Quienes me conocen saben de mi postura ante el mundo y el otro. Elementos que vamos a aplicar al proceso adaptativo del duelo. Entiendo a los seres humanos como constructores de significado que se expresan a través de lo que narran los significados que tienen de ellos, del mundo y de lo que acontece. Por ello contamos historias desde pequeños y seguimos contándolas sin descanso a lo largo de nuestra vida. Narrar, por tanto, forma parte de nuestra naturaleza y construye la realidad en la que vivimos.
Debemos aclarar, desde un planteamiento de humildad epistemológica, que lo que creemos saber está anclado en nuestras presuposiciones, no en la verdad en sí misma, y por ello debemos respetar la multiplicidad de significados, la diversidad de creencias y el hecho de que nadie tiene la exclusiva de la verdad.
El mundo de los significados lo podemos concebir, como premisa, como una lucha en pos de creencias que abren un mundo de posibilidades o, en sentido contrario, creencias que delimitan nuestro sentido de la vida y de lo que acontece y que nos pueden alejar de un planteamiento constructivo de la vida, más desadaptado. Nuestra salud mental dependerá de que seamos capaces de cerrar adecuada y repetidamente este ciclo, el cual puede entenderse como un proceso continuo mediante el cual se anticipa, evalúa y se da significado a la experiencia que vivimos.
El mundo que intentamos entender permanece siempre en el horizonte de nuestros pensamientos, tal y como plantea George A. Kelly al esbozar el "ciclo de la experiencia", con el que indica que nuestras percepciones están cargadas de esperanzas, anticipaciones, emociones, convicciones y filosofías. De modo que la realidad estaría por tanto sujeta a variadas construcciones personales, algunas de las cuales pueden ser provechosas para quien las vive y otras no serlo tanto, y que están condicionadas por dimensiones biológicas, psicológicas, sociales o culturales.
Jean Paul Sartre decía que "estamos condenados a ser libres" y, por ende, estamos obligados a escoger en la vida y esa elección nuestra marca nuestra vida. En realidad, elige nuestra vida, "somos constructores de nuestra vida", de manera que nosotros hacemos nuestros duelos. Nuestra vida se compone de nuestras elecciones y no elegir es ya tomar una opción, un camino, que puede estar hecho de cerrazón y bloquear nuestra vida o de todo lo contrario. Querámoslo o no, tenemos que hacer elecciones constantemente y eso marca nuestro recorrido existencial, determina nuestras decisiones, quiénes somos y cómo nos construimos.
La vida, al igual que los procesos de duelo, la entendemos como un proceso de construcción y reconstrucción sucesiva de significados en el que nosotros imponemos un orden, incluso incorporando acontecimientos que aparentemente están desconectados y fruto de ello, organizamos nuestro mundo, para hacerlo predecible y ordenado, mediante la construcción de patrones fiables que nos permiten relacionarnos con el mundo que nos rodea y con nuestro propio mundo interior. Por ello, cuando fallece un ser querido, el acontecimiento nos coloca de pronto en una situación de "transición", entendida como la acción y efecto de pasar de un modo de ser o estar a otro distinto. En este sentido, una de las grandes teóricas de la enfermería actual, Afaf Ibrahim Meleis, plantea que las circunstancias influyen en cómo una persona se mueve hacia una transición, facilitando o impidiendo el progreso que le lleva a una transición saludable y que los factores personales, comunitarios o sociales pueden facilitar o limitar los procesos y resultados de transiciones saludables y nuestra experiencia.
En el proceso de duelo confluyen, pues, aspectos propios del individuo, de la sociedad y de la cultura en que se vive. De ahí que el duelo sea considerado un constructo subjetivo, multidimensional, complejo y diverso que en la actualidad consideramos más como un proceso que como un estado. Hoy lo observo inmerso en esta situación excepcional de confinamiento en que me encuentro, en la que nos encontramos como individuos y sociedad en todo el planeta. Pero en unos procesos que se desgranan hasta lo personal, de modo que favorecen la comprensión no sólo del doliente sino también de las diferentes formas de afrontamiento a la pérdida del ser querido y por tanto de la adaptación al duelo, sin perder de vista que el afrontamiento no es el único factor que influye en la adaptación, aunque si un factor primordial por la estrecha relación que guarda la capacidad de afrontamiento de una persona y sus características de personalidad entre otras como veremos más adelante.
