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Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría

On-line version ISSN 2340-2733Print version ISSN 0211-5735

Rev. Asoc. Esp. Neuropsiq. vol.26 n.2 Madrid  2006

 

LIBROS

 

CRITICAS

 

Denis DIDEROT (ed.), Mente y cuerpo en la Enciclopedia, Madrid, AEN, 2005, 219 pp., estudio preliminar de Roselyne Rey.

Los libros de la Asociación Española de Neuropsiquiatría constituyen una colección ejemplar dentro de la historia del saber. Cuidadas impresiones, textos bien seleccionados y estudiados, permiten una panorámica extraordinaria de la historia de la psiquiatría. Con gran interés por la enfermedad de moda -la melancolía- se han ocupado de los principales padeceres, así como de autores importantes, recordados u olvidados, y del rico contexto de la psiquiatría, su relación con la fisiología, la moral o la psicología.

Aparece ahora una cuidada selección de textos relativos a la mente sana y enferma de la Enciclopedia. Las aportaciones de los primeros tomos son obra de un médico de Montpellier, Arnulphe d'Aumont, influido por el mecanicismo fibrilar; los últimos de otro médico de la misma ciudad, ya vitalista, que se llamaba Jean-Jacques Ménuret de Chambaud. No es extraño, pues desde Montpellier se propugna una interpretación a la vez psicológica y científica del alma, que llevará a la configuración de la psiquiatría moderna.

La difusión de la Enciclopedia -junto a otros varios diccionarios- en una época de expansión de la ciencia moderna, confieren a esas páginas especial importancia. Es el momento en que la psiquiatría francesa -y europea- están creando un saber y una profesión nuevos. Se discuten viejas teorías fibrilares y humorales, para dar paso a una lectura de sueños y pasiones, así como a una localización moderna en el cerebro del padecer mental. En su estudio, Roselyne Rey ha sabido mostrar los titubeos de esas páginas, desde una posición mecanicista, a otra vitalista, que permitirá la aparición de la nueva psiquiatría de Philippe Pinel, o de su discípulo Esquirol.

La Enciclopedia supondría en psiquiatría la medicalización de los términos que designan las enfermedades, la simplificación y edificación de entidades patológicas coherentes, e incluso, al fin, la aparición de etiologías de carácter psicológico en los últimos tomos. Se crean algunos de los síndromes esenciales de la patología mental moderna, así el conjunto formado por Hipocondría / Histeria / Vapores, o el más firme constituido por Manía / Melancolía. Quizá conocido éste desde antiguo, es en la Ilustración cuando se observa la estrecha relación. Las capacidades de observación del hipocratismo ilustrado permiten advertir el proceso evolutivo de esta enfermedad, que es comparada con las fiebres. Éstas permiten por comparación dar un curso coherente a estas alteraciones del ánimo, así como precisar las clasificaciones según aparezcan o no. Es una observación fundamental del siglo XVIII que Vicente Peset señaló también en el médico aragonés Andrés Piquer, estudioso de los cambios anímicos, así como de los térmicos del cuerpo humano, en su tratado sobre las fiebres, que intenta observar con ojo clásico e interpretar de forma moderna desde la ciencia.

Alma y animal, pesar y genio, celibato y castidad son los títulos de las páginas diderotianas. Las contribuciones de carácter psicológico y fisiológico de Diderot suponen un entendimiento nuevo de la materia viva, que pasa a ser un mecanismo organizado, dotado también de propiedades características. Como afirma Mauricio Jalón en su epílogo, el cerebro se convierte en algo más que un mero filtro, teniendo incluso el sueño algún papel patogénico o terapéutico. En sus páginas, Diderot irá más allá de la Enciclopedia, entusiasmado por la fisiología vitalista de Montpellier. Él aprende en Bordeu la consideración del cuerpo animado como "una comunidad de órganos que se adiestran para lograr una existencia común". Superada la irritabilidad de la fibra de Haller, la sensibilidad se convierte en "una propiedad universal de la naturaleza". Así se puede concluir que "Diderot atisbó un materialismo vitalista muy complejo y entró así en una zona fronteriza y fértil que puede llamarse pensamiento prebiológico. La materia viva, en su perspectiva, tiene un impulso propio que facilitaría el paso de lo inanimado a lo animado... Su vitalismo será ante todo una exigencia teórica, propia de quien ve estéril copiar a las disciplinas físicas cada vez más formalizadas".

Sin duda, ha sido una gran idea aportar esta magnífica traducción de Julián Mateo Ballorca de algunas selectas páginas de los enciclopedistas. También poder contar con dos excelentes conocedores de Denis Diderot, que nos proporcionan una visión muy rica del nacimiento de la psicología y la psiquiatría modernas. La idea de incluir un texto muy oportuno de R. Rey, una buena amiga, extraordinaria historiadora de la psicología y la biología -recordemos su importante libro sobre el dolor- ha sido magnífica.

José Luis Peset


Roselyne REY, Histoire de la douleur, La Découverte, 2000, 420 pp., con un epílogo nuevo de J.-L. Fischer.

Roselyne Rey (1951-1995) se cuenta entre los más grandes historiadores de la medicina y las ciencias de la vida. Desapareció en plena juventud, también como investigadora: su tesis de Estado, Naissance et développement du vitalisme en France de la deuxième moitié du XVIIIe siècle à la fin du Premier Empire, databa sólo de 1987; aunque en la década de los noventa era ya una estudiosa de relevancia, bien conocida tanto en París o Ginebra como en toda América.

Por el contrario, en España, excepto en los medios investigadores, no ha recibido nunca la difusión que su nombre merece. Por ello destaca hoy un escrito maestro suyo, "La patología mental en la Enciclopedia: definiciones y distribución nosológica", que figura como estudio preliminar para la recopilación de Diderot, Mente y cuerpo en la Enciclopedia, Madrid, AEN, 2005 (que apareció en Recherches sur Diderot et sur l'Encyclopédie, 7, 1989). Además, en esta edición del enciclopedista aparecen, como epílogo, los datos fundamentales sobre la estudiosa, cuyo talento se percibe claramente en ese largo artículo antes citado.

La Histoire de la douleur es un escrito de madurez, que se publicó en 1993, y tanto en francés, según se ve, como en inglés: The History of Pain. Es una obra de largo recorrido histórico -abarca toda nuestra historia cultural- y, por ende, resulta imposible hacer un resumen aceptable de sus análisis. La Antigüedad grecorromana, la transmisión del galenismo a la Edad Media, el individualismo renacentista, el mecanicismo del siglo XVII, la semiología del siglo de las Luces, los descubrimientos fundamentales del siglo XIX, y las renovaciones en la primera mitad del siglo XX: estos son los siete tramos temporales en los que se mueven sus densas y variadas páginas. Y aunque sus indagaciones estuviesen especialmente centradas en el siglo XVIII, Rey dedica de hecho más de la mitad del libro (pp. 156-381), al mundo contemporáneo.

Con todo, esta buena conocedora del mundo clásico -que parte además de la lengua griega-, no olvida las referencias antiguas en las cuales el dolor aparece como una experiencia crucial; y su examen, por ejemplo en Areteo o en Galeno, tiene un valor de diagnóstico (pues el dolor significa algo, semainei); pero se ve afectada asimismo por una valoración ética, como se ve bien en las filosofías del placer y de la contención tan constitutivas de la cultura antigua. En todo caso cada paciente se reapropia de sí mismo, capta su propia subjetividad, valora críticamente su estado. Ambos aspectos laten en la construcción de la cultura de Occidente, en el global galenismo medieval y renacentista. Además, la interiorización del individuo moderno va a sumarse a un mayor conocimiento del cuerpo, de su fábrica, y las innovaciones quirúrgicas asimismo del siglo XVI remachan esa vieja reflexión.

Pero las ideas novedosas sobre la circulación sanguínea y el peso de la iatromecánica, unidas a la fundación del sistema nervioso central y del aparato neurovegetativo en 1664, gracias a Willis, suponen la entrada en el orden objetivo, propio de la ciencia moderna. Ello no impide que aparezca a la vez una literatura singular sobre las pasiones, a veces totalmente al lado de la física nueva del cuerpo. En las décadas sucesivas se produce una especie de "laicización del dolor" moderna, especialmente en el siglo XVIII, cuando empieza a exponerse y tratarse la idea de sensibilidad, de modo que la nueva conciencia del cuerpo lleva aparejada la conciencia, más o menos dolorosa, de todas sus ramificaciones internas. Tanto las teorías vitalistas como las animistas pretenden orientarse en una nueva fisiología que trata de captar el papel significador de los dolores.

El siglo XIX se abre con nuevas experiencias quirúrgicas, así de los cirujanos militares, y con el aislamiento de la morfina; determinados avances son ineludibles, hasta llegar a la anestesia local (1847), por un lado, y luego, por otro, a la aspirina. Pero las explicaciones de esa centuria acerca del dolor van a ir unidas a muy diversas experiencias, bien se trate de la discriminación de las sensaciones, de muy distintas maneras, bien se hable de la ubicua degeneración, bien se profundice en el sistema nervioso, en las neuralgias, en la histeria o en la hipnosis.

Y muchas de estas reflexiones marcan las primeras décadas del siglo XX (incluyendo sin duda a dos grandes figuras, tan dispares: Cajal o Freud). Los nuevos planteamientos biomédicos del Novecientos y el auge mismo de la farmacología -que no cabe pormenorizar aquí- poco afectan a la inteligibilidad íntima del dolor (que no es equiparable al miedo, a la ansiedad, etc.), sino que marcan otras condiciones de vida: las nuestras. Entre ellas hay que tener en cuenta el lenguaje del dolor, un impreciso balbuceo, a veces, que ha de elaborarse y depurarse para descifrar su naturaleza, para valorar su intensidad, para enunciarlo. El mejor uso de las palabras, nos dice, puede atemperar esa crisis individualizada, esa fragilidad que la acompaña, por obra de uno mismo y de los demás.

Pues las circunstancias actuales no nos eximen, antes al contrario, de volver a esta experiencia límite totalmente personal y desprotegida, a una sensación lábil, que depende del lugar, de la intensidad e incluso de la atención, pero que remite a nuestros pensamientos primeros. Y R. Rey en ninguno de los pasos de su argumentación los olvida.

Mauricio Jalón


Fernando COLINA, Deseo sobre deseo, Valladolid, Cuatro, 2006, 170 pp.

Los puntos de vista de Fernando Colina relativos al deseo dan cuerpo a este ensayo tocado con la gracia de la originalidad, el donaire de una prosa envolvente y la prudencia de un saber tan amplio como acendrado. Merced a su actividad docente y a sus publicaciones se ha ligado el nombre de Colina a la clínica de la psicosis. No me parece afortunada, sin embargo, tal asimilación. Incluso considerando los numerosos trabajos que le ha dedicado, en especial Escritos psicóticos (1996) y El saber delirante (2001), la perspectiva y el marco desde el que contempla y examina la locura no son los propios del psicopatólogo sino los del ensayista y pensador. Buena prueba de ello la hallamos en su primer libro Cinismo, discreción y desconfianza (1991), un ensayo sobre la división subjetiva y las nuevas condiciones de la virtud; evidente resulta también en la amplia serie de entrevistas a personalidades del mundo de la cultura, realizadas con Mauricio Jalón y publicadas en la Revista de la A.E.N; lo mismo sucede con los artículos semanales que viene publicando en el diario El Norte de Castilla.

Acaso por todo ello no me sorprende, como a tantos ha sucedido, que el objeto de la obra que comento verse sobre el deseo, el principal centinela de la salud. Parecería, en principio, que el salto de la locura a la normalidad, del delirio a los conflictos intrínsecos al deseo, implique un cambio de rumbo en las inquietudes del autor. Sin embargo, a mi manera de ver, existe un puente que une ambos polos: la melancolía. A fin de argumentar esta apreciación argüiré dos razones. En primer lugar, desde un punto de vista que conjuga la psicopatología y la historia, la melancolía tradicional o preesquiroliana ha venido nombrando el agotamiento y la declinación del deseo, entrelazando así los distintos ámbitos de un amplio espacio en cuyos extremos se hallan el sujeto más o menos normal o neurótico -ese que vive como conflictivo su propio deseo- y el psicótico -aquel que no dispone en su vida psíquica del motor del deseo-. También en la obra de Colina, en segundo lugar, la melancolía recrea ese escenario común de la experiencia subjetiva marcada por la división, la responsabilidad ante la propia tristeza y el abatimiento del deseo, como había apuntado ya en "Tristeza voluntaria e involuntaria", uno de los textos que componen Escritos psicóticos.

Sin dar del todo la espalda a la reflexión sobre la locura y al trato con el psicótico, el autor explora en esta obra el ámbito más genuinamente humano, ese que atañe a la geometría, la dinámica y los vericuetos del deseo. Basta considerar el lugar central que los grandes pensadores de todos los tiempos han concedido al deseo, para percatarse de cuán ambicioso y arriesgado resulta un proyecto de estas características. Con esa dificultad consustancial tiene que vérselas el autor, de entrada a la hora de enmarcar ese sinuoso territorio que tradicionalmente venía definiéndose con la noción de "pasiones"; después, al proponer una trabazón entre las polémicas clásicas y las modernas reflexiones propiciadas por la irrupción del psicoanálisis; por último, al incluir en su reflexión -aquí reside, en mi opinión, su aportación más genuina- la vertiente de poder o libido dominandi consustancial al deseo, tratando de este modo de complementar a Freud con Nietzsche y Foucault.

A diferencia de otros pilares de nuestra identidad, cuando se analiza el deseo -considerado por Spinoza "la esencia misma del hombre" (Ética demostrada según el orden geométrico, 146)- se tiene la impresión de que el pasado y el presente se suceden siguiendo una continuidad sin fracturas. Dicha continuidad viene determinada por la esencia imperturbable del deseo a través de la historia, aspecto que destaca Colina al afirmar que "el deseo, entre todas las cosas humanas, es el más refractario a los cambios propuestos por la historia" (p. 13). Al participar de esta perspectiva historicista e intentar fundamentarla, el autor se ve comprometido a un examen minucioso de aquellos autores y discursos que han tratado de aprehenderlo, en especial la filosofía moral, los maestros de la sospecha y el psicoanálisis. A medida que se avanza en la lectura de este ensayo, todos los referentes se engranan sin chasquear, cosa que habla por sí misma de su excelencia.

Como quiera que, al leer el libro, no he podido dejar a un lado las dificultades intrínsecas a esta materia, lo que considero más meritorio es su estructura y trabazón. Cinco capítulos le dan su hechura: se inicia, como es preceptivo, acotando las lindes y las vecindades del deseo, a fin de despejar paulatinamente su naturaleza: al engarzarse y prolongarse un deseo con otro, comparte éste con el lenguaje su carácter de diacrónico y discontinuo, de manera tal que deseo y lenguaje se presentan como nociones que siempre van de la mano; a continuación se exploran las vinculaciones entre éste, la pulsión, el placer y el goce o plenitud, midiendo siempre los argumentos con la vara de Freud y el psicoanálisis, "la primera teoría sobre su componente inconsciente, y de momento también puede decirse que la única que de verdad nos auxilia" (p. 100); se analizan después las respuestas clásicas ante el deseo, esto es, el conjunto de "preceptos, mandamientos, máximas, reglas, advertencias o simples recetas vitales" (p. 71) elaborados por las distintas escuelas de filosofía moral, respuestas todas ellas cortadas por el patrón de la moderación; le sigue un capítulo descriptivo dedicado a las respuestas subjetivas (histeria, obsesión y transgresión), poniéndose aquí de relieve el fracaso de los buenos propósitos universales preconizados por la filosofía moral frente al determinismo inconsciente que conforman las posiciones de los sujetos concretos; la investigación del deseo de poder, por último, da pie a Colina para glosar de forma muy original el componente de dominio que sirve de cimiento y estructura a todo deseo: "El abuso, el desprecio, el sometimiento y la agresión son las consecuencias de un deseo fracasado que encuentra en el poder su último recurso de satisfacción. [...] En su cenit encontramos el egocentrismo narcisista en las neurosis y la omnipotencia del psicótico" (p. 148).

