1. Introducción
En la actualidad, la experimentación o investigación con animales, siendo la vivisección aquella que se practica sobre animales vivos (Leyton, 2010, p. 2), se lleva a cabo en una diversidad de ámbitos que, de acuerdo con lo escrito por Fabiola Leyton y Roman Kolar, pueden clasificarse en cinco grandes áreas: investigación básica (es decir, aquella cuya finalidad sea ampliar los conocimientos de una ciencia determinada), investigación con fines biomédicos y farmacéuticos, con fines industriales y comerciales, con propósitos educativos, así como aquella realizada en el ámbito militar (Leyton, 2019, p. 143; Kolar, 2006, p. 113). Por lo que respecta al número de animales utilizados en experimentación, aunque diste mucho de, por ejemplo, los casi 53 millones de cerdos que se mataron en España para consumo en 2019 (siendo más de 5 millones solo en enero de 2020)(1), no por ello deja de ser alarmante: en el periodo 2015-2017 se utilizaron en la Unión Europea más de 9 millones de animales por año (Comisión Europea, 2020).
Frente a este desproporcionado número, hay otro que arroja algo de esperanza: el de aquellas personas comprometidas con la búsqueda de métodos alternativos al uso de animales. Ya en 1987, Donald J. Barnes, quien había trabajado como psicólogo experimental para la Fuerza Aérea de Estados Unidos, escribió a propósito de la investigación con animales:
Me enseñaron a utilizarlos en experimentos, y pasé 16 años viéndolos sufrir y morir a costa de mi carrera científica. Me avergüenzo por no haberme tomado en serio su dolor; me avergüenzo por haberme olvidado de sus necesidades; me avergüenzo especialmente por no haber sido lo suficientemente inteligente como para ver lo que era obvio. [...] No sabría por dónde empezar para expresar lo feliz que me siento de haber vuelto al mundo real de las emociones, de los animales, de reconocer el dolor y el placer, y de respetar la validez de mi experiencia sin tener que utilizar un eufemismo(2). (Barnes, 1987, p. 216, 223)
Para Barnes, lo "obvio" era que los animales tenían derecho a vivir sin ser explotados, sin ser tratados como un simple medio para satisfacer fines humanos, incluso si ese fin consistía -como era su caso- en el avance científico y técnico. En medio de una ciencia insensibilizada, fiel reflejo de una sociedad patriarcal con marcados roles de género, Donald J. Barnes había crecido como profesional bajo un paralelismo de la máxima "los hombres de verdad no lloran": los científicos de verdad tampoco. Empatizar con el "sujeto" era algo impropio de la objetividad exigida para poder ser un "científico de verdad" (Barnes, 1987, p. 222-223). Y es precisamente aquí donde se enmarca la presente obra. Por un lado, pretende conectar con aquellas voces que, desde un ámbito más cercano a la práctica, defienden la búsqueda de alternativas a la experimentación animal. Por el otro, y para que esta conexión prospere, se plantea un discurso reflexivo desde la ética del cuidado, poniendo de relieve la idoneidad de ciertos valores históricamente relegados a un segundo plano.
2. Voces en clave de alianza: ciencia, moral y la búsqueda de confluencias
Las palabras de Bernard Rollin perfectamente pueden interpretarse como un preludio de la complejidad que, sin duda alguna, alcanza el problema aquí tratado. De acuerdo con este filósofo estadounidense, la rigidez de posturas en torno a la investigación con animales ha frustrado la posibilidad de converger en un terreno común: por un lado, se ubicaría el desapego ético resultante de la obcecación por el avance científico; por el otro, la pureza moral que acaba eclipsando toda leve mejora en el porvenir de los animales de experimentación. Frente a esta brecha aparentemente irreparable, la solución parece hallarse en la capacidad de adaptación de la filosofía moral a la realidad social (Rollin, 2006). Pero asumir la responsabilidad de cohonestar ambas perspectivas comporta un grave riesgo, el de postergar indefinidamente la superación del uso de animales en este ámbito.
