona con la posibilidad de tomar decisiones diferentes sobre lo que ellos piensan que es lo mejor. Además, puede servir para valorar qué daños y beneficios están vinculados a la decisión.
La medida tomada ha de ser compatible con los deberes morales y legales hacia el paciente por el cual se decide.
Puede ser usado como un ideal para articular qué ha de entenderse por un "bien" o cuáles son nuestros deberes prima facie. Esto puede ayudar a elaborar políticas sociales respecto a qué derechos se tiene como ciudadano. También puede ser concebido como criterio para la toma de decisiones médicas, aunque ha de ser comprendido no como un deber absoluto, sino prima facie.
Es un estándar de moderación que sirve como referencia para hallar las mejores opciones de las distintas alternativas.
En la toma de decisiones se han de incorporar muchos intereses como son el afecto, la seguridad personal, el desarrollo cognitivo y emocional, etc. Pero en ese balance de intereses hemos de incorporar tanto los del propio afectado como los de otros agentes (los padres, la familia y la comunidad).
Otros autores, como Buchanan A. y Brock D. (1989:122-134), han tratado de desarrollar el CMI. Ellos utilizan el calificativo de "mejor interés" para indicar que hay algunos intereses que son más importantes que otros, y éstos son los que propician una mayor contribución al bien de la persona. Con ello, sostienen que el CMI determina una cierta obligación para determinar cuál es el beneficio neto para cada opción, es decir, la opción válida será aquella que ponderando riesgos-beneficios aporte una mayor cantidad de beneficios en comparación con los riesgos.
Ahora bien, en el contexto sanitario hay que concretar que del mero hecho de que un tratamiento vaya a beneficiar a un paciente no se sigue que éste sea el que indique que, en efecto, es el mejor interés para la persona. Ha de valorarse otros aspectos como el sufrimiento o discapacidad que pueda conllevar dicho tratamiento, es decir, revisar de qué modo afectará un tratamiento a la calidad de vida del paciente.
Buchanan y Brock sostienen que se trata de un principio que expresa una obligación positiva ya que se tiene en cuenta su calidad de vida y ésta, precisamente, es la que orienta la toma de decisiones. Pero esto implica que ha de haber un consenso intersubjetivo1 previo sobre qué se entiende por una buena calidad de vida, pues de lo contrario se carecería de una guía que determine cuál podría ser ese "mejor interés".
3. Crítica y defensas al criterio del mejor interés
El criterio del mejor interés también está sujeto a críticas (Veatch R., 1995; Diekema D., 2004; Rhodes R., 2014; y Salter E., 2012). En primer lugar, se le reprocha que es demasiado individualista, ya que considera sólo los intereses de la persona y no se tiene en cuenta la opinión de la familia. En segundo lugar, es difícil conocer cuáles son los mejores intereses para la persona. Se suele pensar que siempre hay acuerdo sobre cuál es la mejor opción teniendo en cuenta todas las alternativas, calculando los beneficios y daños, y que la perspectiva que se adopte es la mejor; sin embargo, esto no es nada fácil e incluso virtualmente imposible, pues es muy difícil poder imaginar todos y cada uno de los posibles aspectos que engloban la decisión. En tercer lugar, puede resultar peligroso o abierto al abuso en casos de mantenimiento o retirada de tratamientos médicos. Por último, es un criterio vago, amplio e indeterminado, pues en a menudo no está nada claro qué valores tiene la persona que emite el juicio y que juzga qué es lo mejor, de modo que no es sencillo establecer qué opciones son razonables, qué tratamientos son los mejores, etc.
Aunque estas son las críticas más relevantes, no por ello están todas bien fundamentadas, o incluso, focalizadas. Recientemente, Bester J. (2018) ha contestado y replicado todas estas críticas, reafirmándose en que el CMI puede ser un buen principio rector para ciertas decisiones. Algunos de estos argumentos son los siguientes.