Sólo por el hecho de acoplar todos estos aspectos hasta conformar con ellos un discurso lógico y bien conjuntado, Deseo sobre deseo tendría de por sí un interés incuestionable para los estudiosos. Sin embargo, además de su elegancia formal, de la agudeza con que resuelve sus interrogantes y del buen tino en la elección de la referencia adecuada, la obra que reseño contiene numerosas consideraciones sobre aspectos concretos de nuestra vida cotidiana, sea sobre la libertad, la depresión, las dificultades que asedian al varón contemporáneo, el carácter obligatorio y urgente del deseo actual o bien sobre los vínculos que entretejen el poder y el placer. Conforme a lo que acabo de apuntar, es necesario tener presente que se trata de un ensayo vivo y actual por cuanto en él se analizan las problemáticas que afligen al sujeto contemporáneo.

Alguien próximo, aunque ajeno a nuestro pequeño mundo de la clínica mental, me decía que había leído cada párrafo de Deseo sobre deseo dos veces: la primera por simple placer de su prosa; la segunda para no perder detalle de sus argumentos, pues no dejaba de sorprenderle cuánto se reconocía en ellos. Sé de otro lector que recogió en un cuaderno todas las citas, confiando en hallar la ocasión propicia para sacar a colación a Platón, Aristóteles, Epicuro, Lucrecio, Cicerón, Montaigne, Nietzsche, Freud, Lacan y a tantos otros. Todos los grandes libros, como es natural, tienen infinidad de lecturas, promueven múltiples experiencias y dejan un poso indeleble. La que me ha procurado este libro de Fernando Colina la resumiré evocando un comentario de Javier Marías acerca de las novelas de J. M. Coetzee, palabras que por lo demás describen con precisión eso que en el texto se denomina geometría del deseo: "Sólo puedo decir, como mero lector suyo ya antiguo, que cada frase [...] tiene la extrañísima virtud de impeler fuertemente a pasar a la próxima, y también, a la vez, de hacer que uno desee demorarse en ella y lamente siempre abandonarla o dejarla atrás. No sé de ningún efecto mejor ni más loable al que pueda aspirar un escritor".

José María Álvarez.


Francisco PEREÑA, Soledad, pertenencia y transferencia, Madrid, Síntesis, 2006, 270 pp.

En el espacio de cinco años Francisco Pereña ha escrito cuatro libros exigentes y reflexivos. Primero fue La pulsión y la culpa (2001), continuó con El hombre sin argumentos (2002), le siguió De la violencia a la crueldad (2004) y acaba de salir al mercado Soledad pertenencia y transferencia (2006). Todos son libros de crítica y pensamiento, escritos junto al abismo y dotados de un halo trágico: forjados desde el hombre y contra el "hombre", desde el pensamiento y contra el "pensamiento", desde el psicoanálisis y contra el "psicoanálisis".

En el último texto, el que motiva este comentario, el autor elige tres conceptos que correlaciona entre sí y que aúna enseguida en torno al primero de ellos: la soledad. Pues la soledad, desde su punto de vista, es el eslabón que encadena los acontecimientos de la pertenencia grupal y de la transferencia terapéutica. El hombre, sostiene tajante, con esa contundencia que tan bien retrata su carácter y su estilo, está obligado por la soledad, por esa experiencia que entiende indiscutiblemente como la más genuina del individuo. Siguiendo los términos de Freud, establece una correspondencia clara entre el desamparo (Hilflosigkeit) y la necesidad de asistencia ajena (fremde Hilfe), entre la soledumbre desprotegida en la que se nace y la protección inmediata que necesitamos de alguien.

Con estos elementos iniciales Pereña prosigue una reflexión personal llena de sugerencias clínicas, de atisbos profundos sobre la moral y de luces sobre la historia del pensamiento. Pues, siguiendo su reflexión, si el hombre nace condenado a la soledad y, más expresamente, a la soledad corporal, entendemos que recurra con pasión a dos auxilios sospechosos: al abrigo de las causas finales, que den sentido último a su existencia, y al refugio de la pertenencia grupal, en cuyo seno intenta impedir que su destino colectivo se reduzca, como es de rigor, a compartir soledades. Dos engaños humanos, sobradamente humanos, que no se muestran neutrales sino cargados de consecuencias negativas y a menudo funestas. Una, la primera, esclava de la moral de la salvación, que nos inclina a justificar por la fe lo que debería lograrse tan solo desde la responsabilidad que proviene de los actos, de la ley y de las decisiones personales. Y una segunda consecuencia, igualmente negativa, que deriva directamente de la multiplicación de enemigos que secreta la lógica interna de todas las agrupaciones humanas, donde la sociabilidad que prometen queda en entredicho ante la belicosidad que sistemáticamente causan.

Cambiando una y otra vez el ángulo de su enfoque, pero sin salir del prisma de lo mismo, Pereña insiste de continuo en estos problemas. El hombre, vuelve a decirnos, nace sometido a un trauma original sin que ninguna ley u orden natural le asegure nada, tal y como en cambio sucede con el resto de los seres vivos. Como exiliado de la naturaleza, como animal incompleto e inconcluso -aceptando los términos de Clifford Geertz-, pero, al mismo tiempo, como reo del mundo natural, se le imponen las dos necesidades urgentes que hemos anunciado, la de dar un valor final a la existencia, sin la cual no encuentra consuelo terrenal suficiente, y la de arroparse bajo las señas de identidad que le facilitan los colectivos humanos, intentando que sus emblemas reemplacen su exclusión de la naturaleza.

De esta suerte, cuando el sentimiento de pertenencia consigue embriagarnos y vence a la soledad hasta hacérnosla olvidar, y la lógica de la condena o la salvación triunfa sobre la necesaria decepción (Versagung) libidinal que identifica lo más verdadero del hombre, sucede que la inclinación ciega a cualquier pertenencia pone en marcha el entusiasmo de la causa final o azuza la causa colectiva para satisfacer su alimento pulsional. Y del mismo modo que san Agustín proclamaba las ventajas que suponía la existencia de herejes para garantizar la supervivencia de la Iglesia, ya que sin ellos moriría de inanición, todos los grupos salen a la caza de un enemigo que justifique su constitución y apriete los lazos que falsamente les unen. La beligerancia, según nos expone el autor, tratando de evitar las conclusiones de Hobbes o Carl Schmitt, es el último argumento de la pertenencia, su expresión más necesaria y constante. Se entiende así, en este orden de cosas, y por poner un ejemplo a gusto de nuestro autor, que la organización masculina en torno a la pertenencia viril no tenga otra función que la anulación del deseo de la mujer, que encarna al enemigo deseante en la relación.

En el último capítulo, dedicado más explícitamente a la experiencia psicoanalítica, Pereña enjuicia la transferencia bajo los riesgos antropológicos y morales que acaba de asumir. La transferencia, "ese vínculo afectivo, íntimo, casi obsceno, que se establece entre analista y paciente", según su definición, corre a su juicio el riesgo de instituir, por medio de la idealización de la experiencia que promueve, el retorno de una tecnología de la salvación. Sin un estudio que asuma críticamente las relaciones de poder que se establecen durante la cura, y que admita y regule la inevitable sugestión que promueve el encuadre analítico y, a la postre, cualquier tratamiento psicológico, no se pondrá fin nunca al "tráfico institucional de las transferencias". Pues a un psicoanalista, sostiene oportunamente como prueba de su opinión, se le pregunta siempre "de quién es, a qué familia transferencial pertenece".

El libro redondea su inagotable fondo de sugerencias y su rebelde agitación con alusiones continuas a Kafka, que para Pereña, desde que le conozco y le leo con constancia, representa el héroe moderno de la soledad. No por casualidad -dice- todos los personajes de Kafka carecen de pertenencia, les falta complicidad y, aunque sean inevitablemente obedientes, no pretenden contra lo que era de esperar ejercer ningún poder. Kafka escribió un día en sus cuadernos de 1920 que la queja carece de sentido y es una estupidez; que el entusiasmo es ridículo y que, si cupiera hablar de felicidad, eso tendría que ver únicamente con el silencio. Con el silencio de pensar, probablemente, como lo demuestra la elocuencia callada de este texto que acabo de comentar.

Fernando Colina


Jean STAROBINSKI, Acción y reacción. Vida aventuras de una pareja, México, FCE, 2001, 425 pp.

Este libro de capas tan dispares es una obra mayor de Starobinski. Y lo es por su densidad, por el rastro de todos los ámbitos del pensamiento en los que se ha ido adentrando a lo largo de su vida, por su destreza para dar consistencia a todos sus filones intelectuales. Desde su primer Rousseau, grandes perspectivas culturales fueron afrontadas por Starobinski, sin darlas por concluidas. Tras sesenta años de trabajo la energía de la obra agudísima del estudioso y escritor suizo se conserva inamovible: después de entregar su raro ensayo sobre el drama musical, Les enchanteresses (Le Seuil, 2005), ha retocado y reagrupado definitivamente sus dos libros sobre la Ilustración en uno solo, L'Invention de la liberté, 1700-1789. Les emblèmes de la Raison (Gallimard, 2006).

Acción y reacción -de estructura algo cerrada y con su título ceñido a un nudo teórico muy personal- es más seco que otros escritos suyos, pero está construido hábil y originalmente. Su recorrido por el par acción-reacción se abre con una cita de Auerbach, en donde el autor de Mímesis señalaba lo fructífero que resulta partir no de un problema general sino de un fenómeno de detalle, elegido ante todo por la fuerza misma de las cosas que se le ofrecen. Este prisma casa bien, además, con la exigencia de Starobinski de hacer un análisis transversal de la cultura a partir de la aparición de la nueva ciencia, con la física al frente (un excelente repaso), para llegar hasta la sociología política, tras importantes capítulos químicos y medicinales, centrados en autores escogidos (Diderot, Bonnet, Bichat, Bernard), y sin olvidar el peso indagador propio de la psiquiatría o de la literatura.

Su recorrido del par acción / reacción se sitúa, por tanto, al inicio en la historia moderna, en la época de la revolución científica, si bien dará un gran peso, luego, al siglo de las Luces y sus efectos intelectuales en la centuria siguiente, de acuerdo con las zonas culturales que, de hecho, Starobinski ha frecuentado más a lo largo de su vida. Los ámbitos en que ese raro despliegue suyo tiene lugar son muy dispares y se hallan bastante bien deslindados: arranque de la física y la química; la medicina del alma y del cuerpo de Cabanis a Freud; el campo literario de la modernidad (con Balzac, escritor no habitual de él, al frente, y seguido de los románticos ingleses o alemanes, luego de Mallarmé o Valéry). Por último, aparece el campo político surgido en el siglo XVIII, centuria de acciones pero asimismo, como resalta el autor, de reacciones. Para este cierre, no sólo parte de Constant, una figura inteligente que deja atrás la Revolución, sino que llega hasta Nietzsche y roza ciertos aspectos de las "tiranías del siglo XX", enfrentándose con quienes desean atenuar, por ejemplo en España, los crímenes del nazismo y de sus allegados autóctonos.

El itinerario intelectual de Starobinski -científico, médico y psiquiátrico, literario, e histórico- se capta en los sucesivos pasajes de esta Acción y reacción, en donde su léxico más personal se insinúa progresivamente hasta imponerse, de suerte que captamos finalmente cómo se sostiene sobre un fondo de interrogantes similar a su restante obra. Vemos al final del recorrido que parte de una perspectiva más objetivada y sintética, para ir acercándose a su estilo más creativo de escribir. En todo caso sería difícil nombrar a otro ensayista que haya logrado, como él, esa deseable integración de la historia de las ideas y de las ciencias con la mejor expresión y valoración literarias. La superposición de puntos de vista presuntamente opuestos, la hibridación continua que experimenta su discurso, la convergencia de vías de aproximación a cada objeto de atención hacen de sus escritos una experiencia singular siempre. Y en este gran trabajo no deja de sorprender su capacidad para dar un nuevo giro a su expresión escrita -en sus temas e ideas, incluso a veces en la naturaleza de sus asociaciones-, si bien al mismo tiempo no dejamos de reconocer totalmente en él su voz y el conjunto de sus preocupaciones.

M. Jalón


Antonio REY, Enrique JORDÁ, Fernando DUALDE, José Manuel BERTOLÍN, Tres siglos de psiquiatría en España (1793-1975), Madrid, AEN, 2006, 430 pp.

El número 33 de la colección de Estudios de la AEN es un libro impreso, un libro en el sentido tradicional. Acaso no esté de más señalarlo, puesto que los avances tecnológicos nos traen a veces sorpresas, y entre ellas la de que los libros ya no huelen ni necesariamente se tocan. Es, además, un libro-herramienta, una extensa base de datos bibliográfica que facilitará, merced al ingente trabajo de sus autores, la labor de estudiosos e investigadores del campo de la psiquiatría en España. Se debe agradecer a la AEN que haya premiado el esfuerzo de este grupo de psiquiatras e historiadores con este formato y no haya vertido sus frutos en el frío y prosaico policarbonato plástico de un CD-ROM.

Antonio Rey es psiquiatra y doctor en medicina por la Universidad de Valencia. A su labor clínica ha unido, ya desde su tesis doctoral, su trabajo como historiador de la psiquiatría y su compromiso con la docencia de esta disciplina. Enrique Jordá, psiquiatra y neurólogo, se doctoró también en Valencia, dedicándose desde entonces tanto a la asistencia como al estudio y la enseñanza de la psiquiatría y su historia. Fernando Dualde comparte este perfil, y suma a su labor en una unidad de salud mental infantil la publicación de numerosos trabajos en la misma orientación. José Manuel Bertolín es psiquiatra, licenciado en psicología, doctor en medicina, y compagina la jefatura de sección en un hospital con su trabajo como profesor asociado de psiquiatría en la Universidad de Valencia.

Como nos advierte Rafael Huertas en su prólogo, la reunión de los autores no es casual, y obedece a toda una tradición de estudio de la historia de la psiquiatría que hace del grupo de Valencia un referente obligado en nuestro país. La labor que iniciara Vicente Peset Llorca hace más de cincuenta años, y que continuó José María López Piñero consiguió aglutinar a finales de los años ochenta a numerosos profesionales en torno al "Seminario de Historia de la Psiquiatría" que entonces se creó, en relación con el Departamento de Historia de la Ciencia y Documentación de la Universidad de Valencia. En el marco de este grupo, además de otras muchas publicaciones, se ha gestado la presente obra, fruto de años de trabajo que han servido para recopilar más de nueve mil referencias bibliográficas.