Así pues, la transición consistente en suavizar la exigencia moral con un claro propósito alentador puede llegar a desvirtuarse y convertirse, en última instancia, en un fin en sí mismo. Y es que, como bien observa Fabiola Leyton (2014), "sólo el reemplazo de los animales en la experimentación sería admisible como medida que garantiza la considerabilidad moral de los animales, y los consiguientes derechos morales derivados de ello" (p. 262). Sin perder de vista tal advertencia, y teniendo en cuenta las limitaciones de espacio aquí presentes, las líneas subsiguientes contienen un bienintencionado trasfondo optimista, realzando el desarrollo que ha tenido la reflexión ética en el círculo científico.
Sentado lo anterior, y con el objeto de asimilar la existencia de una auténtica incursión del elemento ético en la actividad científica, conviene regresar a Rollin. Este autor ofrece una mirada en retrospectiva, revelando la hostilidad que se ha proferido desde la "ideología científica" hacia la presencia de la ética en la ciencia. Bajo la consigna de una ciencia libre de ética, se llegó incluso a la conclusión de que la reflexión ética habría de quedar completamente fuera de juego, corriendo la misma suerte todos aquellos juicios que no estuviesen basados en hechos (Rollin, 2012, p. 20-22). Pero la eclosión de una filosofía moral con el foco puesto en la consideración moral de los animales, fundamentalmente a partir de la década de los años 70', volvió caduca aquella atmósfera protectora de la ciencia, hasta ahora recelosa de su purismo empírico y ajena a todo razonamiento ético con respecto al uso de animales (Rollin, 2012, p. 23-26). En efecto, la cuestión moral en este ámbito había llegado para quedarse, de ahí que Rollin afirmara lo siguiente:
En mi opinión, nuevas leyes y, lo que es más importante, la creciente preocupación de la sociedad por los animales, [...] ha conducido a lo que califico como la "reapropiación del sentido común" en lo que respecta a la realidad y el nivel de conocimiento que se tiene del sufrimiento animal [...]. Se puede ser cautelosamente optimista y afirmar que la investigación con animales evolucionará hasta convertirse en lo que debería de haber sido desde el principio: una ciencia moral(3). (Rollin, 2012, p. 29)
Muestra de esa expansión del compromiso ético puede apreciarse en lo escrito por Biller-Andorno, Grimm y Walker, quienes han identificado una serie de obstáculos que ralentizan la consolidación de este compromiso entre aquellas personas implicadas en la investigación con animales. De estos impedimentos bastará con destacar, a modo de ejemplo, el creciente deterioro del vínculo entre quien está a cargo de la investigación y el cuidado de los animales empleados en ella, dado que la modernización en la experimentación animal ha provocado que estas tareas recaigan en personal técnico o en formación (Biller-Andorno, Grimm, y Walker, 2015, p. 1027). A fin de atajar este y otros desafíos, como puede ser la dificultad para considerar determinados experimentos moralmente inaceptables, estos autores apelan a tres mecanismos: en primer lugar, la creación de espacios institucionales de encuentro en el ámbito de la investigación con animales, generando un entorno seguro en el cual poder compartir los contratiempos surgidos en la práctica científica; en segundo lugar, incorporar a los comités de ética animal personas expertas en esta temática que sean ajenas al mundo científico, así como la introducción de estas preocupaciones en el resto de comités de ética; y por último, fomentar el estudio de la ética animal (y no solamente ética aplicada a la investigación animal) en los programas educativos (Biller-Andorno et al., 2015, p. 1028).
