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Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría

versión On-line ISSN 2340-2733versión impresa ISSN 0211-5735

Rev. Asoc. Esp. Neuropsiq.  no.90 Madrid abr./jun. 2004

 

ARTÍCULO ORIGINAL

 

Medio laboral y salud mental

Work environment and mental health

 

 

Alberto Fernández Liria 1, Mª Jesús García Álvarez 2

1 Psiquiatra Coordinador de Salud Mental del Área 3 de Madrid Hospital Universitario Príncipe de Asturias Universidad de Alcalá
2 Psiquiatra Complexo Hospitalario A. Marcide-Prof Novoa Santos

Dirección para correspondencia

 

 


RESUMEN

Se revisan las formas predominantes de experimentar el trabajo y el medio laboral en el mundo occidental desde la revolución industrial analizando el sur-gimiento de diferentes funciones, como: medio de subsistencia, generador de derechos, jerarquizador en el entramado social, fuente de significado personal y entorno privilegiado de relaciones interpersonales significativas. Se discute el papel que la actividad productiva puede tener en el sistema de significados que configura a los individuos como miembros de una sociedad concreta, y, por tanto, en su salud mental. En base a ello se discute el papel del sistema de atención a la salud mental en este terreno.

Palabras clave: Medio laboral, salud mental, actividad productiva, salud laboral


SUMMARY

We review the main ways of experiencing work and work environment in Occident since the industrial revolution. We describe the emergence of different functions as: subsistence means, source of rights, source of social hierarchies, source of personal meanings and scene of personal relationships. We discuss the role of productive activity in the meaning system that constitute individuals as member of a concrete society and, therefore, their mental health. On this basis, we discuss the role of the mental health care system in this field.

Key words: Work environment, mental health, productive activity, work health


 

Introducción

El trabajo tiene, obviamente, la función primaria de producir bienes de uso, y eso ha sido así en cada uno de los modos de producción que se han sucedido a lo largo de la Historia de la humanidad. Pero en cada uno de estos modos de producción, la actividad productiva ha adquirido un significado y ha cumplido otras funciones adicionales, que han sido distintas y específicas de cada uno de ellos, y que pueden ser estudiados desde diferentes puntos de vista. La literatura marxista, por ejemplo, ha prestado atención a la forma en la que cada modo de producción determina los procedimientos de apropiación de la riqueza y la división social del trabajo, configurando las clases sociales y garantizando su reproducción. La sociología, la antropología social, las llamadas ciencias empresariales o la psicología del trabajo, se han ocupado de estudiar ésto desde otras perspectivas.

En este artículo apuntaremos sólo algunos cambios muy aparentes, pero a veces no suficientemente tenidos en cuenta, acaecidos a este respecto desde los inicios de la Historia del capitalismo, en la medida en la que pueden aportar alguna luz para entender bajo un mismo prisma, y no por yuxtaposición o contraposición de fenómenos heterogéneos, la complejidad del papel que el medio laboral ha llegado a desempeñar en nuestros días en la vida de los individuos y, por tanto, en la salud mental de nuestras formaciones sociales o en las, siempre diversas, posibilidades de medicalización del malestar generado- del burn-out al mobbing, pasando por el rentismo, el amplio espectro de la fibromialgia , el síndrome de fatiga crónica y muchas posibilidades más.

En el somero recorrido histórico que bosquejamos, no nos detendremos en el papel que la actividad productiva ha tenido en la configuración de la identidad social, y en la salud mental de los individuos y de las comunidades, en los modos de producción precapitalistas. Sería difícil, si no ingenuo, negar la influencia y repercusión que podría alcanzar el trabajo desempeñado en la vida afectiva y/o interrelacional de un individuo sin obviar el carácter finalista que alcanzaba el origen de cualquier miembro de una comunidad, mediatizando su rol en el seno de la misma, por poner un ejemplo, por una herencia familiar de pertenencia a un gremio o por un destino aparentemente irrevocable ante la definición pre-existencia como amo o esclavo, siervo o señor.