Se han seleccionado para esta obra 141 revistas médicas españolas publicadas entre 1736 y 1975, y de ellas se han extraído cuantos artículos se dedicasen a la psiquiatría o disciplinas afines (frenología, sexología, pedagogía, neurología, etc.). En la introducción, los autores dan sobrada cuenta del rigor con que han realizado este trabajo, y de las dificultades que lo acompañaron. Se sigue esta introducción de la exposición de los materiales y métodos empleados, de la relación alfabética de las revistas, y de su estudio estadístico-descriptivo. Como quiera que tres siglos suponen un período harto dilatado de tiempo, durante el que los conceptos y la terminología psiquiátrica han sido especialmente cambiantes, comparados con los que se emplean en otras ramas de la medicina, cuatro índices vienen a cerrar la obra y a facilitar su manejo: uno onomástico y topográfico, otro cronológico, otro por revistas y aún otro por materias.

Aquellos que de aquí en adelante nos enfrentemos, en nuestra investigación o estudios, a la tarea de revisar la literatura psiquiátrica en España, contamos hoy con una herramienta con vocación de imprescindible y trazas de llegar a serlo.

Francisco Ferrández


Biblioteca de Psicoanálisis, Barcelona, RBA, 2005.

En el verano de 2005 me pidieron que realizara un Prólogo a la vida y la obra de Françoise Dolto. Se trataba, me explicaron, de una nueva Colección de autores psicoanalíticos de los que se iba a publicar la Obra Completa para poner a la venta en los quioscos. Mi primera reacción fue de perplejidad, pues no imaginaba que a estas alturas fuera posible una operación tal, cuando las voces de determinados sectores proclamaban que el psicoanálisis ya no interesaba a la gente. Un año más tarde, en el verano de 2006, cuando han salido a la venta ya doce ejemplares, las noticias procedentes de la importante editorial RBA hablan de un éxito de ventas que también ha desbordado las iniciales previsiones de los responsables editoriales, y que ha animado a la casa editorial a apoyar activamente la difusión del discurso psicoanalítico. ¿Cómo explicarse este fenómeno?

No voy a justificarlo sino apelando a los factores simplemente internos a la colección. El coordinador de la colección, Vicente Palomera, psicoanalista en Barcelona, ha aglutinado a un colectivo de psicoanalistas, pertenecientes a distintos países y a la Asociación Mundial de Psicoanálisis, con el fin de escribir los prólogos que incluyen un comentario de la obra de cada autor, y una sinopsis de los hechos más trascendentes de su vida. La selección de autores escogidos es amplia: Sigmund Freud, Melanie Klein, Anna Freud, Jacques Lacan, Karl Abraham, Carl G. Jung, Sándor Ferenczi, Donald Winnicott, Ernest Jones, Françoise Dolto, Wilhelm Reich, Otto Fenichel, Georg Groddeck, Helene Deutsch, Theodor Reik, Ludwig Binswanger, Lou Andreas-Salomé.

Pero detengámonos un momento en los ejemplares que hasta la fecha han salido. Especialmente en los primeros: Freud y Lacan. En el prólogo relativo al fundador del psicoanálisis podemos leer de la pluma de su autor, Vicente Palomera: "En cierto sentido, la práctica por él inventada está pensada para trabajar con lo que no funciona. Ésta es la razón que hace que sea una práctica enormemente difícil y exigente para los psicoanalistas, ya que apunta a introducir en la vida cotidiana lo imposible (uno de los modos de definir ‘lo que no funciona'. El psicoanálisis consiguió obtener resultados y avances importantes, pero aún está lejos de haber alcanzado sus propios límites". Es decir, que el invento freudiano funciona y avanza, pero para asegurarnos de que esto es verdad, el gran público tiene en sus manos, en el quiosco de su calle, cada quince días, o bien a través de suscripciones -ver RBA coleccionables-, la posibilidad de verificarlo al sumergirse en la obra de los psicoanalistas más leídos, de los principales autores. Estamos pues ante un saber abierto a todas las personas; no estamos ante un saber opaco, accesible únicamente para expertos.

De hecho, los ejemplares dedicados a Freud presentan la Obra Completa ordenada cronológicamente y según la traducción clásica de López Ballesteros.

Respecto al volumen dedicado a Jacques Lacan, y que contiene una selección de sus Obras, nos encontramos con un Prólogo -redactado en septiembre de 1979 para la Encyclopédie Universalis e inédito en castellano- de Jacques-Alain Miller, psicoanalista en París y director del departamento de psicoanálisis de la Universidad de París VIII, que puede considerarse una sinopsis del pensamiento lacaniano ordenado al modo esclarecedor a que acostumbra Miller. Allí también podemos leer una referencia al invento freudiano: "Lacan nunca se fijó como objetivo reinventar el psicoanálisis; al contrario, situó los inicios de su enseñanza bajo el signo de un retorno a Freud". Del mismo modo que podemos encontrar en un par de frases una amplia definición, delimitación de lo que es el psicoanálisis, Miller se refiere a Lacan en estos términos: "A propósito del psicoanálisis, se preguntó únicamente: ¿cuáles son sus condiciones de posibilidad? A ello respondió que el psicoanálisis sólo es posible si, y solamente si, el inconsciente está estructurado como un lenguaje. Lo que se llama la enseñanza de Lacan es el desarrollo de esta hipótesis hasta sus últimas consecuencias". Se muestra entonces que esta colección, Biblioteca de psicoanálisis de RBA, es un buen invento. Dirigida al gran público que lee, tiene un alto valor didáctico en tanto que incorpora mediante los prólogos una visión amplia de cada autor, y hasta una enseñanza específica.

Y también hay que señalar que, al presentar reunidos en un único volumen textos que hasta la fecha permanecían diseminados en diversas publicaciones y editoriales, contiene indudables ventajas para el estudiante y para el lector en general. Es el caso de los Escritos de Lacan que hasta la fecha se encontraban en castellano en dos volúmenes desde su aparición, o el de Dolto, una autora muy leída por padres y educadores en nuestro país, y cuya obra permanecía dispersa en diversas casas editoriales. Es uno de los méritos y no el menor de esta colección. Una Biblioteca, recibida con interés y entusiasmo por el público de habla castellana en los comienzos del XXI, que ayudará al investigador, al estudiante y a los nuevos y jóvenes psicoanalistas que harán avanzar en nuestra época el invento freudiano.

Fernando Martín Aduriz


Natividad CORRAL (coord.). Nadie sabe lo que puede un cuerpo, Madrid, Talasa, 2005, 256 pp.

Este es un libro sobre el cuerpo humano escrito por un grupo de autores y autoras, coordinados por Natividad Corral. Su lectura muestra lo que en nuestros hábitos culturales pasa desapercibido: que el cuerpo del humano nace al mundo sin los recursos propios de un cuerpo animal dotado de los instintos que lo acoplan a su territorio natural como mera continuidad de especie para cumplir su ciclo. Carente, por ello, de su acción específica programada para vivir plantado en la tierra, necesita al otro materno, también humano, prendiéndose a él como un desesperado náufrago, desamparado e indigente. Apenas viviente y apremiado de necesidades, se escinde gritando al otro sus demandas, que son, más que de alimento y cuidados naturales, de ser amamantado, calmado, satisfecho, hablado, mecido, etc. Iniciándose un tiempo, llamado traumático, por el desconcierto sufrido con la falta de coincidencia entre lo que demanda y lo que recibe o experimenta, entre lo que alucina y la realidad que le despierta, cuyos aconteceres dejaran sus huellas en la memoria inconsciente. Las cuales, por ser memoria de la vida y del dolor, de su encuentro insuficiente con el otro, de la soledad del cuerpo deseoso de volver a repetir la misma experiencia que no consigue, constituirán la organización pulsional y fijación del mismo sujeto humano con su límite y suelo corporal.

Pulsión como concepto límite de esa escisión entre viviente y hablante que se escinde, a su vez, entre pulsión de vida y pulsión de muerte. Una, a favor del vínculo y la relación con el otro; otra, impulsando a la disgregación y destrucción. Pero ambas intrincadas y mezcladas, como nos muestra la clínica de los sujetos en sí mismos y agrupados haciendo la paz y la guerra.

Que las huellas de la memoria inconsciente guarden sus acontecimientos fundacionales de la vida como dolor de una pérdida que impulsa el deseo de volver a encontrar, hacen de la vida de cada sujeto un duelo estructural de esa escisión que, cuánto más se distancia de su inmediatez a través del trayecto de sus elaboraciones, mayor será la fuerza libidinal deseante para continuar desplazándose invistiendo otros cuerpos, otros objetos, otras representaciones, otras palabras, otros mundos, etc.

Esto es lo que hace el sujeto neurótico, cuando no se paraliza en los momentos de libidinización corporal y de su yo, confundiéndose fantasmática y narcisísticamente con el cuerpo libidinal de la madre denegando la percepción de la alteridad. En esas condiciones, anulado subjetivamente, resistiéndose a elaborar las huellas inconscientes del otro perdido y olvidado, se aísla aferrado despótica o sumisamente a una identidad narcisista que intenta borrar la escisión y, por ello, el dispositivo civilizador del deseo que da aliento a la vida. Lo cual ocurre con mucha frecuencia en estos tiempos de globalización económica, de autoridad paterna y político social decadente, teniendo efectos en muchos cuerpos torpes que, sin la elaboración incosciente, sin responsabilidad subjetiva, sin duelo, con frágil reinscritura de identidades sexuales e intergeneracionales, van a quedar deformes o metamorfoseados, con demasiada frecuencia deprimidos, anhelando una pasividad eterna, cuando no, agitados ansiosa o violentamente destructivos.

Los diferentes capítulos de este libro van desgranando la diversidad de esos cuerpos afectados por su interiorizada intrincación pulsional a falta de ese espacio exterior habitable: cuerpos torturados, maltratados, secuestrados, cuando no, vilmente asesinados. Cuerpos anoréxicos, bulímicos, adictos, pero también psicosomáticos y hasta orgánicamente enfermos que hacen más presente su inmediatez corporal por retracción libidinal.

El psicótico, que no acepta esa escisión, va a ser presa fácil de su presencia corporal. Podrá vivir estabilizado con su identidad corporal imaginaria, con su trabajo subjetivo y creativo; pero, si en algún momento, es interpelado por sus fenómenos elementales fácilmente responderá con la certeza y sentido delirante. Aunque con el transcurrir del tiempo podría sucumbir a la desertización melancólica de su cuerpo deslibidinizado, que muestra directamente la pulsión de muerte.

Las referencias de este libro, que tocan psicopatologías tan actuales, bien pueden servir de orientación en el quehacer clínico de los profesionales que tengan necesidad de un espacio de escucha y de paciencia para las demandas de estos pacientes tan ansiosos e impacientes. Con su lectura se percibe nítidamente el latido pulsional intrincado del cuerpo vivo. Sus catorce autores y autoras, prologados por Francisco Pereña, proceden de cuerpos teóricos diversos: psicología, psicoanálisis, filosofía, bellas artes, sociología, medicina, etc. Muchos mantienen coherentemente una posición de exilio de instituciones cuyos discursos, a la postre, restan libertad para el deseo y el síntoma creador. En todo caso, sus posiciones les permite acercarse a la alteridad más radical y extraña del cuerpo como respuesta al dolor de vivir, forzando una clínica del sujeto y su causa, necesitada de salir al campo abierto con los otros para ser digna de ser llamada clínica de la elaboración, del síntoma y del deseo, imposible sin pluralidad y relación transferencial tolerante con la alteridad.

En este forzamiento, en esa apertura, el cuerpo, que aparece más en sus trabajos, es el más próximo al desamparo y al dolor: el de la mujer. Su proximidad al de la madre la encadena con más facilidad al otro. A veces, en una incondicionalidad que impide su separación. Su identificación al padre y posterior duelo la permite un respiro necesario. Pero, en todo caso, precisamente por esa cercanía a la angustia, su cuerpo es necesariamente más creativo al estar en espera y pendiente de la alteridad. Por lo tanto, menos cegadas por identidades e ilusiones culturales y más cercanas a la memoria corporal, son resistencia frente al dominio del poder y la religión.

Imposible hacer en una reseña los numerosos matices y puntos de vista que van desde el cuerpo que nace al mundo humano, al cuerpo que muere, sufriendo en su recorrido biográfico todo tipo de formas de duelo y en su defecto, sometiéndose por tantas disciplinas y técnicas físicas, químicas y educativas que, a veces, lo momifican. Y es que estas sociedades, que soportan tan mal las pérdidas, se aferran a cualquier objeto, incluso las fotografías, reemplazando la memoria, resistiéndose vanamente a la inexistencia.

Sólo queda, al final de esa presentación del libro, dar las gracias por sus trabajos y el valor del deseo de sus escritores y escritoras, que no se acobardan ante el dolor y desamparo del cuerpo, mirando más allá de las habituales consideraciones falicistas tan denegadoras de la alteridad femenina, del hombre y de la mujer. Su escritura proviene de la vida humana escindida de la naturaleza, frágil y desamparada, fácilmente manipulable y manipuladora, cuyo desarrollo y sostén, inseguro, concierne a cada sujeto humano como una tarea ética y responsable ante el otro, para no sucumbir al tanatos de tantas certezas que con su universalidad intentan clausurar el deseo particular.

Amando Pascual Lázaro


Enrique RIVAS, Pensar la psicosis. El trato con la disidencia psicótica o el diálogo con el psicótico disidente, Málaga, Miguel Gómez, 2005, 281 pp.

Tras una amplia experiencia profesional, mil batallas en la transformación de la asistencia psiquiátrica y una práctica que combina la clínica en los Servicios de Salud Mental y el psicoanálisis de orientación lacaniana, Enrique Rivas da cuenta en Pensar la psicosis de más de cuarenta años de trato con la locura y el sufrimiento humano. En la misma senda que su libro anterior Intersección Psiquiatría Psicoanálisis. La clínica de la sospecha (2000), de uno de cuyos estudios toma la fórmula "el trato con el psicótico", Enrique Rivas presenta a lo largo de once capítulos lo que considera la estrategia básica del psicoanalista ante el sujeto psicótico.

Fiel al talante de su autor, lo primero que llama la atención de este libro es su carácter comprometido con una causa tan noble como es el diálogo con el alienado. No obstante, el hecho de que Pensar la psicosis transmita tanta pasión no está reñido con que sea una obra de madurez. Así lo considero por dos razones: primero, porque la teoría es continuamente interrogada desde la práctica (como se aprecia especialmente en la media docena de casos clínicos expuestos); segundo, porque la materia examinada abarca casi la totalidad de la clínica y terapéutica de la psicosis (desde la psicopatología a la ética; tanto lo tradicional como lo más actual).

El título es de por sí muy hermoso. Una fórmula tan sencilla nos indica de entrada que su autor toma partido por una forma metódica de acercamiento curioso y reflexivo al drama del sujeto psicótico. No es esto precisamente lo habitual en los tiempos que corren; tampoco lo es la reflexión cabal sobre la experiencia psicótica, una reflexión aquí llevada a cabo con grandes dosis de entusiasmo y de respeto. A medida que Rivas desgrana sus argumentos, a veces torrencialmente y otras a borbotones, van paulatinamente asentándose una serie de conocimientos y enseñanzas que la propia psicosis nos procura sobre esa ciencia del sujeto a la que llamamos psicoanálisis.

Me atrevería a calificar este escrito de ‘contestatario', pues horada a martillazos los fundamentos de la teoría y la práctica psiquiátrica contemporáneas. Si consideramos que la psiquiatría actual consiste en un conjunto de conocimientos y de prácticas destinados a justificar y legitimar el rechazo a escuchar al loco, es decir, que la psiquiatría ha venido configurándose como un discurso defensivo frente a la locura, Pensar la psicosis resulta profundamente subversivo.