Una visión mucho más crítica transmite la obra de Knight, al haberse centrado en la reducida eficacia que se desprende de la investigación con animales. Knight (2019) pone de relieve la gravedad de que el índice de traslación de los resultados obtenidos en este tipo de estudios a pacientes humanos y consumidores sea tan bajo (p. 323-325), más aún si se tiene en cuenta la inmensa cantidad de recursos financieros y científicos destinados a este campo; no estando disponibles, por lo tanto, en otras áreas que muy probablemente reportarían mayores beneficios para la salud pública (p. 334). Balls y Combes (2016) adoptan un tono similar, alertando además sobre la maquinaria de propaganda desplegada por diversas organizaciones en defensa de la experimentación animal(4). Lo más preocupante de todo esto es que semejante proselitismo acaba boicoteando todos los esfuerzos dirigidos hacia la puesta en marcha de alternativas de reemplazo ya existentes, así como la búsqueda de métodos científicamente más avanzados para sustituir definitivamente el uso de animales (Balls y Combes, 2016, p. 512). En un escrito posterior, y sin desviarse de esta línea argumentativa, ambos autores lamentan cómo se siguen desaprovechando las oportunidades de emanciparse de los estudios con animales, a pesar de la innegable evidencia de que no constituyen una fuente lo suficientemente fiable sobre la toxicidad, por ejemplo, de nuevos fármacos(5). La explicación a esta frustrada tentativa de aplicar las conclusiones en humanos parece hallarse principalmente en las diferencias entre especies, concretamente en los procesos de interacción del organismo con el fármaco(6), pero también en la indudable singularidad que tiene cada individuo dentro de la misma especie (Balls y Combes, 2017, p. 1-2).
Quien se ha centrado también en la poca fiabilidad de la experimentación animal ha sido la neuróloga Aysha Akhtar. Para esta autora, tres son las circunstancias que revelan por qué los ensayos con animales no proporcionan una información realmente fiable para la salud humana. En primer lugar, tanto la cría en cautividad como las condiciones de los laboratorios (ausencia de luz natural, estado de las jaulas o la ansiedad contagiada al presenciar el sufrimiento del resto de individuos), repercuten negativamente en la fisiología y el comportamiento de los animales, reflejándose en los datos obtenidos. Por otra parte, la complejidad que trae consigo simular enfermedades humanas en animales se erige como otro de los factores que entorpecen la traslación de resultados, contribuyendo significativamente a la tasa de fracasos en el desarrollo de nuevos fármacos. En tercer y último lugar, la distinta fisiología y genética entre especies (Akhtar se refiere, entre otros casos, a la lesión de médula espinal, en donde las pruebas de fármacos varían considerablemente según la especie utilizada) completa este conjunto de causas con las que se constata la carencia de fiabilidad mencionada (Akhtar, 2015, p. 408-411). En definitiva, altas dosis de sentido común se aprecian en el mensaje de Akhtar (2015) cuando insiste en que "sería preferible redirigir los recursos destinados a la experimentación animal hacia el desarrollo de tecnologías más precisas, basadas en el ser humano."(7) (p. 416).
Lo compartido hasta ahora sirve para representar, de forma muy esquemática, a un grupo cada vez más numeroso de voces que, desde ámbitos más cercanos a la práctica, se han comprometido con la búsqueda y consolidación de métodos alternativos al uso de animales en experimentación. Pero tender la mano a postulados éticos no antropocéntricos y favorecer su entrada en la ciencia requiere sortear no pocos obstáculos de diversa naturaleza. De entre ellos, autoras como Taylor, Herrmann y la propia Akhtar coinciden en que la escasez financiera es uno de los obstáculos que más afectan al desarrollo, implementación y afianzamiento de estos métodos, destinándose subvenciones muy modestas que inevitablemente ralentizan el proceso de cambio (Akhtar, 2012, p. 162-167; Herrmann, 2019, p. 31-33; Taylor, 2019, p. 599-600). Esta barrera económica se ve agravada por una realidad jurídica en la que, por desgracia, es habitual que transcurran muchos años entre la fase científica de validar un método alternativo como fiable y su posterior regulación para que finalmente quede integrado en el ordenamiento jurídico(8) (Bowles, 2018); y ello a pesar de que el Considerando número 10 de la Directiva 2010/63 fije como objetivo final el "pleno reemplazo de los procedimientos con animales vivos para fines científicos y educativos tan pronto como sea científicamente posible" (Parlamento Europeo, 2010, p. 34).