Nos centraremos en el estudio del papel que la actividad productiva puede tener en el sistema de significados que configura a los individuos como miembros de una sociedad concreta, asignándoles un rol en la misma, para tratar de determinar como contribuye a lo que podríamos llamar su salud mental. Para este menester, distinguiremos tres etapas que caracterizaremos designando el papel otorgado a la actividad productiva en el imaginario social en cada una de ellas. Las delimitaremos por períodos temporales, arbitrarios, pero que nos han parecido significativos y simbólicos así como facilitadores de la comprensión del análisis que proponemos.

 

De desposeídos a obreros

En los inicios del capitalismo, tras la revolución industrial, el trabajo aparece exclusivamente como un medio de subsistencia para aquellos individuos que no poseen medios de producción. Se ven obligados a vender su fuerza de trabajo, a cambio de un salario, a quienes sí poseen estos medios de los que además, rentabilizándolos con el trabajo ajeno, pretenden extraer un beneficio.

Esta etapa está magníficamente descrita en la literatura. La situación de la clase obrera en Inglaterra, de Engels (4) o los personajes de las novelas de Dickens (3) ofrecen ejemplos de esta situación, que, lamentablemente, no es tan diferente de la existente aún en algunas áreas del globo o en algunos colectivos menos distantes, como el de los inmigrantes en nuestro país. Gentes de todas las edades, incluidos niños, dedican jornadas interminables, y en condiciones inhumanas, a tareas, a veces absolutamente ingratas, a cambio de lo estrictamente necesario para sobrevivir y, en cualquier caso, conseguir que sobreviva su prole y, con ella, la fuente de mano de obra necesaria para que la situación pueda perpetuarse a través de las generaciones. Para los así desposeídos, el trabajo puede ser contemplado, de acuerdo con la tradición judeocristiana, como una calamidad inevitable. Los protagonistas de las novelas de Dickens, desposeídos de todo, serán en todo caso, y, en muy buena medida, al margen de sus méritos, afortunados o desafortunados. Los higienistas del momento, como otras muchas voces lo hacemos hoy, señalan cómo la ausencia de condiciones sanitarias mínimas, la fatiga y la extenuación, afectan a la salud - desde luego no sólo mental - de esa población.

La siguiente etapa, cuya irrupción en el escenario de la Historia tiene por prólogo las revoluciones europeas de 1848, la publicación por esas mismas fechas del Manifiesto Comunista y los prolegómenos de los Estatutos de la Asociación Internacional de Trabajadores, corresponde a la vigencia del movimiento obrero organizado y a la aspiración de éste de ser portador y protagonista de un proyecto social alternativo al orden entonces vigente. A la luz de las ideas - socialistas, anarquistas, o sindicalistas - alrededor de las que se articula el movimiento obrero, el trabajo es la única fuente de toda riqueza, que si no revierte en beneficio de quienes la producen es sólo porque les es expropiada por los capitalistas. El obrero con conciencia de clase puede vivir en ese contexto como artífice del progreso y, si está desposeído, no es por una calamidad, sino por una injusticia. Se inaugura una dignidad y, todavía más, un orgullo obrero, que se proyecta en un mundo futuro, en una Utopía en la que los hombres serán iguales precisamente porque serán trabajadores. El trabajador es, a diferencia de lo que ocurría en la etapa anterior, sujeto de derechos y se dota de organizaciones capaces de hacerlos valer y de reivindicar esa nueva dignidad, que también se incorpora como constructo a la tradición judeocristiana proporcionando nuevos motivos de culpa y, paralelamente, de expiación, aunque sea de una enfermedad mental y se legitime como recurso terapéutico.

El trabajo en esta etapa, configura al trabajador como tal. Y lo hace confiriéndole la oportunidad de definirse con respecto a un grupo de iguales que se enfrenta a otro grupo de seres humanos que no son trabajadores, sino explotadores o parásitos, con un proyecto que pretende abolir la explotación y los parasitismos. La lucha de clases y sus avatares, incluidos efectos como el miedo, la traición, la camaradería o las expectativas frustradas, penetran en la vida afectiva de los trabajadores de esta etapa. Y condicionan lo que hoy llamaríamos su salud mental y la de los que los rodean. Los constructos que configuran la identidad del trabajador en ese momento y en esa perspectiva no hacen referencia a una fortuna arbitraria. Son del orden de laborioso-perezoso-vago, luchador-conformista, solidario-egoísta e incluso confiabletraidor.

