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Revista Española de Salud Pública

versão On-line ISSN 2173-9110versão impressa ISSN 1135-5727

Rev. Esp. Salud Publica vol.81 no.5 Madrid Set./Out. 2007

 

COLABORACIÓN ESPECIAL

 

Cuerpo y subjetividad: acerca de la anorexia

Body and Subjectivity: About Anorexia Nervosa

 

 

Francisco Pereña García.

Psicoanalista.

Dirección para correspondencia

Fluía la inmortal sangre de la diosa, el icor,
que es lo que fluye por dentro de los felices dioses,
pues no comen pan ni beben rutilante vino,
y por eso no tienen sangre
y se llaman inmortales (Ilíada, canto V, 340).

 

 


RESUMEN

Desde el comienzo, la descripción clínica de la anorexia, muestra su dificultad no sólo etiológica (si es un trastorno endocrino o neurológico o psíquico) sino también diagnóstica (si es un trastorno histérico o no, si es una enfermedad propiamente dicha o no) y terapéutica (la tozudez del síntoma). El criterio diferencial que pronto aparece es el rechazo. La dificultad del sujeto con el alimento ha de situarse en el marco de la dependencia radical que tiene el organismo humano respecto al cuerpo de la madre, quebrando así la articulación entre necesidad y demanda, lo que desregula la vida instintiva. La pulsión es el nombre de esa desregulación. La vida pulsional ha de regularse por el deseo. La transmisión de la vida es transmisión del deseo íntimo de vivir. Sin él, el cuerpo desfallece o se produce una separación entre vida y cuerpo. El rechazo, que es componente de la subjetividad, pasa a convertirse en la anorexia en rechazo del cuerpo y en sumisión a ideales confusos, con los que el sujeto anoréxico pretende orientarse. La bulimia señala el aspecto más adictivo de la desregulación pulsional. La pregunta sobre por qué se da más en mujeres que en hombres no tiene fácil respuesta. A ello contribuye la sexualidad femenina (la relación con el deseo y la reproducción) y también el modo como en una sociedad de la “abundancia”, la mujer simboliza el objeto de adorno, una figura virtual inerte. Se puede tomar la anorexia como denuncia de una vida familiar automatizada, desvitalizada, y de una sociedad caracterizada por el fetichismo de la mercancía y el canibalismo.

Palabras clave: Anorexia nerviosa. Sexualidad. Pulsión. Trastornos sexuales. Bulimia. Subjetividad.


ABSTRACT

To start with the clinical description of anorexia nervosa is indicative of the difficulty involved not only with regard to its etiology (whether it is an endocrine, neurological or psychological disorder) but also with regard to its diagnosis (whether or not it is a hysterical disorder, whether or not it is a disease as such) and with regard to its treatment (the stubbornness of the symptom). The early-onset differential criterion is rejection. The subject’s eating-related problem must be placed within the framework of the radical dependency the human organism has with regard to the mother’s body, thus breaking the close connection between need and demand, which throws the instinctive life out of balance. Drive is the name given to this imbalance. Drived life must be controlled by wish. The transmitting of life is the transmitting of the innermost wish to live, without which the body fails or life and the body separate from one another. Rejection, which is the subjectivity-related aspect, then turns into anorexia in rejection of the body and in submission to bewildering ideals with which anorexic subjects attempt to find their bearings. Bulimia marks the most addictive aspect of impulsive imbalance. There is no ready answer to the question as to why anorexia occurs more among females than males. Female sexuality (the relationship with sexual wish and reproduction), as well as how in a aboundance society, women symbolize the trimming on the cake, an inert virtual figure. Anorexia nervosa can be taken as a pronouncement against an automated, devitalized family life and of a society characterized by commodity fetishism and cannibalism.

Key words: Sexuality. Anorexia nervosa. Bulimia. Drive.


 

1

Cuando Sir William Gull1 en torno a 1870 acuña la expresión anorexia nervosa, no podía ni sospechar la fortuna que tal expresión tendría en la literatura “psi”. Gull, en la exposición que hizo en Oxford en 1868, publicada en The Lancet ese mismo año, había utilizado la expresión apepsia histérica cuya descripción es similar a la ya hecha por Robert Morton en su Phthisiologia2 (1689): pérdida del apetito, amenorrea y adelgazamiento. Nombrar la “apepsia histérica” como “anorexia nervosa” abre la vía hacia una consideración “mental”, sin causa orgánica definida, de dicha patología. De hecho, la referencia de Gull a un “origen central y no periférico” de la “anorexia nervosa”, es un modo de poner de relieve la ausencia de “organicidad” a la vez que se mantiene esa vaga referencia al “origen central”, mezcla indefinida de nerviosidad y genética. Casi a la par que Gull, Lasègue publica en los Archives Générales de Médicine (abril, 1873) un texto que titula Anorexia histérica3, en el que recoge no sólo la sintomatología de esta modalidad histérica, sino la dificultad de tratamiento por lo insidioso y tenaz del “estado mental” de las pacientes que terminan “destruyendo la autoridad moral del médico” . La predilección de Lasègue por el “estado mental” de la “anorexia histérica” se basaba en el síntoma de “inanición histérica” y en el componente de “perversión intelectual” que observa en dicha anomalía. De ahí que en la clínica francesa pasara a llamarse anorexia mental. El que todavía hoy se discuta si es un síntoma o una enfermedad propiamente dicha de origen físico, psíquico o psicosomático, indica hasta qué punto permanece el malestar, terapéutico y epistémico, que la anorexia suscita.

Un ejemplo de ese malestar es, por ejemplo, el que muestra la doctora Henrietta Broderick ante la negativa a comer de Simone Weil, enferma de tuberculosis, poco antes de morir. El juez de instrucción llegó a abrir una investigación para descubrir las causas de la muerte y estableció, siguiendo el certificado de defunción, un veredicto de suicidio: “La difunta se ha matado destruyéndose ella misma al negarse a comer durante un período en el que el equilibrio de su mente estaba perturbado4” (en S. Pétrement: Vida de Simone Weil, p. 721). Henrietta Broderick ya se había mostrado, en una entrevista a la prensa de la época, un poco desesperada por su impotencia para quebrar la voluntad de no alimentarse de una paciente que de entrada no le parecía tan grave. No sabemos si Simone Weil era o no anoréxica, pero provocaba el malestar típico que proviene de la tozudez en el rechazo a alimentarse.