Sobre el hecho de que el CMI sea vago e indeterminado considera que este problema afecta incluso a los clásicos principios de la bioética (autonomía, beneficencia, no-maleficencia y justicia) que adolecen de cierta indeterminación, y estos son utilizados de manera frecuente. Al igual que en el principialismo, el CMI ha de ser considerado como prima facie (es decir, un principio que ha de respetarse mientras no entre en conflicto con otro principio, también prima facie, y que obligue con más peso en una situación específica), y no absoluto, por lo que se precisa una especificación a los casos concretos. Por lo tanto, la crítica recibida falla ya que hay una mala comprensión sobre qué es y cómo opera el CMI.
En segundo lugar, aunque sí hay puede haber desacuerdo sobre "qué es lo mejor"; en realidad este problema es una cuestión que versa sobre la problemática de confrontación de diversos puntos de vista, propios de una sociedad liberal. La solución, entonces, no es abandonar el principio, sino más bien la dificultad es deliberar sobre los distintos valores y clarificarlos a la luz del caso.
En cuanto a que sea o no amplio, indeterminado, inflexible y que falle a la hora de incorporar a la familia, el propio autor debate sobre ello. De nuevo, el CMI ha de ser concebido como prima facie y del que derivan otras obligaciones. Estas obligaciones también han de incorporar a la familia y su entorno, pues muchas de las decisiones en el ámbito socio-sanitario condicionan e incluso repercuten en las personas que conviven con el paciente, como puede ser el caso de pacientes en coma o pediátricos. En tales casos, es la familia la que debería decidir por su familiar.
Pese a que también se suele señalar que este principio sólo toma una opción como válida, en realidad no es cierto. La aplicabilidad del CMI considera todas las posibles opciones y mediante una deliberación que incorpore muchos aspectos, se establece como "una de las posibles opciones razonadas y razonables" y no "la respuesta". El inconveniente, entonces, no es en el criterio que marca una opción, sino en la ponderación de las distintas opciones. En suma, muchas veces el problema no está en el CMI, sino en quién y cómo se aplica este criterio.
Algunos autores, como Douglas Diekema (2011), no sólo critican el CMI sino que además elaboran una propuesta alternativa. Reconoce la importancia y la utilidad del criterio del mejor interés; no obstante, señala la gran dificultad que puede entrañar el intento de definir qué es "lo mejor" para otra persona. De este modo, sostiene que en realidad es más acertado utilizar el "principio de daño" para identificar cuál podría ser el umbral para aquellas decisiones en las que se toma una decisión por representación. En este sentido, y poniendo el ejemplo de unos padres que rechazan que su propio hijo menor reciba un tratamiento médico, se debería poner en duda las decisiones cuando hay evidencia de que dicha acción o decisión provoque un daño al niño. Diekema sostiene que esta obligación moral hacia la otra persona resulta ser la manifestación de la sociedad (políticas sanitarias y jueces) para reconocer y proteger una serie de necesidades básicas para las personas vulnerables.
Ahora bien, es preciso identificar qué tipo de daño es el que se quiere prevenir, pues no todos han de ser objeto de prevención. Apelando a autores como Feinberg y Ross, señala que hay algunos daños que han de ser prevenidos y que constituyen necesidades básicas, como por ejemplo los dolores físicos, la integridad y las funciones físicas normales, la ausencia de dolor y sufrimiento, la estabilidad emocional, etc. Así pues, el nivel de daño se da cuando se priva de estas necesidades básicas, cuando la decisión por representación pueda provocar morbilidad o cuando el tratamiento rechazado tenga altas probabilidades de éxito para preservar estas necesidades básicas.
En definitiva, descarta que la pregunta fundamental sea la de "¿esta intervención se realiza en base al mejor interés?", siendo más apropiado la siguiente: "¿esta intervención incrementa la probabilidad de un daño serio comparada con otra opción?"