La figura del obrero como encarnación de un proyecto social alternativo y modelo de identidad, pertenece a un pasado lejano. Si tuviéramos que unir su desaparición a un acontecimiento histórico concreto, éste no sería, como alguien podría pretender, la caída del muro de Berlín, sino el mayo de 1937 en Cataluña o la desarticulación, poco después, de las colectividades del Consejo de Aragón a manos de los mandos republicanos que creyeron conveniente sacrificar el proceso revolucionario para centrar los esfuerzos en el intento de ganar la guerra contra Franco en la Guerra Civil Española. La fraseología obrerista que, años después, utilizaban los regímenes burocráticos de la Unión Soviética, China y sus respectivos estados satélites, encubría, en realidad, una versión concentrada del mismo panorama que describiremos para la siguiente etapa en los países llamados occidentales (1,2).

La desaparición del movimiento obrero como portador de un proyecto social alternativo, se siguió de grandes conmociones que dieron lugar, tras la segunda guerra mundial, a un nuevo equilibrio internacional y a una nueva organización social. Las sociedades que se desarrollan, a uno y otro lado del muro, a partir de dicha guerra no se ajustan en absoluto - al menos a primera vista - al cliché de una mayoría creciente, más o menos homogénea y solidaria, de trabajadores desposeídos que se enfrentan a una minoría de capitalistas con un abismo, cada vez mayor, separándolos. Antes bien, los trabajadores fueron accediendo a condiciones de vida cada vez mejores y convirtiéndose, sin dejar de ser asalariados, en consumidores de productos industrialmente producidos especialmente para ellos (5). Y, para resolver otras tantas contradicciones, nuevos mitos, como la sociedad de consumo, la igualdad de oportunidades o el nacimiento de las llamadas nuevas clases medias, alimentan la percepción de una sociedad piramidal, en la que los individuos - asalariados o no - ocupan su lugar en función de otros parámetros, esta vez, diferentes a su condición de propietarios o no de medios de producción.

El papel del trabajo en la construcción de los sujetos de este nuevo orden, se hace más complejo. Nos referiremos a cinco aspectos del mismo:
1. En primer lugar, el trabajo sigue, como en las etapas anteriores, proporcionando el único medio de subsistencia accesible a los asalariados.
2. El trabajo sigue, como en la segunda, etapa siendo contemplado por los trabajadores como generador de derechos y, aún, generador de una deuda de la sociedad con el trabajador, que, ahora, no sólo es reivindicable ante la Historia, sino ante los aparatos de un Estado que promete - si bien cada vez con menos entusiasmo - ser garante de un bienestar del que los ciudadanos se creen merecedores.
3. El trabajo aparece ahora como jerarquizador en el entramado social. La creciente cualificación y jerarquización del trabajo hace que el lugar a ocupar en la gran pirámide social, dependa en buena medida de los logros conseguidos en el medio laboral y profesional. La tempranísima brecha abierta entre trabajadores de cuello azul y cuello blanco, dará paso a una sutil pero implacable gradación, progresivamente creciente desde la revolución industrial, que guiará los deseos y aspiraciones de los trabajadores en el tiempo que se les permite vivir fuera del medio laboral
4. Al trabajo se le pide, en esta etapa, algo que en las anteriores estaba reservado a una estrecha franja de profesionales liberales: el servir de fuente de significado personal. A partir de un determinado momento, el trabajo no sólo debe proporcionarnos los medios para acceder a bienes que deseamos y cualificarnos para relacionarnos con una categoría especial de individuos. Además debe servirnos para realizarnos. Debe tener sentido para nosotros y, a veces, más aún: dar sentido a nuestras vidas.
5. Por último, en la medida que el medio laboral en sí se ha hecho mucho más benévolo y vivible para la mayoría de lo que fuera en los momentos de la revolución industrial o el taylorismo, en la medida en que en él se pasa una parte muy importante y prolongada del ciclo vital y que, además es un lugar con una alta probabilidad de encontrar personas que ocupan un mismo estrato en la pirámide social y que comparten temas de interés, también se ha convertido en un entorno privilegiado de relaciones interpersonales significativas. (a veces, el único). Hoy, es frecuente que uno tenga los amigos o los adversarios o busque apoyo, comprensión, amistad, sexo o pareja entre los compañeros de trabajo.