Esta cuestión del rechazo está ya desde el principio en los estudios sobre la anorexia. Déjérine, en 18855, definía la anorexia mental como repugnancia al alimento proveniente de una perversión intelectual tan potente que inhibe la misma sensación de hambre. Poco después, en 1903, Pierre Janet, en el conocido caso Nadia, va a introducir un rasgo novedoso y nada desdeñable: la repugnancia moral y la vergüenza que siente la enferma ante la obesidad6. “No es cuestión de coquetería –precisa Janet–, es algo inmoral”. Unos años antes Babinski5 había pretendido sustituir la acepción anorexia mental por la de partenoanorexia o “anorexia de las vírgenes”, con lo cual, como en el caso Nadia de Janet, la vinculación del rechazo del alimento con el rechazo de la sexualidad va a dar un carácter, digamos moral, a la anorexia.

Poco a poco se ha ido instalando la consideración de la anorexia como trastorno típico y específico de la mujer joven. La anoréxica, como Perséfone, hija de Demeter, no debe probar bocado si no quiere permanecer para siempre presa de las sombras del Hades. Si no fuera por los rojos granos de granada que la seducen, Perséfone podría ser la figura de la anorexia: hija de la diosa de la abundancia (como lo son nuestras sociedades capitalistas), no puede sin embargo comer para no perecer en la umbría de la muerte. Rechazo el alimento para vivir siendo que ese rechazo me conduce, sin embargo, a la muerte, parece decir esta frustrada Perséfone que es la joven anoréxica.

¿Es entonces obligado hablar de rechazo en la anorexia? Gilles de la Tourette7 tomó en 1908 el criterio del rechazo como diagnóstico diferencial entre anorexia mental y psicosis. En la psicosis se trata de una inapetencia radical que invade por entero al enfermo, mientras que en la anorexia mental hay un rechazo explícito de parte del sujeto.

Pero no para todo el mundo las cosas están tan claras respecto a este asunto del rechazo. Es una vesania incipiente, declara Séglas en 1911. Es una deficiencia endocrina, dirá por su lado Simonds en 1914. Patología endocrina de origen hipofisiario, dirán unos, esquizofrenia simple dirá Bull. Así hasta que vayan apareciendo la lesión hipotalámica y otros factores neurológicos.

 

2

Con la aparición del psicoanálisis, el universo “psi” se divide en dos: por un lado la biogénesis y la psicogénesis para el diagnóstico, y por otro la química y la psicoterapia para el tratamiento. Pero al tratarse de una patología psíquica tan ligada al cuerpo, la anorexia se presta muy bien a presidir la psicosomática. Así, por ejemplo, J. Delay la declara en 1949 como la enfermedad psicosomática por excelencia8. No parece que se pueda negar la evidencia de trastornos en la imagen del cuerpo y en la misma percepción interoceptiva respecto a las sensaciones del hambre o en general de la apetencia. Justamente por eso, Freud apenas habló de la anorexia, sólo algunas alusiones de pasada. De entrada, para Freud, la anorexia no es más que un componente del cuadro melancólico que se caracteriza por una inapetencia general que indica una “hemorragia libidinal” que afecta tanto al alimento como a la sexualidad y a la vida en general9. Si así fuera, todo el debate sobre la anorexia carecería de sentido y debería pensarse meramente como una manifestación de la melancolía. Pero la tozudez sintomática de la anorexia no se deja apresar con tanta facilidad y en la clínica no resultan del todo equivalentes anorexia y melancolía. De ahí que Freud, en sus Historiales Clínicos dedicados a casos de histeria, se viera obligado a hablar de anorexia, aunque situándola, sin embargo, en un terreno exterior a la clínica y al tratamiento psicoanalíticos: la anorexia es efecto de una parálisis psíquica consistente en la “inaccesibilidad de un grupo de representaciones a nuevas asociaciones”, lo que impide el desplazamiento del afecto o el investimiento libidinal (caso Emmy de N10). El miedo se mostraría entonces como repugnancia a la comida, es un tipo de parálisis psíquica que impide el trabajo psicoanalítico de elaboración e incluso de interpretación. Por eso, en la famosa conferencia que dio en el Colegio de Médicos de Viena en 1904 para presentar su técnica terapéutica, excluye expresamente a la anorexia del tratamiento que presenta11. Dada la aparatosa urgencia del síntoma y la parálisis psíquica que implica, el tratamiento psicoanalítico no es adecuado para la anorexia. Lo dice así de pasada, sin detenerse a dar más explicaciones sobre el origen de tal parálisis psíquica ni sobre qué tipo de tratamiento podría ser el adecuado. La anorexia no se puede reducir a la melancolía ni a la neurosis histérica, aunque pudiera formar parte de ambos campos diagnósticos. Así se despide Freud de la anorexia, de la que ya no vuelve a hablar. Al contrario que sus discípulos, que se lanzan a una carrera especulativa que va desde la confusión entre el sexo y la boca en los análisis de Abraham sobre el sadismo oral, hasta la pureza virginal del deseo de nada de los lacanianos, pasando por los siempre curiosos análisis kleinianos de la angustia paranoide. Demasiada especulación para unos fenómenos clínicos que se resisten a una explicación fácil o catequética y que, como bien señalara Freud, conllevan una urgencia terapéutica a la vez que una insidiosa tozudez en su constancia.