Aunque esta postura podría ser una alternativa consistente al CMI, algunos autores han criticado incluso esta posibilidad. Mason (2011) mantiene que el hecho de que el mejor interés haya sido invocado por jueces durante muchas décadas para evaluar las decisiones por representación es un indicativo de su fiabilidad. Además, el "principio de daño" resulta muy complejo y un tanto ambiguo, ya que simplemente establece aspectos que hay que evadir. Mientras que el CMI ya incorpora daños que hay que evitar, el principio de daño excluye los aspectos del mejor interés. Por último, aunque Diekema examina las condiciones bajo las cuales una intervención está justificada, simplemente se ciñe a aquellas en las que unos padres rechazan tratamientos para sus hijos menores; por lo que simplemente se trata de un tipo de decisiones. Mason apela a otros contextos clínicos como en los que unos padres piden "demasiado" tratamiento para la persona (por ejemplo, en pacientes en estado vegetativo) y los profesionales sanitarios aconsejan una retirada de tratamiento y centrarse en paliativos. En tal caso, la dilemática no es sobre si la decisión daña o no, sino que en realidad es una cuestión de conflicto de intereses, en este caso, los intereses de los padres. Por lo tanto, sería más apropiada la utilización del CMI.
4. Una propuesta integradora
Las aportaciones de los anteriores autores nos hacen pensar que el CMI debería incluir varios aspectos esenciales: que la elección del mejor interés haya de ser compatible con los deberes morales y legales que se inserten en la toma de decisiones; que sea un criterio ideal pero que, a su vez, no pueda ser concebido como un deber absoluto sino más bien prima facie; que incorpore en su ponderación muchos intereses; y que intente contestar a algunas críticas recibidas para, en la medida de lo posible, solventarlas.
Pues bien, partiremos de que en la toma de decisiones siempre hay inmiscuidos hechos y valores. Estos son los que deberían orientar y guiar el CMI.
Por un lado, suele creerse que el mejor interés para un paciente que no puede decidir es el que dictan los protocolos, las guías de actuación, etc. Es, en definitiva, lo que los expertos han considerado como científicamente correcto y que es aquello exigible a un profesional sanitario en un momento determinado y en unas circunstancias específicas. Este aspecto es lo que suele denominarse como lex artis2. El Tribunal Supremo lo define del siguiente modo (Sentencia de Tribunal Supremo de 23 de mayo de 2006):
"Comporta no sólo el cumplimiento formal y protocolario de las técnicas previstas, aceptadas generalmente por la ciencia médica y adecuadas a una buena praxis, sino la aplicación de tales técnicas con el cuidado y precisión exigible de acuerdo con las circunstancias y los riesgos inherentes a cada intervención según su naturaleza."
En ese sentido, vemos que sustancialmente se incorporan en la toma de decisiones hechos y que deberían aparecer en la decisión de los profesionales cuando toman el CMI.
Ahora bien, merece la pena recordar en este punto que los profesionales sanitarios no tienen obligación de resultados, sino de medios. Y esto es algo que se ha recogido en varias ocasiones por parte del Tribunal Supremo3. Es decir, la obligación del profesional sanitario será la de aplicar correctamente dicha lex artis; sin embargo, parece sensato pensar que es necesario incorporar muchos otros criterios que no los simples hechos como la voluntad del paciente, deseos de la familia, valores y deberes de los profesionales, etc.
La introducción del contexto y los diversos valores en la toma de decisiones, junto con la correcta lex artis, es lo que se ha denominado lex artis ad hoc. La Sentencia del Tribunal Supremo de 11 de marzo de 1991 lo define como un:
criterio valorativo de la corrección del concreto acto médico ejecutado por el profesional de la medicina -ciencia o arte médico- que tiene en cuenta las especiales características de su autor, de la profesión, de la complejidad y trascendencia vital del paciente y, en su caso, de la influencia en otros factores endógenos -estado e intervención del enfermo, de sus familiares, o de la misma organización sanitaria-.
De este modo, observamos que en la toma de decisiones siempre aparecen hechos y valores, que son los que ha de contemplar el CMI, pues de lo contrario podría ser una decisión ética y legalmente incorrecta. Y si el CMI tiene como finalidad hallar cuál es el mejor "interés", merece la pena replantearse qué tipo de interés es el que ética y legalmente se espera.
