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Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría

versión On-line ISSN 2340-2733versión impresa ISSN 0211-5735

Rev. Asoc. Esp. Neuropsiq. vol.30 no.2 Madrid abr./jun. 2010

 

LIBROS

 

Críticas

 

 

KALILU JAMMEH. El viaje de Kalilu. Cuando llegar al paraíso es un infierno; de Gambia a España: 17.345 km en 18 meses. Plataforma Editorial. Barcelona, 2009 (1)

Los inmigrantes constituyen una parte creciente de la población atendida en los servicios de salud mental y este hecho está suponiendo un desafío para los profesionales. En muchos terrenos. El desconocimiento del proceso migratorio mismo y de los riesgos que este puede entrañar para quien lo realiza es una de ellos.

La población subsahariana constituye una minoría de la población inmigrante española y está muy probablemente infrarrepresentada entre la población inmigrante que consulta por motivos de salud mental. El trabajo con ella suele plantear aún mayores dificultades que el correspondiente con otros colectivos. En parte directamente por un racismo que nos afecta a los profesionales como a cualquier otro ciudadano y que, como cualquier otro ciudadano, sólo podemos sacudírnoslo de encima una vez hemos sido capaces de identificarlo. En parte, desde luego, porque la distancia cultural es mayor que la que podemos sentir con inmigrantes europeos o latinoamericanos. Y en parte porque nos resulta imposible imaginar la experiencia que para esta población supone el proceso migratorio mismo. Y esa imposibilidad es percibida -y antes de percibida, prevista- por quienes hubieran podido ser beneficiarios de nuestra ayuda profesional.

Conscientes de ello, los profesionales hemos intentado a veces recabar información sobre este proceso. La ponencia sobre "Violencia y Salud Mental" del XXIV Congreso de la AEN incluía un capítulo sobre ello (2).

Pero hasta la fecha no disponíamos de un testimonio directo y completo escrito por uno de los protagonistas. Kalilu Jammeh nos lo ha proporcionado en el texto impresionante que comentamos.

"El viaje de Kalilu" narra, como señala el largo título un viaje de Gambia a España realizado por el autor y protagonista durante 18 meses. Un viaje al que sobrevive el 5% de quienes lo intentan. Un viaje en el que el protagonista asegura haber asistido a seis "funerales" a la semana durante tan largo período de tiempo. Pero en el que la presencia incesante de la muerte no es lo peor.

El viaje al que ha sobrevivido Kalilu, como el de los otros negroafricanos que han alcanzado nuestras costas, es, sobre todo, un viaje por los límites de la humanidad. Porque supone la experiencia de dejar de ser reconocido como humano por los otros que pueden, por ejemplo, abrir a cuchilladas el vientre de una mujer para acceder al dinero que se había tragado antes de ser violada. Porque supone un despojarse de la propia consideración de ser humano lo que permite que una madre pueda arrojar a su hijo a la arena del desierto unas horas antes de caer ella misma muerta sobre ella, todo ello ante la mirada de unos compañeros de viaje a los que ninguna de las dos cosas hace detener su marcha. Porque levanta la pregunta desde qué concepto de humanidad cabe aceptar que semejantes atrocidades sean cometidas por unos seres humanos y que otros seres humanos sigan cenando mientras les llegan a domicilio los indicios de que esto está sucediendo.

El libro de Jammeh trae inevitablemente a la cabeza el relato inagural de la literatura del holocausto que fue el "Si esto es un hombre" de Primo Levi. Como éste sorprende porque acomete una narración que desgrana unos hechos inimaginables con la frialdad imprescindible para que la narración sea posible, al menos en este momento inmediatamente posterior a la experiencia en la que escriben Levi y Jammeh, a diferencia de otros autores del holocausto, como Amery, Steiner o Semprún, que no pueden hacerlo hasta unas décadas después. Y parece que, como sucede con Levi, responde al imperativo de contarlo para que se sepa, para que no vuelva a ocurrir. En este caso para que no siga ocurriendo.

Quedan para luego las consideraciones sobre lo que supone narrar, lo que se puede o no transmitir narrando, sobre la posibilidad de olvidar, del perdón o el derecho al resentimiento, sobre el lugar de los valores allí donde los valores no tienen lugar, sobre la responsabilidad, sobre el sentido, sobre la necesidad de la verdad, sobre la posibilidad de la justicia o de la reparación. Pero allí están los hechos.

El libro tiene interés para los profesionales de la salud mental por tres motivos. Por empezar por el más simple de enunciar, porque nos permite tener conocimiento de algo que afecta a nuestros pacientes y de lo que no sólo no existe conciencia en nuestro medio, sino que existe en su lugar un especie de trivialización que nos aleja, en lugar de acercarnos a ellos.

En segundo lugar porque, como sucede con la literatura del holocausto, en la medida en la que nos puede ayudar a entender lo que pasó y cómo se pudo sobrevivir a ello nos abre la posibilidad de encontrar modos de ayudar (Pau Pérez (3) ha demostrado magistralmente cómo puede hacerse esto).

Por último, pero sobre todo, porque estamos en mejor disposición que otros para enterarnos de algo que está sucediendo, y porque, aunque pretendamos no saber ni que los tiburones del Atlántico han cambiado los caladeros ni por qué lo han hecho, o por qué las arenas del desierto están llenas de osamentas humanas, no resultaremos mucho más creíbles a los ojos de nuestros hijos de lo que son a los nuestros los vecinos de Auschwitz que decían no saber -o incluso no haberse preguntado- que alimentaba el fuego del que surgía el humo que llenaba el aire de su apacible pueblo de aquel olor característico.

 

Bibliografía

(1) KALILU JAMMEH. El viaje de Kalilu. Cuando llegar al paraíso es un infierno; de Gambia a España: 17.345 km en 18 meses. Barcelona: Plataforma Editorial, 2009.

(2) CUADRA PEDRINI E, CORDÓN VERGARA I. La frontera, apuntes psicosociales de una historia de violencia. En Markez Alonso I, Fernández liria A, Pérez Sales P (Eds). Violencia y salud mental: salud mental y violencias institucional, estructural y colectiva. Madrid. AEN, 2009.

