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Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría

On-line version ISSN 2340-2733Print version ISSN 0211-5735

Rev. Asoc. Esp. Neuropsiq. vol.33 n.117 Madrid Jan./Mar. 2013

https://dx.doi.org/10.4321/S0211-57352013000100005 

ORIGINALES Y REVISIONES

 

Teoría del reconocimiento: aportaciones a la psicoterapia

Recognition theory: contributions to psychotherapy

 

 

José Ramón Boxó Cifuentes1,2, Joaquín Aragón Ortega1,3,4, Leonor Ruiz Sicilia1,5, Orlando Benito Riesco1,6, Miguel Ángel Rubio González1,3

1Terapeuta de familia.
2Médico de familia.
3Enfermero especialista en salud mental.
4Antropólogo.
5Psi-quiatra.
6Psicólogo clínico. Programa de terapia familiar. Hospital Universitario Virgen de la Victoria. Málaga. España.

Dirección para correspondencia

 

 


RESUMEN

Partiendo de una exposición de los conceptos esenciales que forman parte de la teoría del reconocimiento, indagamos en sus conexiones con varias fuentes de planteamientos psicoterapéuticos. Posteriormente reflexionamos sobre ciertos riesgos en su aplicación para proponer finalmente una estructura de entrevista basada en sus aportaciones.

Palabras clave: autoestima, reconocimiento, psicoterapia.


ABSTRACT

Based on a statement of the essential concepts that are part of the theory of recognition, we investigate its connections with various psychotherapeutic approaches sources. Then reflect on certain risks in its application to propose finally a structure interview based on their contributions.

Key words: self-esteem, recognition, psychotherapy.


 

Introducción

La teoría del reconocimiento expresa la nueva base normativa mediante la cual Axel Honneth desarrolla la categoría de reconocimiento como la tensión moral dinamizadora de la vida social. El concepto de reconocimiento implica que el sujeto necesita del otro para poder construir una identidad estable y plena. La finalidad de la vida humana consistiría, desde este punto de vista, en la autorrealización entendida como el establecimiento de un determinado tipo de relación consigo mismo, consistente en la auto-confianza, el auto-respeto y la auto-estima. La identidad se fundamenta en la conciencia de sí mismo con que cuentan los elementos del sistema humano de relaciones intersubjetivas que, a diferencia de sistemas de otra naturaleza, se componen de personas y estas existen en el sentido que le atribuye Todorov cuando plantea la distinción entre ser, vivir y existir, a saber: la pulsión de ser la compartimos con toda la materia; la pulsión de vivir, con todos los seres vivos; pero la pulsión de existir es específicamente humana. Atribuye cualidad de cósmico al nivel de ser, de animal al de vivir y de social al de existir. Para los animales la vida predomina sobre la existencia, mientras que para el ser humano es lo contrario (1). La identidad, condición más o menos estable del self, depende en definitiva del reconocimiento, acontecimiento relacional de identificación y validación.

 

Tres esferas de necesidad y conflictividad

Irene Comins plasma el cierto acuerdo que existe hoy en día para distinguir tres fases de relación práctica consigo mismo a partir del cual se deducen las tres esferas de necesidad y conflictividad que distingue la teoría del reconocimiento (2):

1. Hay un primer nivel de auto-relación. En éste los sujetos se refieren a sí mismos de tal modo, que conciben sus necesidades físicas y sus deseos como parte articulable de la propia personalidad. La auto-confianza es la expresión de una correcta auto-relación del individuo en este nivel.

2. La segunda forma de auto-relación práctica consiste en la conciencia de ser un sujeto moralmente responsable de sus propios actos. De este nivel depende el auto-respeto.

3. La tercera forma de auto-relación se manifiesta en la conciencia de poseer capacidades buenas o valiosas. Esta conciencia genera la auto-estima.

La auto-confianza, el auto-respeto, la auto-estima serían respectivamente los distintos valores que favorecerían una correcta relación consigo mismo del individuo.