Por eso, estudios como los realizados por Hilde Bruch en los años 60 del pasado siglo, siguen siendo útiles porque respetan los fenómenos clínicos, intentan formularlos y toman esa formulación como una aproximación a su inteligibilidad y no como axioma de escuela. ¿Cómo las funciones alimentarias se transforman en necesidades de no-nutrición y en repulsa de la imagen del cuerpo? se pregunta H. Bruch. Este modo de formular la pregunta introduce una contraposición entre función y necesidad que describe bien lo insidioso del síntoma y a la vez una cierta dificultad en el ordenamiento o discriminación de las “necesidades”, como si aparecieran confundidas e invertidas. De ahí que H. Bruch, como ya anteriormente había señalado Serge Levobici, dé tanta importancia a la relación de la anoréxica con la madre. Sin entrar en mayores disquisiciones, H. Bruch es contundente: el rechazo del cuerpo propio es una necesidad de rechazar el cuerpo de la madre a quien pertenece dicho cuerpo. No se puede reducir la anorexia al rechazo del alimento, como si la boca fuera una zona orgánica y erógena aislada del cuerpo. Eso era una tentación de algunos psicoanalistas que H. Bruch acertadamente corrige. Esta tesis de Bruch se vería consagrada en el Simposio de Göttingen de 1965, que establece en sus conclusiones la relación de la anorexia con la sexualidad, con el cuerpo y no sólo con la función alimenticia u oral. Se trata del cuerpo y de la separación del cuerpo de la madre, esa es la cuestión, la dificultad de esa separación, con la confusión consiguiente que conduce a una impotencia o trastorno del narcisismo, digamos, de investimiento libidinal del propio cuerpo, ya que se ha perdido o no aconteció la distancia entre las necesidades de la niña y las respuestas de la madre. A falta de esa separación y de esa discriminación, la niña no responde a sus “necesidades” sino a las de la madre. Se da entonces una angustiosa desfiguración de los límites, una desintrincación pulsional que disuelve la demanda de vida, haciendo así incompatible cuerpo y vida, con el horror consiguiente. No es que H. Bruch lo diga así, pero va en esa dirección. Consciente de la gravedad del cuadro que describe, sitúa la anorexia como una entidad psicopática específica de tipo esquizofrénico, aunque la distingue de la esquizofrenia precisamente por ese rasgo de rechazo del alimento como modo de adquirir autonomía y control del cuerpo, característica propia de la anorexia frente a la esquizofrenia que conllevaría un trastorno masivo del cuerpo y de la percepción interoceptiva sin el objetivo de adquirir autonomía.

 

3

Como se puede ver, de nuevo se introduce la idea del rechazo como criterio diagnóstico diferencial. El rechazo o la protesta sería un rasgo específico y diferencial de la anorexia no psicótica12. ¿Cómo se verifica ese rechazo? Parece relativamente claro que a pesar de la severidad en ocasiones del cuadro sintomático, no por ello se trata siempre de una psicosis, ni esquizofrénica ni melancólica. El criterio del rechazo no es sin embargo tan fácil de comprobar y se suele confundir con la tozudez del síntoma. Cierto es que esa tozudez puede incluirse en el amplio campo de la hostilidad adolescente como una forma de oponerse a la propia dependencia infantil. Aún admitiendo esto ¿por qué ese rechazo o protesta adquiere esa modalidad tan alarmante que pone en peligro la propia existencia del viviente en su más originaria condición de sujeto corporal concreto? ¿Cómo explicar que lo que habría que entender como intento de separación e independencia se convierta en ataque frontal a la vida del propio sujeto?

H. Bruch terminó siendo tan famosa que su consulta en los años 70 era un hervidero de padres y “delgadísimas chiquillas”, como las llamaba, que acudían a ella desde todos los Estados de la Unión. Su best-seller, La jaula dorada13, lleva como subtítulo “El enigma de la anorexia nerviosa”. Nunca dejó de considerar la anorexia como un verdadero enigma y a pesar de amontonar reseñas de casos y casos, no dogmatiza ni adoctrina, y su lenguaje es extraordinariamente respetuoso con las pacientes. Por eso, se puede considerar una clínica a favor del paciente y no a favor de la doctrina, como muestran sus alusiones a las aberraciones cognitivistas y a los abusos interpretativos de algunas corrientes psicoanalíticas cometidos con los pacientes.

Pues bien, al final no es que H. Bruch renuncie a su tesis sobre la anorexia como rechazo, pero se ve obligada a matizarla de manera que resulta interesante. Está el rigorismo inquisitorial del sujeto anoréxico (que Anna Freud habría llamado “ascetismo”), pero está dirigido sobre todo contra sí mismo. Si se puede hablar de un rasgo constante que siempre se da, habría que buscarlo no tanto en la tozudez o fuerza de voluntad, en el rechazo manifiesto, sino más bien en el miedo a ser rechazadas y no suficientemente valoradas, a su ansiedad por adivinar las necesidades del otro, a su dificultad de cómo vivir o de incorporarse a la vida y romper esa espantosa soledad en la que sobreviven de mala manera, cuando no consiguen convertirla en un tipo de satisfacción por fuera del cuerpo y del mundo lo que nunca suelen conseguir con éxito. Los libros de H. Bruch señalan reiteradamente esa mezcla de orgullo y humillación que viene a constituir el universo aislado y carcelario del sujeto anoréxico. Pero no se acaba de entrar a considerar por qué el cuerpo aparece tan desvinculado de lo viviente, ni siquiera cabría decir desvinculado de la sexualidad, ya que no es de ningún modo infrecuente el que ese cuerpo se entregue a satisfacer al otro aunque sea sin atisbo de deseo propio. Desvinculado de lo viviente, por el contrario, apunta a lo que podríamos llamar una cierta desintrincación pulsional en el corazón del cuerpo viviente, llamado por ello a entrar en contradicción con la subjetividad. O cuerpo o sujeto, parece ser el terrible dilema de los sujetos anoréxicos. Tampoco han encontrado, como sucede a otros sujetos histéricos, la salida del rencor que hace a tales sujetos a la vez inocentes y crueles, y así se alimentan de la destrucción del otro, considerándose, sin embargo, los más estrictos representantes de la moral y de la verdad. Desde luego, no es el caso de la anoréxica, ni siquiera cuando más odiosa y más rabiosa se muestra, utilizando el ideal de la verdad como arma de guerra. Aún así su indefensión es extrema porque ataca a la vida misma del cuerpo.