El Diccionario de la Real Academia Española propone diversas definiciones de la palabra "interés". Entre estas define el "interés legítimo", que es el interés de una persona reconocido y protegido por el derecho; es decir, derechos fundamentales. Esta connotación, aplicada al CMI, puede ayudarnos en la búsqueda de aquello que todos los ciudadanos tengan como derecho, de modo que si una decisión subrogada no lo contempla podría ponerse en duda si es lo mejor para la persona. Y estos derechos fundamentales aparecen en las doctrinas del derecho sobre el CMI, pues el legislador -principalmente cuando se hace referencia a los menores-, a pesar de que reconoce que es un criterio jurídico indeterminado, marca unos criterios que se han de preservar y proteger, aunque siempre dependerán del caso concreto y de las circunstancias específicas.4
En líneas generales, podemos enmarcarlos en los que contempla la Constitución Española en el artículo 10 sobre "derechos y deberes fundamentales": la dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, y el libre desarrollo de la personalidad. El respeto por la persona y todos aquellos derechos que un ciudadano tiene adquiridos gracias a la "personalidad" (reconocida por el Código Civil, art. 30), en las distintas esferas de la sociedad (civil, sanitaria, etc.) deberían ser contemplados en la decisión subrogada.
Ahora bien, sostenemos que esa "legitimidad" del "interés" no ha de estar recogida y protegida únicamente por el derecho. Es posible también sostener argumentos éticos para argumentar y justificar cuáles podrían ser esos derechos básicos y, por lo tanto, dotar de algunas directrices al CMI.
En este sentido, la propuesta principialista de Beauchamp y Childress, y las teorías de la moral común pueden ayudar a fundamentar éticamente el CMI.
Como es bien sabido, el principialismo norteamericano de Beauchamp y Childress apuesta por los principios bioéticos de autonomía, beneficencia, no-maleficencia y justicia; pero sin que haya un orden de prelación previo entre ellos, pues son prima facie.
Los propios autores no tienen pretensión de argumentar qué principio ético tiene primacía (aunque se podría desprender que la autonomía tiene un papel fundamental), sino en marcar unas normas morales (que veremos posteriormente) como guías orientativas para las conductas. De esta forma, consideran que la prelación ha de darse en dichas normas y no en los principios bioéticos. Priorizamos una situación ante otra a posteriori ya que la elección por una u otra se da mediante un proceso deliberativo. Así, para la determinación de un deber actual ha de realizarse un procedimiento prudencial con un análisis de todas las cuestiones implicadas en la decisión, a saber: la valoración del caso específico, el contenido material de los principios asociados al caso, las reglas que de éstos se deriven, así como todos aquellos deberes prima facie asociados a las reglas (García V., 2012:19). Esto, en efecto, es lo que solicita la correcta aplicación de la lex artis ad hoc.
No obstante, Beauchamp y Childress son conscientes de las críticas que han recibido al carecer de una teoría ética que fundamente los principios, así como de la poca claridad a la hora establecer las normas y reglas morales (Gert B., Culver C. y Clouser K., 1998; Lustig B., 1992; Clouser D., y Gert B., 1990). Por eso, en las revisiones de la obra han intentado solventar los problemas teóricos y epistemológicos. Uno de estos intentos consiste en la apelación al concepto de moral común, que es el conjunto de normas compartidas por todas las personas comprometidas con la moralidad (Beauchamp T., 2003; Beauchamp T., y Childress J., 2009: pp. 1-29; y 387-402). Dichas características son expuestas en comparación a la moral particular (Beauchamp T., y Childress J., 2009:3-4):
Es un producto de la experiencia y la historia, aunque es universalmente compartida. El origen de las normas de la moral común no es diferente al de la norma de la moral particular: en ambos casos son aprendidos y transmitidos mediante la comunidad. La moral común está presente en todas las comunidades, mientras que la moral particular sólo lo es en una o más culturas.
En la moral particular hay un pluralismo moral que no está en la moral común, pues no es relativa a la cultura o los individuos, sino que los trasciende.