 

Los modos del desprecio

Al sentido personal de integridad humana se accede solamente por una vía negativa, por la vía indirecta de una determinación de los modos de humillación y del daño personal. Es decir, una vía negativa, que asigna primacía a la experiencia del daño, a su elaboración y a su definición y que explica, o intenta hacerlo, de manera derivada cómo formulamos nuestras ideas de lo que es un bien para nosotros (3). A las formas de auto-relación mencionadas se les puede asignar respectivamente tipos de ofensas morales que corresponden a grados de daño psíquico. La percepción de estas formas de desprecio puede motivar al sujeto a entrar en una lucha práctica o en un conflicto. Para llegar a una autorrealización lograda, el ser humano se encuentra destinado al reconocimiento intersubjetivo de sus capacidades y operaciones. Si en alguno de los escalones de su desarrollo tal forma de asentimiento social queda excluida, esto abre en su personalidad un hueco psíquico, en el que penetran las reacciones negativas de sentimientos tales como la vergüenza o la cólera. Por ello, la experiencia de desprecio siempre va acompañada de sensaciones afectivas que pueden indicarle al individuo que se le priva de ciertas formas de reconocimiento social (4). Es muy de destacar que el principio de la acción recíproca sea llamado también principio de la comunidad. En esta dirección las formas de desprecio expresan la frustración de la reciprocidad y la incapacidad de la comunidad humana para corregir el proceso del agravio moral en alguna de sus formas:

1. El primer tipo de desprecio concierne a la integridad física de la persona. Son aquellas formas de maltrato en las que la persona es forzosamente privada de la oportunidad de disponer libremente sobre su cuerpo. Representa el modo más radical de menosprecio personal, ya que el grado de humillación tiene un impacto más destructivo sobre la relación práctica del individuo consigo mismo. Lo definitorio de estas formas de maltrato físico, representadas por la tortura y la violación, lo constituye no el dolor corporal, sino el emparejamiento de este dolor con el fenómeno psíquico de sentirse indefenso frente a la voluntad de otro sujeto, hasta el punto de estar privado de todo sentido de la realidad (5). Todo atentado contra la integridad física destruye el principio de confianza en el mundo, la certeza de que nadie tocará mi cuerpo si no es de la manera, en el momento y el lugar que yo permita y que en caso de ser agredido se me permita defenderme o recibir ayuda de terceros (6). A través de la experiencia de este tipo de maltrato, la persona es privada de esa forma de reconocimiento que se expresa en el respeto incondicional al control autónomo sobre el propio cuerpo, una forma de respeto adquirida a través de la experiencia emocional del proceso de socialización. Este tipo de menosprecio daña la autoconfianza, ya que esta nace y se realimenta de la otro-confianza.

2. El segundo tipo de desprecio se produce cuando una persona es excluida estructuralmente de la posesión de determinados derechos dentro de una sociedad. Cualquier miembro de una comunidad tiene el mismo derecho a participar en su orden institucional. Si a una persona se le niegan sistemáticamente ciertos derechos de este tipo implica que no es merecedora del mismo grado de capacidad moral que los otros miembros de la sociedad. Este menosprecio viene representado por la negación de derechos y por el aislamiento social. La experiencia de tener ciertos derechos denegados está emparejada con la pérdida de la capacidad de relacionarse como miembro de interacción con posesión de iguales derechos que todos los otros individuos, lo que produce una pérdida del respeto de sí mismo, el segundo modo de autorrealización. La integridad social queda herida cuando somos desposeídos de nuestra segunda naturaleza, la que se constituye en las prácticas sociales humanas, en los conceptos y razones con las que se articulan nuestras acciones y que nos confieren una dimensión de ciudadanía. La exclusión nos deja al margen de una comunidad que reconoce y se opone al daño (7).

3. El tercer tipo de desprecio implica la degradación o menosprecio de los estilos de vida individuales o colectivos. La dignidad de una persona se valora por la aceptación social del método de autorrealización en un horizonte de tradiciones culturales dadas en una sociedad. El individuo que experimenta este tipo de devaluación social normalmente cae preso de una pérdida de autoestima, y, por consiguiente, de la oportunidad de poder entenderse como un ente estimado en sus capacidades y cualidades características (8).

En el origen de las experiencias de desprecio hemos de dirigir nuestra atención inicial al grupo básico de socialización que es el grupo familiar en el cual el valor significativo de sus componentes otorga especial relevancia a sus comportamientos relacionales. Los modos del desprecio no representan tanto una injusticia como una conducta dañina por la que las personas son heridas en la comprensión positiva de sí mismas que han adquirido por vías intersubjetivas (9).