Una pregunta recorre, en mi opinión, todo el texto: ¿cómo se puede hablar con el psicótico cuando se pretende su reconstitución subjetiva? Tal es lo que desarrolla su parte central, cuando el autor propone diferenciar y oponer el "tratamiento" del psicótico y el "trato" con el psicótico. A este respecto, el autor nos indica que "tratamiento" supone la exclusión del sujeto en tanto que autor y actor de la psicosis: "Por lo tanto -escribe Rivas en la página 139- hay una mentira en la propuesta de tratamiento, o digamos una impostura al elaborar un tratamiento sobre una clasificación sintomática y una aniquilación de aquello que es lo más auténtico del sujeto".

Por el contrario, "el trato con el psicótico implica reconocerlo como sujeto", esto es, considerarlo como sujeto representado en lo que dice y en lo que hace. De ningún modo podrá realizarse este tipo de "trato con" sin una prudencia y un respeto que considere lo real de su disidencia: "Lo que proponemos como trato del psicótico -precisa el autor en las pp. 272 y 273-, como con-trato con el psicótico [...] exige deponer radicalmente la concepción médica de tratamiento que apunta a un diagnóstico clasificatorio o fenomenológico, a una suma de síntomas a los que corresponde un tratamiento preestablecido farmacológico, reeducador o rehabilitador".

Tres son, a mi manera de ver, los pilares que sostienen la concepción desarrollada por Rivas: la primera, sin duda la más importante, es la que se asienta en la doctrina de Freud y de Lacan, ambos omnipresentes en el texto; la segunda se inspira en Heidegger y en su alumno Gadamer, incorporando así una perspectiva hermenéutica e interpretativa plenamente articulada con el lenguaje y el ser; por último, la recuperación pertinente del pensamiento de los clásicos de la psicopatología, tendiendo así un puente entre la tradición clínica de la psiquiatría y el psicoanálisis.

Mas ni la hermenéutica filosófica o lingüística ni la psicopatología clásica han incluido en sus análisis y miras algo que resulta esencial, esto es, la dimensión de goce que habita en la lengua. Por eso el texto de Rivas se enmarca de lleno en el campo psicoanalítico, pues no descuida en su investigación -sea de la angustia, de la locura compartida, de los trastornos del lenguaje o las nuevas formas del síntoma- esta vertiente inherente al lenguaje y al ser.

La lectura de Pensar la psicosis me recuerda en ocasiones aquellos manifiestos que encendían nuestras reivindicaciones políticas de forma harto apasionada. En tal sentido se expresa cuando afirma: "El psicoanálisis ya no tiene coartadas epistemológicas, prácticas o administrativas para desmentir, en el seno de la institución pública de salud, la posibilidad y eficacia de su compromiso con la palabra con la que el sujeto intenta escribir lo real del sexo y de la muerte, en el ser que habita el tiempo y el lenguaje" (p. 271).

Aunque apasionado y comprometido con ese disidente en acto que es el sujeto psicótico, no es éste un texto iluso ni idealista. Rivas conoce muy bien el drama que habita en el loco; sabe a la perfección que su amado proyecto jamás podrá materializarse por completo: "Este libro es la concreción escrita -admite en la penúltima página- de un acto inlogrado de pensamiento, de pensar la locura. Un acto inlogrado, porque el pensamiento jamás logrará atrapar a la cosa, a la verdad, a lo real".

Sea considerándolo en su conjunto o en cada una de las partes que lo componen, este libro prueba una vez más que cuando se piensa el pathos resulta necesario recurrir a Freud, tanto para columbrar la quintaesencia de ese drama insondable como para contribuir dignamente a tratar de remediarlo.

José María Álvarez


José María ÁLVAREZ, Estudios sobre la psicosis, Vigo, Asociación Galega de Saúde Mental (AGSM), La Otra psiquiatría, 2006; 304 pp.

El libro que aquí se comenta, como bien señala Fernando Colina, representa "el ejemplo cabal de una psiquiatría distinta", que en este momento, más que nunca, se demuestra que es posible. Una psiquiatría a la que José María Álvarez se suma con sus aportaciones al debate por restaurar el lugar de la palabra en el encuentro con el pathos del hombre; una psiquiatría de lo biográfico, de la verdad del síntoma y su función defensiva frente a la nada.

Álvarez pertenece a una escuela. Más allá de la doctrina psicoanalítica en la que asienta sus conocimientos psicopatológicos, el autor de estos Estudios sobre la psicosis bebe de las fuentes que han ido fluyendo de la psiquiatría pucelana. Porque, como dijo Confucio, "la virtud no habita en la soledad, debe tener vecinos". En ese colectivo -el Colectivo Villacián- la psiquiatría no renuncia a recuperar una extensión que nunca debió perder. El humanismo, la literatura, la filosofía y el amor a las letras, que son en definitiva el vehículo a través del cual el pathos humano encontró su motivo y, también, su razón salutífera, se aúnan en este cuerpo intelectual en el que Álvarez se apoya para demostrar que la "Otra" psiquiatría es viable, que ya es un hecho.

Estudios sobre la psicosis es la compilación de los últimos diez años de una vida dedicada al estudio de la locura; si bien todos estos estudios han sido redactados y actualizados para la ocasión, la mitad se publican ahora por primera vez. Como en sus libros anteriores -en especial La invención de las enfermedades mentales (1999) y Fundamentos de psicopatología psicoanalítica (2004), tratado del que es coautor con R. Esteban y F. Sauvagnat- historia y clínica convergen en la enseñanza lacaniana para tratar de mostrar al lector que, aunque la ciencia del ser vivo "avance", hay algo que es, fue y siempre será como nos viene dado, esto es: que el lenguaje tiene sobre el sujeto una doble consecuencia. Por un lado, la infiltración del mundo del lenguaje del Otro y sus efectos sobre el ser alumbran el nacimiento de la subjetividad humana; por otro, teniendo en cuenta lo anterior, existe un resto imposible de ser cubierto por la palabra, un vacío frente al que neurótico y psicótico se tratan de defender, si bien de distinta forma.

Sin lugar a dudas, los diez trabajos recogidos en este libro representan magistralmente el incesante esfuerzo de su autor por transmitir, allá donde se le convoca, una visión teórica personal forjada a lo largo de una ya dilatada carrera como clínico y docente acerca de su mayor pasión.

Este libro no es una monografía más sobre la psicosis, ni un compendio más para dar crédito a la teoría psicoanalítica sobre la alienación mental. Pues si hay algo que en él despunta es la posición que su autor ha sabido procurarse frente a ortodoxias y doctrinarismos extremos. En primer lugar, como pensador eminentemente clínico que es, Álvarez ha logrado situarse allá donde el testimonio de la locura acontece como verdad subjetiva. De esta manera, sabiendo escuchar en la palabra del loco el fenómeno de su singular experiencia, dejando en suspenso las febriles corrientes ideológicas de moda sostenidas por el simple refrendo de una escuela, el autor ha sabido articular la psicopatología decimonónica con la invención freudiana del psicoanálisis. Por ello, en los artículos que componen este libro, descubrimos un psicoanalista a quien no le tiembla la pluma a la hora de defender que, antes de nada, la psicopatología micro-fenomenológica de la psicosis es la vía regia para pensar la enseñanza psicoanalítica-estructural. Tanto es así que esta posición decidida de inspirarse en los clásicos no viene sino a dar la razón a lo que ya dejó dicho Foucault, que "toda la psiquiatría del siglo XIX converge realmente hacia Freud".

En segundo lugar, y haciéndose eco de aquellas palabras de Sócrates según las cuales "la ciencia humana consiste más en destruir errores que en descubrir verdades", desde una disposición teórica orientada por la enseñanza de Jacques Lacan el autor nos ofrece una serie de argumentos para entender la clínica de la psicosis en su dimensión ética y estructural. Se trata, sin duda alguna, de una tentativa por construir una teoría sobre la práctica con la que devolver al sujeto alienado el hálito de "razón indestructible" que promulgaba Pinel para que, de nuevo, la confianza en un "trato" posible con el loco sea el impulso bajo el cual se inscriban las próximas generaciones de esta "Otra" vertiente de la psiquiatría.

Como bien señala Álvarez, el psicoanálisis es el más que justificado heredero de siglos de conocimiento y clínica acerca de la psicosis. Pues, si no, ¿desde qué otra perspectiva epistemológica le ha sido concedido al sujeto psicótico el cometido que le corresponde en su conmovida existencia y que, como cabría esperar, se le adeuda desde que la locura entró por el aro de la ciencia médica? Pensando desde una perspectiva histórica, el autor hace un repaso lúcido de la causalidad de la psicosis, de sus manifestaciones incluidas en una dimensión estructural y de la ética que acompaña tanto al hecho de enfermar, al pathos, como al "trato" que el "sanador" mantendrá con aquél que supuestamente "enfermo" acudirá a él para pacificar su malestar.

Si tres son los apartados con los que se estructura la columna vertebral de este ensayo, el primero, "Pensar la psicopatología" es el mayor de los homenajes éticos que se pueden ofrecer al pathos del hombre y su alienada sin-razón. Un alegato reflexivo mediante el cual liquidar esa deuda simbólica con la que el supuesto-amo-del-saber ha venido, durante siglos, postergando el reconocimiento de su ignorancia frente a la verdad testimonial del loco. En los primeros artículos del mencionado epígrafe, el autor le da la palabra al loco, como hicieran los pensadores de la Antigüedad clásica o el mismo Pinel -padre del pertinente "tratamiento moral"-, para saber de sus pasiones y aliviar el sufrimiento que anida en el ostracismo de sus más íntimas experiencias inefables. El uso terapéutico de la palabra tiene sus orígenes en el pensamiento clásico filosófico, entendido éste como sabiduría con la que conducir las pasiones con templanza y ordenación. Así, escépticos, epicúreos y estoicos coincidían al concebir que "la labor del maestro filósofo en modo alguno consistía en la reeducación o en la instrucción [...]. Se trata, por el contrario, de una acción a resultas de la cual el sujeto que se hunde y clama auxilio sale modificado merced a la intervención del filósofo; es una operación que afecta al modo de ser del doliente, pero que rebasa la instrucción o la transmisión de un saber", según nos informa el autor (p. 37). Pues, si hay algo que Pinel supo captar del saber clásico, inaugurando la era terapéutica de la alienación mental, no es otra cosa que el valor salutífero de la palabra aplicado en el diálogo con el loco "mediante una adecuada descarga moral [que consiguiera] poner al alienado en un estado opuesto y contrario a aquél en el cual se hallaba antes de recurrir al exceso pasional"

(p. 49). Sin embargo, quien verdaderamente descubrió el poder del lenguaje, "esencia de lo humano", tal como el autor de este ensayo lo considera, no fue otro sino Freud, el ingenioso y subversivo fundador del pensamiento psicoanalítico. En el síntoma supo escuchar, como nadie antes lo había hecho, la conjunción del pathos con el ethos; el determinismo subyacente en el nacimiento del malestar con "el compromiso irrevocable que cada cual mantiene con su malestar y su goce" (p. 59). Por tanto, parafraseando a J.-A. Miller, se puede entender que desde la invención freudiana "no hay clínica sin ética". Y por ello el psicótico, como todo sujeto afligido en "el alma", es también un sujeto responsable, cosa que desde la Antigüedad resuena, aunque muchos no quieran saber nada de ello. Como señala Álvarez, no se trata de culpabilizar al loco de sus males sino que, contrariamente a toda intención perniciosa, subrayar su responsabilidad como humano es creer en el trabajo que el propio psicótico puede lograr poner en marcha para conseguir una estabilización frente al desorden en el que su locura le sitúa. Citando al autor: "Lamentablemente, la implantación y generalización de la ideología de las enfermedades mentales han contribuido en buena medida a la irresponsabilización del loco, cuyas consecuencias afectan de forma directa a la terapéutica en la medida en que implican una desconfianza en las capacidades subjetivas para salir de la locura, a menudo mediante el trabajo delirante" (p. 71).

El segundo apartado del libro está dedicado a la "Alucinación y los fenómenos elementales de la psicosis". Como fuera la krankhafte Eigenbeziehung o autorreferencia mórbida para Clemens Neisser y le pétit automatisme mental para Gäetan de Clérambault, la investigación sobre el momento fecundo de la psicosis y sus fenómenos elementales representa la muestra más memorable del rigor clínico y psicopatológico de Álvarez. Pues, a mi entender, si hay algo verdaderamente innovador en esta obra, sin tener a menos el resto de capítulos, es aquél que se desarrolla bajo el epígrafe "La certeza como experiencia y como axioma". El autor del presente libro hace renacer en este artículo el espíritu semiológico tan funestamente olvidado por la psiquiatría contemporánea y que caracterizó a los más grandes semiólogos de finales del siglo XIX y principios del XX. Así, regresando al momento inaugural de la psicosis, como también hicieran aquellos que contrariaron el procedimiento kraepeliniano para el estudio de la locura, el autor nos desnuda el signo esencial de lo que es distintivo en la estructura psicótica, es decir, la certeza que atrapa al sujeto en una experiencia, en una significación enigmática que irresolublemente le concierne. Distinguiendo ésta de las creencias a las que se aferra el sujeto "normal" para afirmarse frente al desconocimiento en un cierto saber, y dibujando las diferentes formas con las que el fenómeno elemental psicótico captura al sujeto en los albores de la psicosis, extraemos la diáfana visión unitaria de la locura con la que Álvarez señala un camino a seguir. Autorreferencia y xenopatía, axioma y experiencia de certeza, son los dos polos en los que Álvarez ha sabido escuchar las posibles posiciones subjetivas con las que el loco asiste al momento del desencadenamiento de su psicosis. La experiencia primordial en la que el sujeto se ve invadido y concernido por una significación inefable puede asumir dos formas, dos tipos de fenómenos, dependiendo de si en su articulación subjetiva el Otro está o no presente. "En el caso de la esquizofrenia pura [...], resultan características las que atañen a la fragmentación y la atomización del cuerpo y del lenguaje; en la melancolía, sea o no delirante, las relativas a la indignidad, la culpabilidad y el autodesprecio; en la paranoia, las referidas al saber y la verdad, como son la alusión, la intuición, la interpretación y la revelación" (p. 168). Tal es así que, atendiendo a la respuesta o pasividad que el sujeto adopte frente a la emergencia de lo insondable de su ser, elaborando un axioma sobre su saber acerca del Otro o bien encarnando un cuerpo que se fragmenta bajo la automatización del lenguaje, es posible argumentar una visión unitaria de la psicosis en la que las distintas posiciones subjetivas psicóticas -melancolía, paranoia y esquizofrenia- representan las distintas soluciones, transiciones y "vías muertas" con las que el sujeto se bandeará tras la efectuación de la forclusión. Si bien la experiencia de la certeza puede ser común a todas ellas, el axioma o fórmula de la certeza "sólo se observa [...] en la paranoia y en la melancolía". Mientras el esquizofrénico, sumido en la perplejidad más angustiosa, no es capaz de elaborar ninguna significación frente a las experiencias enigmáticas de desmoronamiento del lenguaje y el cuerpo que vive con pasividad, el paranoico y el melancólico logran salir del Uno construyendo un axioma "que sirva de encofrado al delirio que podría llegar a inventar". Mas, si el paranoico, como describe Álvarez, inventa una solución mediante la presencia de un Otro gozador causante de su padecer, el sujeto melancólico "configura su axioma de certeza en relación con su propio ser considerado como indigno" (p. 173). De este modo se habrá trazado una concepción nosológica de la psicosis según la cual, en las antípodas de la apostasía que inunda la psiquiatría positivista, el sujeto psicótico dispone de cierto margen de maniobra para tratar de hacer más soportable su drama. Asimismo, también el clínico detentará la posibilidad de intervenir, durante la cura, para "favorecer o frenar las respuestas [...] del psicótico, sea para encauzar su creación o para limitarla".