 

4

Pero para entender el dilema del sujeto anoréxico, convendría retrotraerse a la particularidad traumática del cuerpo humano. Nada más nacer, el humano entra a formar parte del extravío de su cuerpo como organismo viviente. Ese extravío consiste en que el cuerpo se va a regir no tanto por la necesidad como por la demanda. Es decir, el hambre, o la satisfacción corporal de la necesidad, está intervenida por los otros, por la madre como figura representativa en nuestra cultura de esa presencia del otro en el cuerpo. Esa presencia del otro en el cuerpo en la conceptualización freudiana se llama pulsión. La pulsión, a diferencia del instinto, es un modo de nombrar ese tipo de demanda y satisfacción corporales que desconoce el marco, la regulación y el ritmo del instinto, el instinto que regula de manera directa la relación entre necesidad y satisfacción. Al estar el campo de las necesidades no sólo necesitado del otro sino intervenido por el otro, ya no se rige tanto por el alimento sino en relación a quién lo alimenta. Ese corte, esa separación entre necesidad y demanda, abre la brecha de la subjetividad. La demanda ocupa el lugar de la necesidad y entonces el cuerpo no se rige por el instinto y queda a merced del otro, la madre, por ejemplo. No es que la vida del niño necesite la mediación instrumental de la madre sino que es dependencia de ella, consiste en esa dependencia, pero a la vez como sujeto está separado del cuerpo de la madre, por lo cual tanto la dependencia como la separación pasan a ser, ambas, condiciones de la subjetividad, con el consiguiente conflicto interno entre la satisfacción y el amor. Esto supone que el rechazo, lo que Freud llama Verwerfung, es componente obligado de la subjetividad. No hay sujeto que no rechace, si es sujeto. El primer rechazo suele acontecer en torno al alimento, que pasa a convertirse en un signo privilegiado del amor o del desamor, de la experiencia del flujo afectivo sin el cual el cuerpo no se puede alimentar. Comer es recibir la comida del otro, es una demanda que se articula en la particularidad de la respuesta del otro, ya que no sirve una respuesta genérica o automática cuando el sujeto es lo que está en escena, cuando la brecha entre necesidad y demanda hace presente al sujeto. Si la comida, por las razones que sean, sustituye la demanda del sujeto entonces lo anula, el sujeto desaparece o ha de rechazar la comida. Al ser un signo, el sujeto tiene su interpretación inconsciente, entendiendo por interpretación inconsciente el modo como se inscribe lo que acontece en su relación con el otro. Esa inscripción es corporal, es experiencia sensitiva, no meramente ideativa. Eso quiere decir que el cuerpo es un campo de experiencia subjetiva. No viene dada como sucede en el mundo animal una relación directa entre necesidad y satisfacción, que lleva, por ejemplo, a los pájaros a migraciones fantásticamente reguladas.

El cuerpo humano, al no estar regulado por el instinto, queda a merced de los encuentros con los otros, encuentros fundadores de la vida psíquica concreta. De ahí la dificultad de hacer inferencias con ampliación de significado en el campo psíquico y de establecer de manera rigurosa, no digamos ya las etiologías, sino a veces incluso los diagnósticos. La anorexia es un campo de la clínica “psi” donde esa dificultad se muestra con mayor contundencia. Ni la etiología ni incluso el diagnóstico se pueden establecer con suficiente claridad si no se es demasiado doctrinario. ¿Es una enfermedad?, ¿es un síntoma? Es sin duda un trastorno psíquico que para entendernos y para abordar su particularidad debe ser distinguido claramente de la llamada esquizofrenia, donde la “anorexia” no es más que una manifestación, entre otras, de una desorganización del cuerpo que no encuentra modo de regularse ni por el instinto ni por la articulación con la demanda.

 

5

Para circunscribir el campo de la anorexia, debemos limitarnos a los rasgos ya señalados por muchos y que podemos resumir de esta manera: suele aparecer en la adolescencia o a partir de la adolescencia, se da mayoritariamente entre mujeres y suele ir acompañada de un universo de exigencias desconcertantes que el sujeto no sabe de dónde vienen y que en todo caso arrasan con cualquier posibilidad de preguntarse por un deseo propio.

Está la llamada anorexia infantil, que se ha pretendido diferenciar de la anorexia puberal por no figurar en ella la presencia tan fuerte de los ideales. Ya hablaremos luego de los ideales. Por de pronto, la particularidad de la anorexia no está fundamentalmente en relación con los ideales, sino con la articulación de demandas y respuestas en la vida pulsional entre el sujeto y los otros. Y esto sí que está presente desde el comienzo, ya en la infancia. Por tanto, la llamada anorexia infantil puede apuntar perfectamente (en el caso de que no se trate de problemas físicos o meramente orgánicos) a esa dificultad de inscribir la demanda del cuerpo en la vida del deseo. En cierto modo es una obviedad: la madre no da simplemente el alimento, da la vida psíquica, transmite el deseo de vivir, un tipo de satisfacción o respuesta libidinal que requiere la separación de la madre14. La separación de los cuerpos no es algo dado, ha de producirse. Y puesto que la dependencia del otro es tan inicial, tan traumática a la vez que corporal, sólo mediante la separación de los cuerpos puede circular la vida de la orexis. De la orexis, del deseo, decía Aristóteles15 que mueve los cuerpos sin el contacto físico. Que dicho movimiento sin contacto físico Aristóteles lo atribuyera a la causa final, era una precipitada y arriesgada conclusión motivada por la imperiosa necesidad de sentido, pero que la orexis implique un tipo de movimiento por la atracción y no por empuje físico, es buena razón para que a este trastorno o enfermedad o patología se le llame anorexia, que viene de anorexis, inapetencia o falta de deseo, de forma que volviendo del revés el conocido eslogan lacaniano que afirma que la anorexia es deseo de nada, cabría decir, por el contrario, que el sujeto anoréxico no es que desee nada sino que le falta el deseo, que padece de nada de deseo, si por tal entendemos esa orexis aristotélica, ese vínculo de atracción de los cuerpos que supone necesariamente separación de los cuerpos, pues si no hubiera tal separación no cabría esa atracción, sino sólo la fusión o la anulación.