 

Las formas del reconocimiento

La diferenciación de estas tres formas de desprecio nos facilita la llave para clasificar un idéntico número de relaciones de reconocimiento mutuo que se presenta como alternativa. A los distintos tipos de ofensas morales les corresponden, en sentido positivo, otras tantas formas de reconocimiento. Basta con seguir el hilo de las sensaciones afectivas que se asocian con formas de desprecio para establecer qué modalidad de reconocimiento es negada, qué lucha por el reconocimiento subyace a la acción de estas personas, aunque no puedan argumentarla. La comunidad es el lugar y resultado de la lucha por el reconocimiento: toda lucha por el reconocimiento de sí es una lucha por la comunidad. La adquisición del reconocimiento social se convierte en la condición normativa de toda acción comunicativa: los sujetos se encuentran en el horizonte de expectativas mutuas, como personas morales y para encontrar reconocimiento por sus méritos sociales. Según Honneth las luchas por el reconocimiento están desplazando las luchas para la redistribución económica teniendo como objetivo el mejoramiento de las condiciones de autonomía de los miembros de nuestra sociedad. Distinguimos las siguientes formas de reconocimiento o de validación social:

1. En el primer caso de reconocimiento físico, el reconocimiento toma la forma de una aprobación emocional y un reforzamiento. Esta relación de reconocimiento depende de la existencia concreta y física de otras personas que se reconocen unas a otras con sentimientos específicos de aprecio que podríamos denominar amor. Por relaciones amorosas deben entenderse aquí todas las relaciones primarias, en la medida en que, a ejemplo de las relaciones eróticas entre dos, las amistades o las relaciones padres-hijos estriban en fuertes lazos afectivos (10). Estas actitudes, por lo general no se extienden a un amplio número de sujetos sino que son más bien restrictivas, expresándose preferentemente en los espacios de relación íntimos y privados.

2. El segundo tipo de reconocimiento implica que demos cuenta o respondamos unos de otros como portadores del mismo tipo de derechos. Tiene, por tanto, un carácter tanto cognitivo como emocional. Este tipo de reconocimiento esta comprometido con la universalización por dos razones: en primer lugar para incrementar la legalidad que garantice las libertades individuales, por otra, por las luchas históricas de los colectivos excluidos o marginados en la reclamación de sus derechos. La realización práctica es el respeto de sí por el cual el sujeto concibe su obrar como una exteriorización de su autonomía moral que es respetada por todos.

3. Finalmente, el tercer tipo de reconocimiento es la solidaridad con los estilos de vida de los otros. Introduce de nuevo elementos emocionales al componente cognitivo del reconocimiento de derechos: la solidaridad y la empatía por la singularidad de los proyectos de vida personales y colectivos de los otros. La identificación con el grupo social al que el sujeto pertenece, es experimentada como orgullo por su utilidad en relación a valores compartidos con la comunidad.

 

El reconocimiento como instrumento para la psicoterapia

La teoría del reconocimiento contiene los tres componentes necesarios que podemos exigir a un planteamiento terapéutico: primero, proporciona un modelo de organización de los datos biográficos para el análisis; segundo, aporta una forma de comprensión de la experiencia, es decir, una hermenéutica; y tercero, posibilita un acto de reconocimiento fundado en el valor simbólico del terapeuta. La aplicación de la teoría del reconocimiento a la psicoterapia encuentra antecedentes en planteamientos extraídos de varias fuentes.

Para el psicoanálisis evolucionado a partir de las observaciones de Donald Winnicott y Melanie Klein, los seres humanos solo estamos en disposición de desarrollar la autonomía si en el proceso requerido de independencia intersubjetiva, nos dejamos caer periódicamente desde las fronteras del yo, alcanzadas hasta entonces, hasta la experiencia de fusión simbiótica con otro ser humano (11). La teoría psicodinámica que contempla al yo como algo más que un simple órgano de adaptación, evolucionó hacia la consideración de que su objetivo final no es tan solo la supervivencia física sino la preservación de la integridad de la persona y la defensa de sus valores. En el estudio del ser humano, el concepto de adaptación se sustituye por otro de mayor complejidad, el de una relación significativa en términos de valores. Las relaciones personales con los objetos son esencialmente bilaterales, recíprocas por el hecho de ser personales e implican una mutua valoración, una comunicación, la participación de cada ser humano en la vida de los demás (12). En la interpretación que realiza Heinz Kohut sobre el dinamismo psicológico del ser humano, establece dos direcciones, una que denomina el hombre culpable cuyas metas apuntan a la actividad de sus impulsos de modo que predomina el modelo adaptativo impersonal, y una segunda, que para nuestro análisis es de mayor interés, el hombre trágico cuyas metas apuntan al desarrollo del sí mismo y que solo alcanzará en su afirmación personal dentro de un medio social en el que se sienta realizado (13). En resumen, la madurez del sujeto no se mide por su capacidad de control de las necesidades y del entorno, sino por la capacidad de apertura a las múltiples facetas de su propia persona expresadas en la interacción comunicativa. Las versiones más avanzadas del psicoanálisis han seguido esta línea de desarrollo de modo que Honneth puede hablar de un psicoanálisis entendido desde la teoría del reconocimiento (14).

