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Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría

On-line version ISSN 2340-2733Print version ISSN 0211-5735

Rev. Asoc. Esp. Neuropsiq. vol.31 n.2 Madrid Apr./Jun. 2011

https://dx.doi.org/10.4321/S0211-57352011000200013 

MÁRGENES DE LA PSIQUIATRÍA Y HUMANIDADES

 

 

Historia de un ángel (Cuento)

A tale of an angel

 

 

Irantzu González Liona.

MIRI. Hospital de Basurto, Bilbao.
irantzu.gonzalezllona@osakidetza.net

 

 

Abrió las alas y echó a volar.

No pudo retener el suspiro que le provocó el contacto del aire frío y puro en su rostro. ¿Cuánto tiempo llevaba sin sentirlo? Puede que fueran minutos, tal vez horas o días, pero le había parecido una eternidad.

A veces le pasaba. Una extraña fuerza tiraba de sus alas hacia el suelo. Cada pluma se entumecía y sufría una transformación, hasta entonces siempre pasajera, impidiéndole volar. Aunque en general no duraba mucho, a él, ser de aire, le hacía sentir un miedo atroz al verse convertido en una bestia enjaulada, en un ave con muñones en lugar de alas.

Sacudió la cabeza para librarse de aquellos pensamientos y batió las alas con fuerza.

Al poco rato vio su destino: sobre una gran montaña se alzaba una estaca que llegaba más allá de las nubes, y en su extremo se encontraba una plataforma.

Se acomodó en ella y disfrutó del paisaje. Soltó una carcajada cargada de amargura al ver unos cuantos humanos viviendo allí abajo, entre los pocos huecos que dejaban las nubes. "Mortales" pensó "una tristeza de vida, marcada por la hipocresía y el sufrimiento". Los compadeció con un matiz de rabia. Se sabía mejor que ellos en prácticamente todos los aspectos: sin problemas, sin enemigos que no pudiese vencer, y encima con una extraordinaria capacidad: la de volar. Los primeros años se había dedicado casi exclusivamente a buscar un dios. Puede que en esos primeros días todavía sus sentimientos fueran más cercanos a los humanos de lo que debían. Al no encontrar absolutamente nada, cambió de estrategia y simplemente surcó las nubes día a día, sin cansarse nunca. A veces se encontraba con seres que desde el suelo nunca se podrían ver. Aunque había tenido apuros con algunos de ellos, las malas temporadas terminaban disolviéndose y podía seguir su camino. Definitivamente se había hecho más fuerte con el paso de los años.

Admiró sus alas con orgullo. Aunque le costaba reconocerlo, había nacido humano, y como tal había vivido sus primeros años, o mejor dicho, sobrevivido. En medio de un campo de espinas era difícil llegar a más. Aquellos tiempos casi le habían hecho perder toda esperanza, pero un día algo cambió. Sintió que había una salida y empezó a buscarla. Pasó muchas horas recorriendo aquellas zarzas de un lado hacia otro para encontrar un camino. Las cicatrices de su cuerpo, causadas por su deseo vital de seguir hacia delante a pesar de las paredes de agujas que le cerraban el paso, se habían ido haciendo cada vez más numerosas. Pero sabía que si se quedaba quieto la esperanza se terminaría. Estaba acostumbrado a sentir la sangre que manaba de sus heridas calentando su piel, y tanto tiempo pasó así que le terminó gustando la sensación.

Una noche en que seguía avanzando por veredas inexistentes, un nuevo acontecimiento hizo vibrar su alma: al apartar unas zarzas, un murciélago salió de ellas y se alejó por el cielo. En ese momento, hubo un segundo punto de inflexión en su vida: encontró una salida.

Desde entonces se dedicó día y noche a tejer unas alas, con la estructura hecha de los alambres que le rodeaban y cada pluma, de parte de uno de los sentimientos que le abrumaban. Al ir desprendiéndose de todo aquello, se sintió más liviano, más libre. Nunca habría pensado que llevaba tanto peso en su alma. Se dedicó por completo a la tarea que le estaba devolviendo la esperanza.

Durante aquella temporada, hubo seres que le ayudaron a tejer, y otros que intentaron, para él en un alarde de nula piedad, destruir su creación. Si le faltaba material para las plumas, lo buscaba en el fondo de su corazón. No tuvo demasiadas dificultades para encontrarlo, aunque tuvo que sacrificar parte de su libertad para ello.

Y un día ocurrió. Para la última pluma utilizó el elemento que había mantenido intacto hasta entonces: su alma. Por supuesto, no la utilizó entera, porque sabía que moriría, sólo utilizó algo menos de la mitad.

Se las puso. Supo utilizarlas desde el primer momento, y aunque a veces las replegaba, nunca se las quitó. Por eso ahora formaban parte de su espalda, de él mismo, cayendo majestuosas y tan blancas como la nieve. Ellas no le pedían nada, sólo le regalaban la felicidad de huir. Y apenas unos segundos después de sentirlas en la parte alta de su espalda, alzó el vuelo por primera vez en su vida. Dejando atrás todas las agujas que le habían martirizado tanto tiempo y con las cicatrices como único recuerdo.

El único problema, que él asociaba a que no estaban ahí desde su nacimiento, era cuando claudicaban. Una nimiedad comparada con el nuevo mundo que había descubierto. Y a pesar de ello siempre conseguía levantar el vuelo de nuevo.

Respiró aliviado al verse lejos del ruido, la mentira, los problemas, las espinas, la humanidad. El tiempo en que había extrañado la otra cara de la moneda había quedado atrás, sobre todo desde el día que había cambiado la añoranza por tabaco en un sucio mercadillo. Así se deshizo de su último peso.