Es cierto que el alimento es incorporación física de nutrientes sin los que el organismo no puede vivir. Pero es igualmente cierto que dado que el cuerpo humano está separado de la necesidad de nutrientes por la dependencia al otro igualmente humano, la incorporación del alimento pasa por la presencia corporal del otro cuya figura “princeps” es la madre. De ahí que si la madre por las razones que fueran, por la situación presente o por la pasada, por el momento que atraviesa o por su dificultad con la vida sexual, etc., no establece o no permite esa separación, la confusión de los cuerpos anulará la satisfacción que la orexis de alimento puede procurar a la particularidad del cuerpo subjetivo o deseante. Si el alimento es una continuación impositiva y asfixiante del cuerpo de la madre, si no hay distancia oréxica o libidinal, el sujeto está obligado al rechazo del superviviente, es decir, a rechazar al menos el rechazo del otro, o si no al llanto para declarar su existencia, aunque sólo sea su angustiada existencia.

Por esa razón, la llamada anorexia infantil puede entenderse como un trastorno o malentendido similar a la anorexia posterior, a la considerada anorexia puberal. El malentendido a que nos referimos es especialmente agudo o traumático, pues se da en el seno mismo del desajuste del cuerpo con el otro, como desajuste o incompatibilidad entre el sujeto y el cuerpo, de modo que si tengo cuerpo pierdo subjetividad y viceversa. Ese malentendido supone que para tener vida psíquica habrá que extinguir el cuerpo, hacerlo desaparecer, cumpliendo así la proeza de vencer a la necesidad, como hizo la soberanía virginal de Ártemis.

La anorexia se concreta en la pubertad y, como ya estableciera el Simposio de Göttingen, está asociada al cambio y a la definición sexuada de la niña que se ve transformada en un cuerpo del apetito sexual, sin que ese cuerpo haya sido aceptado como cuerpo sexuado. Lo que esto nos indica es que en efecto se trata del cuerpo libidinal, que la “función” (como la llamaba H. Bruch) nutriente está transida por la sexualidad, por la atracción de los cuerpos, por la transmisión de la libido, de la distancia y del deseo. Ese espacio libidinal, por utilizar esta expresión de Winnicott, es el espacio psíquico en el que la orexis aristotélica, el deseo en su encarnadura del hambre y del sexo se mueve, crece, vive y se alimenta. El cuerpo subjetivo es particular, requiere no el mero acoplamiento sino la separación y el anhelo, el encuentro con el deseo del otro, con su subjetividad, su distancia y su hospitalidad, pues de hospitalidad se trata, ya que cada uno es extranjero del otro y viceversa. La vida subjetiva viene de dentro, pero se produce en los encuentros con el otro. De ahí que sea en un terreno de intimidad y distancia donde se puede producir el encuentro, la presencia y la ausencia del otro, el anhelo, el deseo y la respuesta a una demanda que sólo el pulso del deseo dirige y limita.

El deseo es el límite interno de la pulsión, repito una vez más. El deseo, la pregunta concreta de cada uno sobre la presencia o ausencia del otro que es el rescoldo del deseo, dirige la satisfacción sobre el límite de las exigencias concretas y la finitud del deseo propio. En el caso de la anorexia, sin ese límite interno, tanto las exigencias como la satisfacción estarán regidas por la voracidad. Sea el vacío anoréxico o el lleno bulímico, el exceso por la carencia del límite interno que marca e inscribe el cuerpo libidinal o cuerpo del deseo, es finalmente un vacío entrópico donde el sujeto se pierde en la infinitud de sus exigencias destructivas o de su falta de vida. Por ese motivo no deja de llevar razón Freud al vincular la anorexia con la melancolía. Si se vio, sin embargo, obligado a tener que abordar la anorexia desde el marco histérico y no sólo melancólico, a nosotros nos toca volver a tener en cuenta la vertiente melancólica que se da en toda anorexia. La particularidad de la anorexia atañe al hambre, a la perversión del hambre, a esa mortífera victoria sobre la necesidad, vaciando al cuerpo del apetito que le da la vida. Pasa a ser un cuerpo desvitalizado y, por tanto, melancolizado. Por esa razón hablé anteriormente de disolución o de desintrincación pulsional, es decir, que la pulsión de muerte, o la pulsión como inanición, se consume en su deriva hemorrágica sin límite interno que le dé el lugar del deseo concreto de algo. Ese cuerpo a falta de investimiento libidinal es una carcasa inerte. Hay algo que cabe observar en los más diversos casos de anorexia y que consiste en que el sujeto se siente falso, no mentiroso (¡ojalá!) sino falso, inconsistente, maniquí de las exigencias y demandas de los demás, marioneta que gira al son de lo que interpreta como ideal del otro. Son personas simpáticas, agradables, pero tan solitarias en sus quehaceres, tan aisladas que a nadie como a ellas mismas el ajetreo social les suena a vacío. Su sensibilidad como un modo de atender al otro, puede simplemente esconder una cierta inanición interior, una falta de vida, una desconexión libidinal, sea con la pareja o incluso con el hijo, en el caso de que sean madres.