(3) PÉREZ SALES P. Trauma, culpa y duelo: hacia una psicoterapia integradora. Bilbao: Desclée, 2006.

Alberto Fernández Liria

 

MARIA-JOSEP MULET. Paisatge, ciutat i vida quotidiana. L'arxiu fotogràfic Escalas (Mallorca, 1894-1975) [Paisaje, ciudad y vida cotidiana. El archivo fotográfico Escalas (Mallorca, 1894-1975)], Palma, Obra Social de "Sa Nostra", Caixa de Balears, 2010. Edición en catalán, castellano e inglés.

Jaume Escalas Adrover (Santanyí, 1847-Palma, 1929) y su hijo Jaume Escalas Real (Palma, 1893-1979) fueron médicos de profesión y fotógrafos por vocación, compartiendo inquietudes culturales y vocación ciudadana. El archivo fotográfico que crearon es uno de los más importantes conservados en Mallorca, abarcando su obra desde 1894 a 1975. El libro que ahora se reseña es precisamente un estudio detallado de su producción fotográfica y de sus trayectorias biográficas, con incursiones a la faceta profesional de ambos, muy relacionada con la fotografía, sobre todo en el caso de Jaume Escalas Real.

Jaume Escalas Adrover fue director del Hospital General de Mallorca (1870-1919), dependiente de la Beneficencia Provincial, colaborador estrecho de la Real Academia de Medicina y Cirugía de Palma e investigador en temas de prevención de enfermedades epidémicas, que a fines del siglo XIX afectaron a la población de la Isla. Su hijo, Jaime Escalas Real, también médico de la Beneficencia, fue médico numerario del Manicomio Provincial y poco después director del mismo (1921-1963), miembro de la Real Academia de Cirugía y presidente del Colegio de Médicos de Baleares (1936). Desde 1924 participó activamente en el proceso de modernización de la psiquiatría asistencial y científica española, colaborando activamente en la constitución de la Asociación Española de Neuropsiquiatría (1924) y en la Liga de Higiene Mental (1926). Su labor se orientó sobre todo a conseguir una nueva acepción del enfermo mental y a obtener reformas legislativas que favorecieran la modernización de la psiquiatría asistencial, y que se introdujeron finalmente durante la Segunda República. Opta por una psiquiatría asilar, por la implicación de disciplinas neurocientíficas y por la legitimación social y científica de la medicina mental y de sus profesionales, criticando el descuido en la atención y el diagnóstico y la legislación anticuada.

Paralelamente a su actividad profesional, padre e hijo se interesaron por la fotografía, creando uno de los archivos fotográficos privados más importantes de Mallorca, en calidad y cantidad, con un valor incuestionable para el patrimonio fotográfico local.

El libro, que se acompañó de una exposición en el Centro de Cultura Sa Nostra, Caja de Baleares (Palma), analiza el papel de los Escalas como fotógrafos amateurs, después del análisis de los más de cincuenta mil negativos y diapositivas de vidrio conservadas, además de copias positivas de época, cámaras y accesorios diversos. Es la primera vez que este archivo se difunde de manera exhaustiva, y propone un recorrido por la diversidad de géneros y temas que trabajaron entre 1894 y 1975: el registro de lo cercano y familiar, la plasmación del territorio y del paisaje como reclamo turístico, la captación de la transformación urbana de la ciudad y la pérdida progresiva de su patrimonio arquitectónico, la vida cotidiana de un sector de la población, la noticia de actualidad, la documentación de sectores económicos en vías de transformación, la fotografía de viaje y, finalmente, el interés por dejar constancia visual de su profesión médica y de su gestión en el ámbito sanitario asistencial.

Las imágenes relacionadas con el ámbito psiquiátrico profesional constituyen un documento histórico excepcional sobre todo en la obra fotográfica de Jaime Escalas Real, ya que elaboró numerosos reportajes del Manicomio o Clínica mental de Jesús, que a menudo adjuntó a las memorias que presentaba a la Diputación, y que, en ocasiones, también publicaba. Sus fotografías muestran la estructura del centro y sus trabajadores, pero también informan de las bondades del procedimiento técnico que aplicó durante años, la llamada laborterapia o terapia ocupacional. Aunque no dudó en denunciar la situación crítica de los manicomios en España, sus reportajes fotográficos ofrecen, paradójicamente, una imagen que recuerda más a un balneario de reposo, y en absoluto ese recinto que por escrito cuestionaba, falto de presupuesto, personal cualificado y saturado de pacientes. El tema médico presente en el archivo no se reduce únicamente a la institución mental en la que trabajó; se conservan imágenes de otros hospitales, retratos de grupo con colegas y algunos viajes de trabajo.

Otras facetas de la biografía de Jaime Escalas Real se relacionan estrechamente con la promoción de la Isla a través de su papel activo en la institución Fomento del Turismo de Mallorca y la construcción de una imagen pública turística a través de sus fotografías y guías, reeditadas continuamente y traducidas a numerosos idiomas.

Libro y exposición son obra de dos profesores de la Universidad de las Islas Baleares: Miguel Seguí Aznar, catedrático de Historia del Arte, que falleció en el transcurso del proyecto, y Maria-Josep Mulet, profesora titular, especialista en arte contemporáneo y patrimonio audiovisual.

Silvia Pizarro Anglada-Camarasa

 

RUTH PADEL, A quien los dioses destruyen. Elementos de la locura griega y clásica. Sexto Piso, 2009, 438 pp.

Nacida en 1946, la estudiosa londinense, hija de un psicoanalista, tiene tras de sí una excelente formación. Tras una brillante carrera como helenista, Ruth Padel entregó a la imprenta, en 1995, A quien los dioses destruyen. Antes se había acercado parcialmente en dos trabajos a este campo conflictivo que es la locura griega, Woman: Model for Possession by Greek Daemons (1983), e In and Out of Mind: Greek Images of the Tragic Self (1992).