También el valor que damos a la experiencia, se ve condicionado por el hecho de que la persona sea o no consciente de lo que ha sucedido, por su coherencia y compromiso de ser proactiva en el proceso del duelo. Sin duda el duelo está condicionado por el conocimiento de la situación que se vive, la gestión de los cambios dinámicos que se dan a lo largo de dicho proceso, que son continuos y están condicionados acciones a lo largo del tiempo, mientras transita por situaciones de inseguridad o desconcierto, con o sin ansiedad, hasta que se alcanza una estabilidad. Todo ello en un contexto marcado por las particularidades del doliente que forma parte de un espacio familiar y social determinado. Ya Meleis destacaba los contextos personales, pues estos condicionan una determinada transición como es la muerte y el duelo, que a su vez están mediados por los significados, las creencias y las actitudes culturales, el estado socioeconómico, la preparación y el conocimiento.
Podemos experimentar varias transiciones a la vez, con diversas pérdidas de las que no somos conscientes: la pérdida de un ser querido, la pérdida de la salud, el confinamiento en un espacio determinado, el vernos privados de libertad, las pérdidas económicas y un sinfín de pérdidas que pueden vivirse no precisamente como acontecimientos menores, pues suman incertidumbre a un camino ya de por sí marcado por un sufrimiento que se experimenta no sólo físicamente, sino cognitiva y conductualmente, y que conforma personas con patrones de duelo diferentes.
Estos aspectos y otros tantos hacen que nos orientemos a cuidar al otro, que sufre en su proceso personal de duelo y que, como doliente, y en la medida de sus posibilidades, saldrá adelante. Sus patrones de respuestas y los indicadores de su proceso, así como el resultado que obtendremos de sus pautas personales, con la ayuda profesional y social, le ayudarán a vivir de manera más saludable, o bien con dificultades, entendiendo la situación de vulnerabilidad que propicia vivir un duelo y los riesgos que se abren cuando se le suman entornos no propicios o acciones inadecuadas.
Sin perder de vista el horizonte de actuación, ni los fundamentos que sirven de base para ayudar a que los demás vivan sus duelos como adaptativos y que sus procesos o transiciones personales se enmarquen bajo acciones útiles que les beneficien, vamos a permitirnos dar unas pautas generales. Somos conscientes del riesgo que supone establecer acciones para diferentes personas, que viven pérdidas diversas y que forman parte de un contexto social y familiar distinto, a lo que se suma, ahora, la prohibición de la libertad de movimientos en este estado de confinamiento que estamos experimentando.
El hecho de tener personas confinadas en un espacio, solos o acompañados, genera situaciones con muchas preguntas por responder, que pueden ser vividas con incertidumbre, desde la soledad o desde el acompañamiento, relacionadas además con otros procesos de su salud-enfermedad que viven tanto los dolientes como sus familiares y amigos, o con una situación económica particular, preocupante en ocasiones, que condiciona en gran medida el proceso de duelo vivido, pues aporta en no pocas ocasiones un futuro incierto, además de un largo etcétera. Considero que el proceso de duelo se desarrolla de una forma secuencial o simultánea con otros procesos vitales superpuestos, perfilándose como un duelo único, personal e intransferible.
La situación que vivimos desde el confinamiento ha modificado las condiciones comunitarias al imponer, por la situación de transitoriedad a consecuencia de la pandemia causada por el COVID19, una limitación de nuestros movimientos y del contacto social en los soportes físicos a los que nos encontrábamos acostumbrados en nuestra cultura. Ello tiene bastante que ver y condiciona cómo transitamos por nuestros duelos, pues las actitudes culturales se unen a nuestra experiencia personal, que han cambiado fruto de la situación sobrevenida del confinamiento impuesto. Afecta, por tanto, también, a los rituales prescritos socialmente relacionados con los funerales y su celebración, al cortejo fúnebre a la despedida del difunto, a las visitas hospitalarias, al acompañamiento en el sentido cultural de estar al lado del otro, más físico, de contacto ahora prohibido o desaconsejado. Acciones que cumplen una función de apoyo, de ayuda a la expresión de la pena, a la evocación de recuerdos, a la recapitulación, idealización o reconciliación con el fallecido, que tal como refiere Worden se ven modificadas.
