Desarrollo
La presente publicación incorpora algunos aspectos avanzados en la tesis doctoral “El significado de perder un hijo: la construcción discursiva del duelo de padres y madres” (García, 2010), que se enmarca en la tradición de la investigación cualitativa, entendida desde una perspectiva hermenéutico fenomenológica -de análisis de las narrativas-. Estudia por tanto la muerte, y en particular el duelo, como un proceso humano abierto, al que intentamos acercarnos desde la perspectiva de los deudos al profundizar en las descripciones discursivas de los procesos del morir de sus hijos, y en los conmovedores estados emocionales de madres y padres, por los que pasan y siguen transitando. Desde el entendimiento del proceso de duelo, la continuidad de vínculos con los hijos fallecidos y las formas de conexión con él, en un camino hacia la “normalidad” y la recuperación (Stroebe y Schut, 2005; Worden, 2009; García, 2010, 2013).
Nuestra experiencia personal y profesional ha posibilitado acceder al camino personal, largo, doloroso y silencioso encarnado en los relatos de los padres que perdieron hijos, al que el presente estudio pretende dar voz. Entrar en sus mundos personales, en sus discursos sociales y en el análisis de algunas ceremonias en torno a los mismos significados, repensar los procesos de duelo. El presente trabajo incorpora resultados de una muestra de veintidós entrevistas individuales o en pareja y veintiséis reuniones grupales, realizadas en la Facultad de Enfermería y, posteriormente en el Museo de la Historia y Antropología de Tenerife. En dichos encuentros participaron un total de 45 asistentes, todos ellos padres en duelo, informantes, de los cuales 25 fueron mujeres y 20 hombres.
Cuando eventos no anticipados o incongruentes, como la muerte de un ser querido se producen, la persona necesita redefinirse a sí misma de nuevo y volver a aprender a relacionarse con el mundo sin la persona fallecida. En un mundo en el que la muerte puede contradecir la idea que tenemos sobre el mismo en función de cómo se elaboren -los ajustes espirituales- y la identidad personal -. Nos encontramos con que quienes pierden un hijo se preguntan desconsoladamente, además de los por qué irresolubles enmarcados en una serie de “creencias nucleares”, a las que los dolientes tienen la capacidad de otorgar significado; a su experiencia vital como un elemento central en el proceso de recuperación, en un camino de reconstrucción de sus esquemas mentales en forma de convicciones que responda a sus preguntas: el mundo es benevolente, el mundo es ordenado y predecible, la vida tiene un sentido y un fin determinado y las personas somos capaces y valiosas (Janoff-Bulman, 1992; Parkes, Laungani y Young, 1997; Neimeyer, Prigerson y Davies, 2002 22; Field, Gao y Paderna, 2005) en el que las dimensiones relativas a la espiritualidad están presentes (Morgan y Laungani, 2002). Un camino en la reconstrucción de significados que se logra principalmente mediante el uso y entendimiento de las narraciones o historias de vida de los dolientes (Klass, 2006; Worden, 2009: 3-5; García, 2010, 2012, 2018).
Los padres que pierden hijos viven inmersos en un mundo en el cual siguen conectados y comunicándose con sus hijos, aunque tras su muerte han sido ubicados en un nuevo lugar y han cambiado de “estatus”. En función de las creencias y religiones de los padres y del proceso de duelo experimentado, ellos podrán ser generadores de nuevos y profundos cambios en sus planteamientos filosóficos y existenciales, en el entendimiento de la recuperación y en la elaboración del el recuerdo del hijo (Garcia et al., 2018).
Las tradiciones orientales y occidentales construyen filosofías y tradiciones místicas en la experiencia directa y la realidad trascendente de las madres y padres que pierden hijos, encontrándonos a menudo que participan de ambos ámbitos. Una espiritualidad, incluso presente en personas que se consideran laicas, que se muestran interesadas por seres mediadores entre el mundo real, los dioses, y otras entidades espirituales accesibles “ángeles y santos”, gracias a sus hijos fallecidos, que conectan el cielo y la tierra, lo mundano y lo divino.
La muerte de los hijos, pone de manifiesto los aspectos espirituales en las vidas de los padres que buscan sentido en las coincidencias, en la causalidad de los acontecimientos, como si se mirasen en un espejo, y que habla de su interior o suma nuevos significados a lo que viven, de modo que propicia además cambios exteriores relativos al significado de espacios, objetos y lugares.
El futuro ideal que manifiestan los padres contiene, al mismo tiempo, la esperanza y la seguridad del reencuentro con su hijo tras la muerte, de modo que el poder simbólico de madres y padres en duelo se atreve a ir más allá de los límites de su existencia finita. La conexión padres-hijo se realiza a través de las narrativas y del empleo de distintos soportes que testimonian y hablan de la conservación de vínculos entre ellos, conexiones que construyen la memoria y que se manifiestan en la realización de ceremonias privadas o públicas, que individualizan el recuerdo (Klass, 2006).