La moral común comprende las creencias morales (que toda persona acepta y respeta), pero no prioriza los estándares de las creencias morales.
Las explicaciones de la moral común son históricas y cada teoría de la moral común es el desarrollo de la propuesta de diversos autores.
Esta moral común tiene unas reglas de obligación moral: 1) no matar; 2) no causar dolor o sufrimiento a otros; 3) prevenir el mal o el daño que se produzca; 4) rescatar a personas en peligro; 5) decir la verdad; 6) alimentar a los niños y dependientes; 7) mantener las promesas; 8) no robar; 9) no castigar a los inocentes; y 10) obedecer la ley. A su vez, tiene unos rasgos característicos que constituyen unos estándares de carácter moral, es decir, unas virtudes: no-maleficencia, honestidad, integridad, escrupulosidad, honradez, fidelidad, gratitud, veracidad, estimación y bondad.
En cualquier caso, estos autores, al esbozar sus principios bioéticos, marcan reglas morales a propósito de los principios de beneficencia y no-maleficencia. Sostiene que hay reglas basadas en el principio de no-maleficencia (Beauchamp y Childress, 1999:183):
no matarás;
no causarás dolor o harás sufrir a otros;
no incapacitarás a otros;
no ofenderás; y
no privarás a los demás de los bienes de la vida.
Pero, además, se establecen de manera adicional unas reglas de beneficencia obligatorias, a saber:
proteger y defender los derechos de otros;
prevenir que suceda algún daño a otros;
suprimir las condiciones que puedan producir perjuicio a otros;
ayudar a las personas con discapacidades; y
escatar a las personas en peligro (ibíd., 248).
Estas normas y reglas recogidas en la moral común, y que son por tanto exigibles éticamente a todas las personas, son las que en cierto modo se reivindicaban en las propuestas de Kopelman, y Buchanan y Brock a la hora de buscar siempre "lo mejor" para la persona que no puede decidir; pero sin olvidar que también hay aspectos que obligan a no-dañar a las personas, como fue con las tesis de Diekeman. Por lo tanto, ambas posturas parecen presentarse como base de la moral común.
A la luz de estas reglas, podemos establecer algunos casos concretos que podrían ser ejemplos orientadores para el CMI y que hiciesen alusión tanto a beneficiar como a prevenir daños a las personas. Dichos ejemplos deberían ser analizados en relación al caso concreto para ver si, en efecto, es el mejor interés para la persona.
Petición por parte de la familia de algún procedimiento médico extraordinario cuya única finalidad sea alargar la vida meramente biológica del paciente. En tal caso, es preciso evitar tratamientos fútiles, pues claramente instrumentalizarían a la persona, no la beneficiarían e incluso se solicitaría que los propios profesionales hicieran "mala praxis".5
Las peticiones de esterilizaciones de personas con discapacidad pueden ser consideradas como un atentado contra la dignidad e integridad de la persona.6
La imposibilidad de que una menor de edad pueda decidir interrumpir voluntariamente su embarazo sin el consentimiento de sus representantes legales7. La negación a decidir por sí misma conlleva la infantilización, la presunción de que será algo negativo para ella, y en resumidas cuentas la supresión de la autonomía y una imposición de valores.
La negativa a la transfusión de un niño pequeños por sus padres Testigos de Jehová; aunque pueda llegar a ser comprensible sería éticamente condenable pues sería una imposición de valores (que debido a su edad aún no tendrá, por lo que no se puede saber si serán los que desee en un futuro), una instrumentalización y algo que claramente atentará contra su salud y vida.
Y dado que es sensato deliberar sobre estas normas y reglas en relación al caso concreto, es pertinente también proponer de qué modo justificar la aceptación o rechazo de una decisión que contemplase el mejor interés.
En este sentido, Beauchamp y Childress proponen una metodología para la deliberación sobre qué principios (y por tanto qué normas) deberían prevalecer en el caso concreto, pues éstos por definición son prima facie.