Tal como adelantábamos en nuestra introducción, Todorov plantea la necesidad de existir como cualidad exclusiva de lo humano en comparación con el resto de seres vivos. Esta es solo alcanzable a través de la interacción con el otro, que se hace significativo en la relación, en la medida en que nos proporciona la posibilidad de tomar conciencia de nuestra propia existencia; un proceso que se inicia en el niño a través de la mirada de sus progenitores: una vez dominados sus ciclos biológicos fundamentales, el niño puede ocuparse más del mundo circundante. El niño ya no se conforma con mirar a su madre o a su padre, busca atraer y captar sus miradas. Quiere ser visto y no solo ver, convirtiéndose la mirada de la madre o del padre en el primer espejo con el cual el niño se ve: este momento decisivo marca el nacimiento simultáneo de su conciencia del otro (aquel que debe mirarlo) y de sí mismo (aquel a quien el otro mira) y, por lo mismo del nacimiento de la conciencia.

El concepto de incompletud original de Rousseau es asumido por Todorov para explicar cómo esta necesidad de existir nunca puede ser colmada definitivamente, algo que convierte a la incompletud en constitutiva, de tal manera que la disparidad entre su reclamo infinito y su satisfacción, forzosamente parcial y provisional, es algo que nace poco después de nuestro nacimiento físico y solo se aplaca en la inconsciencia que precede a la muerte. De esta forma Todorov desarrolla su tesis acerca del reconocimiento como amalgama de continuidad entre los humanos; no se trata de una necesidad para la sana configuración del ser humano exclusiva de sus inicios, ya que mientras que la madre busca concederle el reconocimiento a su hijo, asegurarlo de su existencia; al mismo tiempo, siempre sin darse cuenta, se encuentra ella misma reconocida en su papel de agente del reconocimiento por la mirada solicitante de su hijo (15). El terapeuta asume la representación de una continuidad simbólica de la comunidad humana que concede el reconocimiento negado en la experiencia del paciente. El reconocimiento en terapia familiar tiene una dificultad añadida que no parece existir en la terapia individual. En esta la función simbólica del terapeuta es determinante, pero en aquella, la simbología se difumina ante el papel real de los miembros de la familia que son los que tienen que conceder el reconocimiento. El terapeuta representa a una comunidad mediadora, el espacio público, pero la familia es la comunidad reconocedora. No puede ser sustituida por el terapeuta porque donde hay presencia real, la simbología toma otras dimensiones secundarias. Para Linares, en un contexto de terapia familiar, el reconocimiento y el consuelo pueden revestir formas más elaboradas, que los integran en el conjunto de una intervención coherente con el objetivo de modificar la narrativa dominante y propiciar la nutrición emocional (16).

Dentro de las contribuciones de la teoría de la comunicación humana, el grupo de Palo Alto, enfocaba la comunicación como el interminable proceso de construcción y validación de los self de cada sujeto, por tanto de reconocimiento de una identidad ofrecida al intercambio intersubjetivo. Esto es parte del compromiso profesional de la ayuda psicológica: la cooperación en esta construcción. La comunicación como compromiso, establece un grado de responsabilidad mutua entre los que interactúan en un contexto. Toda conducta es siempre un mensaje de solicitud o evitación de validación del self, una propuesta de compromiso en el reconocimiento. En este compromiso podemos fluctuar entre varias posibilidades de manifestar nuestra actitud respecto de la propuesta de self:

a. Desconfirmación: es el no ser visto, no ser tenido en cuenta, sería el desprecio.

b. Confirmación: es un factor de estabilidad sólo si lo es en su valoración positiva.

c. Rechazo: no es aceptada la imagen que se propone (17).