Sonrió y encendió un cigarro. El humo ascendió hasta formar unas extrañas formas. Aunque al principio creyó que el viento era la razón, le llamó la atención que empezara a formar una espiral. Entrecerró los ojos para verla mejor. No le había pasado nunca, así que se sintió inseguro, temeroso. En unos segundos la espiral comenzó a girar. Primero despacio, luego cada vez más rápido. Y en su centro fue apareciendo una figura cada vez más nítida. Cuando distinguió lo que era, su rostro palideció. Sabía lo que llegaba cada vez que se le presentaba: un momento de total locura en que sus alas se apagaban sin remedio por un tiempo.

Intentó huir de aquél lugar desesperadamente dando a sus alas la mayor velocidad y fuerza posibles.

Cuando empezó a notar que le era difícil mantener una trayectoria recta, un sudor frío le empapó de pies a cabeza. Empezó a temblar terriblemente mientras cada una de sus plumas se iba convirtiendo en metal.

Y llegó el momento. Aquél segundo de pánico envolvente, de vértigo, en el que se daba cuenta de que ya no podía más. De que el metal pesaba demasiado para seguir volando. Y entonces, con un grito que desgarró todo alma cercana y parte del firmamento, con los ojos teñidos de dolor y miedo, cayó en picado.

Intentó protegerse la cabeza con los brazos, pero no los podía mover.

Como siempre que le pasaba, aguantó la respiración mientras el suelo se abalanzaba sobre él. Unos segundos antes del impacto, calló y cerró los ojos. Y, como era costumbre, todo se volvió negro.

Despertó totalmente dolorido. Antes de abrir los ojos agudizó el oído. Varias voces llegaban desde algún lugar cercano, y al oírlas supo que aquello tampoco había cambiado. Era lo de siempre. Respiró varias veces intentando cargarse de paciencia, consciente de que era la única forma de adelantar su próximo despegue, aunque cada vez le era más difícil.

Replegó las alas y, con gran esfuerzo y dolor, las invirtió en su espalda para que nadie las viera ni tocara. Abrió los ojos despacio, aunque sólo consiguió ver sombras borrosas.

"Está despertando" escuchó. Sintió una mano en el hombro. "¿Cómo te encuentras?"

En lugar de contestar, lanzó otra pregunta: "¿Cuándo me vais a soltar?" señaló con la cabeza hacia las correas que se enredaban en sus manos y pies.

"Todavía no" fue la única respuesta que le llegó. El resto de voces se convirtieron en un silencio que cayó sobre él como una losa. Su vista se empezaba a despejar, y al verse de nuevo en aquél lugar, sintió una intensa rabia creciendo en su interior, enraizándose en su alma e intentando abalanzarse sobre los que le habían inutilizado las alas.

"¿Sabes dónde estás?"

"En el infierno" pensó. "En el hospital" contestó.

Y en medio de una ansiedad infinita que le iba royendo la vida, fue memorizando todo lo que tenía que decir para recuperar su vuelo lo antes posible.

Sabía de sobra lo que querían, había estado muchas veces allí. Le daban sustancias que hacían que el metal se pegara a sus alas, quitándoles la vida. Lo bueno era que la acción de esas sustancias era limitada en el tiempo. Lo malo, que hasta que saliera de aquél sitio no dejarían de administrárselas.

Durante el tiempo que estuviera allí, sabía que tendría que hablar del campo de espinas que rodeó su niñez, intentando impregnar el relato de las emociones que no tenía, que había sacrificado para conseguir escapar. Ellos le compadecerían, le dirían que era normal que quisiera escapar de aquél terrible sitio, y se empeñarían en convencerle de que siguiera tomando el metal para no volver a volar porque era dañino.

Por eso odiaba a los humanos, por eso los compadecía. Porque no buscaban la forma de escapar, sólo se quejaban y cubrían sus cicatrices con maquillaje o vendas. Y encima, por encima de todo, les odiaba porque insistían en que él debía hacer lo mismo, en que tirase por la borda todo el esfuerzo que había invertido en la construcción de su camino de escape y la sensación de felicidad que le recorría cada vez que volaba.

Si aquellos seres tuvieran piedad, empatía y otras muchas cosas de las que presumían, ¿cómo podían torturarle de aquella forma?

Eran preguntas que le oprimían la cabeza siempre, pero sobre todo cuando se hallaba allí. Al menos, y gracias a la experiencia, había aprendido a acortar sus estancias. Había visto que ellos buscaban más respuestas que verdad, así que aprendió, observó, escuchó, y terminó diciéndoles lo que querían oír.

Desde entonces cada vez salía antes.

Unos días más tarde, el médico que solía hablar con él le abrió la puerta de aquella prisión. Con metal para tomar cada cierto tiempo en una mano y la promesa de no volver a volar, ni intentarlo, y de volver a vivir en el campo de espinas en medio del ruido en la otra, salió y sintió el aire en la cara.

Los primeros pasos le costaron por lo entumecidas que tenía las piernas, pero enseguida se acordó de cómo andar. Sonrió al doctor y se despidió. "No es nada personal" pensó el ángel con una media sonrisa.

El médico quedó pensativo, sin estar seguro de que iba a cumplir lo prometido. Varias ideas le rumiaban la cabeza... pero esa es otra historia.

Al cruzar la esquina, el ángel tiró el metal a la primera papelera que se encontró, echó a correr y justo cuando una ráfaga de aire rugió furiosa a su alrededor, abrió las alas y echó a volar...

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