Pero no solo se esfuerzan por florecer en un contexto en el que predominan las dificultades de financiación, de aplicación de métodos ya regulados o la carencia en la difusión de los mismos, sino que en los últimos años la mayor sensibilidad pública hacia los animales y el auge de estas voces alternativas cercanas o desde la ciencia han desatado la influencia agresiva de un coloso: el denominado por Almiron y Khazaal (2016) como "complejo industrial vivisector"(9). Partiendo de una triple estrategia basada en la contribución a campañas electorales, la presión ejercida sobre representantes políticos (lobbying)(10) y la difusión de información elaborada en el seno de think tanks o grupos similares, se han esmerado por colocar un discurso enfocado en la relevancia de la experimentación animal, retratado con tonos de compasión y preocupación por el bienestar, a la vez que tachan al movimiento en defensa de los derechos de los animales de extremista y violento (Almiron y Khazaal, 2016).
Como se habrá podido observar, pocas expectativas despierta el escenario en el que estas voces han de abrirse paso. Hace unos años, y centrado en el caso de la experimentación animal, Roman Kolar hacía hincapié en el mayor dilema al que se han tenido que enfrentar quienes abogan por el fin de la explotación animal en todos sus ámbitos: ¿hasta cuándo tendrán que sufrir? (Kolar, 2015). Esta pregunta, sin embargo, continúa siendo una incógnita, y todo intento que pueda hacerse ahora por ofrecer una respuesta rozaría lo pretencioso. Con todo, resulta esperanzador que más allá del campo puramente ético se hayan identificado cuestiones tan esenciales como, por ejemplo, la necesidad de someter a un análisis realmente objetivo el supuesto beneficio para la salud que trae consigo la introducción de nuevos fármacos en el mercado (fomentando incluso una especie de principio in dubio pro anĭmal) o la posibilidad de replantear las hipótesis científicas para que puedan ser resueltas con métodos alternativos ya existentes, además de la mitigación de las barreras económicas, jurídicas y políticas previamente aludidas (Kolar, 2015; Taylor, 2019).
3. Hacia una ciencia empática desde la ética del cuidado: Lori Gruen y la Entangled Empathy
Sin olvidar la reducida extensión de la presente obra, en el apartado anterior se ha procurado fortalecer la conexión con ese grupo cada vez más numeroso de personas que conciben una ciencia libre de sufrimiento animal. Precisamente con el ánimo de reafirmar esas voces, se plantea ahora la oportunidad de que puedan verse respaldadas por un enfoque ético alternativo al que ha predominado en el movimiento de liberación animal: la ética del cuidado. Este enfoque respondería a una epistemología moral distinta que, con arreglo a lo previsto por Margaret Urban Walker, se alza a modo de rebelión genuina contra el paradigma moral imperante, el cual ha sido fruto de un pensamiento masculino que no ha sabido (más bien no ha querido) representar formas de vida distintas, habida cuenta de que eso hubiera supuesto el reconocimiento de sus privilegios de género (Walker, 1989, p. 15-16). Redefinir este modelo tradicional, que Walker etiqueta como universalista e impersonal (1989, p. 19-20), fue lo que le llevó a Josephine Donovan a poner en cuestión las principales corrientes de pensamiento en el ámbito de la ética animal contemporánea, esto es, el utilitarismo de Peter Singer (1975) y la teoría de los derechos de Tom Regan (1983):
Quienes han teorizado sobre el cuidado feminista sostienen que la teoría liberal de los derechos y el utilitarismo, ambas arraigadas en el racionalismo ilustrado, privilegian epistemológicamente a la razón (en el caso de la teoría de los derechos) o al cálculo matemático (en el caso del utilitarismo). Debido a sus pretensiones abstractas y universalizadoras, tanto la teoría de los derechos como el utilitarismo se desentienden de las circunstancias singulares de un suceso ético, así como de las eventualidades políticas y del propio contexto. En adición, [...] tanto la teoría de los derechos como el utilitarismo prescinden de la simpatía, empatía y compasión como principios éticos y epistemológicos relevantes para el trato de los humanos hacia los animales no humanos(11). (Donovan, 2006, p. 306)
Así, frente a la "tendencia dominante en la ética contemporánea que refleja el sesgo masculino hacia la racionalidad" (Donovan, 1996, p. 81), Donovan promueve una ética del cuidado aplicada al trato con los animales(12). Esta perspectiva se dirige a reconocer la importancia ética de lo relacional y contextual, reafirmando como criterios de corrección en la toma de decisiones morales a una serie de valores que se derivan de la relación de cuidado (tales como la simpatía, empatía, compasión o atención a las necesidades del otro). Este cuidado implica un acercamiento afectivo a la vez que cognitivo, consistente en recabar aquella información necesaria para interpretar adecuadamente el contexto y las circunstancias en las que se encuentra el otro individuo, prestando atención emocional y preocupándose por -caring about- lo que ese otro está tratando de transmitir (Donovan, 2006, p. 305).