El oyente, en su atención, reconoce al hablante y tiene la capacidad de hacerlo ser, de colaborar con él en la construcción de su persona, en su individualización. Para Hannah Arendt no existe nada ni nadie en este mundo cuya misma existencia no presuponga un espectador (18). El terapeuta se convierte en el espectador comprometido con el que puede contar el paciente en tanto portador del sufrimiento generado por el discurso social. Nadie existe en singular desde el momento en que hace su aparición; está destinado a ser percibido por alguien. Existir significa estar movido por una necesidad de apertura, de mostrase, que en cada uno se corresponde con su capacidad de aparecer.

Una consecuencia de la apertura a la relación interpersonal es el self. En toda comunicación existe una propuesta de relación sobre la base de una identidad. Para Castilla del Pino el self es la imagen instrumental con la que el sujeto se presenta en y para la situación; un intermediario del sujeto para la situación. Es la representación con la cual el sujeto se propone obtener de los demás la mejor de las imágenes posibles, cara a la interacción y a la satisfacción desiderativa derivada de ella, en suma, un mensaje mediante el cual pretende que el otro, por una parte, se forme la imagen que él anhela provocar y, por otra, que acepte su propuesta (19). Aparecer en el mundo de los humanos implica siempre parecerle algo a otros, y este parecer cambia según el punto de vista y la perspectiva de los espectadores.

El sí mismo, la identidad de uno, quién es el que uno es, cómo se valora y cómo le valoran a uno es una formación mental funcional e imaginaria, una inferencia que el sujeto obtiene de la idea que tiene de sí mismo y de la idea que cree que los demás tienen de él (20). El sí mismo es un yo que habla de sí, una identidad narrativa al que se accede por la hermenéutica al hablarle a un tú. El self es la totalización de la idea que tengo de mí mismo en esa esfera de mis acciones concretas de ahora, más la idea que los demás tienen de mí, más la idea que yo me formo de lo que los demás piensan de mí (21). El acto de adquirir una identidad se difracta en todos los textos en los que aparece y somos de esta manera, muchos. Esta quiebra puede hacernos soñar en un lugar unitario de significación donde ser alguien, no muchos (22). Además de la necesidad de auto-exhibirse, los humanos también se presentan de obra y palabra mediante la acción y el discurso, y así indican cómo desean aparecer, es decir, realizan una elección deliberada de lo que se puede mostrar y de lo que hay que ocultar. Siempre se es el mismo yo pero no la misma persona que es un proceso de creación. La ansiedad y la depresión expresan la alarma o la herida en el self y, en última instancia, remiten a él.

Mediante la acción y el discurso los seres humanos muestran quienes son, revelan activamente su personal y única identidad, y hacen aparición en el mundo humano. El desvelamiento de quién en lugar de qué, está implicado en todo lo que dice y hace. Pero su revelación casi nunca puede realizarse como fin voluntario, como si uno poseyera y dispusiese de este quién de la misma manera que de sus cualidades. Por el contrario, es más probable que el quién que se presenta tan claro e inconfundible a los demás, permanezca oculto para la propia persona. Esta quiebra en la modalidad de la presentación define el espacio que puede cubrir el terapeuta ya que, desde una relación intersubjetiva establecida en un marco ético, está en condiciones de colaborar en una construcción saludable de la personalidad.

Mientras que con el conocimiento de una persona nos referimos a su identificación como individuo, con el reconocimiento podemos designar el acto expresivo mediante el cual es conferido a aquel conocimiento el significado positivo de una apreciación, es decir, un medio lingüístico que permita la emergencia en la realidad social de hechos no percibidos hasta entonces (23). Hannah Arendt con su exquisito sentido del otro, señala que, dado que las personas aparecen en el mundo de las apariencias, necesitan espectadores, y aquellos que acuden como espectadores a la fiesta de la vida tienen numerosos pensamientos de admiración que se expresan en palabras. Sin espectadores, el mundo sería imperfecto; el participante, absorto como está en cosas concretas y apremiado por actividades urgentes, es incapaz de ver cómo las cosas del mundo y los acontecimientos particulares de la esfera de los asuntos humanos se adaptan y producen una armonía que, en sí misma, no se da a la percepción sensible, y este invisible en lo visible permanecería desconocido para siempre si no hubiera un espectador que lo cuidase, lo admirase, ordenase las historia y las pusiese en palabras (24). Esta reflexión expresa el posicionamiento narrativo propio de un terapeuta orientado al reconocimiento.