El conjunto de sus ideas remite lejanamente al helenista Maurice Bowra, su mentor académico; pero aquí, de un modo expreso, renueva a un clásico del siglo XIX como es Psique de Rohde, y a otro de la centuria siguiente Los griegos y lo irracional, de Dodds (con las, llamadas por él, "bendiciones de la locura" de su cap. III). La erudición de Padel, más moderna y abierta, toma el relevo a Jean-Pierre Vernant, mitógrafo de la Grecia antigua. Y, por ello, para definir su indagación no está de más hablar de una "psicología histórica". Cuando valora el significado central de los trágicos antiguos, o de los que les siguen desde finales del siglo V, la autora evita anacronismos por su modo de considerar la cultura antigua: la percibe atravesada siempre de un modo singular por ciertos interrogantes psicológicos o sociológicos condicionados por el tiempo, bien se refieran a memoria, las imágenes o la persona, bien al trance dionisiaco, la música y la dramaturgia.

Desde luego, la Atenas presocrática (y cada vez menos la posterior, aunque con una evolución lenta) no distinguía el significado literal del metafórico, al menos tal como lo separamos hoy nosotros. Este aspecto da lugar a una especial "metaforología" de la autora. Y como su campo indagador es -al menos en primera instancia-, el de la filología no sorprende su estudio minucioso de palabras relacionadas con la locura. Así sucede de entrada con phrenes, 'mente', y que origina la voz afrén, o 'sin mente', esto es una phren cancelada o lastimada; y a través de otra palabra áte, 'daño a la mente y a la fortuna', que tanta presencia tuvo en Homero y que poco a poco fue modificada, hará variadas catas textuales al final del libro. Entre otras decenas de asociaciones, citemos bien el oistros, un viejo tábano perseguidor, que dará, tras muchos cambios, la palabra española estro, 'inspiración'; bien la manía que significa 'ataque de locura', pero que tiene un vínculo notable con la palabra menos, 'fuerza', lo que le proporciona una rara consistencia.

Padel destaca la acción misma del enloquecimiento. Hace ver que, en el lenguaje trágico sobre la locura, los poetas utilizan verbos (enloquecer) y no otras partes de la oración, lo que indicaría que la ideología subyacente a ese trastorno es su temporalidad. 'Estar loco' sería algo relativamente transitorio por entonces; la locura no sería un estado permanente, no supondría un aspecto escondido, innato, que aflorase sino un ataque repentino que viene en buena parte desde fuera. Ya el título del libro apela a esos dioses que enloquecen de antemano a quienes van a destruir. Pues sucede que, durante toda la época clásica las explicaciones divinas, los castigos y atropellos externos, actúan junto a las humanas. Las mentes de los hombres depende de la piedad de los dioses y de sus propios cuerpos. Para esa vieja mentalidad, habría una devastación interior pero también una especie de asalto, puesto que los helénicos se perciben, en situaciones límite, como estando dominados por el poder de los dioses, por sus caprichos, por su psicología paralela e ineluctable.

Padel nos hace ver que antaño era un elemento desconocido (daimon) el que actuaba sobre la mente y la perturbaba. Eso sí, a finales del siglo V antes de nuestra era, aparecieron verbos para hablar de una locura suyos orígenes no eran ya daimones. Por el contrario, eran sustancias orgánicas, bilis y eléboro, que tanto peso tuvieron en las discusiones sobre la melancolía. Sin embargo, siguieron conviviendo con esa doble visión añeja, dentro de un discurso médico cada vez más inserto en la sociedad antigua y en el que la materialidad física cobraba carta de naturaleza, superpuesto al valor humoralista que dominó en la fisiología clásica.

Hay en A quien los dioses destruyen dos secciones centrales. Una se centra en la oscuridad; la otra, en el vagabundeo, la falta de armonía y la corrupción, propios del amente. Ambas dan una imagen de la locura antigua compleja y riquísima: léxica y conceptualmente. Lo oscuro, el encierro, lo negro, el zumo pastoso (el verbo melankolao, al principio era vulgar) son palabras recurrentes al hablar de la afrenia. La melancolía era como la hez de nuestra sangre (Hipócrates), y su parte terrestre, tosca o gruesa, se veía en esa tradición como un residuo negro, viscoso, amargo, corrosivo, era un fuego sombrío, móvil y tóxico. Si se comportaba de un modo natural podría eliminarse (de ahí la preocupación por las evacuaciones), pero que si era patológica, como sucede en este caso, se enlazaría con nuestras potencias más nefastas.

De todos modos si la negrura hace que la visión esté empañada, en ocasiones puede ser profética, puede en su honda concentración llegar a adivinar, puede brillar desde la negrura (incluso las negras entrañas permiten una adivinación en ellas mismas). Por otro lado, la oscuridad mental debería paliarse con la externa, el encierro interior se palia con una actuación social represora determinada. Y por cierto, desde los griegos, la cultura occidental considera que las mujeres son intrínsecamente "oscuras" (debían estar en la penumbra de la casa). Con respecto al vagabundeo del loco -al descarrío, al salirse del surco, que es lo que significa 'delirio'-, las asociaciones son variadas, como el exilio, la fuga, el merodeo. La locura nos hace errar (error en latín): y es que el yerro, la equivocación, está asociada al vagabundeo: la alienación se vincula al alejamiento del mundo. Otro tanto sucede con la falta de armonía, el cuerpo-mente mal temperado, descompensado, con desavenencias, y ante un desacuerdo interno viene la necesidad compensatoria de ciertas curas musicales, lo que remite al pitagorismo y sus secuelas platónicas.

Es imposible hacer un resumen de un libro brillante y agudo que aborda un problema poco asible mediante vueltas y revueltas, declaradamente no sistemáticas. Los problemas que plantea Padel no sólo son helénicos, y el libro los trata sin ahogarlos, sin clasificarlos. Por lo demás, una y otra vez la autora hace excursiones al futuro. Es revelador, dice, que en el siglo XVII se emplee ya abundantemente un adjetivo, estar loco (ser un loco, to be mad), que ya no es temporal o transitorio como sucedía en los antiguos. Lo es también que indique cómo los psicoanalistas, ya que parten de un siglo XIX enamorado de lo latente, ven en la locura algo que se construye dentro de cierta personalidad y que en un momento determinado estalla. Pero ver el pasado desde esa perspectiva resulta anacrónico, no se corresponde, subraya, con la mirada de los griegos clásicos.

