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Medicina Intensiva

versión impresa ISSN 0210-5691

Med. Intensiva vol.36 no.7  oct. 2012

https://dx.doi.org/10.1016/j.medin.2012.03.011 

EDITORIAL

 

Endocarditis infecciosa en Medicina Intensiva

Infectious endocarditis in intensive care medicine

 

 

M. Ruiz Bailéna,b, A.M. Castillo Riverab y C. Navarro Ramírezc

aDepartamento de Ciencias de la Salud, Universidad de Jaén, Jaén, España
bUnidad de Medicina Intensiva, Servicio de Cuidados Críticos y Urgencias, Complejo Hospitalario de Jaén, Jaén, España
cUnidad de Medicina Intensiva, Servicio de Cuidados Críticos y Urgencias, Hospital Universitario de Puerto Real, Cádiz, España

Dirección para correspondencia

 

 

En el elegante estudio de Miranda-Montero et al.1 se explora una cohorte de 102 pacientes con endocarditis infecciosa (EI), de los que 38 requieren ingreso en medicina intensiva (37%).

El presente manuscrito transmite a través de un exquisito diseño, una información primordial sobre la endocarditis infecciosa (EI), ofreciendo unos mensajes de gran importancia, como son: 1) la epidemiología de la EI en el área de medicina intensiva, 2) incidir sobre la necesidad de ingreso en medicina intensiva por EI, 3) dar información sobre el manejo y el pronóstico de estos pacientes y 4) avalar el papel del intensivista en la endocarditis. Aspectos estudiados y aunque interesantes, no son actualmente bien conocidos en nuestro medio, hecho que confiere a este manuscrito una crucial importancia.

En Medicina Intensiva ingresan muchos pacientes con síndrome de respuesta inflamatoria sistémica, con activación de las integrinas que unen la fibronectina circulante a la superficie endotelial, lo cual facilita el desarrollo de EI2. En el presente estudio encuentran 102 pacientes con EI, durante los 5 años del estudio, frecuencia que coincide con las incidencias que se exponen en las guías diagnóstico terapéuticas de la sociedad europea de cardiología; donde se considera que probablemente la EI no ha disminuido la incidencia en los últimos años, permaneciendo entre 3 a 10 casos/100.000 habitantes2. No obstante la incidencia de la EI podría estar siendo infraestimada, debido a su alta dificultad diagnóstica. Incluso se podría sugerir que esa infraestimación podría ser mucho mayor en medicina intensiva, al mimetizar otros cuadros como neumonías, colangitis u otras infecciones. Esta hipótesis podría venir apoyada por estudios como el de Yamamoto et al.3, quienes cuando realizan una búsqueda activa de EI, detectan una incidencia de 48,7 a 84,8 casos por 100.000 pacientes que son dados de alta hospitalaria4.

A pesar de que la EI tiene un diagnóstico clínico, la ecocardiografía tiene un rol indiscutible. Esta herramienta aporta información diagnóstica y además puede ayudarnos en el manejo hemodinámico o indicar cirugía. La realización de ecocardiografía de forma rutinaria en medicina intensiva podría detectar una mayor incidencia de EI en nuestro medio, y así mejorar el diagnóstico etiológico5. Especial valor lo tiene la ecocardiografía transesofágica (ETE), la cual tiene mayor sensibilidad que la transtorácica, en especial sobre los pacientes de medicina intensiva, quienes suelen tener mala ventana transtorácica. Si los intensivistas realizásemos esta técnica de rutina y llegásemos a realizar las ETE según las guías de práctica clínica2, podríamos no solo incrementar el número de EI, sino mejorar el diagnóstico real de nuestros pacientes. Ello ya ha sido estudiado de forma clásica, donde se ha observado que el uso rutinario de la ETE, en medicina intensiva, mejora el diagnóstico y modifica el manejo final del paciente5,6.