Intentaremos aproximarnos al papel que el medio laboral desempeña en el mantenimiento y la pérdida de la salud mental en nuestras sociedades contemporáneas considerando estas cinco funciones.

 

De medio de subsistencia a fuente de significados y de relaciones

La consideración del trabajo como único medio de subsistencia que la sociedad ofrece a quien no es propietario de capital, somete al trabajador, en primer lugar a la necesidad de lograrlo y, cuando lo logra, a la amenaza de perderlo. La variable empleo-desempleo y, aún, trabajo remunerado fuera del hogar-trabajo doméstico, son de las que más sólidamente se han relacionado con la salud mental en las sociedades para las que - de momento y a falta de mejor alternativa - vamos a calificar con el epíteto de "avanzadas". Desde esta perspectiva, la actividad laboral en sí puede ser contemplada como fuente de fatiga o estrés o como ocasión de exposición a riesgos. La legislación laboral, las comisiones de seguridad e higiene en el trabajo, o los exámenes de salud, son algunos de los medios aceptados hoy para promover la salud y evitar los riesgos en este terreno. Si bien existen instrumentos legales para actuar en este campo, llama la atención el escaso desarrollo de instrumentos que, además, permitan describir los riesgos adecuando su especificidad a la actividad laboral desempeñada. Resulta contradictorio, si no absurdo, que en algunas instituciones bancarias se realizasen, de acuerdo con sus poderosos comités de empresa, exámenes de salud periódicos para sus empleados en los que se les practicaban placas de tórax, que hubieran servido para detectar improbables silicosis, pero no se hacía ni siquiera una pregunta que permitiera despistar el más que frecuente uso de combinados con alcohol de alta graduación que forman parte del contexto en el que frecuentemente los empleados de este ramo, se relacionan con los clientes. En este sentido, los sindicatos han tenido, en nuestro país, una especial falta de sensibilidad para promover el desarrollo de instrumentos que puedan controlar este tipo de efectos y, cuando se han ocupado de cosas como los exámenes de salud lo han hecho valorando el uso de técnicas más o menos espectaculares y prestigiadas, pero, con frecuencia, nada pertinentes para la detección de riesgos específicos. La propia sanidad pública, como empresa en la que además operan sindicatos poderosos, proporciona un magnífico ejemplo de este tipo de despropósito y de extravío de la actividad sindical.

La consideración del trabajo como generador de derechos y de una deuda de la sociedad con el trabajador, sirvió de base al crecimiento del movimiento obrero organizado, y, casi de inmediato, a su recuperación por el estado moderno, como resultado del genio político reaccionario del canciller Bismarck, que supo percibir el peligro de que fueran las organizaciones obreras las que gestionaran los fondos solidarios para la previsión del infortunio e inventó la seguridad social. En la Europa de comienzos del siglo XXI, el garante en última instancia de estos derechos, que son individualmente reivindicables, no son ya las organizaciones obreras, que han perdido incluso su papel de intermediarias, sino el Estado. Una salud, que ha sido concebida por los técnicos como bienestar, es reconocida, aunque sobre el papel, como uno de estos derechos. La pérdida de este prometido bienestar legitima la adopción del rol de enfermo y, por tanto, activa el derecho a ser eximido de obligaciones y, paralelamente, ser objeto de tratamiento y cuidados. Al sistema sanitario se le encarga la función de certificar esta pérdida y abrir la puerta, así, al ejercicio de estos derechos en forma de exenciones (incapacidad laboral) o compensaciones económicas (indemnizaciones, pensiones...). Una buena parte del trabajo de los profesionales de la salud mental integrados en el sector público, se dedica a gestionar este tipo de demandas, a veces en abierta contradicción con la función de "sanar", que, en esta perspectiva, podría suponer privar de privilegios a los que el trabajador tiene derecho. Figuras como el rentismo o la querulancia se inscriben en este registro. Las más groseras de las actuaciones que constituyen el fenómeno conocido como mobbing pueden afectar a este campo.