Por otra parte, Padel recuerda cómo la influencia de Saturno se remonta a los árabes del siglo IX, que relacionaron los astros con los humores. En las traducciones europeas de sus textos pasó Saturno a ser el planeta frío y seco, negro y áspero por antonomasia. Y así desde el siglo XII la negrura interior estaba muy condicionada por los influjos astrales; la medicina se teñía de "astrología". Desde entonces el arte de controlar los astros, el dominio astral, obsesiona, y tendrá mucho peso hasta el siglo XVI, siglo a la vez racionalista, personalista y supersticioso.

Con el cristianismo la idea de alienación cobró una energía nueva, y desde la baja Edad Media alejarse del mundo fue una tentación que proporcionaba beneficios espirituales. Por otro lado, Ficino relanzó con gran fuerza, en la frontera con el siglo XVI, el arquetipo del genio asociado a la melancolía (al releer el famoso Problema XXX, seudo-aristotélico). Nacía la grandeza del hombre triste, pues la identificación con Saturno fue una idea renacentista tardía que se impuso con su notable individualismo. Pero, a la par -en ese siglo de luchas religiosas-, era considerada por sectores doctrinales como una enfermedad, como una oscuridad del alma debida a los más dispares factores, por ejemplo el castigo divino, así que se refuerza la preocupación cristiana por la expiación y la redención. Los escritos sobre melancolía, de 1580 a 1630, señalan a menudo esa ambigüedad, junto con muchas otras, físicas o mentales, que este libro de Padel ha venido repasando bellamente.

Mauricio Jalón

 

GITTA SERENY. Desde aquella oscuridad. Edhasa, 2009, 576 pp.

Rudolf Höss. Yo, comandante de Auschwitz. Ediciones B, 2009, 293 pp.

Primo Levi, en el apéndice que cierra Si esto es un hombre, escribe que para acercarse al proceso de exterminio organizado por los nazis hay que dejar de considerar a sus responsables como monstruos para descubrir en ellos "gente normal". Entre aquellos que cita se encuentra Eichmann, Stangl y Höss. El rechazo casi instintivo que aflora cuando alguien sugiere que tales individuos pudieran ser hombres corrientes, solventes funcionarios capaces de desarrollar su trabajo con una escrupulosidad sobresaliente, instruidos en el orden y en la eficacia, sometidos al principio de obediencia ciega, surge de que intuimos que sus criminales actos podrían ser cometidos por cualquiera siempre que las circunstancias lo propiciasen. Que sujetos en nada distintos a nosotros, a menudo modélicos padres de familia, hubieran llevado a cabo el genocidio, sin mancharse sus manos de sangre, siguiendo el principio funcionarial de racionalidad, suscita inquietud y desasosiego. El recurso teórico de un oculto principio demoníaco al que algunos individuos habrían cedido es consecuencia de nuestra espontánea costumbre a excluir de la humanidad lo inhumano, olvidando que forma parte de nuestra esencia lo mejor y lo peor. Una vez que salta por los aires el frágil dique con el que querríamos distanciarnos de esos asesinos, para nada sádicos enloquecidos o sanguinarios irracionales, sólo cabe intentar comprender qué pudo llevarles a participar en la destrucción, primero simbólica y más tarde física, de millones de persona. Y todo ello sin dejar de ser hombres.

Abunda la literatura de los supervivientes. Disponemos de innumerables testimonios que nos relatan su experiencia. No tantos, en cambio, de sus ejecutores. Para sumergirnos en sus motivaciones y arrojar un poco de luz acerca de su proceder, los textos de Stangl y de Höss presentan un valor modélico por tratarse de los máximos responsables de los centros de exterminio de Treblinka y de Auschwitz-Birkenau.

1. Gitta Sereny, periodista austriaca nacida en 1921 y estudiosa del Tercer Reich, autora de El trauma alemán y Albert Speer, su batalla con la verdad, entrevistó a Frank Stangl en la cárcel de Dusseldorf, donde cumplía su sentencia de cadena perpetua, durante 70 horas repartidas en dos sesiones en los meses de abril y de junio de 1971. Fruto de esas conversaciones nacería Desde aquella oscuridad. Un libro que no es una mera transcripción de las palabras del que fuera comandante de Treblinka ya que, al hilo de sus recuerdos, Sereny hace una reconstrucción meticulosa de la vida y período histórico del personaje, para lo cual se vale, además de una extensa bibliografía, de abundantes testimonios, entre los que destaca el de la mujer de Stangl, con el fin de desentrañar, como anota en el prefacio, "la personalidad de al menos una de las personas vinculadas íntimamente a ese Mal absoluto".

En el relato que Stangl hace de sí una especie de auto justificación se repite una y otra vez al confesar cómo la misma vorágine de los acontecimientos, más allá de su voluntad, le habría impedido salirse del dispositivo infernal en que se hallaba instalado. Este mecanismo de defensa le permitiría envolver su actuación de un halo de fatalidad y así exonerarse de cualquier imputabilidad moral. En el momento en que la culpa podría asomarse a su conciencia, es acallada de inmediato, recurriendo al manoseado argumento de que era imposible en el marco político del nazismo oponerse al sistema sin con ello arriesgar la propia vida y la de sus familiares. Él sólo deseaba hacer bien su trabajo, primero en el programa de eutanasia T4, encargándose de cometidos administrativos, y más tarde en Sobibor y Treblinka, donde se calcula que se asesinaron a más de setecientas mil personas. Lo único que contaba era responder a las expectativas puestas en él de un modo satisfactorio. Así, cuando se refiere a las personas que llegaban hacinadas en trenes de mercancías tras un indescriptible viaje, habla de ellas en términos de "cargamento" o de "masa inmensa". Las ha expulsado de la especie humana, no hay comunicación posible entre verdugos y víctimas, ningún sentimiento de piedad despunta en él. No puede permitírselo. Son como esas reses que contempló años después en Brasil y que le devolvieron violentamente a los tiempos en que fue comandante de Treblinka. Como animales destinados al matadero, así veía a los prisioneros enviados a la muerte. La deshumanización de las víctimas había empezado por la suya propia.