Y es aquí, íntimamente conectada con ese acercamiento afectivo-cognitivo, en donde la entangled empathy de la filósofa Lori Gruen constituye una notable aportación teórica a tener en cuenta. Pero antes de ahondar en sus rasgos más característicos, conviene advertir que dar con una traducción precisa al castellano resulta más difícil de lo que parece. Incluso, un recorrido por la obra de Gruen permite apreciar una transición de la engaged empathy -empatía comprometida o involucrada- (Gruen, 2009, 2011) a la entangled empathy -empatía entrelazada- (Gruen, 2012, 2013, 2015, 2017, 2018). Con todo, parece que esta variación responde sencillamente a una preferencia terminológica producto de la evolución y madurez teórica, habida cuenta de que la esencia en realidad permanece prácticamente inalterada. En este sentido, la noción de empatía entrelazada se resumiría del siguiente modo:
Es un tipo de percepción cuidadosa centrada en atender a la experiencia de bienestar de otro individuo. Se trata de un proceso experiencial que supone una mezcla entre emoción y cognición, en el cual pasamos a reconocer que estamos en relación con otros y que debemos ser sensibles y responsables en esas relaciones, prestando atención a las necesidades, intereses, deseos, vulnerabilidades, esperanzas y sensibilidades de los demás(13). (Gruen, 2015, p. 3)
Partiendo de la definición anterior, y para una mayor comprensión de lo que significa este proceso, pueden identificarse varias etapas a lo largo del mismo. Tal y como apunta Gruen, es el bienestar de un individuo lo que inicialmente atrae la atención de quien empatiza, respondiendo por lo general a esa situación a través de una reacción emocional. Para quien está empatizando, esa reacción abre la puerta a imaginarse reflexivamente en la posición del otro, lo que le conduce posteriormente a emitir un juicio sobre cómo las circunstancias en las que se encuentra ese otro pueden afectar a su percepción, estado de ánimo o repercutir en sus intereses. En la elaboración de ese juicio es importante que se analicen los aspectos más relevantes del contexto y obtener el mayor conocimiento posible sobre el individuo, debiendo precisar qué información es la apropiada para poder empatizar de manera efectiva (Gruen, 2009, p. 29-30; 2012, p. 227-228; 2013, p. 226; 2015, p. 51; 2018). Gruen confía en que este tipo de empatía induce a pasar a la acción, dado que es la experiencia de bienestar de otro lo que atrae la atención en un primer momento (2015, p. 51).
Cuando ese "otro" es un animal no humano, la empatía entrelazada permitiría estrechar la distancia moral, esto es, aquella falta de cercanía física o emocional, ya sea involuntaria o deliberada, que impide a un individuo conocer o preocuparse adecuadamente por aquellos seres que se ven afectados por el modo de vida, acciones y decisiones que lleva a cabo (Cuomo y Gruen, 1998, p. 130). En efecto, desarrollar esta forma de empatía en las relaciones mantenidas con otros animales favorece un enriquecimiento en la percepción moral del individuo; quien, movido por la información y las respuestas emocionales adquiridas a raíz de esa experiencia relacional, descubre cómo trascender la distancia moral con otros animales con los que no guarda una relación directa(14) (Cuomo y Gruen, 1998, p. 134). Como se indicaba anteriormente, este proceso exige tratar de comprender, de la mejor manera posible, cómo percibe el mundo ese otro animal. Evitar la confusión de puntos de vista no solo previene posibles juicios erróneos acerca de las necesidades del animal, sino que también se reconoce y reafirma su individualidad, alcanzando así una conexión con el otro pero desde sus propias circunstancias personales (Gruen, 2015, p. 61-67).