 

Los reconocimientos espurios

Tras esta propuesta se oculta un problema crucial de las formas modernas de relato del yo: las contradicciones o disimetrías pragmáticas que se introducen al narrarnos a nosotros mismos, las que existen entre el texto y el contexto; en suma el problema de la verdad y el problema de la falsedad de todo relato del yo. Hay una distancia entre el yo que narra y el yo del relato. La intención del yo que narra es establecer un sentido para el presente desde la constitución actual de su identidad (25). Partimos pues, de la constatación de la resistencia que opone a la idea de reciprocidad la disimetría originaria que se abre entre la idea del uno y la idea del otro. Este conflicto nos enfrenta con el problema de los reconocimientos espurios consecuencia de la intranquilidad generada por la auto-representación permanente. Porque por el miedo de no poder corresponder a las expectativas intersubjetivas, cada persona se esfuerza en conseguir una presentación de sí mismo que promete más de lo que es capaz de cumplir de hecho, esperando conseguir un grado más amplio de reconocimiento social, convirtiéndose en víctima de la externalización de sus orientaciones de acción al sucumbir a la presión de presentar una imagen sobrevalorada de sí mismo (26). A esta limitación se incorporan las dudas sobre que las prácticas de reconocimiento no efectúan un fortalecimiento de los sujetos sino, al contrario, su sometimiento: mediante procesos de reconocimiento mutuo, así se deja resumir la objeción, los individuos son ejercitados en una determinada relación consigo mismos que los motiva para una asunción voluntaria de tareas u obligaciones socialmente útiles (27).

 

Fuentes del reconocimiento

Llegado este punto el terapeuta se pregunta ¿Cómo pues reconocer terapéuticamente? Las fuentes de reconocimiento difieren hasta el punto de ser opuestas. De un lado hemos visto que se encuentra el asombro admirativo ante el espectáculo de la vida, pero no olvidemos otra fuente quizá más oscura, el terrible extremo de haber sido arrojado a un mundo cuya hostilidad resulta abrumadora, del que el ser humano hace todo lo posible por escapar. La mirada entonces debe dirigirse a las prácticas de humillación o envilecimiento a través de las cuales les es escatimada a los sujetos una forma fundada de reconocimiento social y con ello una condición decisiva de la formación de su autonomía. El reconocimiento de sí por parte de la persona actuante y sufriente se caracteriza como saberse capaz de ciertas realizaciones. La posición activa del terapeuta estriba en su comportamiento racional con el que puede reaccionar a las cualidades valiosas de una persona y saber explicitar esa capacidad de acción en el encuentro clínico mediante una perspicaz percepción de los valores del paciente.

Paul Ricoeur en su desarrollo de la fenomenología de la persona capaz (28) nos proporciona excelentes pistas a partir de las cuales connotar minimizando los riesgos de una validación espuria. Destaca cinco capacidades que podemos reconocer en las personas:

a. Poder decir. Hablar es hacer cosas con las palabras y podemos connotar lo dicho y cómo se ha dicho. En lo verbal, darse a conocer, hacerse reconocer es, ante todo, suscitar una confusión y, luego, sacar del error. Se presenta en la descripción de la peripecia, trastocamiento de la acción en sentido contrario que permite pasar de la ignorancia al reconocimiento.

b. Poder hacer. Designa la capacidad de hacer que ocurran acontecimientos en el entorno físico y social del sujeto actuante.

c. Poder contar y poder contarse. La concentración de la vida en la forma de un relato es capaz de dar un punto de apoyo al objetivo ético de la vida buena. Aprender a contarse es también aprender a contarse de otra manera. Una historia de vida se mezcla con la de los otros, de modo que el enmarañamiento en historias, lejos de constituir una complicación secundaria, debe considerarse la experiencia principal de la materia. Es en la prueba de la confrontación con otro, ya se trate de un individuo o de una colectividad, donde la identidad narrativa revela su fragilidad, donde los recursos de configuración se pueden convertir en recursos de manipulación.