En este sentido, la actual confusión del colectivo profesional en cuanto a la naturaleza de la salud y de las enfermedades o trastornos, amparada por la utilización de instrumentos codificadores como el DSM o la CIE, que por otra parte han crecido obviando, si no ocultando, las características de la construcción social, no sólo no ha facilitado el trabajo con esta queja cuando se convierte en demanda, sino que ha contribuido poderosamente a confundirla y a hacerla inmanejable. Sin embargo, llama la atención que, contradictoriamente y con nuestra actual legislación, siga siendo sumamente difícil conseguir el reconocimiento de una incapacidad para personas que sufren trastornos mentales graves e incapacitantes.

La consideración del trabajo como jerarquizador en el entramado social nos lleva a ponderar las grandes transformaciones que han sufrido las sociedades del mundo llamado occidental a partir, sobre todo, de la segunda guerra mundial. La sociedad dividida en dos grandes clases existió fugazmente en la Historia de occidente: en el anverso, los compradores de fuerza de trabajo, burgueses, propietarios de medios de producción, y, en el reverso, proletarios vendedores de fuerza de trabajo, conviviendo con una capa residual de pequeños burgueses que poseen medios de producción, pero que no compran fuerza de trabajo ajena. Nuestras sociedades actuales se presentan ideológicamente1 a los ojos de sus integrantes como grandes estructuras piramidales en los que cada miembro ocupa un lugar en función de unas circunstancias en las que el mérito y la capacidad individual, si bien no son los únicos, son determinantes importantes. La actividad laboral, el trabajo, es el medio por excelencia en el que tal mérito y tal capacidad se demuestran. Aparentemente los individuos no ocupan su lugar en la sociedad en función de su relación con la propiedad de los medios de producción, sino en función de su posición en una pirámide que abre posibilidades progresivamente mayores sobre todo de consumo, y lo hace en aplicación de principios socialmente consagrados como la igualdad de oportunidades. Aparentemente el trabajador puede esperar de su esfuerzo no sólo que le garantice la subsistencia y le convierta en sujeto de una serie de derechos, sino, además, que le confiera un determinado estatus respecto al resto de los trabajadores y miembros del grupo social en general. A los trabajadores sanitarios, que desarrollamos nuestra actividad laboral en un medio sumamente jerarquizado, nos puede costar poco esfuerzo recopilar ejemplos de hasta qué punto el fracaso de la actividad laboral en esa función, la vivencia de que el trabajo de un sujeto dado no revierte en la esperada consideración y capacidad de acceso a los bienes de consumo, pueden convertirse en fuente de frustración. Y ello a pesar de que, precisamente, el sistema sanitario público como medio laboral, podría servir casi como ningún otro para ilustrar el carácter puramente ilusorio de la jerarquización resultante, porque el abanico de posibilidades abierto por sus casi infinitas categorías es enteramente despreciable si se lo compara con el que se despliega en el momento en el que empezamos a considerar el acceso a la riqueza que proviene de medios diferentes del ejercicio del trabajo asalariado. Buena parte de los malestares recogidos bajo epígrafes como mobbing se relacionan con las consecuencias de frustraciones de personas, con limitada competencia profesional aunque ocupando cargos de confianza y de poder, en las que se involucran las expectativas depositadas en el medio laboral en cuanto se configura como estratificador en la escala social.