Además de la moral común como fuente de justificación moral, Beauchamp y Childress (1999:381) apelan a dos tipos de metodologías en relación a la moral particular, ya que los principios éticos tienen que ser específicos para los casos y el análisis de los casos necesita iluminación de principios generales. Así, por un lado, hay que realizar un procedimiento de especificación y ponderación de los principios que proporcione una cierta coherencia respecto a las situaciones concretas. Por otro, es preciso dar una coherencia y justificación en el proceso, y para ello apelan al equilibrio reflexivo de John Rawls.
En líneas generales el equilibrio reflexivo consiste en partir de una serie de premisas que son creencias y convicciones ampliamente aceptadas por las personas, aunque de carácter intuitivo, y a continuación realizar un proceso de teorización para extraer unos principios e ideas básicas. El estado de equilibrio se da cuando tanto las creencias como los principios están en armonía, en el sentido de que unos y otros se manifiestan en constante relación: en las creencias aparecen dichos principios y viceversa. Este proceso está en constante revisión, es decir, ha de modificarse, revisarse, eliminarse, etc., cualquier creencia que contradiga los principios, de modo que nuevamente se han de reevaluar conjuntamente todos, lo cual puede conllevar una modificación tanto de los principios como de las creencias.
Beauchamp y Childress aceptan estas tesis, pero abogan por un equilibrio reflexivo amplio en el que además de todo ello se tengan en cuenta todas las visiones morales y a todos los niveles, lo cual implica tener en consideración los casos concretos, los principios, las virtudes, las reglas morales, la motivación, el desarrollo moral, etc. Para alcanzar coherencia es necesario que cada uno de estos elementos sirva para justificar y/o dar soporte entre sí (García V., 2012:166-179; Beauchamp y Childress, 2009:381-387 Beauchamp T., 1994; Beauchamp T., 2003:268-270).
En este equilibrio reflexivo amplio debería introducirse esos "intereses legítimos" que solicitamos al CMI, pero además es preciso que los profesionales sanitarios lleven a cabo una correcta y atenta aplicación de la lex artis ad hoc. Además, el profesional sanitario debería poseer unas virtudes para decidir correctamente y proteger los derechos de los pacientes. Algunas de ellas podrían ser la prudencia, la compasión o la empatía, entre otras. La "generosidad de valores" no debe olvidar nunca que los valores en juego en sus decisiones no son, al menos preferentemente, los suyos propios. Son los de las personas que atiende y su entorno.
Aun así, los conflictos éticos no dejarían de aparecer en la toma de decisiones, pues en la aplicación de la lex artis ad hoc intervienen muchos factores (bio-psico-sociales) y una gran variedad de valores, derechos y deberes.
Y dada dicha complejidad, merece la pena detenerse en otros aspectos que también incorpora la teoría principialista, para intentar ayudar así en la prudente decisión que respete al paciente y busque siempre su mejor interés.
Beauchamp y Childress (1999:25-30) intentan resolver los conflictos éticos mediante dos procesos: 1) la especificación; y 2) la ponderación. Ambos han de estar fundamentados en la moral común para darles rigor conceptual, pues ésta es la que otorga las premisas o principios normativos. La especificación de los principios es necesaria para determinar en qué casos pueden ser aplicados los principios y cuáles no, así como para intentar evitar conflictos morales. La especificación es un proceso que tiene como objetivo la reducción de la indeterminación de aquellas normas morales abstractas y proponer guías de actuación con carácter concreto.
Lo primero que se ha de hacer es la especificación de las normas, y de esta forma, intentar solucionar dudas y problemas. Dicha especificación ha de estar en coherencia con otras normas morales relevantes. Como dicen estos autores (Beauchamp y Childress, 1999:27), la especificación es una forma de resolver problemas a través de la deliberación, pero ninguna especificación propuesta está justificada si no resulta coherente. Eso supone que todas las normas morales han de estar abiertas a constante revisión, especificación y justificación.