Los rituales que llevábamos a cabo para beneficio de quienes sobreviven han sido modificados de manera drástica, aunque hemos de reconocer que para nuestra sociedad en los últimos decenios los rituales relacionados con la muerte han ido perdiendo valor social, pasando a ser bastante impersonales con la consiguiente falta de significado que ello supone y su ineficacia. Como seres humanos atribuimos al discurso de lo que contamos significados y los cambios sociales y de comportamiento con los vivos y los muertos nos va a exigir renegociar muchos aspectos narrativos nuevos que sumen coherencia a la transición dolorosa que vivimos, enmarcada en unas nuevas normas sociales que condicionan nuestras expectativas. Por eso se han generado un sinfín de rituales personales y familiarmente relevantes jalonados de matices personales, que propician un ambiente protector conformados por celebraciones complementarias, rituales privados o públicos, a modo de nuevos ritos de paso, para nuevas situaciones que paradójicamente generarán un discurso meta-ritual que da validez a las interpretaciones sociales actuales, permitiéndonos reconocerlos como válidos y exaltar la trascendencia de la vida para afrontar la transición vital de perder.
Evolucionar y comprender el papel de los antiguos y nuevos rituales desde el punto de vista de la cultura local y del discurso mediante el cual le atribuimos significados a los mismos, nos coloca en la situación de tener que realizar el esfuerzo de renegociar una autonarrativa coherente que nos permita adaptarnos a la transición dolorosa de perder, que nos dé permiso para expresar nuestros sentimientos y nuestras creencias en torno a la pérdida, lo cual incluye el contacto con los recuerdos del difunto en la forma y tiempo que se negocian los aspectos fundamentales relacionados con la pérdida y sus implicaciones, las formas de seguir vinculado al difunto y la continuidad de la vida, todo ello simbolizado en una ceremonia final de reunión virtual o presencial con las personas más importantes de su red familiar y social. También ayuda la realización de rituales tales como escribir una carta al fallecido, que ayuda a redefinir el vínculo con el difunto y a expresar algo que quizás quedó pendiente antes de su muerte o un "ritual de entierro simbólico", que permite revisar los objetos que guardaba el fallecido y de ellos elegir algunos que guardarán los asistentes. O rituales de reuniones con personas significativas que aportan un entorno social protector y dan sentido de esperanza en el futuro. Todo ello, sin duda, redundará en beneficio de la expresión emocional por las pérdidas de los dolientes, en la modificación de sus conductas y en las respuestas biológicas que van aparejadas a la mismas, pues los dolientes viven la confluencia de todos estos factores y no sólo una causa lo explica todo.
Construir una nueva relación con el difunto a través de ubicarlo en lugares de trascendencia, experimentando su presencia en sus sueños, realizando y visitando altares privados que hemos creado para ellos, sintiendo su presencia y participando de un juego apropiado y complejo de símbolos personales, que renegociamos a lo largo del luto con nosotros mismos y nuestros familiares cercanos nos coloca en un lugar favorable para comprender mejor nuestro proceso de duelo.
Por ello, y para quienes buscan una breve guía relativa a lo que debemos o no hacer con quienes viven un proceso de duelo o han perdido a alguien mientras están en confinamiento, sugiero que a dichos dolientes y de manera general, debemos permitirles que nos cuenten la realidad personal e individual de su pérdida y que mientras lo hacen, da igual el medio digital o virtual que elijan, seamos capaces de acompañarles en ese proceso personal, activo, en el que buscan respuestas, implicaciones y acciones sobrevenidas a consecuencia de la pérdida y su duelo. Escuchándoles como expresan lo que han perdido y los significados que dan a ello. En definitiva, su experiencia: cuando nos acercan lo que sucedió y cómo la pérdida ha transformado sus vidas y su mundo ha cambiado para siempre.
Entender la experiencia es importante en las vidas de los dolientes, porque significa ayudarlos a que comprendan, a que establezcan un compromiso consigo mismo, a propiciar una actitud de cambio y a que sean conscientes de que son ahora diferentes y que el tiempo que se abre puede ser una oportunidad para crecer.