El dolor, los objetos mediadores, los lugares, y el encuentro con dios son elementos recurrentes en las historias narradas por las madres y los padres pues les vinculan con sus hijos fallecidos y en las que manifiestan que aunque ha cambiado el estatus de sus hijos, siguen estando en un lugar cercano desde el cual les “ayudan”.
Madres y los padres no ignoran la muerte, la afirman, en ocasiones desmesuradamente, al colocar a su hijo en todo lo que les rodea. En ellos, la muerte es la vida perdida, mientras la vida recordada es la muerte dominada a nivel social. Por ello que los grupos de duelo desempeñan un papel importante en el respeto a la vivencia y opinión de hombres y mujeres, al aceptar la diversidad en la construcción de significados. Aparece, así, una muerte fruto de múltiples actitudes, que se interroga a sí misma, al que muere, al cadáver, a los difuntos, a los dolientes, a las creencias y al más allá.
Nuestra experiencia con padres que perdieron hijos nos enseña, entre otras muchas cuestiones, que en el proceso de duelo se dan fenómenos que si son experimentados con una fuerte carga de significado, hace que ellos unan los pensamientos internos, los sueños y los sentimientos con sucesos del mundo externo.
Es el futuro simbólico de hombres y mujeres el que corresponde a su pasado simbólico y guarda estricta analogía con él. Se hace más patente en la continuidad de vínculos y refleja, a su vez, el nivel de profundidad en las creencias religiosas o espirituales. Este camino habla en ocasiones, de conocimiento, de lucha y esperanza en el reencuentro.
“Dios la vino a buscar personalmente. Y si la vino a buscar es porque la necesitaba. Yo he ganado en fe” (Yurena).
Las creencias religiosas se ven, en ocasiones, cuestionadas tras la muerte de un hijo y la reflexión al respecto de ellas en los grupos puede ser generadora de nuevos y profundos cambios en los significados dados por los padres.
“Recuerdo que, con la marcha de Enzo, se fue también mi FE, la cual recuperé el día que comenzamos a ir al grupo de apoyo. Allí conocimos a Yurena, ella había perdido a su niña con dos añitos el veintiuno de septiembre por una meningitis fulminante (ocho días antes que Enzo). También era su primer día y, al igual que nosotros sacó fuerzas de donde pudo y nos contó su experiencia. A todos se nos pusieron los pelos de punta cuando nos dijo que su niña antes de irse le dijera: -No te preocupes, mami, que yo estoy bien y me ha venido a buscar un hombre mayor y con barba como el abuelo-. A partir de ese momento recuperé mi Fe, ya que comprendí que mi niño no estaba SOLO, que se había quedado en buenas manos” (Fátima).
Encontramos discursos que establecen un orden cronológico de la historia y de los acontecimientos en los que están los hijos, otros ofrecen una cosmología y genealogía propia, donde pasado, presente y futuro se hallan fundidos formando una unidad indiferenciada y un todo indiscriminado en el que conviven junto a la evocación de emociones, dolor, significados y vínculos. Al igual que en el tiempo mítico, el tiempo de las madres y los padres ordena el recuerdo de los hijos fallecidos en estructuras no definidas temporalmente.
“No, tu luz no se ha apagado, sigue en nuestros corazones. Eres único y te mereces ser eterno. Te queremos.” (Judit y Jorge).
Descubrimos vidas llenas de continuidades y rupturas que se modifican y a las que intentan dar sentido los padres, aun sin tener del todo claro la totalidad de los significados de sus conceptos narrativos, mientras nos acercan sus representaciones interiores y sociales del duelo. Sus conversaciones parecen dirigirse a una audiencia imaginada, sagrada en ocasiones, a modo de conversaciones directas y verbales, o indirectas y no verbales en otras, en las que los hijos fallecidos son calificados por algunos padres como algo interno, psicológico, simbólico, emocional o imaginario, como si de una relación subjetiva o mental y especial se tratase, más que objetiva o espiritual.
Son planteamientos filosóficos y existenciales de cómo la vida continua, a pesar de la ausencia del ser querido. El establecimiento y construcción de nuevos y permanentes lazos con él, forman parte de un proceso encaminado a construir una nueva identidad de los padres: una nueva consciencia de la brevedad de la vida, un menor temor a la muerte y la posibilidad de aprender de lo vivido.
“He aprendido mucho, soy mejor persona. Ahora soy otra persona, más sociable y las cosas son diferentes. No soy la misma que antes de la muerte de mi hija. Soy capaz de comprender a quien sufre, a quien tiene problemas importantes. Y soporto menos a la gente que habla de cosas estúpidas e idioteces” (Maykel).