La cuarta de las funciones que anteriormente atribuíamos al trabajo se refiere a éste como fuente de significado personal. Al trabajo se le pide, en nuestras sociedades avanzadas que, además de garantizarnos la supervivencia, hacernos sujetos de derechos y otorgarnos un lugar en la escala social, nos realice, o sea, tenga un significado trascendente para nosotros. Es la pérdida de este tipo de significado la que alimenta fenómenos como el llamado burn-out, que afecta a profesionales que, en ningún modo ven peligrar su trabajo como medio de subsistencia, que no han visto mermados sus derechos como trabajadores y que, probablemente, ocupan, en consideración de su actividad laboral, un lugar aceptable, incluso, privilegiado en la escala social. Por eso las expectativas previas respecto a esta función del trabajo son un excelente predictor de la posibilidad de queme, de manera que a mayores expectativas, más probabilidad de queme en menor tiempo. Los profesionales de ayuda o vocacionales, entre los que, en el mejor de los casos, nos encontramos los sanitarios, presentamos un especial riesgo al partir de expectativas de trascendencia especialmente altas lo que nos hace especialmente vulnerables al queme.

Por otra parte, una amplia proporción de los fenómenos que han aparecido como consecuencia de la complicada coyuntura histórica por la que atraviesa la condición de la mujer trabajadora, tienen que ver también con esta función asignada a la actividad laboral. También con la estigmatización del trabajo doméstico y las denominadas funciones tradicionales de la mujer, connotadas como incapaces de proporcionar este tipo de realización a cualquier persona, hombre o mujer.

Por último, el medio donde se desarrolla la actividad laboral ha pasado, en la mayoría de los casos, a ser un medio cada vez menos hostil, no sólo más distante del descrito por Dickens, sino también del dibujado por Chaplin en Tiempos Modernos, pareciéndose mucho más al descrito por Saramago en La caverna. El trabajo ha pasado a ser un lugar en el que puede disfrutarse de relaciones interpersonales con compañeros que pueden ser fuente de importantes gratificaciones o sufrimientos. Como entorno privilegiado de relaciones interpersonales significativas, el trabajo pone en juego y se convierte en fuente de salud o de alteraciones de la misma. Es muy frecuente que el medio interpersonal actual de los ciudadanos de nuestro tiempo esté integrado en una parte muy importante por compañeros de trabajo y que éstos sean los principales objetos de sus intereses afectivos, amorosos o sexuales. El que esta fuente de gratificación se sitúe en franca relación con las otras funciones anteriormente enumeradas es lo que ha posibilitado la extensión de fenómenos como el mobbing.

Lo que, en definitiva, ha sucedido en los últimos años, ha sido que las funciones de la actividad laboral en la construcción de los individuos que integran las sociedades modernas se ha hecho más compleja y más polivalente, con lo que su importancia para la generación y el mantenimiento de la salud mental, se ha hecho mayor y los mecanismos por los que actúa más complicados.

 

El papel de los profesionales de salud mental

En las líneas que siguen, intentaremos dilucidar cuál ha sido la respuesta que el colectivo profesional ha dado a estos nuevos fenómenos, delimitar sobre qué suposiciones se ha articulado tal respuesta y proponer una línea de trabajo y, sobre todo, algunas líneas a evitar, que lamentablemente, no sólo están siendo cada vez más transitadas, sino que existe un fuerte clamor social para que sean las privilegiadas.
La respuesta dominante de la comunidad profesional a estos nuevos fenómenos ha venido condicionado por dos fenómenos. En primer lugar, por la tendencia de la época a expropiar la capacidad de resolver los problemas a los sujetos que los sufren poniendo su resolución en manos de expertos, lo que, además de convertir a las colectividades que los sufren en dependientes, tiene la virtud de generar mercados.

Por otro lado, la comunidad psiquiátrica ha recibido el encargo fascinada con la posibilidad de que, cluster analysis de por medio, los esfuerzos empleados en construir la DSM o la CIE hagan realidad la ilusión de Pinel de lograr mediante la observación de los síntomas, que las especies morbosas lleguen a dibujarse ante los ojos de los clínicos como las especies naturales se dibujaron, resultado de una operación parecida, a los ojos de Linneo. Hoy más que nunca, el colectivo profesional acepta - en realidad contra toda evidencia - que lo que estos sistemas clasifican - enfermedades o trastornos - son entidades que tienen existencia propia en la naturaleza.
Lo que en estos momentos se nos pide - precisamente desde las instancias que deberían encargarse de hacer lo contrario, como los sindicatos o el Estado - es que seamos capaces de definir y, luego, de diagnosticar y tratar nuevas entidades morbosas, derivadas de estas nuevas funciones de la actividad laboral y de determinar, por tanto, quiénes están, por padecerlas, autorizados para adoptar el rol de enfermo.