Finalmente, el ensayo culmina con el apartado dedicado a "La paranoia y el delirio". En éste se incluye un amplio estudio consagrado al personal "caballo de batalla" con el que Álvarez se arrancó en el estudio de la psicosis a través de su Tesis Doctoral y que, en el epílogo, José R. Eiras no ha dudado en calificar de "pequeño tratado". Como el autor plantea, a lo largo de la historia de la clínica, la paranoia o el problema de las locuras parciales -en el que se incluye la melancolía- siempre han mostrado la inconsistencia de los modelos médicos de las "enfermedades mentales". Que la paranoia, la más lúcida de las psicosis, ha sido y seguirá siendo un obstáculo para el discurso psiquiátrico positivista tiene que ver con que, según la ideología cientificista, el psicótico sea considerado tal que un sujeto desmañado, aniquilado por la locura e incapaz de hacer frente al sufrimiento que padece. Sin embargo, precisamente, será en ese punto ciego de la clínica psiquiátrica donde surgirá Freud y el psicoanálisis para escuchar en el delirio paranoico, allí donde siquiera nadie lo intuyó, el verdadero compromiso del sujeto por reconstruir, de algún modo, su ya trastabillada existencia.

Si hay algo que me ha enseñado José María durante el tiempo que le vengo leyendo y le conozco es, precisamente, que para aprender a "tratar" con la locura es indispensable saber que, como bien dijo Sócrates, "sólo sé que no sé nada". A partir de ahí, pongámonos a escuchar al loco.

Juan J. de la Peña Esbrí


Rafael HUERTAS, El siglo de la clínica, Madrid, Frenia, 2004, 298 pp.

Cuentan que Borges, en su época inicial como crítico literario, desafiaba a quien leyese los cuentos de un joven llamado Julio Cortázar a cambiar una sola palabra, una sola coma, sin que perdiesen su excelente factura, generadora de amplios y variados efectos de sentido. Salvando todas las distancias que quiera el lector, ésa ha sido finalmente la sensación experimentada por el abajo firmante al leer El siglo de la clínica, de Rafael Huertas, e ir demorando su reseña relectura tras relectura como afectado por una extraña inhibición. En efecto, acotados los momentos iniciales de la psiquiatría entre dos fechas capitales (el tránsito del siglo XVIII al XIX y la descripción de las esquizofrenias por Bleuler en 1911), la claridad expositiva con que la narración de Huertas arropa la alta densidad intelectual de un contenido que se resiste a dejarse resumir desarmó hace meses a este comentarista y le llevó a repasar el libro una y otra vez, buscando la posibilidad de condensar en algo así como una "foto de familia" hecha con palabras no sólo las ideas pioneras de los numerosos autores estudiados sino, además, el aporte enriquecedor de la lectura que hace Rafael, de sus selecciones, subrayados y reenfoques de esa "larga y compleja centuria en la que surge y se afianza todo un proceso que ha dado en llamarse de "medicalización" de la locura, a través del cual "lo otro de la razón" se convirtió primero en alienación y más tarde en variadas enfermedades mentales. Nuevas patologías para cuya definición se precisaron nuevos expertos (alienistas, frenópatas, psiquiatras...) que las reconocieran, las ordenaran y actuaran sobre ellas, en el marco de una serie de estrategias profesionales y debates científicos que fueron configurando el conjunto de saberes y poderes que dieron lugar al movimiento y al programa alienista" (p. 257).

Vino a cuento la evocación del escritor ciego para romper esa parálisis, a modo de interpretación que resolvió el peligro de caer en la pierremenardesca tautología de resumir el libro reproduciéndolo íntegramente, o de esquematizarlo como harían aquellos cartógrafos también borgianos, dibujantes de mapas tan fieles que finalmente ocupaban la misma extensión que el territorio original. Así, se nos hizo evidente lo que nuestra propia ceguera nos venía hasta entonces ocultando, a saber: que tratándose de un libro de Rafael Huertas el mejor resumen sería su propio índice, pues es uno de esos autores (ver su Organizar y persuadir, de 2002) que estructuran y epigrafían sus libros con una rara habilidad, quizá simultáneamente heredera de la inteligente elegancia de un Lantéri-Laura (¿quién no hubiese dado la mano izquierda por haber escrito aunque sólo fuese el índice de su monografía sobre Las alucinaciones?) y de la capacidad sistematizadora de que hacía gala don Pedro Laín Entralgo.

Como recordaba este último en "La Psiquiatría en el siglo XIX" (Vestigios. Ensayos de crítica y amistad, Madrid, Epesa, 1948; pp. 475-481), "Desde Hipócrates a Boerhaave -escribía Heinroth en 1818- fue la bilis única causa, la melancolía y la manía el único efecto, la eliminación de la materia pecante el único remedio terapéutico de la enfermedad mental", pues la doctrina natural de la alteración psicopatológica fundada sobre las ideas hipocráticas y galénicas de la physis aplicadas a la naturaleza humana perduró hasta bien entrado el siglo XVIII. Pero durante su último tercio se fue gestando el nacimiento de "una medicina mental que, en el marco de un amplio movimiento filantrópico, propició la humanización de la actitud hacia los ‘insanos' mentales, así como la consideración y abordaje racional y científico de los mismos" (R. Huertas, El siglo de la clínica,

p. 27). Ese proceso, desarrollado entre ambas fronteras del siglo XIX, es estudiado por Huertas en cuatro capítulos cuyos títulos avanzan los ejes de su atención: "I. La medicalización de la locura", "II. La somatización del alma", "III. Bordeando la ortodoxia alienista" y "IV. Dilemas terapéuticos". Alineadas entre una esclarecedora "Introducción" y un reflexivo "Epílogo" que sugieren algunas claves de la enseñanza que la lectura de El siglo de la clínica puede procurar al profesional actual, esas cuatro secciones, divididas a su vez en cuatro subepígrafes cada una, muestran la dialéctica interna que caracterizó a la teoría de la práctica psiquiátrica a lo largo del XIX, una práctica eminentemente clínica, rica en cuanto a la producción de saber semiológico y al debate nosológico y nosográfico, pobre en cuanto a recursos terapéuticos, creadora de grandes instituciones asistenciales y oficialmente respetuosa con el sujeto tratado, pero muchas veces traidora tanto de sus filantrópicos ideales como de sus científicos propósitos.

Esa incipiente "medicina mental", hija de las Luces, buscó su hueco en el desarrollo experimentado por la medicina toda, a partir de la labor de los médicos ilustrados y en particular de la llamada Escuela de París, apoyándose también en la Ideologie de Testut de Tracy (1796; epistemología interesada por el origen, la expresión verbal y las relaciones de las ideas), el método analítico de Condillac, la funcionalización del espíritu debida a Cabanis (su Traité du physique et du moral de l'homme, de 1799, combinaba enfoques psicológicos y somáticos para explicar fisiológicamente los fenómenos mentales), la estadística y, algo más tarde, el positivismo comtiano, aunándolos con el modelo de investigación de la historia natural y lo que de imperecedero tenía -y tiene- la tradición hipocrática, es decir, la observación clínica y el saber semiológico aplicados al diagnóstico, a la nosología y a la nosografía.

Advierte Huertas desde el principio que aunque las historias apresuradas hagan de Pinel el icono inicial de todo este proceso, su Traité médico-philosophique sur la manie (París, 1801) no es la primera ni la única referencia mencionable. En efecto, entre otros ejemplos posibles, se nos ocurre recordar Della pazzia in genere e in specie, de Chiarugi (Florencia, 1793), la Dissertatio de methodo cognoscendi curandique animi morbos stabilienda, de Langermann (Jena, 1797), An Inquiry into the Nature and the Origin of Mental Derangement, de Crichton (Londres, 1798) y las Rapsodien über die Anwendung der psychischen Curmethode auf die Geisteszerrütungen, de Reil (Halle, 1803). Pero es indudable -volviendo a la monografía de Huertas- que, tanto en psiquiatría como en medicina interna, la impresionante labor clínica y nosográfica de Pinel le hacen sobradamente merecedor de ser considerado uno de los fundadores de la clínica en el sentido fuerte que a este término da Paul Bercherie, esto es, el de camino consciente y sistemático, no sujeto a la simple empeiría. Como ha apuntado Peset, "Pinel se sitúa entre el philosophe del siglo XVIII y el savant de mediados del XIX", es decir, en el estudio de la mente y su patología conjuga un afán civilizador, pedagógico y ético con una aproximación al método científico y un alejamiento de posiciones menos rigurosas (mesmerismo, frenología), y tales actitudes seguirán presentes en sus continuadores alienistas. Pinel distingue "la locura" -noción más general, sociocultural e imposible de abarcar- de "la alienación mental", definida ésta no sin cierta amplitud como "las lesiones del entendimiento", concepción apoyada en la psicofisiología de la época y con la que los trastornos mentales quedarán bajo la jurisdicción del médico. La idea unitaria de alienación no impide que se presente bajo distintos tipos que es necesario saber identificar y diagnosticar. Y si una es la enfermedad, una será la terapéutica; así, "el tratamiento moral", aplicado en instituciones especializadas e idealmente individualizado en cada caso, completará el programa alienista. Como señala Rafael en el capítulo especialmente centrado en los "Dilemas terapéuticos", el tratamiento moral de Pinel tenía sólidas raíces populares personificadas por su fiel colaborador, el cuidador Pussin, que el alienista reformuló en las coordenadas del pensamiento científico-natural, como si ya desde entonces se evidenciase sin querer una de las constantes de la psiquiatría hasta hoy, esto es, que el tratamiento utilizado acaba dependiendo más de la actitud que se tenga hacia la locura y menos de los conocimientos oficiales de cada época.

Tras Pinel, las páginas dedicadas a Esquirol aportan una lectura novedosa en la que Huertas, con argumentación muy convincente, se aparta de autores anteriores y le considera más cercano al paradigma de las enfermedades mentales que al de la alienación como modelo unitario. Inveterado clínico especialmente dotado para la semiología (recordemos su acotación de las alucinaciones) aunque con ciertas dificultades a la hora de sistematizarla, como él mismo reconoció, consideró como "géneros" las formas de alienación que Pinel vio como "especies", lo que le permitió además importar para la psicopatología ideas próximas al método anatomoclínico de la medicina interna de la Escuela de París. El perfil de Esquirol se completa con su impulso reformador de las instituciones asilares, inspirador de la Ley de Alienados de 1838, pero recomendaríamos al lector, especialmente si se encuentra en período de formación, el estudio cuidadoso del comentario de Huertas (pp. 64-67) a uno de los historiales esquirolianos, pues es un ejemplo de cómo una correcta contextualización -no sólo histórica, pues Rafael detecta incluso actitudes, digamos, contratransferenciales- genera una riqueza informativa en cualquier acto clínico y lo convierte en una acción ética e intelectual de muchísimo más alcance que la aplicación estereotipada de escalas, entrevistas estructuradas y otras simplificaciones de la tecnología psiquiátrica hoy abusonamente en uso.

Como manifestábamos al principio, no está en nuestro ánimo resumir El siglo de la clínica pues ya es en sí mismo un muy logrado y difícilmente repetible ejercicio de condensación. Baste ahora decir que la psiquiatría francesa de la primera mitad del siglo XIX (Pinel, Esquirol, Georget) vino a ser, de nuevo en expresión lainiana, "desde el punto de vista de la nosografía y la nosotaxia, un equivalente de la patología a capite ad calcem" de la medicina post-renacentista. Continuando la lectura de El siglo de la clínica veremos que la o las entidades morbosas aisladas y descritas por Pinel y Esquirol fueron definidas "sincrónicamente", poco más que por la sintomatología que presentaba el enfermo en el momento de su examen. La psiquiatría alemana coetánea se posicionó en torno a una versión romántica de la actitud paracelsista frente a las enfermedades del hombre. Como Huertas estudia detalladamente, en la segunda mitad del XIX, los psiquiatras intentaron constituir entidades morbosas según el modelo de Sydenham. La "especie morbosa" se delimitó entonces teniendo también en consideración el curso temporal de sus síntomas específicos y se describió la sucesión de sus "periodos". La experiencia acumulada durante decenios de observación manicomial permitió dar cumplimiento a ese nuevo objetivo. Comenzó entonces el estudio psiquiátrico de enfermedades con sintomatología neurológica grave, en primer término la parálisis general (otro de los epígrafes más interesantes y desmitificadores de la monografía que comentamos). Con el degeneracionismo de Morel y la quinta edición del tratado de Kraepelin (1896) pareció haberse puesto un molde científico definitivo a la enfermedad mental, integrado en los hábitos de la medicina interna. Pero dicho modelo tampoco resultó suficientemente sólido y de nuevo resonaron las preguntas cuyos ecos aún no se han apagado hoy: ¿en qué consiste la enfermedad mental?, ¿es una o cabe considerarla subdividida en especies?, ¿cuál es su íntima naturaleza: orgánica, psíquica, social?, ¿qué hay en cada sujeto tras lo aparente, bajo los cuadros sintomáticos que el clínico observa y describe?

A finales del siglo XIX, las respuestas a tales interrogaciones se produjeron en tres direcciones principales. El criterio genetista atribuyó la enfermedad mental a la herencia y a la "degeneración" (Morel y Magnan) o a una presunta "predisposición hereditaria" polivalente (Krafft-Ebing). Otros pusieron su atención en hipotéticas lesiones orgánicas, concebidas como pura alteración encefálica: casi todos los psiquiatras franceses, ingleses y una buena parte de los alemanes (Griesinger, Meynert, Nissl, Alzheimer, Bonhoefer) intentaron hacer una psiquiatría more medicina somatológica. No faltaron tampoco quienes consideraron primordial el psiquismo, los mecanismos psicológicos y su relación con el entorno. Ésa fue la orientación rompedora de Sigmund Freud, de apreciable influencia en la psiquiatría bleuleriana, y los enfoques más o menos cercanos de Westphal, Pierre Janet o Jaspers, sin alargar la cita pues estos y otros nombres quedarían ya fuera de los límites de El siglo de la clínica.

Esta excelente monografía, auténtica guía de un camino que la reflexión personal de todo psicopatólogo debería ineludiblemente recorrer, se completa con una esmerada y abundante bibliografía cuidadosamente clasificada como "Fuentes" y "Bibliografía complementaria", una treintena de páginas que podrían ser el cimiento de cualquier programa de formación MIR-PIR, por no hablar sino de los preludios del estudio constante a que ciertas profesiones están abocadas. Dichas referencias bibliográficas ponen bien de manifiesto algo que Huertas explicitaba en el capítulo "Introducción": que el abordaje "científico" de la mente, y en particular el de la mente anómala, ha estado presente desde las primeras racionalizaciones del mundo y la naturaleza; que el trípode espíritu-cerebro-sociedad ha proporcionado coordenadas a los estudios históricos conocidos sobre los saberes acerca de lo mental; y que la mente ha sido y es objeto de estudio no sólo de la psiquiatría sino también de diversas disciplinas relacionadas con el pensamiento y la cultura.