“Pienso que todo pasa por algo. Tengo de nuevo ilusión en la vida. Me gusta recordar las cosas bonitas y hago un esfuerzo por no olvidarlas” (Ariana).
El vínculo de encuentro o quizá de reencuentro con el hijo fallecido lo expresan padres y madres, de diferentes modos y calidades (Freeman y White, 2002; Epstein y otros, 2006; García, 2008; Arnold y Gemma, 2008), que van desde detectar la presencia del difunto, comunicarse con él, soñar y anhelar verlo hasta vivirlo casi como una realidad (Wray y Price, 2005; García, 2005, 2012, 2013).
El vínculo comporta contenidos de emoción, y en ellos siempre se manifiesta una acción, aunque los padres que sueñan suelan permanecer inactivos. El hecho de que los sueños hagan sentir emociones demuestra que no todos los procesos con carga emocional se originan por hechos que hayan sucedido en su medio (Bowlby, 1998, p. 169).
Detectar la Presencia del Hijo
Los padres y las madres explicitan la realidad de la presencia de su hijo, expresando abiertamente cómo sienten que sus hijos fallecidos los acompañan en determinados lugares, instantes o momentos.
“A veces me da la sensación de que está a mi lado. … Siento que están en un mundo, en otro plano, y que nos influimos mutuamente” (Luis).
“Si no sintiera que él no está conmigo, ya no estaría…
Para mí, él está en todas partes. Está en la ermita, en el cementerio. Está en el coche y cuando voy caminando… (África).
Revivir la Relación: Conversaciones
Madres y padres construyen una nueva relación con su hijo difunto a través de conversaciones que mantienen con él en diferentes espacios y lugares, ubicándolo (generalmente en el cielo), experimentando su presencia en sus sueños (García-Hernández, 2005, 2010), visitando la tumba, sintiendo su presencia y participando en los rituales de luto.
Soñar o Anhelar la Presencia del Hijo
Este sentimiento se hizo más explícito y evidente en algunas madres que no pudieron tomar en brazos o tocar a su hijo en vida, ya sea porque fueron niños prematuros, o porque estaban en una situación crítica, o porque evitaron la posibilidad de hacerlo por miedo en ese momento.
A pesar de los cambios en el entendimiento de los sueños en nuestra sociedad, la experiencia de los mismos en los padres y las madres les trajo tranquilidad, al ser mensajeros de sentido.
“Soñé que lo tenía en brazos mientras lo amamantaba y se fue elevando, y cuando lo tomé por el pie me miró y supe que tenía que irse” (Lola).
Ana, quien perdió a su hija de 26 años tras un proceso de enfermedad y hospitalización de meses, nos relata cómo su hija Maite está presente en sus sueños. Los previos a su fallecimiento, mientras estuvo hospitalizada, cuando estaba enferma, así como los posteriores, tras su fallecimiento, han sido siempre sueños cargados de significados, en los que aparece la familia unida y ella entre ellos, mostrando una actitud tranquilizadora, además de estar bien. Mientras Ana nos cuenta sus sueños, en una narrativa-diálogo en segunda persona dirigida a su hija, nos dice que no son sólo sueños, que para ella son mucho más que eso.
“La primera vez que soñé contigo estabas aun enferma y una mañana al levantarme me encontré con que estabas en tu cama. Te pregunté qué hacías allí y me respondiste que te habías escapado.
Cuando ya no estabas con nosotros, te vi en una casa de campo antigua con la puerta un poco rota. Me pareció oír tu voz, te llamé “Maite, ¿eres tú?”. Saliste. ”Sí, mamá, soy yo”. Estabas con dos chicas y un chico que no sé quiénes eran. Te abracé y comencé a llorar. Tú, con tu mejor sonrisa, con expresión conciliadora, me dijiste: “Mamá, tranquila, no pasa nada, estoy bien, sólo que no puedo estar con vosotros” y, de repente, desperté.
En otra ocasión estábamos la familia entera refugiados en algún sitio porque ocurría algún desastre y entraste sin decir nada y te acurrucaste a nuestro lado.
Otra vez te vi salir de la clínica. Salías del ascensor, pasaste a mi lado pero ni siquiera me viste, ibas deprisa, me di la vuelta para seguirte con la mirada pero ya no estabas.
Hace algunas noches tuve el último sueño contigo. Fue fugaz, pero intenso. Estaba acostada y de repente, al darme la vuelta, tú estabas a mi lado, abrazada a mí con tu melena esparcida por la almohada, tan bonita, con esa piel tan suave. No dijiste nada, pero yo me sentí muy feliz de estar contigo. Y, de repente, desperté” (Ana).