En el caso de la experimentación animal, la desconexión de la empatía se remonta a los inicios de quien inicia su carrera investigadora, concretamente durante los años de formación. En un ambiente generalmente hostil a la disidencia con los valores preponderantes, quien muestra su renuencia al uso de animales puede ver peligrar su integración, aceptación e incluso adecuado desarrollo académico, por lo que no resulta nada extraño que acabe cediendo ante la presión de la insensibilización (Téllez Ballesteros y Vanda Cantón, 2019, p. 145). Es precisamente durante esta etapa en donde se torna indispensable fomentar el aprendizaje de la empatía. Esto permitiría dotarse de futuros profesionales que acabaran consolidando el ya citado principio in dubio pro anĭmal -en caso de duda, a favor del animal-, partiendo de la idea de que el animal puede sufrir ante una determinada situación y concediendo así el beneficio de la duda (Bekoff, Gruen, Townsend, y Rollin, 1992, p. 479-480).
Pero elevar la empatía a criterio de corrección moral en el ámbito de la investigación requiere dedicar tiempo, de forma humilde y paciente, a conocer las condiciones de bienestar del animal y comprender los comportamientos típicos de la especie a la que pertenece (Gruen, 2015, p. 67). Un tiempo actualmente escaso en medio de la vorágine que supone el contexto de la investigación actual, por lo que urge también una revisión profunda de ciertas prácticas nocivas (excesiva competitividad, dinámicas tóxicas de poder o la búsqueda desaforada de impacto para no perder la financiación de un proyecto, entre otras) que han dejado en evidencia la falta de cuidados en este ámbito (Wellcome, 2020).
Por ello, es necesario un mayor protagonismo de la ética del cuidado, otorgando notoriedad a ciertos valores que, víctimas del secuestro de la esfera política y científica por roles de género aún preponderantes, han sido históricamente relegados a la esfera privada. En consecuencia, mirar desde el cuidado no solamente significa apoyar aquellos esfuerzos en la búsqueda de métodos alternativos a la experimentación animal, sino también percibir el contexto más amplio en el que se encuadra la misma, comprendiendo la influencia del sector industrial, la complicidad de los centros de investigación, así como el arraigo de métodos de trabajo interiorizados que no han sido todavía -o al menos no con la suficiente contundencia- puestos en cuestión.
4. Conclusiones
El complejo industrial vivisector al que se refieren Almiron y Khazaal (2016), está encontrando resistencia. Las voces que se han resaltado no son más que una pequeña muestra de la voluntad pujante por ver superada la cosificación de los animales en la práctica científica. Asimismo, es evidente que ha existido un claro propósito conciliador, confiando en que la empatía en la ciencia sea capaz de trascender lo meramente humano.
Sin embargo, el cambio de paradigma científico está encontrando, como era de esperar, una fuerte oposición. Valiéndose de lo escrito por Fabiola Leyton (2019), que el bienestar animal siga siendo percibido en el ámbito de la investigación como un mero requisito procedimental al servicio del motor industrial y económico (p. 177), responde a un grado alarmante de insensibilización en la ciencia. A ello se le añade la dificultad de acordar un terreno común en donde el ideal de la teoría abstracta pueda confluir con la práctica. Por esta razón, un enfoque desde la ética del cuidado, devolviendo el protagonismo en el discurso ético a determinados valores, se propone como una fundamentación ética de enorme utilidad para estrechar el lazo entre teoría y práctica. Tomarse en serio las aportaciones desde la ética del cuidado significa no solamente buscar las alternativas más eficaces para mejorar la situación de los animales, sino también escuchar y preocuparse por quienes desde hace tiempo vienen denunciando aquellas barreras que entorpecen el desarrollo de métodos alternativos.
Aprender, con humildad, a empatizar comprometidamente, tal vez sirva para acelerar el advenimiento de una ciencia libre de sufrimiento animal.