La incidencia de EI ha cambiado, habiendo pasado de ser una enfermedad típica de jóvenes con una valvulopatía preexistente (en especial una valvulopatía reumática), en el que el agente causal era el estreptococo; hacia pacientes añosos en contacto hospitalario2. De igual modo, la etiología de la EI ha ido modificándose, sustituyéndose el Estreptococo por el Estafilococo aureus (E. aureus) en los "países desarrollados"2, y muy especialmente en los pacientes de medicina intensiva, donde la incidencia de bacteriemia por catéteres y por estafilococos es mayor. Dato que coincide con lo detectado en el presente estudio1, 7. El perfil de la EI viene bien definido en la guía europea2; sin embargo el perfil de los pacientes que ingresan en las UCI por EI es desconocido; el manuscrito de Miranda-Montero et al.1, detecta como variables predictoras de ingreso en UCI; 1) el embolismo cerebral, y 2) la afectación valvular mitral; procediendo el 65,8% de los pacientes directamente de urgencias; indicando que ingresamos exclusivamente a pacientes muy seleccionados con una alta gravedad.

De igual modo, los pacientes con EI que requieren ingreso en la Unidad de Medicina Intensiva, presentan un pronóstico mucho más desfavorable. La mortalidad detectada en Medicina Intensiva es de un 42,1%, frecuencia que podría parecer excesiva si es valorada de forma cruda. Al ser ajustada por la gravedad que presentan al ingresar en Medicina Intensiva, esta podría parecer muy adecuada.

Al igual que otros autores detectan que la infección por E. aureus, la insuficiencia cardiaca, el embolismo cerebral y la puntuación SAPS II resultan predictores de mortalidad intrahospitalaria. Podría sugerirse que además de infraestimarse la incidencia de EI, se retrasaría el ingreso de estos pacientes en las unidades de Medicina Intensiva, hecho que generaría un incremento de morbimortalidad. Una política de detección e ingreso precoz de EI en Medicina Intensiva podría mejorar la supervivencia8, pues el ingreso debería ser lo más rápido posible, antes de evitar un daño irreversible9. En esta línea tanto la cuantificación cuantitativa del nivel de gravedad (escala SAPS II), como la realización de ecocardiografía indiscriminada a todos los pacientes que ingresan en Medicina Intensiva, en especial la ETE, podría ayudar a detectar y mejorar el manejo de estos pacientes.

En el presente estudio se someten a cirugía cardiaca al 45,8%, frecuencia que está de acuerdo con la aconsejada en la guía diagnóstico terapéutica europea (50%). Indicándose la cirugía precoz (mientras el paciente todavía está recibiendo el tratamiento antibiótico), como medio para evitar la insuficiencia cardiaca progresiva, ante el daño estructural o anatómico irreversible causado por una infección grave, para prevenir la embolia sistémica, o ante una infección incontrolada2.

Se estima que la supervivencia de la cirugía en las distintas series supera el 70%2,10, en este estudio se observa una mayor supervivencia en dichos pacientes, aunque no tiene potencia para sugerir que la cirugía cardiovascular es una variable protectora frente a la mortalidad en el análisis multivariado1. A pesar de la clara indicación por parte de las guías diagnóstico terapéuticas sobre la necesidad de practicar la cirugía cardiaca en los casos seleccionados, esta indicación no se realiza en base a un alto nivel de evidencia, apoyándose en estudios que suelen excluir a los pacientes críticamente enfermos. No obstante ante un paciente con EI que está críticamente enfermo, las indicaciones podrían no estar tan claras. Habitualmente se dan varios supuestos, como la insuficiencia cardiaca, a veces refractaria a tratamiento, en conjunción con una sepsis severa, que podría estar en fase de disfunción multiorgánica, hecho que hace bastante difícil determinar la indicación quirúrgica. Otra complicación de la EI, que solemos encontrar en Medicina Intensiva es el embolismo sistémico, que aparece entre el 22 y el 50% de los pacientes con EI, acompañado frecuentemente de un pronóstico infausto11. El 65% de los embolismos sistémicos se producen en el sistema nervioso, en especial sobre la arteria cerebral media11. El embolismo cerebral es una complicación que suele retrasar o excluir el tratamiento quirúrgico, y que se asocia a un claro incremento de la mortalidad, aunque su incidencia podría ser superior a la reconocida12. Los eventos neurológicos son más frecuentes ante el E. aureus y el Estreptococo viridans11. Las complicaciones neurológicas asociadas a la embolia séptica cerebral, son múltiples, entre ellas las más típicas incluyen episodios isquémicos, convulsiones, embolismos cerebrales silentes, hemorragia intracraneal, abscesos cerebrales, meningitis, o encefalopatía. Cualquiera de ellas se asocia a un incremento de mortalidad y se limita por la instauración precoz de los antibióticos.