Los sueños parecen comportarse, desde la fenomenología personal de las madres y los padres, como mensajeros de sentido, a modo de embajadores de una señal de difícil explicación, de la cual la vida después de la muerte no escapa. Nos traen el encuentro y la satisfacción y median entre dos mundos, el de los vivos y el de los muertos, desde la presencia y, desde la ausencia. Las experiencias oníricas se sienten en lo profundo del ser como gratificantes y, desde la realidad manifiesta en la que confluye el sentido del más allá, permiten apreciar el más acá, en una opción apasionada que podríamos denominar de “inmortalidad identitaria del ser querido” (García, 2005: 12).
Los sueños son un canal de trasmisión valioso y los significados dados a los mismos nos conducen hacia derroteros que trivializan la muerte y la angustia trágica de la misma, mientras aportan una consolación que se atribuye a los hijos (Lahman, 2009). Son vividos desde la evidencia de lo que a lo largo de la historia tantos poetas, músicos y escritores han defendido sobradamente: la muerte es metamorfosis y los sueños hablan del renacimiento a otros mundos, de un progreso a mundos superiores, de una continuidad que va más allá del azar y que da sentido a esta vida, donde la muerte no es el final de la vida, más bien es el final del que vive, que termina un ciclo de corte biológico.
“Anoche vi a mi hija en sueños y me dijo ¡qué contenta estoy, mamá!” (Lourdes).
Una realidad: Más allá de los Sueños
En más de una ocasión, la presencia del hijo fallecido es más que un anhelo o sueño, llegando a vivirse como una presencia, real, y un nuevo modo de conexión.
Ana, tras una visita al cementerio, un año después del fallecimiento de su hija, y tras quedarse encerrada en el mismo más de una hora, antes de lograr salir, al llegar al coche, revivió la presencia de su hija, pues el coche olía a ella y, al sentarse en su asiento, fue testigo de cómo los seguros de las puertas estuvieron subiendo y bajando durante unos minutos, como si su hija le estuviese diciéndole “estoy contigo”. La explicación que da a lo sucedido es:
“A veces pienso que no hay una verdad, sino muchas verdades, que lo que cada persona sienta y crea es.
Después de la muerte (de mi hija), yo pienso también que no es una realidad [la muerte] que es subjetiva. Que el que piensa que se consume y no lo va a ver más, no lo ve. Y el que piensa que lo va a ver, lo ve.”
Para ella la realidad es producto, no causa de la percepción. Construido sobre los cimientos del diálogo, el discurso le permite “hacer” y le da legitimidad para un diálogo de persona a persona, o de persona con las cosas que representan al hijo a través de las personas, una representación que prefigura acciones valiosas, porque el pensamiento las hace posibles al “hacer objeto” de los actos constitutivos de la realidad.
Yayi nos refirió, en dos de los encuentros grupales, cómo percibió por dos veces la presencia de su hijo fallecido.
“Mi hijo nunca estuvo en esta casa… Siempre veía entrar una sombra blanca a mi cuarto. Una sombra bajita… y yo la veía entrar […]. Yo no lo pensaba, lo sentía y lo vivía” (Yayi).
O como relata Esperanza:
“A mí me pasa con luces. Y yo sé que las carcajadas de Inés están dentro de mí. Y me hace muy feliz. Pero es que yo me he conectado con ella” (Esperanza).
Conclusión
La construcción de estructuras en la conexión espiritual con los hijos fallecidos está confeccionada por diferentes estructuras y formatos entre los que incluimos una imaginería establecida culturalmente, en la que conversaciones, sueños, textos, luces y otros elementos construyen una estructura sensorial y semiótica que hace posible “ver” lo invisible y hacer visible lo intangible. La continuidad de vínculos se comporta como un milagro que une el mundo de la materia y el de los sentidos. Una construcción de significados que se comporta como una fuerza que desea ayudar a madres y padres a unir a través del “intento” los “dos mundos” que vemos separados, vistos desde la experiencia interior y la de los sentidos busca “lo esencial”, lo que sólo se puede ver, según sus palabras “con el corazón”. Lo invisible que puja por apropiarse, de un modo u otro, pues ha sido excluido de los espacios de lo visible. No hacerlo, para los padres, es boicotearse a sí mismos, distorsionar los mensajes y las pistas y dar un sentido exclusivamente racional a lo que acontece.
Madres y padres aprenden que el juego de la vida, vivir, no tiene premio al final, sino que la vida misma es el premio. Por ello nos acercan la enseñanza de que hemos de vivir la vida de la mejor manera posible mientras dure, construir nuestro futuro sobre la marcha, alcanzar el tipo de vida que nos hemos propuesto y construir nuestro Paraíso en la tierra.