Lo que aligera el cuerpo es el deseo, la libido. En caso contrario, el cuerpo pasa a tener una pesadez insoportable. Una mujer con largo pasado anoréxico decía: “él dice que no me siente y yo siento su cuerpo como un peso enorme”. Otra mujer decía que estaba pendiente del hijo, pero que no sabía qué hacer con él, sólo con acercarse a él sentía la pesadez de su cuerpo, sentía una desesperante desconexión con el hijo, pero tuvo la oportunidad y también la bondad y la generosidad de dejarlo más en manos del padre. Por ahí se puede ver, no sin compasión, esa soledad radical del cuerpo. En su escena interior no pueden figurar como amadas ni como amantes, por mucho que se afanen en ocasiones en agradar. Muerte interior, puede ser el nombre de ese fondo melancólico de vacío libidinal16. Por tanto, no estaba tan desacertado Freud al vincular la anorexia con la melancolía, aunque cayera en el reduccionismo de tomar la anorexia como simple componente de la psicosis melancólica.

 

6

¿Por qué la niña?, ¿por qué la mujer? es una pregunta ineludible aunque no fácil de responder. Es verdad que hay casos de anorexia en varones que no se pueden incluir en un cuadro abiertamente psicótico. Pero son escasos. Por el contrario, es significativa la frecuencia de casos en chicas o mujeres jóvenes. ¿Por qué? Podemos abrir la reflexión al carácter social que reviste esta mal llamada enfermedad, pues ni tiene un cuadro riguroso y preciso, ni su origen queda al margen de los funestos efectos de un sistema de creación de riqueza que arrasa con el deseo y la subjetividad, a los que sustituye por la producción de desechos y por el fetichismo de la mercancía que se caracteriza por encubrir o desplazar las relaciones entre sujetos por relaciones entre objetos mercantiles. A nadie se le oculta que la anorexia es un fenómeno moderno de las sociedades capitalistas, habría que matizar de sociedades que gozan de la prosperidad capitalista. Es impensable la anorexia en Etiopía o en el Congo. Si la anorexia responde a una dificultad para inscribir la falta y el deseo en el cuerpo, no parece que se puedan dar condiciones para ello en países en los que el hambre, la carencia, la guerra y las enfermedades físicas tienen a sus habitantes postrados en la miseria. La anorexia se da en sociedades de la abundancia, de la obscena multiplicación de objetos-basura, del todo sustituibles al año siguiente o al mes siguiente o a la semana siguiente de su aparición. Son sociedades concretas que crean un tipo de relación social presidido por la rivalidad en el tener y por la inclusión en el carrusel colectivo del consumo. Una mercancía vale por otra, pero ello lejos de inscribir la falta, relanza el basurero del consumo.

Eso no es suficiente para producir una anorexia. No es suficiente, pero el hecho de que la anorexia haya adquirido en nuestra sociedad occidental carácter casi epidémico, indica un correlato y una implicación con un nihilismo que obliga al automatismo maníaco o, lo que es aun peor, al patriotismo más vacuo y ridículo, si no se consigue preservarse en la intimidad, en la vida interior de quien resiste a Hera, la “ávida de disputa y griterío” (Ilíada, V, 730)17. Sin esas dos opciones al sujeto no le quedan otros recursos. El sujeto anoréxico está a merced de las urgencias del otro, pero padece de una sensibilidad que sin vida interior orienta a la destrucción del peso inerte del cuerpo, de esa pesadez. La cuestión es esa muerte interior y esa desesperación que produce. Por eso, además del tipo de sociedad, hace falta que opere o muestre sus efectos ya en el principio, ya desde el comienzo, hace falta que en la infancia del sujeto su propia condición subjetiva se haya visto anulada y su cuerpo desprovisto de investimiento libidinal. Madres y padres desposeídos de deseo propio, aniquilados por la prosperidad, desertores de la subjetividad, desorientados respecto al deseo, distraídos y desposeídos de preguntas, denegadores y voraces, ansiosos, a veces insensibles, angustiados ante el mero asomo de pérdida y separación, llenos de resentimiento a veces, reivindicando los recursos del otro, exigiéndoles no saben qué. He aquí algunos de los rasgos que cabe encontrar en las vidas infantiles, familiares, de algunos sujetos anoréxicos.

Sin embargo, sigue pendiente la pregunta de por qué la niña, por qué la mujer. No se puede escamotear esta pregunta aunque no tenga una contestación simple ni contundente. Siguiendo por el momento con la mirada puesta en esta estúpida sociedad de la “abundancia”, echemos un vistazo a la publicidad. En seguida las vemos a ellas, delgadas y esbeltas, con la cara sonriente como bobas, acompañando al coche de turno o a la lavadora o al yogur o al colchón, etc. etc. El atributo de la feminidad ya no es tanto la virginidad como la delgadez, que se adjunta a una proliferación de objetos de transacción comercial como el adorno que adorna lo inadornable (como diría Sánchez Ferlosio) y que las coloca, a ellas, en la peor posición de objeto tonto añadido a otros objetos insensibles, inertes, y que les señala un lugar para la feminidad de lo más execrable por ser lo más des-personalizado que cabe imaginar. Sánchez Ferlosio recordaba al respecto a las llamadas “azafatas” que aparecen en cualquier programa de televisión o también en cualquier exposición o congreso, con sus gorritos y sus uniformes, vestidas de niñas (la feminidad ya no es la Madonna sino la Virgen niña), “obligadas a fingirse oligofrénicas”18, para así ganarse un sueldo, porque por muy virginales y delgadas que se muestren no pueden escapar al imperio de la transacción comercial que preside las relaciones laborales, las únicas y escuálidas relaciones que esta sociedad de la abundancia permite. De todos modos resulta irónico que siendo la mujer en el imperio de la publicidad la portadora de la función social del consumo, sea ella la que con mayor frecuencia muestre esta patología de la anorexia.