Tal petición asume la pretensión, hoy hegemónica, de que las enfermedades son entidades naturales que los médicos descubrimos y describimos y no resultado de una operación social que legitima el rol de enfermo para quienes sufren una determinada forma de malestar, para la que los médicos pretendemos tener remedio.

Lo que en realidad se nos está pidiendo - y a lo que, casi como quien no quiere la cosa, estamos colaborando - es que participemos en una operación de construcción social de unas enfermedades, que nos daría un papel como profesionales en el campo de la regulación de las relaciones laborales a costa del de otras instancias sociales, como los sindicatos.

 

Propuesta de nuevas reflexiones

La promoción en el ámbito de la clínica de tecnologías de gestión pseudoespecíficas de las poblaciones con problemas en el ámbito laboral, es decir, que plantearían, en el caso de no apolillar sus recursos con su medicalización, nuevos problemas en el ámbito laboral a los responsables del mantenimiento de un orden social e ideológico, comprometen el porvenir asistencial en el sector público, convirtiendo en necesaria, si no urgente, una reflexión sobre este aspecto de nuestra práctica profesional.

Desde esta perspectiva, podríamos avanzar una serie de postulados de partida:
1. Con lo que la salud mental tiene que ver es con los procesos de construcción y mantenimiento de los sistemas de significados de los individuos y grupos humanos que integran una sociedad.
2. Estos procesos de construcción varían a lo largo de la Historia y el trabajo ha pasado en el último medio siglo a tener un papel más importante y más complejo en ellos.
3. En la medida en la que esto sucede es más frecuente que la desorganización o la crisis de los sistemas de significados y, por tanto, las alteraciones de la salud mental que llevan a los sujetos a buscar ayuda tengan que ver con acontecimientos relacionados con el medio laboral.
4. No hay, sin embargo, una patología específica de este medio. Lo que hay son fenómenos identificables en el campo de las relaciones laborales, cuya definición y manejo compete a legisladores y organizaciones sindicales y empresariales.
5. Los profesionales de la salud mental contamos con instrumentos para intentar ayudar a las personas que sufren trastornos como consecuencia de estos avatares habidos en el medio laboral, que son los mismos con los que contaríamos, para tratar los mismos trastornos si se hubieran producido como consecuencia de acontecimientos referentes a otras esferas de la vida de las personas.
6. Los profesionales de la salud mental no contamos con instrumento específico alguno que nos facilite actuar como tales en estos procesos, aunque puedan resultar patógenos.
7. Aceptar lo contrario, siquiera reconociendo como legítima la demanda que aspira a encontrar soluciones sanitarias a problemas que no lo son, supone sencillamente alejar las posibilidades de que tales problemas se resuelvan y dar lugar a una nueva enajenación de la capacidad de los miembros de nuestra sociedad de dirigir sus vidas.

 

Nota

1. Y léase aquí ideología como falsa conciencia

 

Bibliografía

1. Debord G. La Société du spectacle. Paris, Buchet-Chastel, 1967 (Trad cast: La sociedad del espectáculo. Madrid: Castellote; 1976)        [ Links ]

2. Debord G. Commentaires sur la société du spectacle. Paris: Lebovici; 1988 (trad cast: Comentarios sobre la sociedad del espectáculo. Barcelona: Anagrama, 1990)        [ Links ]

3. Dickens C. Obras completas. Madrid: Aguilar, 2003        [ Links ]

4. Engels F. La situación de la clase obrera en Inglaterra. Gijón: Júcar, 1976        [ Links ]

5. Granou A. Capitalisme et mode de vie. Paris : Les Editions du Cerf, 1972 (Trad cast Capitalismo y modo de vida. Madrid : Alberto Corazón 1974         [ Links ]

 

 

Dirección para correspondencia:
Alberto Fernández Liria
Fernán González 79, 6ºC
28009 MADRID
Correo electrónico: afliria@terra.es

 

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