Todos y cada uno de esos abordajes han estado y están siempre en riesgo de reduccionismos, deformaciones e injertos epistemológicos peligrosos, y las sucesivas "historias de la psiquiatría" no se han limitado a narrar asépticamente el discurrir de las distintas corrientes psiquiátricas sino que con frecuencia han pretendido ser vehículo de legitimación de las mismas, y entiéndase que esto también puede afirmarse de las ramas que de la psicología moderna y del psicoanálisis han ido brotando. Quizá esto último sea el precio inevitable cuando son los propios clínicos quienes escriben "su" historia. Por eso hay un motivo más para dar la bienvenida a este libro de Huertas, construido sobre la objetividad de los métodos del historiador. Para empezar, la acotación temporal (casi sólo el siglo XIX) y geográfica (casi sólo la psiquiatría francesa) permite un enfoque preciso del detalle sin perder la vista panorámica de la época fundante de la o las psiquiatrías actuales. Hecha tal acotación, después evita sabiamente limitarse a una mera historiografía de las obras escritas por los psiquiatras de entonces e incorpora a su estudio otros tipos de documentos: leyes, reglamentos, prensa, archivos judiciales y otras fuentes de información (filosóficas, literarias, arquitectónicas, etc.) que junto a una oportuna iconografía permiten la contextualización de las reflexiones psicopatológicas historiadas en el marco de la mentalidad en que se produjeron, aproximándose así al ideal -siempre asintótico, claro está- de totalidad de las fuentes, ideal propio del método histórico, que busca ser justo con todos los datos y reconocer todos los hechos acerca de los que hay un conocimiento disponible, sean o no dignos de elogio, sirvan o no para cualquier interesada rentabilización actual. Sólo ese modo de entender la investigación histórica es el que realmente puede aportar savia nueva a una clase de pensamiento psiquiátrico que se niega a dejarse ahogar entre el hiperfinanciado -y financiero- avance de las neurociencias fármacoaplicables, el ansiógeno marketing social de psicofórmulas ultrarápidas para lograr una felicidad hueca y cosmética, o el papel de amiga tonta que ciertos metapsicólogos soidisants atribuyen machaconamente a "la" psiquiatría con el descarado propósito de colocarse por encima del bien y del mal... pero dentro del business, por supuesto.

Huertas aboga, y con él coincidimos, por que la historia rigurosa desempeñe un papel fundamental en la revitalización de la psicopatología y de su correspondiente praxis clínica, de tal modo que los profesionales asuman la necesidad ineludible de conocer las tradiciones que han ido conformando la complejidad de su ejercicio y de reflexionar sobre ellas, para así comprender mejor las múltiples determinaciones (histórica, social, biológica, psicológica) que se ponen en juego al aproximarse al diagnóstico y tratamiento de los trastornos mentales, pues no es un juego baladí sino que implica en todo momento una opción ética, "el acto clínico: un ser humano que ha de gestionar el sufrimiento de otro ser humano" (p. 23), opción llevada a cabo en el acendrado marco de lo sanitario, el cual, a estas alturas, sólo muy selectas lecciones puede recibir acerca de "lazos sociales". Esta singular monografía continúa la labor historiadora de Huertas, orientada no sólo a la formación de una cultura psiquiátrica sino a facilitar la producción del conocimiento que es propio a la psiquiatría. Explicando con rigor intelectual los cambios en los modelos psicológicos de "lo normal" y "lo anormal" e ilustrando las sucesivas respuestas de la sociedad ante síntomas, trastornos o enfermedades, Rafael ha vuelto a hacer una valiosa contribución al objetivo con que cierra el libro: "la construcción de una teoría de la práctica que permita pensar, con los pacientes, cómo recuperar la libertad de pensamiento".

Ramón Esteban Arnáiz


Rosa GÓMEZ ESTEBAN y Enrique RIVAS PADILLA (coords.), La práctica analítica en las instituciones de salud mental. La psicosis y el malestar en la época actual. VIII Jornadas de la Sección de Psicoanálisis de la AEN, Madrid, AEN, 2005, 166 pp.

Este libro recoge gran parte de los contenidos de las VIII Jornadas de la Sección de Psicoanálisis de la AEN, llevadas a cabo bajo los dos lemas que le sirven de título. Dividido en nueve capítulos, en el primero, Enrique Rivas, presidente de la Sección, presenta las Jornadas reflexionando acerca de "La situación actual del psicoanálisis y su repercusión en la Sección de Psicoanálisis de la AEN". La Sección es conocedora de "un retroceso general en la sociedad actual con relación a las manifestaciones de la cultura, las expresiones creativas y los discursos en torno a los conflictos que hacen sufrir al ser diciente" (p. 11). La involución global del pensamiento sobre la subjetividad, la oferta social de objetos de satisfacción inmediata y el desarrollo de la tecno-ciencia tienen su correspondiente efecto en el ámbito sanitario, donde se privilegia a las terapias de restablecimiento del yo y de aniquilación de los síntomas. Por su parte, los psicoanalistas han estado atrincherados en sus discursos herméticos y cerrados al diálogo con otros profesionales del abordaje de la patología psíquica, e incluso existe una escisión entre sus variados grupos. A su vez, la Sección de Psicoanálisis debe asumir la contradicción de pertenecer a una asociación científica cuando el objeto de su interés es una praxis que se sitúa por fuera del discurso de la ciencia. Las VIII Jornadas se plantearon pues desde la tolerancia, la comprensión y el diálogo.

Haciendo someramente historia, la recepción del psicoanálisis en las instituciones públicas se vio marcada inicialmente tanto por las habituales resistencias frente al discurso analítico como por el propio pesimismo de los psicoanalistas ante la posibilidad de atender a los psicóticos o de establecer un setting adecuado para éstas y otras patologías. "Los psicoanalistas se armaron de argumentos epistemológicos y prácticos para rehusar su compromiso con la atención a la demanda depositada en los servicios de salud mental públicos" (p. 13). En la actualidad, las nuevas formas de comprensión activadas por la reforma psiquiátrica dan cabida al psicoanálisis, "ética del bien decir sobre aquello que subyace a cualquier petición subjetiva de limitación del sufrimiento" (p. 14). Para la escucha de cualquiera de ellas, en aquellos casos en que el sujeto lo consienta "será tarea y compromiso ético del analista crear las condiciones para invertir la demanda de curación en deseo de saber sobre la causa" de su malestar (p. 17). La posibilidad del psicoanálisis en la institución se crea mediante la oferta inequívoca de escucha a lo real que subyace en el síntoma, de modo que el sujeto no sea expulsado de su propio inconsciente y pueda depositar en los dispositivos públicos una demanda de "curación" a la que no se estorbe la posibilidad de convertirse en deseo de saber.

Como condiciones de la práctica analítica en la institución, unos factores parecen indispensables y otros sólo accesorios. "Son instrumentos indispensables la transferencia y la interpretación" (p. 18). Como elementos accesorios, todos los demás del setting, siendo los más señalados el tiempo y el dinero. Respecto a la gestión del tiempo (duración de las sesiones, frecuencia de las citas, limitación o no de su número), "el analista tendrá que operar de forma creativa y flexible, evitando la ritualización esclerotizante" (p. 19). Rivas relativiza también los tradicionales argumentos contra la cura gratuita: en la asistencia pública el objeto sustitutivo del goce a ceder "no puede ser otro que la palabra misma, el compromiso del sujeto con el trabajo de la cura que se sustenta en la enunciación de su discurso. [...] se podría pensar que si en la cura en régimen privado el sujeto paga por hablar, en la cura analítica en las instituciones el sujeto tendrá que hablar para pagar" (p. 19).

Como final de la Presentación de las VIII Jornadas, el Presidente propuso que la Sección sea un lugar de encuentro, plataforma de tolerancia y de desarrollo de la teoría y de la práctica, respetando discursos y tendencias. También pidió el compromiso de la Sección para transformar los dispositivos públicos en lugares de escucha.

El capítulo II, también de Enrique Rivas, está dedicado al "Diálogo y trato con el sujeto psicótico". El objetivo de la ponencia correspondiente fue desmontar el mito histórico de la psicosis como "diagnóstico maldito", malditismo arraigado en la cultura y el discurso social sobre todo merced a la idea de "crónico", esto es, de sujeto no-reconocido por el Otro social. Apoyándose en las ideas de Gadamer (concepto de "diálogo", arte de comprender la opinión del otro), Badiou (Ética y Psiquiatría; "el enemigo del psiquiatra es la idea del loco definitivo, del incurable, proscrito para siempre de la ciudad") y Heidegger (hermenéutica), el autor formula las directrices de la estrategia básica del trato del analista con el sujeto psicótico (trato-pacto que implica reconocerle como sujeto), estableciendo las diferencias con el tratamiento proporcionado por la concepción estrictamente médica de la psiquiatría y también de la posición del analista ante el sujeto neurótico.

Ignacio Anasagasti, en el capítulo III, resalta "El mito del "deterioro" en las psicosis, frente a la apuesta por la reconstrucción del "sujeto"" y estudia breve pero enjundiosamente esos dos temas: el "deterioro", noción que consolidó a partir de Kraepelin, y la "reconstrucción del sujeto", que el autor hace partir de Pinel y se continúa en "las corrientes antipsiquiátricas y comunitarias que intentan restituirle al loco el lugar en el mundo que ha perdido" (p. 65). Como recuerda Anasagasti, la idea del deterioro como destino inevitable de la evolución "natural" de la psicosis viene siendo cuestionada por la propia psiquiatría desde las observaciones de Bleuler. También el psicoanálisis ha ido superando sus ideas iniciales respecto a la no-transferencia de los psicóticos. Tras extraer las enseñanzas de dos textos fundamentales de Freud, el "Caso Schreber" (1911) y Construcciones en Psicoanálisis (1937), el autor ilustra con un caso clínico personal cómo la escucha analítica permite la aparición y manejo de la transferencia psicótica, de modo que la paciente en cuestión consigue iniciar la reconstrucción de dos elementos claves de la estructura: el lugar de la falta en el otro y el objeto "a" (p. 74).

A Ana Castaño se debe el capítulo IV, "Posibilidades y condiciones de la práctica del Psicoanálisis en las instituciones de salud mental". Asume la autora la aparente contradicción del analista trabajando en instituciones sanitarias públicas: éstas deben cumplir objetivos de lo que la sociedad entiende como salud y bienestar, y su misión terapéutica consiste en suprimir el síntoma. "Si hay psicoanálisis en la institución es por el deseo del analista", y Castaño, acertadamente, considera una cuestión ética apostar por la intersección psicoanálisis/salud mental comunitaria (p. 77). Las ideas de Eugenio Trías acerca de la "ontología del límite", bisagra donde los términos no se oponen sino que se conjugan sin perder sus diferencias, sugieren a la autora la posibilidad de que el concepto de "estabilización", que remite a Freud y a Lacan, sirva como tal punto de encuentro, no sin aclarar que no debe ser entendido como desaparición de síntomas o restitutio ad integrum. Poniendo en valor el concepto lacaniano de "sinthome", se trataría de posibilitar un punto de detención en la infinita metonimia del delirio, punto distinto del paso al acto y relacionado con la posibilidad de construir una metáfora delirante o con facilitar la "invención" de una suplencia. Refiere la posibilidad de creación de dispositivos de escucha, tal y como ha sido factible en su centro de trabajo de Moratalaz (y nos consta que también en otros lugares: Torrelavega, Vigo, Valladolid, etc.).

Rosa Gómez Esteban, experta en psicoterapia analítica de grupo cuyos trabajos pueden rastrearse en esta revista desde su época fundacional, abre el capítulo V, "Psicoterapia de Grupo Psicoanalítica en la esquizofrenia. Algunas fases del proceso grupal", con una historia del concepto de esquizofrenia que incluye una excelente crítica de las posiciones monocausales reduccionistas, y lo continúa relatando la trayectoria de la terapia analítica de las psicosis esquizofrénicas, desde el escepticismo inicial de Freud, los intentos pioneros de Federn, el relevo tomado por F. Fromm-Reichmann, etc., historia paralela a los abordajes grupales iniciados por Low a principios del siglo XX hasta la práctica de García Badaracco a finales del mismo. Los propone como recurso asistencial eficiente, en estos momentos de aumento de la demanda y falta generalizada de recursos. Por supuesto, exigen del terapeuta una actitud de escucha y respeto tanto de la palabra del paciente como de sus silencios, actitud fundamental en toda terapia de las psicosis. De su experiencia -que se remonta a 1974- en grupos terapéuticos llevados a cabo en dispositivos asistenciales intra y extrahospitalarios, Rosa entresaca el estudio durante cuatro años de la evolución de tres grupos de pacientes esquizofrénicos, lo que le permite identificar cuatro fases en el proceso grupal ("Reconocimiento de la enfermedad", "Relato del delirio", "Expresión de los afectos" e "Inserción en el tiempo y en la historia"), además de constatar la posibilidad de desarrollo de transferencias "laterales" con miembros del grupo distintos del terapeuta, evitando el alud afectivo sobre éste y facilitando procesos de autonomía, entre otras muestras de atemperación de la angustia.

Un breve pero muy recomendable artículo de Maximino Lozano Suárez constituye el sexto capítulo, "La transferencia en la psicosis". Se centra en la esquizofrenia desde la óptica estructural lacaniana (déficit simbólico por imposibilidad de anudamiento de esta dimensión en el nudo borromeo, de modo que las dimensiones imaginaria y real se interseccionan en el goce del Otro). Comparado con el neurótico, "el intento del paciente esquizofrénico es conseguir alguna identidad que le permita tener algún deseo propio, conseguir una mínima salida de lo ajeno" (p. 125). Tras estudiar las distintas características de la transferencia neurótica y la psicótica, el autor finaliza listando con claridad práctica alguna de las reglas técnicas de la atención psicoanalítica al sujeto esquizofrénico de modo que éste pueda "incorporar elementos significantes que le aporta el psiquiatra-psicoanalista" (p. 128).

De nuevo Enrique Rivas se hace cargo de otra de las secciones de este libro, "Abordaje psicoanalítico de los nuevos síntomas y formas del malestar contemporáneo: el psicoanálisis aplicado a la terapéutica". Afronta la evidente existencia de nuevas formas clínicas de malestar ligadas al discurso social de la época que nos ha tocado vivir, "época del Otro que no existe" en palabras del autor. Esta clínica de la actualidad, en cierto modo transhistórica pero que hoy reviste características especiales, la subdivide Rivas (p. 133) en "Desórdenes pulsionales" (anorexia, bulimia, toxicomanías), "Dislocación/deslocalización del goce" (fenómenos psicosomáticos transestructurales y algunas formas de psicosis), "Síntomas o clínicas del sujeto-objeto" (acoso sexual y laboral, en el que -como era tradicional en las celotipias- la posición subjetiva puede recorrer la victimación real o no desde la neurosis a la paranoia), y, finalmente, las "Patologías del acto" (trastornos de la personalidad, algunas perversiones sexuales y la clínica de la violencia en sus diversas manifestaciones). La mayoría de ellas ponen de manifiesto una desubjetivización del síntoma que dificulta su abordaje y complica su evolución por la intervención de terceros. La causa está siempre del lado del otro, inhibiéndose el sujeto de su responsabilidad y, muy frecuentemente, de la demanda de tratamiento. En su abordaje terapéutico, apunta Rivas, el analista debe ser paciente frente a la demanda vacía o desplazada, prudente en sus intervenciones tendentes a situar progresivamente al sujeto frente a la causa inconsciente y su responsabilidad, y perseverante "para enlazar paulatinamente la transferencia imaginaria que soporte al fin la transferencia simbólica y real" (p. 138).