 

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¿Es esto suficiente para responder a la pregunta de por qué la niña, o la mujer? De la llamada anorexia infantil, que padecen casi por igual niños y niñas, a la anorexia puberal que padecen mayoritariamente las chicas, algo ha debido de pasar para que la patología se distribuya de esta manera. “Macho impotente”, llamaba Aristóteles a la hembra humana19 en una soez expresión de la supuesta dificultad de la hembra con la morphé, con la forma, siendo ésta más propia del varón. Pero claro está que para Aristóteles este más fácil acceso a la morphé se debía a su mayor inclusión en la cosa pública, en la polis, lo que de alguna forma aún prosigue. Falta en esto una investigación o una reflexión más detenida que explique la particularidad de la sexualidad femenina, de la relación con el cuerpo de la sexualidad y de la reproducción de la vida, de lo que he llamado la mayor exposición de la mujer al trauma20, pero no es posible obviar o escapar a la evidencia de que más allá de la generalidad del fetichismo de la mercancía que convierte a cada individuo en un lugar vacío para la contratación laboral, la mujer es tomada con más frecuencia como objeto de posesión y uso, con esa particularidad “potlachista” de ser objeto de adorno aunque sea bajo la inversión del desprecio. En todo caso, sea para el lustre o para el bochorno, la mujer es colocada de forma insistente en ese lugar de uso, sin duda también de dependencia, pero para exaltar o cobijar o adornar el espacio masculino de la torpeza del poder. La dependencia del varón respecto de la mujer es manifiesta, pero el varón se empeña en invertir los términos para que quede claro que ella está allí para sostener el trono priápico de modo incondicional. Nada suele ser más hiriente para el varón que el que la mujer tenga no tanto su propia concepción de las cosas como que esa concepción se publique o se legitime, que salga a la luz. Se le pide a la mujer una incondicionalidad que aunque se solicite desde la dependencia, no le quita un ápice de exigencia de desaparición de un deseo propio y de una vida propia separada. Probablemente, este tipo de vínculo se crea de entrada entre la madre y la niña. La incondicionalidad que pide la madre a la hija no parece en ocasiones conocer límite alguno, como si en vez de dar la vida se la chupara. En cuanto al padre, suele ausentarse de esa escena voraz de incondicionaldad inerte cuando no toma a la niña como mero instrumento de satisfacción de quitar y poner. En la clínica llega un momento en el que ya no sorprende lo más mínimo ver hasta qué punto la mayoría de las mujeres eligen a sus parejas por rasgos de su propia madre y se entregan así a una función de soporte y reparación del otro que luego van a exigir a sus hijas respecto a ellas mismas.

¿De quién es el rechazo? nos podemos preguntar a propósito del rechazo anoréxico. La incondicionalidad no es una figura del amor sino del odio. Cuando se la solicita se exige la muerte del deseo. No es raro encontrar en algunos casos de anorexia un rechazo de la madre sobre el cuerpo sexuado de la hija, probablemente como efecto del rechazo del propio deseo sexual. ¿De quién es el rechazo entonces? Cualquier signo de vida se convierte en una señal a abatir, aunque con tanta frecuencia eso se haga en nombre de las mejores intenciones y de la mayor exaltación de la familia. El rechazo termina yendo en ambas direcciones: la madre rechaza en la hija la propia transmisión de la vida impidiendo la separación, y la hija rechaza su propio cuerpo y tras ello estaría el rechazo de la maternidad. Es decir, que el cuerpo que se busca no es tanto el de la belleza como el de la esterilidad: ni menstruación, ni tripa, como si se rebelara contra la “ley” de la reproducción.

 

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Que todo esto no sea explicación suficiente para entender la anorexia es claro y notorio, pero al menos nos acerca a pergeñar un marco que la pueda hacer más inteligible. Esa exigencia de anulación subjetiva, esa usurpación del cuerpo, ese rechazo del cuerpo sexuado, impide una separación de los cuerpos, que es condición sine qua non para que exista una intimidad libidinal y un encuentro deseante. La anorexia, como ya se señaló más arriba, no es finalmente más que la manifestación extrema de un cuerpo deslibidinizado y estéril puesto al servicio del otro sin encontrar la apetencia que brota de la vida interior pero a la vez sin poder adecuarse a una vida colectiva que la automatice y le dé así el simulacro de la existencia. Se sienten vacías y falsas, en manos de exigencias que no terminan por definir, que desconocen a la vez que son sus referencias confusas e ineludibles, pero no pueden ocultar o encubrir ese vacío o falsedad, esa esterilidad, en el jolgorio colectivo. Su soledad es inmensa, no conocen el cobijo ni la hospitalidad por fuera de esas exigencias de muerte, vigilan la cara del otro sin conseguir descifrarla y no encuentran la experiencia de satisfacción más que con la muerte.

El recurso a terapias de modificación de conducta, según el sistema de premio y castigo, es no sólo bochornoso, sino que, como ya viera H. Bruch, puede provocar daños aumentando la confusión, la anulación y la incapacidad de los sujetos. Afortunadamente es una técnica terapéutica que cada día se utiliza menos. Pero tampoco el abuso interpretativo es mucho mejor. Esos psicoterapeutas o psicoanalistas que atiborran de interpretaciones a sujetos que no entienden ni comprenden qué es eso de vivir, repiten un comportamiento atosigante que sólo cabe entender como un juicio condenatorio y como una acumulación de nuevas exigencias.

No queda otra opción que establecer las condiciones para un terreno terapéutico en el que el sujeto “cree” el espacio en el que se le escucha y no se le juzga, y donde el terapeuta indague a la par del paciente los enigmas de una patología al borde mismo de la muerte si no física sí, en todo caso, psíquica. Ese espacio terapéutico puede permitir iniciar la experiencia de flujos afectivos que permitan palabras que representan al paciente por ser suyas.