La mayoría de los pacientes con una complicación neurológica tienen al menos otra indicación para la cirugía cardiaca. Sin embargo ante un embolismo cerebral, la decisión de instaurar el tratamiento quirúrgico, queda aún, si cabe más desconocida. Parece existir una "guerra" entre intensivistas y cirujanos cardiacos a la hora de establecer el momento ideal quirúrgico. Por un lado desde el punto de vista médico, podría parecer claro que la cirugía debería ser inmediata, en especial ante sepsis persistente, o para incluso evitar nuevos focos embolígenos. Sin embargo, desde el punto de vista quirúrgico, se podría establecer la hipótesis de que un retraso, hasta conseguir delimitar el proceso séptico, podría obtener mejores resultados, y evitar complicaciones cerebrales mayores, como por ejemplo la hemorragia cerebral.

A pesar de las preocupaciones inherentes al uso de la cirugía ante esta complicación (miedo a un deterioro neurológico o a una hemorragia cerebral perioperatoria), estos riesgos son bajos tras un episodio isquémico, o ante pacientes jóvenes; y la cirugía si está indicada podría llevarse a cabo sin demora. La cirugía no debería retrasarse cuando está indicado ante la insuficiencia cardiaca congestiva, la infección no controlada, absceso, o persistencia de un alto riesgo embólico, siempre que se haya descartado la existencia de una hemorragia cerebral mediante una prueba de imagen y de la inexistencia de daño neurológico grave o irreversible (por ejemplo, coma). Los estudios neurofisiológicos, EEG, potenciales evocados y la resonancia, nos podrían aportar información a la hora de descartar problemas neurológicos irreversibles. En estas circunstancias, la cirugía cardiaca puede realizarse con riesgo neurológico relativamente bajo (3 a 6%) y además se considera que existen bastantes posibilidades de recuperación neurológica. La realidad es que el "momento ideal" de la cirugía aún está en discusión. Clásicamente se considera que se debe esperar unas 2 semanas en los isquémicos y 4 semanas en los episodios hemorrágicos cerebrales13. No obstante, no hay un claro acuerdo14, existiendo estudios como el de Kim et al.15 donde consideran que la intervención quirúrgica precoz, a pesar de existir hemorragias cerebrales, es mejor.

Probablemente se deba esperar 2 semanas para los pacientes con episodios isquémicos y 4 semanas para pacientes con cuadros hemorrágicos, no obstante, quizás la mejor opción a la falta de evidencia clínica sea una decisión personalizada según la situación del paciente. De igual modo, en Medicina Intensiva se debería considerar la indicación quirúrgica de forma individualizada, basándonos en los datos clínicos, hemodinámicos, comorbilidad, y datos anatómicos.

Un último aspecto que reconoce el manuscrito de Miranda-Montero1, es el indiscutible papel que juega el intensivista en el manejo de estos pacientes. Habitualmente este no es reconocido en las guías existentes, aunque sí hacen mención a la colaboración de microbiólogos, cirujanos cardiacos y cardiólogos. El papel de intensivistas y anestesistas es habitualmente olvidado. El intensivista juega un rol crucial, pues ha de detectar los pacientes sépticos graves, manejarlos adecuadamente, podría gracias a la realización de ecocardiografía precoz, diagnosticar y monitorizar hemodinámicamente al paciente y ayudar en la decisión de someter al paciente a cirugía cardiovascular. En definitiva, el intensivista juega una papel fundamental en el pronóstico de los pacientes con EI graves.

 

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Dirección para correspondencia:
Correo electrónico: ruizbailen@telefonica.net
(M. Ruiz Bailén)

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