Para Stangl la única ética es la que deriva de su celo profesional. No escucha otro imperativo que el de la sumisión a la ley. Hay un episodio revelador que no debe ser interpretado como un ejercicio de cinismo por parte de Stangl. A la llegada de un convoy, un judío se dirige a él para presentar una queja contra un guardia lituano quien había incumplido la promesa de entregarle agua a cambio de su reloj. En ese momento, Stangl interrumpe la secuencia habitual de los hechos, la vida cotidiana del campo -recepción y gaseamiento- para iniciar, sin éxito, una pequeña investigación. Que en sus dominios alguien pueda extralimitarse ofende su insobornable conciencia pero no que al cabo de dos horas no hubiera rastro de los deportados. Sólo un insoportable hedor dulzón percibido a kilómetros y las cenizas tras la incineración. Su sensibilidad se detiene en los actos de indisciplina. El resto es cumplir una tarea.

De su narración, por otro lado, no se desprende que fuera un nazi fuertemente ideologizado como fue el caso de su superior Globocnik. A lo más que llega es a cacarear la retórica oficial acerca de los judíos pero le falta el componente ideológico. En este sentido, de ser cierto que fue un nazi ilegal antes de la anexión de Austria por Alemania, lo que no queda documentado, ello habría respondido más bien a razones de utilidad que a un sólido compromiso político. Stangl, apodado 'Napoleón' por los prisioneros, que no hubiera pasado de agente de policía en su Austria natal -su formación original era la de maestro tejedor- encontró en el totalitarismo nazi una oportunidad excepcional para convertirse en alguien -aunque fuera en uno de los mayores criminales de la historia. Y en este aspecto quizás resida la clave de su comportamiento.

Otra cuestión importante del texto, y a la que la autora dedica un buen número de paginas, es el conocimiento que tuvo el Vaticano, y más concretamente el controvertido Pío XII, del genocidio de los judíos. La ocasión para su averiguación viene dada porque Stangl llegó a Damasco, antes de instalarse en Brasil donde sería detenido en 1967, desde Roma ayudado por el obispo Hudal. Después de revisar documentos, cartas e informes, Sereny concluye que el Papa estuvo enterado de la tragedia que asoló a los judíos. Prueba incontestable de ello fueron las sucesivas reuniones que mantuvo con el embajador polaco en la Santa Sede, Kazimierz Papée, quien, a sabiendas de la influencia que un pronunciamiento claro por parte del Papa tendría sobre los católicos, le rogó que emitiera una inequívoca condena pública del exterminio sufrido por el pueblo judío. No se produjo.

El domingo 27 de junio de 1971 tuvo lugar la última entrevista. Al día siguiente moría de un ataque al corazón. Fue en esa charla cuando Stangl se enfrentó a la gravedad de sus actos. Si hasta entonces toda su trayectoria vital la había supeditado a factores externos que adquirían el valor de leyes inexorables, quedando en su interior absuelto de toda responsabilidad, en ese instante el lenguaje de la falta logró abrirse paso: "Pero yo estuve allí [...] en realidad comparto la culpa". Su vida anterior recibía una nueva luz. Las tinieblas se iluminaban. Si durante años había tratado de convencerse de que las circunstancias anularon su capacidad de decisión, esas palabras finales reflejaban una transformación personal en relación con el hombre que había sido. Fue en ese momento, al término de sus conversaciones, cuando lamentó no haber tenido el arrojo de morir.

2. A pesar de compartir Stangl y Höss el infausto destino de haber administrado dos de los campos de extermino más brutales del período nazi, hay entre ellos notables diferencias. La primera y más evidente es que mientras que en el responsable de Treblinka el elemento doctrinal no es determinante, en el de Auschwitz-Birkenau nos encontramos con el prototipo de nazi imbuido de las ideas nacionalsocialistas. Todo su universo mental gira en torno a la cosmovisión nazi. Su ser exuda ideología racista. Por ello, cuando está preso en Cracovia y sabe que su suerte está echada, no reniega de aquellos ideales que le habían mantenido vivo y a los que devotamente se había adherido -en 1922 se unió al Partido Obrero Alemán Nacionalsocialista. Lo que lamenta es el accidente o la contingencia de haber tenido unos dirigentes huérfanos de la inteligencia suficiente para llevarlos a la práctica. Los principios no quedan impugnados, es su materialización la que ha fracasado -hasta que otros, se sobreentiende, lo puedan hacer mejor. Por eso, quien se acerque a estas páginas con la esperanza de hallar un gesto de arrepentimiento en el protagonista, un atisbo de conciencia, que se abstenga de abrir el libro. Si Höss no se siente culpable es porque no concibe el crimen como una trasgresión de la ley, eso sería demasiado vulgar. En su caso, como ocurre con Eichmann, el crimen se ha convertido en norma. La ley se identifica ahora con la pulsión de muerte, es decir, con la pura y simple destrucción de individuos y 'razas' inferiores a los que se les niega su derecho a existir. Lo único que le preocupa es la imagen que la humanidad se forje de él. No quiere pasar a la historia como una bestia feroz. De ahí su insistencia en aclarar que no maltrató a ningún judío ni hacia ellos sintió odio. Eso hubiera sido demasiado personal. La estrategia del nazismo, y que Höss ha interiorizado hasta modelar su naturaleza, consiste en despersonalizar a las víctimas. Una vez que éstas han perdido todo su valor, el sentimiento, de compasión o de desprecio, desaparece. El lento camino hacia la aniquilación comenzó no con la entrada de los deportados en la cámara de gas sino mucho antes, en el momento en que pasaron a ser considerados insignificantes. Un abismo insalvable se abría entre amos y esclavos.