 

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No hemos hablado de la bulimia, del par anorexia/bulimia. H. Bruch comenzó estudiando la obesidad y relacionando la anorexia con la bulimia, siguiendo la pareja de tríadas clásicas: anorexia-adelgazamiento-hiperactividad y polifagia-obesidad-pasividad. La alternancia de anorexia/bulimia es lo que ha llevado a tomar en cuenta el estrecho vínculo entre ellas que más arriba hemos apuntado en relación con la desintrincación pulsional o la falta de límite interno a la actividad pulsional, de forma que ya sea por la privación o por la voracidad hay siempre un exceso pulsional, destructivo por carecer de la regulación interna del deseo. Cuando hay predominio de la bulimia, el tratamiento puede ser más pesado por la pasividad e inercia ya señalada por todos los clínicos estudiosos del tema. Esa pasividad suele conllevar una voracidad incongruente, sin sentido, desorientada, que subraya el carácter adictivo que nuestros colegas alemanes incluyeron en el nombre mismo de la anorexia: Magersucht. Es un modo de definir el trastorno no por la inapetencia sino por la adicción. De hecho, en el sugestivo libro publicado en 1974 de Kreisler, Fain y Soulé, El niño y su cuerpo21, se vinculaba la anorexia infantil y los vómitos con la rumiación autoerótica o merecismo del lactante. Parece claro que algo tienen en común la anorexia y la bulimia con las llamadas adiciones o drogodependencias, y es probablemente el tipo de satisfacción pulsional sin límite interno, triste, aislado y solitario, como definen Kreisler, Fain y Soulé a Martine, sin subjetividad cabría decir. Alguna paciente citada por H. Bruch se refería a la anorexia como una adicción. La sensación de encontrar un modo de vivir por fuera del cuerpo suele ser común a la anorexia y a la adicción. También se puede entender su curiosa obsesión por la comida como una adicción que en ocasiones consigue tal estado de insensibilidad que puede producir una disociación que coloca el sujeto anoréxico dentro del límite del marco psicopatológico de los llamados trastornos límites.

En general se podría decir que la fase anoréxica cumple la función, como hemos visto, de cierto rechazo, de una confusa protesta no dicha a la confusión de los cuerpos, al deseo de muerte y al desbordamiento de la demanda pulsional, mientras que la fase bulímica es una dimisión o derrota de la posibilidad de una separación, lo que provoca una ansiedad que habitualmente sólo el vómito suele calmar, como si así se expulsara el fracaso de un cuerpo maltratado por la comida, avergonzado por ello.

 

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Dice el Canto V de la Ilíada: “Fluía la inmortal sangre de la diosa, el icor, que es lo que fluye por dentro de los felices dioses, pues no comen pan ni beben rutilante vino, y por eso no tienen sangre y se llaman inmortales”17 (340). Los dioses son inmortales porque no comen y así no están sometidos a la rueda de la Necesidad. El cuerpo mortal escapa de la Necesidad, pero está herido de muerte por ella. Ha de matar para comer, ha de engullir para seguir viviendo. Esa es la culpa primordial. Hay un canibalismo soterrado en el acto de comer, toda vez que la Necesidad fue pervertida por la Demanda. El Evangelio lo dice y lo repite: “Disputaban entre sí los judíos diciendo: ¿cómo puede éste darnos a comer su carne? Jesús les dijo: “En verdad, en verdad os digo que, si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna y yo le resucitaré el último día, porque mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre está en mí y yo en él…” (Evangelio de San Juan 6, 52-55). La Ecucaristía es el misterio que consagra el canibalismo.

El mandamiento de no matar podría ser cumplido y la vida conseguiría su inocencia si no fuera por la comida. La comida obliga a la destrucción para sobrevivir. En la comida está la muerte, la dependencia de la muerte. Así comentaba Calasso22 el pasaje de la Ilíada sobre la mortalidad de quien está obligado a comer17. Se mata para comer y cabría decir que si no fuera por la comida, los hombres podrían con-graciarse en vez de destruirse entre sí. Probablemente algo de esto quería decir Simone Weil cuando repetía que no podía comer mientras sus camaradas carecían en Francia de alimento. No es suficiente recurrir a la solidaridad. Es algo más genuino y silencioso, es abominar de la muerte y del asesinato que el acto de comer arrastra. Los restaurantes abarrotados en los días festivos exhiben una exaltación de la comida que sólo por la desatención, por no querer verlo, puede evitar el vómito. El comer es un acto delictivo, ya que la fallida victoria sobre la necesidad liga el acto de comer al delito de sangre. Los mataderos son los lugares secretos de la red de horror que hay tras los elegantes manteles del comedor. Oyendo a los sujetos anoréxicos se puede entender que la culpa primordial del ser humano, el asesinato, se confunde por la comida con la fisiología, esta es una terrible paradoja, la de una culpa subjetiva entretejida con la fisiología, que los sujetos anoréxicos nos enseñan, en el sentido al menos de mostrar.

Lo que ahora llaman ortorexia, el comer alimentos sanos y ecológicos, parece un disimulo que quiere ocultar, bajo el semantema salud, el expolio y la destrucción que el acto de comer conlleva. La ortorexia comercializa así una inocencia de satisfaits, por utilizar el término nietzscheano, de exquisitos consumidores que quieren simular bondad y buen gusto. Distinguir entre basuras amarillas y verdes, no disminuye los deshechos sino que ayuda a aumentar su producción. La ortorexia no desata el nudo gordiano de la dependencia de la muerte a la que conduce el acto de comer, sólo lo envuelve en celofán. La anorexia tampoco lo desata, lo rompe con la espada de la extinción del propio cuerpo. Si creen reunir así inocencia e inmortalidad, sólo consiguen la muerte en directo. No hay estudios clínicos sobre la ortorexia, ni creo que se trate de una cuestión clínica. Eso no impide que se puedan encontrar en ciertos comportamientos ortoréxicos la presencia de una desconexión afectiva con el otro, que también aparece en la anorexia.

 

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También estas últimas son reflexiones que la cuestión de la anorexia nos suscita. Sirvan al menos para colaborar en no caer en ningún tipo de reduccionismo al abordar trastorno tan insidioso y, a veces, terrible, ante el que nuestra impotencia puede quizá ayudarnos a indagar, junto a los propios sujetos afectados, qué transita, qué líneas de fuerzas contradictorias trastornan y ligan el cuerpo con la subjetividad. Para ello, y ya que se trata de la encarnación del sujeto, es decir, del sujeto concreto, para ello, decía, no se debe abusar de las generalizaciones.

 

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