En el VIII capítulo, "Escuchando a mujeres: la palabra invisible", hermoso título cuyo profundo sentido explica al relacionarlo con la construcción histórica, cultural y social de la imagen de la mujer, Beatriz Molina recuerda cómo lo evidente "se hace invisible a fuerza de mostrarse", en este caso los patrones sociales del ideal masculino que tradicionalmente han conformado lo que debe ser la mujer. La tendencia humana a naturalizar las construcciones sociales para considerarlas inalterables pasa incluso por biologizar las conductas fabricando estereotipos, siendo uno de los más pesantes y confusos la identificación entre ser madre y ser mujer, del que se derivarán casi todos los presuntos atributos de lo femenino (sensibilidad, abnegación, conservadurismo, predominio de la afectividad sobre el raciocinio, de lo doméstico sobre lo público). Esa imagen de lo femenino viene siendo usada en el fondo como instrumento de segregación social. Si bien cualquier categorización termina siempre siendo fallida, y, por tanto, puede incluso decirse que "la" mujer no existe, citando a Gómez Valverde la autora coincide en que la mujer "insiste por existir [...]. Y de ahí precisamente arranca la posibilidad de atravesar la imagen de la mujer y empezar a escuchar la palabra de las mujeres, una por una" y no ya desde la generalidad sin nombre propio (p. 143), algo hasta ahora sólo posible para aquellas que han tenido acceso al campo de las producciones sociales pero no para las pertenecientes a los sectores populares. En la segunda parte de este original trabajo de psicoanálisis tan dúctil como imaginativamente aplicado, Beatriz Molina da cuenta de la intervención analítica mediante grupos de diálogo con mujeres del medio rural, actividad que CEPYP-UNO (Centro de Trabajo Psicoanalítico) viene desarrollando desde hace algunos años. Facilitando que la palabra de las participantes emerja en su singularidad de sujetos deseantes se alejan del discurso del sometimiento y de la queja, se formulan a sí mismas preguntas que no se habían hecho nunca, y sin que la coordinadora del grupo proporcione contenidos o significados se accede a una experiencia de algo que antes "no estaba", es decir, se logra "hacer visible lo evidente", interrogándolo entonces, de modo que, en palabras de la autora, "se constata que la imagen es de la mujer pero que la palabra es de las mujeres, una por una" (p. 146).

Finalmente, cerrando esta recopilación de ponencias, el capítulo IX, "La relación médico-paciente. Las emociones del médico", es una segunda contribución de Rosa Gómez Esteban a las Jornadas y versa sobre la relación médico-paciente (RMP), tema sobre el que realizó su Tesis Doctoral publicada luego como El médico como persona en la relación médico-paciente (Madrid, Fundamentos, 2002), libro comentado en su día en esta revista. Para la autora, la RMP es una relación interpersonal dual triangulada con un tercer elemento, la enfermedad, triángulo enmarcado por la institución sanitaria-universitaria que elabora los modelos de conceptualización de la enfermedad y de asistencia a la misma, y estos cuatro elementos se contextualizan en cada momento histórico-socio-cultural, siendo este último el terreno que proporciona las representaciones sociales de la salud y la enfermedad y los contenidos de los roles de médico y enfermo. La RPM, fundamento histórico de la práctica clínica, se ve hoy entorpecida por varios factores que la autora analiza detalladamente. Tras dicha teorización, Gómez Esteban da cuenta de una investigación práctica llevada a cabo entre los médicos de Atención Primaria de un área sanitaria de Madrid, que trató de conocer, describir y analizar las principales ansiedades experimentadas por cada médico en su encuentro con la variada problemática de sus pacientes. Las conclusiones de profundo alcance de la autora merecerían ser atentamente leídas no sólo por los profesionales sino también por los gestores de la sanidad -e incluso por los usuarios-, poniendo en evidencia las condiciones mínimas de dotación en recursos humanos y las necesidades de áreas específicas de formación de los mismos, condiciones irrenunciables en un país europeo del siglo XXI aunque, lamentablemente, estén hoy muy lejos de formar parte de nuestra realidad.

En definitiva, algunos de los miembros más activos de la Sección de Psicoanálisis de la AEN han hecho un generoso esfuerzo de escritura y coordinación, dando como fruto un libro del que todos ahora podremos sacar interesantes enseñanzas teóricas y prácticas. Una lectura minuciosa y una frecuente consulta puede ser la mejor manera de manifestar el merecido reconocimiento de su labor.

Ramón Esteban Arnáiz


Andrés GALERA, Ciencia a la sombra del Vesubio. Ensayo sobre el conocimiento de la naturaleza, Madrid, CSIC, 2003, 250 pp.

Este excelente estudio de la ciencia natural napolitana ofrece un panorama del magma investigador de la Italia meridional moderna. No hay muchos escritos en castellano que se hayan adentrado por tales caminos histórico-científicos, excepto los artículos, iniciados en 1994, del propio autor.

La primera parte, "El sendero", nos sitúa en la contraposición entre dos mundos: el mágico y confuso del Renacimiento tardío y el sígnico y protocientífico, al modo moderno. El mundo de ideas que sigue temporalmente a Paracelso y Cardano sería su punto de arranque, con figuras del sur italiano tan decisivas como Campanella, Bruno o, especialmente, Porta. Galera elige esta frontera para estudiar las ciencias de la vida porque ese pensamiento era el de la vida-naturaleza, y estaba fundido con una especulación muy general. De hecho, con Porta y otros napolitanos menos citados, como F. Colonna, Ferrante Imperato, y Severino, va a intentar reconducirse la indagación hacia la idea baconiana de historia natural, de recopilación pausada, de ubicación de todo tipo de cosas -animadas o no- en museos y jardines botánicos, en la busca de nuevos canales de comunicación gracias a las sociedades científicas.

Éste es el centro de la segunda parte, "Los investigadores" (homenaje a la Accademia degli Investiganti, 1663). Toda esa organización estudiosa les permite iniciar el discurso paleontológico (destacadamente a Colonna), anticipándose algo a Stenon, o les impulsa a constituir un herbario importante, prolongando así con vigor la línea iniciada en la segunda mitad del Cinquecento, pero reorientada ya la indagación que impulsa Galileo, entre las que se contará luego, con pleno derecho, la partenopea. Los años decisivos para la moderna ciencia a partir del siglo XVII se ven recorridos por los napolitanos de forma bastante acorde con la forma empírica, ocular, del inmediato futuro. De hecho, en la revisión que el autor nos ofrece se atisban futuras ideas con la introducción de la noción del cuerpo-máquina -de la mano de Cornelio, y nada menos que en compañía de Borelli y Malpighi- o de las determinantes ideas atomistas, que influyen en una primera etapa del siglo XVIII, aunque el impulso newtoniano languideciese.

Con Galiani entramos en el mundo científico setecentista, que ocupa la tercera parte; y es "El recinto universitario", pues la Ilustración supuso organización, que logró no sin dificultades: hubo una reacción de cierto Nápoles contra los físico-matemáticos, y los ilustrados en el sur italiano se empeñaron en reorganizar la enseñanza, antes y después de la expulsión de los jesuitas. Comprobamos que el caso del Mezzogiorno es uno de los más significativos; la Academia de Ciencias, fundada en 1778, aglutinará a estudiosos como Caravelli, Cirillo, Vairo, Cotugno: son figuras llenas de iniciativas, a veces dispersas, pero que se adentran en territorios polémicos y de ricas consecuencias teóricas en el siglo XIX. El sur mantuvo un impulso propio del que, en cambio, careció a veces el norte italiano.

Galera retorna a los temas naturalistas y muestra que hubo una gran tradición, una continuidad con los temas abordados. El mecanicismo triunfa más en el norte de Italia (con Spallanzani, con preformistas como Redi, Malpighi o Vallisnieri), mientras que, en el sur, las ideas epigenéticas se renuevan en un Della Torre. El autor describe esta proclividad de un modo medido, rico y preciso: desde las clasificaciones botánicas hasta la idea de la cadena de los seres, con todos sus elementos de reflexión: plantanimales, análisis micrográficos (por ejemplo, de la sangre), etc. El libro, de hecho, se cierra con Cavolini, naturalista admirado por contemporáneos y sucesores, que sin embargo daba una idea fijista del mundo; pero el espíritu transformista se abre gracias a su esfuerzo y el de otros indagadores de la naturaleza. Comprobamos así que tanto en las ciencias como en las letras de la primera modernidad hubo una singular curiosidad napolitana, una inquietud intelectual que desde luego se hizo especialmente perceptible poco antes y durante las Luces y que continúa en iniciativas sabias del presente.

M. Jalón


Anacleto FERRER, Xavier GARCÍA-RAFFI, Bernardo LERMA, Cándido POLO, Psiquiatras de celuloide, Valencia, Filmoteca (Institut Valencià de Cinematografía Ricardo Muñoz Suay), 2006, 302 pp.

A principios de los años ochenta, la propuesta de reforma de la enseñanza del entonces ministro socialista José María Maravall desató un hondo debate sobre la didáctica de la filosofía. Los autores de este libro, entre otros, participaron en aquellas discusiones, llegando con el tiempo a constituirse en un grupo comprometido con una determinada idea de la filosofía y sus posibilidades pedagógicas. Compromiso que era tarea espinosa, voluntad de enfangarse, embrollo o lío en definitiva, y que acabó dando nombre al colectivo: Embolic (lío, en catalán). Durante una década se dedicaron a la elaboración de diferentes propuestas para la enseñanza de la filosofía en educación secundaria, investigando las posibilidades de distintos lenguajes para la transmisión de una idea "mundana" de la filosofía, capaz de conciliar la teoría con las necesidades del hombre actual. En 1995 publican Cinema i Filosofia: com ensenyar Filosofia amb l'ajut del cinema, y desde entonces el grupo amplía sus horizontes, enfrentando la tarea de analizar diversos problemas sociales e individuales con la ayuda del cine como expresión artística, y también sintomática, de la cultura, la historia y la propia sociedad. En 2001 aparece el hermano mayor del presente volumen, Locuras de cine (Valencia, Colomar), con la intención de reflejar la imagen social de la locura a través de su historia cinematográfica y desvelando sus más o menos burdos estereotipos.

Anacleto Ferrer es doctor en filosofía, catedrático de bachillerato, profesor de estética en la Universidad de Valencia y un especialista en un loco ilustre, Hölderlin, sobre el que ha publicado diversos trabajos y al que ha traducido al castellano y al catalán. Xavier García-Raffi y Bernardo Lerma son doctores en filosofía y catedráticos de bachillerato, y se encuentran también vinculados a la docencia de la filosofía en la universidad y la enseñanza secundaria.

Cándido Polo es licenciado en filosofía y psiquiatra de los Servicios de Salud Mental de Valencia, y autor, entre otras publicaciones, del libro Crónica del manicomio. Prensa, locura y sociedad (A.E.N., 1999).

Si en Locuras de cine, los autores centraron su análisis en la psicopatología como atractivo cinematográfico, en Psiquiatras de celuloide pretenden hacer lo propio con la figura del psiquiatra en sus diferentes versiones, históricas como cinematográficas. Deben, para ello, someterse sin remedio a las mareas temáticas de la gran pantalla, que desplaza en oleadas sus intereses, las más de las veces por moda pero también por las convulsiones políticas e ideológicas del siglo XX. El libro queda así dividido en seis capítulos cuya unidad temática responde a la percepción social de la psiquiatría en diversas coyunturas científicas o históricas, pero sobre todo al estereotipo más o menos prejuicioso que, derivado de aquéllas y pasando por filtros de todo tipo, llega a plasmarse en el fotograma. Al final de cada capítulo, se comenta por extenso el argumento de cinco películas, escogidas por su importancia o su calidad de ejemplo para cada uno de los temas tratados y, como cierre, se añade un apunte sobre las "vidas paralelas" de determinados personajes de ficción, enfermos, actores, directores o psiquiatras, aunque finalmente de lo que se trate no sea tanto de encontrar un alter ego para tal o cual sujeto, sino de un juego de perfiles en que la semejanza de rasgos personales y biográficos produzca ese efecto de paralelismo.

No serán los psiquiatras, empero, los protagonistas absolutos de este libro. La institución manicomial, los aspectos patógenos de la sociedad o la propia patología mental dan pie a un análisis que parte, al decir de los autores, de dos discursos: el de la clínica y el del cine. Así, su lectura nos somete a un constante balanceo de uno a otro y, en ese juego de perspectivas, este libro se revela como un ejercicio de subterfugio. En ocasiones tomará al cine como excusa para desarrollar ciertos aspectos de la historia de la psiquiatría o de los fundamentos de su práctica, si ha lugar tal distinción. En otras, será la presencia de la figura de un terapeuta, un enfermo o un frenopático el pretexto para comentar una o toda una serie de películas. El primer capítulo, por ejemplo, es un excelente resumen de la evolución de la atención el enfermo mental. Del chamán al alienista, pasando por la catarsis aristotélica, los exorcismos medievales y el mesmerismo, se invocan para su presentación las tragedias griegas clásicas llevadas al cine por Pasolini, los excesos de la ciencia en El gabinete del Dr. Caligari o casos célebres como el Kaspar Hauser de Herzog o el de Víctor de l'Aveyron, en L'enfant sauvage de Truffaut. El segundo capítulo, "Cine de manicomios", comentará aquellas películas en que los internos, el personal o la misma institución tengan cierta relevancia. Se analiza la figura ambigua del psiquiatra, siempre entre el filántropo y el inquisidor por cuanto la tesis focauldiana lo sitúa como bisagra entre dos encierros, y se revisan algunos títulos en que tiene protagonismo el movimiento antipsiquiátrico, o la denuncia de la violencia institucional, más allá del "nido del cuco" de Milos Forman. El tercer capítulo revisa la ingente producción cinematográfica que incluye al diván como actor principal. Aunque tratado casi siempre con ligereza, el psicoanálisis (y la psiquiatría dinámica en general) ocupará un primer plano en el cine hasta los años sesenta. Huston, un breueriano Hitchcock o Woody Allen son sólo los ejemplos más célebres. En "Psiquiatras de uniforme", la guerra y el ejército como ejemplo rotundo del poder adjudican a la figura del psiquiatra muy diferentes funciones. Por un lado, la rehabilitación de los supervivientes. Por otro, en una versión menos amable, una exigente criba de simuladores: la neurosis de guerra no es fácilmente asimilable para el imaginario militar, que la iguala a la cobardía. El quinto capítulo presenta tres versiones del psiquiatra ante el crimen. Como perito, que debe en ocasiones decidir sobre la responsabilidad de un imputado. Como investigador, en una imagen más fantástica que la sociedad asigna a quien sabe de los misterios de la mente y puede, por tanto, ser un inmejorable detective. Y del Dr. Caligari o el Dr. Mabuse a Hannibal Lecter, como asesino, que por la misma razón será aún más inquietante y perverso. El último capítulo repasa la representación cinematográfica de algunos aspectos de la psiquiatría más actual. Durante los años sesenta, la psiquiatría dinámica pierde progresivamente su fuerza, también en el cine, para dejar paso a nuevos actores en escena: psicofármacos y terapias por shock son ahora protagonistas, y tampoco se librarán del ataque del cine de denuncia.