Höss es un personaje que provoca repulsión. Cuando no se circunscribe a narrar los episodios de los que tuvo conocimiento con mayor o menor exactitud -es imprescindible, por otro lado, seguir las notas finales para no dejarse engañar por sus mentiras- y se adentra en el terreno de la reflexión, sus palabras revelan la simpleza y torpeza de su pensamiento. Su absoluta mediocridad. Profiere sin el menor de los tapujos toda una retahíla de prejuicios que sacude al más distraído de los lectores. Preso de una incontinencia verbal reitera uno tras otro los estereotipos de la verborrea nazi aprendidos y recitados de memoria. Adornado su discurso con un estilo literario en ocasiones empalagoso, Höss exhibe su incapacidad para pensar de un modo autónomo. Así, por ejemplo, al referirse al pueblo gitano habla de sus "condiciones innatas" para el robo o, a propósito de los judíos, no vacila en señalar cómo el soborno es una especialidad suya. Cuando le llega el turno a los homosexuales, Höss se recrea recordando las terapias a que los sometían con el fin de reconducir su naturaleza viciosa. Por otra parte, Höss, en su particular delirio, se presenta como salvador de las víctimas. Su redentor. Su misión en este mundo es poner fin a los sufrimientos de tantos seres desdichados. Algo de lo que le estarán eternamente agradecidos. Basten dos ejemplos: un príncipe rumano, homosexual y masturbador, fallece a causa de su desajuste sexual, nos dice, y no por las condiciones abyectas en que Höss le hizo trabajar. Cuando éste llama a su madre para informarle de su muerte, nos cuenta cómo se sintió aliviada por ella y por su hijo. En cuanto al Sonderkommando, comando especial compuesto por judíos que trabajaba en los hornos crematorios, recibe de Höss el juicio más severo. Son, a sus ojos, la prueba clara de la inmundicia que representan los judíos responsabilizándolos de la matanza de su propio pueblo.

Para Höss pensar es dejar que otros lo hagan por él. Seguir los dictados de la Ley, de la Patria, del Partido o de Himmler es el aire que llena sus pulmones. Desprovisto de ese discurso prestado se ahogaría en su oquedad. Es comprensible la decepción que le causaron las palabras de despedida del Reichsführer cuando en el ocaso de la guerra conminó a sus colaboradores a "mezclarse entre la Wehrmacht". Este respeto sacrosanto de la ley no era nuevo para él. Le persiguió a lo largo de su vida. Hizo del mismo la norma de su actuación. La autoridad siempre la estimó una máxima incuestionable. Las personas que más le influyeron fueron aquellas que encarnaron los valores de obediencia y de respeto. Para empezar, su padre, militar frustrado, que le inculcó una educación religiosa basada en el cumplimiento inviolable de los preceptos sagrados. Cuando, más tarde, lo trasladan al campo de concentración de Sachsenhausen, después de pasar por Dachau, encontró en su comandante un ejemplo de sentido del deber. Era duro e inflexible.

Su vocación castrense, contra la voluntad paterna de tomar los hábitos, le llevó a alistarse en el ejército alemán y a participar en la Gran Guerra. A su término, formó parte de los Freikops -cuerpo de voluntarios en su mayoría antiguos soldados, que se encargaba de la vigilancia de las fronteras y que fue caldo de cultivo de hitlerianos. En 1923 es detenido por asesinato y condenado a diez años de trabajos forzados de los cuales cumplirá seis. A su salida, decide integrarse en la comunidad agrícola de los Artamanen. Esta vuelta a la vida campestre, al encuentro de la arcadia alemana, es uno de los rasgos específicos del nazismo. En esta filosofía convive el elemento burocrático y tecnológico, característico de la modernidad, sin el cual el genocidio hubiera sido irrealizable, con la obsesión romántica por fusionarse con la naturaleza que, en otro plano, se traducirá en la defensa de la 'sangre' como base de su 'teoría racial'. De mayo de 1940 a noviembre de 1943, será nombrado por Himmler comandante de Auschwitz. Es ahora cuando Höss se hará un hueco en la historia como organizador del asesinato de más de un millón de personas. Su carácter pétreo y su gran capacidad de trabajo serán los dos pilares que sostengan su gestión. No fue fácil su tarea desde una perspectiva técnica. En el momento en que Himmler en 1941 dio la orden de masacrar a los judíos -es muy posible que la fecha fuese posterior-, se idearon diversos métodos hasta que se impuso en Auschwitz el empleo del gas Zyklon B, experimentado al principio con prisioneros rusos con éxito. En este sentido, son realmente instructivas estas memorias. Como testigo excepcional hace un repaso detallado del proceso de liquidación de los judíos: tras la llegada del tren e inmediata, en el mejor de los casos, selección por parte de los médicos, los miembros del Sonderkommando, "aquellos desdichados" les llamará Levi en Los hundidos y los salvados, acompañaban a las víctimas hasta la cámara de gas para su posterior incineración en los crematorios, cuando no en grandes hogueras.

Yo, comandante de Auschwitz -el título dice mucho de la personalidad engreída del sujeto- lleva un estudio inicial firmado por Primo Levi. Al final del mismo, señala que entre las razones para editar este libro está conocer las consecuencias desastrosas que las ideologías radicales pueden operar en las personas. El recorrido de Höss es, en este punto, ilustrativo. Su historia es el vivo ejemplo de cómo la aceptación incondicional del Deber y de la Ley acaba destruyendo las bases morales.

Luis Aragón González

 

NATALIA GINZBURG. Serena Cruz o la verdadera justicia. Acantilado, 2010, 152 pp.

Este librito es una serie de notas polémicas, eco del trabajo de Natalia Ginzburg en el Parlamento italiano hasta 1990, un año antes de su muerte. Aún son vigentes, pues, como poco, el asunto es ampliable a otro tipo de intervenciones judiciales en el ámbito familiar-sanitario que surgen cotidianamente.

Serena Cruz era la niña filipina, procedente de un orfanato de su país, cuya adopción por una familia italiana fue interrumpida judicialmente, con enorme polémica en la prensa, hacia 1989. La niña estaba bien integrada en el nuevo medio de acogida, pero había habido cierta ilegalidad en su traslado a Italia por parte del nuevo padre. En consecuencia, la niña fue recogida o recluida, en secreto, en una institución italiana: era otro horrible orfanato, según denuncia la autora.

