Primum non noccere. El viejo aforismo falsamente atribuido a Hipócrates y en ocasiones a Galeno -según uno de los pioneros de la ética médica americana, el autor de la frase fue Auguste François Chomel (1788-1858), sucesor de Laennec en la cátedra de patología médica y preceptor de Pierre Alexander Louys, decidido crítico de la sangría como intervención médica iatrogénica- constituye el antecedente del principio de no maleficencia, una de las cuatro reglas de la bioética. Sin embargo, el origen hipocrático genuino corresponde a la frase que en el primer libro de las epidemias advierte al médico que debe perseguir siempre el bien del enfermo o, por lo menos, no dañarlo, una recomendación más práctica que la del título, puesto que, como no existe ninguna intervención médica o sanitaria de la que podamos garantizar absolutamente su inocuidad, si la siguiéramos al pie de la letra incurriríamos en nihilismo terapéutico, que corresponde a la generación de iatrogenia por omisión, una de las formas de dañar a los pacientes que no se aprovechan de los beneficios de una atención adecuada.
Pero otra forma de dañarlos es activa, consecuencia de los actos médicos, sean de carácter diagnóstico, profiláctico, terapéutico o rehabilitador. Y contra una opinión muy generalizada, los efectos adversos de las actividades médicas y sanitarias no sólo se deben a errores o negligencias de los profesionales. Tampoco las deficiencias organizativas y estructurales de los sistemas sanitarios explican la notoria cantidad de enfermedades iatrogénicas que se producen en la actualidad, buena parte de las cuales tienen que ver con el consumismo sanitario y la medicalización inadecuada, lo que nos ha llevado a cultivar cierta omnipotencia médica y a una acusada banalización de nuestras actividades, probablemente como consecuencia de haber alentado expectativas exageradas y utilizaciones superfluas cuando no fútiles.
Aunque no conocemos con suficiente precisión el impacto actual de la iatrogenia, sabemos que se trata de un problema de salud relevante que por si fuera poco, más que reducirse, se incrementa. Conviene pues resituarnos y asumir con prudencia algunas de las limitaciones que como seres humanos difícilmente conseguiremos superar del todo. De ahí la importancia de que la iatrogenia, y sobre todo su prevención y control, forme parte de los programas de aprendizaje y de formación de los profesionales de las ciencias de la salud, tanto en el grado como en el posgrado, y desde luego, durante la formación continuada y la recertificación periódica. Debe irse más allá de la dedicación que, tímidamente aún, merecen algunas iniciativas sobre la seguridad de los pacientes, incluidas muchas de ellas en programas de calidad asistencial y de gestión clínica. Un planteamiento basado en la ética de la incertidumbre y en la ética de la ignorancia, capaz de promover los valores de la profesión médica y, entre todos ellos, el de la prudencia, con el firme propósito de beneficiar a los pacientes o, por lo menos, provocarles el mínimo daño posible.
De ahí el interés del informe que un grupo de trabajo de la Sociedad Española de Salud Pública y Administración Sanitaria (SESPAS) y de la Organización Médica Colegial (OMC) ha elaborado, y que la revista FEM ha considerado de interés publicar en este número.