No estamos ante un recorrido por la historia de la psiquiatría a través de su reflejo en el séptimo arte, y tampoco ante una revisión sistemática de un supuesto "cine psiquiátrico". El presente libro pertenece a una colección dedicada al celuloide y, en ese contexto, tiene la singular virtud de ofrecer cine y psiquiatría a partes iguales. Es de esperar que ese movimiento pendular contribuya a su función divulgativa y acerque al público general algunas realidades de la clínica que acaso no podrían llegarle de otra forma que con el poderoso auxilio de los fotogramas.

(Quien desee saber más sobre los trabajos del grupo Embolic puede consultar su página web www.grupembolic.com).

Francisco Ferrández


Agustina BESSA-LUÍS, Contemplación cariñosa de la angustia, Valladolid, Cuatro, 2004, 208 pp.

Resulta difícil hablar de una autora inclasificable que lleva más de cincuenta años publicando otros tantos libros llenos de vitalidad, siempre sin contemplaciones, afligidos y a la vez alegres, fugaz pero recurrentemente alegres. El lector avisado sabe que el trabajo de Agustina Bessa-Luís es de una enorme envergadura; como novelista ante todo, desde luego, pero también como creadora dramática, como arriesgada autora de biografías y como incisiva ensayista. Además su obra se desenvuelve sin que las fronteras sean muy precisas entre los géneros que frecuenta. ¿Cómo resumir, pues, su tarea como escritora, una tarea que arranca de 1948, con Mundo cerrado, y llega sin interrupción hasta hoy, con la trilogía novelística, concluida en 2003, que se engloba bajo el título El principio de incertidumbre y rodada por Manoel de Oliveira? Más aún por cuanto en 2004 recibió el Premio Camoens de las Letras (creado por los gobiernos de Brasil y Portugal, en 1988).

Pues bien este libro nuevo, de ensayos literarios, confesiones y evocaciones puede ser la mejor introducción a ese mundo, del que sólo en castellano hay cuatro muestras, eso sí de gran calidad. Ahora, en una traducción fiel, que al parecer ha gustado sobremanera a la autora, aparece este libro inclasificable y genial, que va desde 1974 hasta 2000 en sus juicios, intuiciones y malicias ("escribo, dice, para incomodar al mayor número de personas, con el máximo de inteligencia"). Como en otros libros suyos, destacan aquí las revueltas de su estilo, de su inspiración casi musical, con su desorden temporal, su rara intensidad y sus travesuras.

Con respecto a los autores que ella revisa en una de las partes de este libro, muy a su modo tan torrencial (Camoens y Berdardim Ribeiro, Dostoyevski y Van Gogh, Kafka y Ferreira de Castro), nada hay que decir más, excepto reconocer su perspicacia insólita (como esa palabra, cariñosa, que nos inquieta desde el mismo título). Pero el libro tiene una parte tercera, fundamental, dedicada a las angustias del presente y al valor compensador de la palabra arriesgada: pues solemos ser muy habladores ante lo insignificante y muy silenciosos ante lo que nos asusta. Con ello, Agustina trata, como siempre, de incomodar y de desengañarnos, aunque también de mitigar nuestra desazón y nuestros temores.

No es extraño que en Un perro que sueña, novela autobiográfica reciente, Bessa-Luís hiciese un elogio final de Robert Walser, como autor de las volteretas, de lo imprevisto, de la impertinencia. Es el envés risueño de su lado trágico o a veces sombrío. Lo condensó la escritora, en un texto recogido hoy en Contemplación cariñosa de la angustia. Decía ahí que pasan por el corazón siempre la "voluntad de ganar y la obligación de perder"; ya que todo se gana y todo se pierde al mismo tiempo y en la misma hora.

Esteban J. Calvo


Ángel CAGIGAS (ed.), Oficina de investigaciones surrealistas. Investigaciones sobre la sexualidad, Jaén, Del lunar, 2006, 125 pp.

En 1928 un grupo de surrealistas, animados por el espíritu de la llamada "Oficina central de investigaciones psicoanalíticas", llevan a cabo una serie de reuniones (hasta doce que se conozcan en un periodo de cuatro años) aceptando la forma de un intercambio libre de preguntas y respuestas en torno a sus experiencias amorosas y sus ideas sobre la sexualidad. Bajo un compromiso irrevocable de sinceridad, sin afán de publicidad, planteando más bien la reunión para un consumo interno del grupo, responden a las preguntas que van surgiendo de un modo directo, descarado a veces, casi cruel en ocasiones, pero también pueril en no pocos momentos así como menos provocador y anticonvencional de lo que en principio cabría esperar, al menos para los desinhibidos usos actuales. La conversación gira alrededor de conductas, costumbres sexuales o estrategias de placer, pero nunca se adentra en motivos personales o en posibles hipótesis causales sobre la elección, las dificultades o los gustos de cada uno. Están presentes los miembros más destacados del movimiento surrealista (Tanguy, Ernst, Aragon, Queneau, Artaud, Naville, Éluard, Unik) así como otros de segunda fila, pero es Breton quien está presente en todas las sesiones, el que parece organizarlas, plantear los temas y avivar las preguntas, no ahorrándose críticas y comentarios más o menos sardónicos sobre las opiniones de los participantes.

Es curioso, aunque tampoco puede resultarnos sorprendente, que la supuesta liberalidad de los personajes se acompañe también de muchos prejuicios, confusiones y desconocimientos que hoy resultan chocantes y de un tono represivo evidente, pero que son coherentes y hasta vanguardistas en referencia al momento histórico en que se formulan. Llama la atención, además, que pese a la presencia de alguna mujer en las sesiones finales, con intervenciones más bien anodinas, constituyen reuniones de hombres para hablar de sexo en un mundo de hombres, donde el conocimiento de la sexualidad femenina es casi inexistente.

Las cuestiones que se plantean a discusión son de lo más variopinto. Les preocupan problemas muy distintos que van desde el amor a los temas más escatológicos. Un ejemplo puede ser la pregunta sobre el goce de la mujer y la posibilidad de si puede engañarnos mediante simulación. Asunto que, como muestra del tono viril del libro, merece esta respuesta por parte de Queneau: "Aunque la ame no confío en nadie y menos en ese campo". Otro, es el criterio sobre la sodomía con la mujer, que Breton califica "de maravilla". También se indaga sobre si se debe o no preguntar el parecer de la mujer en la relación. Sobre las posturas preferidas o la parte del cuerpo más excitante, sobre la posibilidad del goce simultáneo, los peligros de la masturbación, la edad de la mujer que más se aprecia o el celibato de los sacerdotes. Tampoco son ajenas al interés general la curiosidad sobre cómo y cuándo perdieron cada uno de los presentes la virginidad, sobre si practican o no el amor de pie, si sienten atracción por el sexo depilado de la mujer, qué papel conceden a la vista o el número de veces que pueden copular seguidas.

Algunas cuestiones abordadas se salen de lo común y son de un surrealismo provocador y a veces desternillante. La pregunta, sin ir más lejos, sobre si se ha gozado con súcubos, que merece el siguiente comentario por parte de Breton: "No se trata de mujeres reales; no las conocemos; no las llamamos; vienen y nos excitan". La idea sobre si se debe o no hacer el amor en las iglesias. La ingeniosa respuesta de Marcel Noll a la cuestión de qué es amar a una mujer: "Al no estar enamorado ahora no puedo hablar de lo que es amar a una mujer. No me fío de la memoria". Respecto al asunto de las manifestaciones vocales que acompañan al placer, Aragon comenta: "A veces, muy a mi pesar, digo: ¡Dios!". Sobre la oportunidad de tener o no hijos, Breton se expresa así: "No. La triste broma que empezó con mi nacimiento debe terminar con mi muerte". Cuando se habla de la imagen de una mujer embarazada, Tanguy confiesa que "pienso inmediatamente en una cesárea", y si se trata de mantener relaciones sexuales con ella, Unik lo rechaza "por representar la imperfección física, la miseria física". Y llegados al asunto de hacer el amor con una mujer que tuviese la regla, Prévert resuelve categórico que "es un bonito vestido". No se queda más corto Baldespenger al hablar del amor con los animales: "Yo tuve una burra, que todavía vive, con la que mantuve relaciones muy estrechas durante un año".

El lector se enfrenta a un libro inclasificable y curioso como pocos. Su observación puede oscilar entre los personajes, el estudio del movimiento surrealista, el contenido directo de las discusiones o el análisis histórico del discurso. En todos los campos obtendrá sus frutos, pues tan valioso puede ser seguir la presencia de Artaud en las discusiones como insertar la experiencia en el movimiento global del grupo. Tan sugerente el argumento de ciertos participantes como el arcaísmo oculto de algunos confesos vanguardistas.

El editor, prologuista, traductor y anotador de este libro, Ángel Cagigas, concluye su introducción con estas palabras: "Todo lo cual provoca que en ocasiones la lectura nos parezca un tanto extravagante pero que por lo mismo nos permita captar mejor el espíritu de aquellas reuniones tan frescas, tan espontáneas y tan desbordantes".

Fernando Colina


Arnold SCHOENBERG, Thomas MANN, À propos du Docteur Faustus. Lettres 1930-1951, Lausana, La Bibliothèque des Arts, 2002, 156 pp.

Tras una publicación tardía de la correspondencia de estas dos grandes figuras del exilio alemán, se traduce de forma rápida a varias lenguas. Su interés radica tanto en las explicaciones que nos proporciona sobre la gestación de la novela de Thomas Mann, como sobre el carácter y la "patología" que sobrevuela la edad adulta de ambos artistas. Dos fases de contacto, dos fases de desencuentros nos encontramos en estas páginas. La primera se refiere al intento del músico de encontrar apoyo a algunas iniciativas. Una de carácter más artístico, la solicitud de apoyo a la genial obra del arquitecto de Viena Adolf Loos. La otra, al intento de publicación por parte de Schoenberg de algunas páginas en contra de la persecución de los judíos por los nazis. En ambos casos Mann se escapa, no dando respaldo a las peticiones del corresponsal.

La segunda etapa corresponde a los años de vecindad en Los Ángeles, con un músico ya anciano y un escritor todavía en buena forma, a pesar de ser ambos coetáneos. Es, sobre todo, la época de redacción de la interesantísima novela Doktor Faustus. Escrita a caballo sobre la Segunda Guerra Mundial, más que su calidad, me interesa el planteamiento que supone sobre la cultura alemana de un escritor decepcionado por la brutalidad de los combates y las persecuciones. Adrian Leverkühn, el músico protagonista, representa toda una meditación sobre la idea de artista, sobre el espíritu alemán y, lo que nos interesa, sobre la relación de la enfermedad con la vida del hombre. En efecto, Adrian sufrirá la sífilis y, en su último estadio, la locura. Parece haberse inspirado en algún pasaje de la vida de Nietzsche, filósofo siempre presente en las páginas del novelista. La belleza de la tan alabada escritura del pensador, así como sus ideas sobre el papel de la vida, con la enfermedad y la muerte, influyen de forma extraordinaria en Thomas Mann.

El novelista pone en manos de su personaje la creación de la música dodecafónica, esa novedad innegable del siglo XX que tanto "asustaba" a sus primeros oyentes, y nos sigue inquietando todavía a muchos. Siendo Schoenberg el padre de esta novedad, reacciona con evidente violencia. Ha prestado a Mann su Tratado de la armonía y Adorno, discípulo de su querido Alban Berg, había informado y aconsejado al escritor sobre la inserción en la novela de la nueva forma de hacer música. Sin duda el escritor se ha documentado de forma exhaustiva sobre el oficio del músico, incluso consultando a Bruno Walter y Stravinsky. Sufre, de todos modos, el desprecio de Schoenberg, quien lo tilda de anticuado, de personaje anclado en el fin de siglo, en las dolientes historias de Nietzsche y en las grandilocuentes músicas de Wagner.

Se produce una ruidosa polémica, que pasa a la prensa, y Mann acepta poner una nota aclaratoria en todas las ediciones de la novela, que, en efecto, todos los lectores hemos podido ver. No satisfizo al músico la así incluida, sigue la polémica que los años solucionan, así como el desvío del enojo hacia el discípulo de Alban Berg. Sin duda, fue muy enérgica la reacción de Schoenberg, quien no supo comprender lo que el mismo Mann señala con frecuencia, ese carácter de espectador, de espía, de parásito que tiene el novelista, que en sus escritos se apoya en lo que observa. Es la grandeza y la lacra del realismo literario, que incluso a algunos familiares de Mann, observados y descritos con deformación, pudo ofender, o al menos asombrar.

La reacción se apoya en dos líneas, que muestran bien la necesidad de supervivencia del ser humano, exacerbada en el artista y en el exiliado. La "patología" del exilio es un tema que aquí aparece con frecuencia, en las enfermedades de ambos, en especial del músico, y en las peleas internas del grupo, animado por Alma Mahler. La primera defensa se refiere a la vida de la fama, la necesaria supervivencia para el artista tras la muerte, en lucha con ella. Tiene miedo Schoenberg de que se le niegue la autoría del nuevo método musical y que se atribuya así al mismo Mann. Rivalidad y celos también figuran en la controversia. Pero la otra línea de divergencia es más interesante, se asusta de que se le atribuyan algunas de las enfermedades del protagonista de la novela, sea la venérea, sea la mental. Sin duda, todo el dolor de la enfermedad se incrementa en las venéreas -como vivimos hoy de nuevo- con la vergüenza del pecado y la desviación. Comenta Mann con gracia, yo tampoco. Hubiera sido interesante, si tras la película de Visconti sobre Muerte en Venecia, Mahler hubiera podido quejarse al escritor.

¿Qué hubiera éste respondido? Ojalá hubiese podido ser sincero.

Miedo a la muerte, miedo a la enfermedad, miedo al descrédito. Incluso Mann tiene miedo, lógico en el exilio en el país de las reclamaciones, a ser arruinado por las demandas del músico. En un penoso -aunque rico- entorno del exilio de la Segunda Guerra Mundial se enmarcan estas cartas. Y todo en el diabólico entorno de la guerra. El diablo se ha aparecido a Adrian, como hizo ante Fausto. El pueblo alemán ha caído en sus garras. La maravillosa novela de Klaus Mann ya nos lo contó antes que su padre, de forma mucho más ágil. Introduce la biografía, como hace con otras como Alexander. Su padre sigue hablando de biografías de pueblos, aquí el alemán, mientras a la vez Schoenberg y él se embarcan en pesadas composiciones sobre el pueblo bíblico.

El dolor de una pequeña anécdota nos remite a las grandes tragedias del siglo XX europeo. También a las tragedias de los perseguidos, los fugitivos y las víctimas. Y a las pequeñas de algunos escritores que en la riqueza de Sunset Boulevard sufrían los achaques de la vejez y los egoísmos de los creadores. Pero algunas dolorosas quejas nos enternecen. Escribía así -con ironía- el músico, el 25 de febrero de 1948: "Mi situación es poco habitual comparada a la de otros creadores. Para los alemanes, yo soy un judío; para los latinos, soy un alemán; para los comunistas, soy un burgués; y los judíos prefieren a Hindemith y Stravinsky".

José Luis Peset

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