En efecto, con lenguaje rico, apasionado y claro, sin la menor blandenguería, Ginzburg (que visitó además a los padres adoptivos) pone en solfa aquí ciertas actuaciones, tan singulares y discutibles, de los tribunales de menores. Al repasar los documentos judiciales, señala que se ha abusado de una jerga legal confusa e intimidante. Por supuesto que estas valoraciones suyas tienen un punto de discutible (una persona de la calidad de Bobbio lo vio desde otro ángulo, casi opuesto al de ella), pero es revelador ver cómo Ginzburg muestra con sus argumentos que las leyes han de aplicarse con rigurosa justicia, es decir, partiendo de que el mundo terrenal es muy heterogéneo, que las realidades sociales son mudadizas, que las decisiones jurídicas (humanas) han de ajustarse en grado sumo a una vida específica, la de esa niña finalmente encerrada.

Para la autora, ese suceso -que investigó en comisión parlamentaria- ponía en evidencia las debilidades de concebir la justicia como un ámbito legislativo abstracto, con un lenguaje artificial y vacuo, propio de cierta idea sanitaria deshuesada que no se atiene a la ciencia pero tampoco a las emociones. Sólo una gran escritora como ella podía mostrar con claridad esos problemas a partir del discurso mismo que la sociedad, de ayer o de hoy, elabora a diario.

Mauricio Jalón

 

DANIEL DEFOE. Roxana, o la cortesana afortunada. Alba, 2010, traducción Miguel Temprano García, 414 pp.

Al parecer, es la primera vez que esta novela de Daniel Defoe se traduce al castellano, a diferencia de otras mucho más conocidas. Es una interesante vida de mujer, en cierto sentido relacionada, a pesar de su pudibundez, con otras escandalosas que pronto vinieron. En todo caso, se trata de una buena novela de uno de los grandes creadores de este género. Si en el Diario del año de la peste muestra muy bien Defoe su extraordinario valor como periodista y novelista, historiador y pensador, llama aquí la atención en quien supo describir la epidemia de Londres con extraordinaria belleza, que no encontremos ni libros ni enfermedades corporales en sus páginas. Tan solo libros de cuentas, familiares a quien ejerció el comercio, y muertes frecuentes de niños, al menos uno por viruela. Las dos protagonistas -ama y criada- envejecen con excelente salud corporal. Pero hay, sin embargo, muchas alusiones a enfermedades mentales, desde la frenética a la melancólica, así como al encerramiento en Bedlam, o en otros centros para enfermos mentales, o delincuentes.

También se encuentra en esta novela, que al parecer entusiasmó a Virginia Woolf, una defensa entusiasta de los derechos de la mujer. O, mejor, un ataque enérgico contra las leyes inglesas (o universales) que esclavizaban en el matrimonio a la mujer al marido. La historia de los negocios que la mujer consigue con su cuerpo, no demasiado interesantes, se acompaña de las emocionantes luchas por mantener su libertad. Sus negativas ante un comerciante -un oficio que el autor siempre admira- a contraer matrimonio por no esclavizarse y ante su hija a reconocerla por no comprometer su situación social, evidencian bien el esfuerzo titánico en la época por mantener el control de su cuerpo y su voluntad, sus bienes y su conducta. No quiere ser acusada de mal comportamiento por los hijos, ni justificar la maldad en ellos, pero sobre todo teme el escándalo y ruina social que supondría ser desenmascarada.

Y lo que aparece siempre es la capacidad que tiene la culpa para producir enfermedad. Culpa que no puede ser sanada por un sacerdote católico, pues ella es hija de hugonotes. Enfermedad del espíritu y también de la carne, como nos señala cuando distingue entre enfermedad de la cabeza y enfermedad del cerebro. La protagonista, dolida de su vida de perversión, enferma perdiendo el sueño, el apetito y la alegría. Siniestras reflexiones la invaden, que la hacen suspirar en medio del canto. La mención de la melancolía, enfermedad de moda entre los ingleses, aparece desde las páginas primeras, y el uso coloquial de diversas formas de enfermedad mental es frecuente. También el alivio que las cenas, las conversaciones o las alegrías tienen en estos casos. La criada aparece como víbora o instrumento del diablo, una mefistofélica colaboradora. Su señora es convencida de vender su cuerpo y alejarse de sus hijos, por miedo al hambre. La lucha clásica entre las almas es enérgica, la voluntad contra la conciencia, que parece vencida. "Pero, una vez traicionado mi corazón y habiendo llegado a tales extremos como para actuar en contra de mi conciencia, pude acometer cualquier perversidad y mi conciencia calló sabiendo que no volvería a escucharla" (p. 65). Sin duda, el placer puede a través de la culpa proporcionar dolor, que a su vez puede ser motivo de perdón.

El asesinato del marido, comerciante en joyas, había sido el primer gran sufrimiento, si bien ya anunciado. Desde su partida, "mi imaginación había estado oprimida por el peso de mis presentimientos, y estaba segura de no volverlo a ver. La impresión era tan fuerte que nada imaginario podría causar una herida tan profunda, y me sentía tan abatida y desconsolada que, cuando recibí la noticia del desastre, apenas me inmuté". La imaginación era por tanto el vehículo de la culpa y la enfermedad. Teme al "don de la adivinación" -siempre en relación con el diablo- "pero desde luego, si alguien lo ha tenido alguna vez, he sido yo, pues lo vi claramente, como he dicho antes, primero como una calavera, no sólo muerto, sino podrido y descompuesto, luego asesinado y con el rostro ensangrentado y por último con la ropa empapada de sangre, y todo en el espacio de un minuto y unos pocos segundos" (pp. 76-77). Reta a la ciencia ante estos prodigios: "que los naturalistas nos expliquen la razón de esos presentimientos" (p. 282). Piensa siempre en la confesión, pero falta el arrepentimiento y, sobre todo, es una cortesana protestante, no papista.