d. Imputabilidad y responsabilidad. Para Ricoeur, con la imputabilidad, la noción de sujeto capaz alcanza su más alta significación. Es considerado imputable el sujeto que debe reparar los daños y sufrir pena. La idea de responsabilidad sustrae la de imputabilidad a su reducción puramente jurídica. Su virtud primera consiste en subrayar la alteridad implicada en el daño o perjuicio más que el solo precepto que se transgredió. En la responsabilidad no se oculta el sufrimiento primero que es el de la victima. En virtud de este desplazamiento del énfasis, la idea de prójimo vulnerable tiende a remplazar a la de daño cometido. Estos dos principios deben guardar un equilibrio pues la inflación de alguno de ellos podría girar hacia la indiferencia de los dañados o hacia la anulación del carácter propio de la acción. La persona sigue siendo el autor de esta acción íntima que consiste en evaluar sus actos, singularmente en la condición de retrospección. La misma persona sufriente es la que se reconoce como agente en una intención de vida realizada que se ha visto truncada. Al distinguirse las decisiones intencionales, se distinguen las virtudes que posee la persona y que son, en definitiva, el meollo del acto de reconocimiento. Sin embargo en la historia de cualquier vida existe el peso de lo que se hizo, y no sólo de lo que se hizo intencionalmente.

e. El mantenimiento de la identidad: la promesa. La promesas se presenta como una dimensión nueva de la idea de capacidad y como la recapitulación de los poderes anteriores: poder prometer presupone poder decir, poder actuar sobre el mundo, poder contar y formar la idea de la unidad narrativa de una vida, en fin, poder imputarse a sí mismo el origen de sus actos.

 

El momento de la devolución

Estos aspectos remarcados por Ricoeur, nos permiten llenar de contenido pertinente la devolución terapéutica que el paciente espera y de la que el profesional se ha hecho deudor en el contrato terapéutico. Una devolución bien construida inspirada en la teoría del reconocimiento debiera incluir estos contenidos:

1. Explicitación del modo del menosprecio elaborado en la narración del paciente que el terapeuta ha creído detectar y su consenso con el paciente ya que el punto de apoyo esencial es el malestar o la protesta del afectado.

2. Explicitación del derecho a la queja y al síntoma ante una situación de dominio social que solamente permite exponerlo en ámbitos restringidos como la consulta. El malestar es la forma de protesta posible para muchas personas que experimentan el menosprecio en alguna de sus formas.

3. Connotación positiva elaborada de acuerdo a los elementos de la narración que permitan el acceso al reconocimiento. La connotación positiva es el instrumento verbal más elemental del que disponemos. Pero no debemos confundir su característica de recurso primario como si de un instrumento inocuo se tratara. La connotación positiva, instrumento de marcada raíz cognitiva utilizado en múltiples procedimientos de terapia individual o familiar, en este contexto de validación, es un juicio positivo de valor, una interpretación favorable de un rasgo de la persona. Surge de una apreciación aparecida en la escucha clínica, en el despliegue de la historia. No es una adulación ni un consuelo. Realza un valor de la persona puesto en acción como consecuencia de la crisis. No se da valor a la crisis misma sino a la persona agente o sufriente de la crisis. Pretende un reconocimiento y validación positiva del self. Su elaboración requiere un enorme esfuerzo de atención en el terapeuta para que sea digna de crédito por parte del paciente (29). Su construcción implica una sujeción realista: debe referirse de forma significativa a capacidades efectivamente manifestadas en el relato del paciente. Otro aspecto importante en su construcción es que se refieran a valores morales actuales, vivos en el conjunto de la sociedad. Por último debe incluir una faceta de racionalidad, es decir, de argumentación convincente para el paciente al realizar otra lectura de la historia a la que abocó.

4. Exposición de los enigmas sobre lo que el paciente hará en su comunidad social con el conocimiento de sí y de las patologías sociales que han intervenido en la gestación de su malestar. Se establece una tensión entre normalización como comprensión de una respuesta adecuada al agravio sufrido e individualización como ser humano que ha adquirido una visión crítica del sufrimiento.

 

Conclusiones

La psicoterapia basada en el reconocimiento proporciona la integración de principios bioéticos en las entrañas mismas del proceso de análisis del sufrimiento y en las líneas de resolución de conflictos.

 

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Dirección para correspondencia:
José Ramón Boxó Cifuentes
terapiafamiliarmalaga@gmail.com

Recibido: 02/07/2012
aceptado: 26/09/2012

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