La metodología de la especificación está basada en Richardson H. (1990 y 2000). Este autor considera que una norma especificada ha de satisfacer, a su vez, la norma general de la cual se deriva. Por ejemplo, "hay que respetar la autonomía de las personas ante decisiones médicas" puede tomarse como una norma más o menos general desde la cual derivar otras más específicas como puede ser "hay que respetar las decisiones de las personas ante decisiones médicas, siempre y cuando sean competentes para decidir por sí mismas". De esta manera, la finalidad es obtener una norma más particular, concretada progresivamente mediante algunas cláusulas y derivada de la norma general. Para ello, ha de realizarse teniendo en cuenta dos condiciones.
En primer lugar, ha de verificarse que todas aquellas situaciones que cumplen o satisfacen la norma especificada, son también dadas en la norma general. En segundo lugar, la norma especificada ha de concretar las situaciones particulares del caso: dónde, cuándo, por qué, cómo, hacia quién, con qué objetivo y por quién dicha acción es realizada u omitida (Richardson, H., 2000:289).
Por otro lado, la ponderación consiste en deliberar y calcular la importancia que se otorga a las normas. Ponderar requiere que se den argumentos adecuados para justificar una decisión y ha de tener como finalidad la aportación de la solución más coherente con el conjunto de la vida moral. Pese a que todas las normas morales están sujetas al proceso de ponderación y especificación, hay ciertas normas específicas que han de considerarse virtualmente absolutas, como por ejemplo la prohibición de la crueldad o de la tortura. Ponderar supone también especificación, y al contrario. Ambos métodos no son incompatibles, más bien han de enmarcarse en un modelo general de coherencia. Para que una norma pueda estar justificada han de darse unas condiciones (Beauchamp y Childress, 1999:31):
los motivos que justifiquen las normas vencedoras han de ser mejores que los aportados por las normas infringidas;
que haya posibilidades reales de conseguir el objetivo moral que justifique la infracción;
que no haya acciones alternativas moralmente preferibles;
la infracción escogida ha de ser la más leve en relación al objetivo principal del acto;
han de minimizarse los efectos negativos de la infracción.
En suma, la especificación permitirá que el CMI pueda ser articulado y enmarcado en unas normas y reglas concretas, evitándose así la indeterminación; además, posibilitará que su aplicación sea contextualizada y, por lo tanto, se conseguiría concretar cuáles son los intereses legítimos específicos al caso y guiará entonces a la correcta aplicación de la lex artis ad hoc. Esta debe ser siempre un instrumento para determinar la mejor decisión, nunca una losa para imponer valores. Por otro lado, la ponderación dará lugar a una guía para la justificación de la decisión a tomar (sea la de aceptar o rechazar ciertas decisiones).
5. Conclusiones
En ocasiones hay pacientes que, por diversos motivos, no pueden decidir todas y cada una de las cuestiones relacionadas con su estado de salud. Cuando esto sucede, cabe la posibilidad de que alguien haya de decidir en su nombre, aunque puede ocurrir que su decisión no indique que se trata del mejor interés para la persona a la que representa. Tampoco resulta nada fácil, ni en la teoría ni en la práctica, determinar cuál es el mejor interés para una situación específica, pues inciden muchos factores que requieren una valoración detallada.
Con el objetivo de concretar qué es y qué abarca este criterio, algunos autores han realizado propuestas teóricas significativas; sin embargo, el propio concepto no ha estado exento de críticas.
Por nuestra parte, hemos considerado que el mejor interés ha de ser compatible con los deberes morales y legales que se inserten en la toma de decisiones; ha de ser concebido como un criterio ideal pero que, a su vez, no puede ser enfocado como un deber absoluto sino más bien prima facie; y que ha de incorporar en su ponderación muchos intereses. La suma de estos factores constata que hay que conjugar hechos y valores, siendo pues un criterio prudencial y razonable. Se trata, entonces, de la búsqueda de un interés legítimo, por motivos legales y éticos. Una fundamentación ética basada en el principialismo norteamericano de Beauchamp y Childress permitirá concretar cuáles son los intereses legítimos y cómo se elabora este criterio.