Remordimientos terribles acongojan a la señora y a la criada, en una peligrosa travesía en barco atacado por una gran tormenta; ante el miedo a la muerte, advierte que su conducta podía ir contra dios o la naturaleza. Siente con asco el "hedor de la falta" (p. 196). Si bien cayó en pecado por "el terrible diablo de la pobreza", se ha convertido ahora en un "monumento a la locura" por orgullo, ambición, pasiones y el propio diablo (pp. 256 y 207). Niega su mano y atormenta con crueldad a un digno comerciante, que la apoya y pretende. "Creo sinceramente que semejante crueldad fue consecuencia de una violenta fermentación de mi sangre, pues la contemplación constante de mis grandezas imaginarias me había sumido en una especie de fiebre y apenas sabía lo que hacía" (p. 300). Van surgiendo distintas ideas de la enfermedad mental, el papel de la imaginación, las alteraciones de los humores, sobre todo las pasiones que llevan al pecado y la culpa. Sufre gran miedo a volverse loca, por ese orgullo que lleva a algunas lunáticas a creerse reinas y emperatrices y exigir acorde tratamiento de sus criados y visitantes. Nada más peligroso que el orgullo, pues éste y la ambición convierten al hombre y a la mujer "en meros malades imaginaires" (p. 304), llevándolos tanto a la alegría como a la pena extremas.

Ante el arrepentimiento del príncipe, que fue su amante, que ya no la desposará, cae en melancolía. Ante ésta piensa el mercader que son problemas de la imaginación, recomendando salir a tomar el aire por el campo. Son remedios hipocráticos, siempre válidos para trastornos del cuerpo y el alma. Ella se enfada y pregunta porqué no la encierra, pero el buen hombre confía en que el mal esté en la cabeza y no en el cerebro. Si el mal no es somático, se espera fácil mejora. Pero ella sabe bien que es una cuestión moral, pues temiendo que con la boda y mezcla de fortunas -de las dos vidas- la honrada se corromperá por la deshonesta, "la roerá como la polilla y la carcoma" (p. 330). A esos animales se unen otras causas materiales o simbólicas en la enfermedad, siempre presentes en los poemas clásicos. Se siente muy desgraciada, pues "llevaba una flecha clavada en el hígado, en mi interior ardía un infierno secreto" (p. 332). Tanto los humores que en el hígado residen, como los viajes a los infiernos son causa y alegoría de enfermedad. También el temperamento, o bien la herencia de los padres.

Aborrece su mala vida, pues "empecé a considerarla con odio y horror, que son seguros compañeros, si no los antecedentes, del arrepentimiento" (p. 333). Siente odio y aflicción ante el pasado, que ensombrecen todas sus alegrías. Nada la consuela, ni la fortuna y las comodidades ni las personas. "Es más, me volví triste, pensativa y melancólica; dormía y comía poco; soñaba continuamente con las cosas más terribles y espantosas; apariciones, monstruos y demonios, abismos que se abrían a mis pies y altos precipicios de los que caía sin remedio, de forma que por la mañana, en lugar de levantarme descansada con la bendición del sueño, me despertaba aterrada con miedos y otras cosas terroríficas que sólo existían en mi imaginación, y me sentía agotada por la falta de descanso o congestionada y apenas podía hablar con mi familia o cualquier otra persona" (p. 337). Imaginación y pesadillas la atormentan, pierde los hábitos normales, así el sueño y el descanso, la relación con los demás.

Intenta el marido razonar y divertirla, pero fracasa. La criada planea el asesinato de la hija a la que abandonó y no quiere recuperar por miedo a la ruina y el escándalo. Si la sirvienta está poseída del demonio, la hija también, las dos están locas, se nos dice. Ella está no menos enferma, pues "terrible es el peso de la culpa sobre el espíritu", en espera de la "justicia de la Providencia" (pp. 348 y 377). El remordimiento se acompaña del miedo a que su marido "llegase a descubrir que tenía entre sus brazos un auténtico demonio, cuya conversación a lo largo de veinticinco años había sido tan negra como el mismo infierno y estado tan teñida de crímenes que, si alguna vez llegaba a averiguarlo, no tendría más remedio que repudiarme y aborrecer incluso mi nombre" (pp. 381-382). Presiente también el castigo, que es inevitable. "También reflexioné sobre lo justo que es que el pecado y la vergüenza se sucedan el uno al otro tan de cerca como para no ser sólo concomitantes, sino que, como la causa y la consecuencia, estén necesariamente unidos el uno al otro. De este modo que, cuando se comete un crimen, es imposible evitar el escándalo y no hay poder humano capaz de ocultar el primero o silenciar el segundo" (p. 378).

El novelista duda entre su heroína, a la que admira por su valor y su falta de escrúpulos, y la prostituta condenada por sus pecados. Su misión no es predicar sino relatar, nos dice. Nos ha mostrado, en cualquier caso, los excesos y los castigos a los que se llega por la esclavitud de los apetitos: "El castigo del cielo siguió al daño que le hicimos a la pobre chica y volví a caer tan bajo que mi arrepentimiento pareció consecuencia de mi desgracia, igual que ésta lo era de mi crimen" (p. 414). Con breve párrafo cierra el libro, concluyendo con la culpa y la tristeza, el castigo divino y social.

José Luis Peset

 

LIBROS DE LA A.E.N.

Estudios

1. M. GONZÁLEZ CHÁVEZ (ed.), La transformación de la asistencia psiquiátrica, 1980.

2. A. PORTERA, F. BERMEJO (eds.), Demencias, 1980.

3. S. MASCARELL (ed.), Aproximación a la histeria, 1980.

4. T. SUÁREZ, C. F. ROJERO (eds.), Paradigma sistémico y terapia familiar, 1983.

5. V. CORCÉS (ed.), Aproximación dinámica a las psicosis, 1983.

6. J. ESPINOSA (ed.), Cronicidad en psiquiatría, 1986.

7. J. L. PEDREIRA MASSA (ed.), Gravedad psíquica en la infancia, 1986.

8. J. A. FERNÁNDEZ SANABRIA, J. MAURA ABRIL, A. RODRÍGUEZ GÓMEZ (eds.), I Jornadas de la Sección de Psicoanálisis de la A.E.N., 1986.

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10. C. CASTILLA DEL PINO (ed.), Criterios de objetivación en psicopatología, 1989.

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Historia

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10. Juana DE LOS ÁNGELES, Autobiografía, 2001.

11. François LEURET, El tratamiento moral de la locura, 2001.

12. Robert BURTON, Anatomía de la melancolía III, 2002.

13. Laurent JOUBERT, Tratado de la risa, 2002.

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