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Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría

versión On-line ISSN 2340-2733versión impresa ISSN 0211-5735

Rev. Asoc. Esp. Neuropsiq. vol.33 no.117 Madrid ene./mar. 2013

https://dx.doi.org/10.4321/S0211-57352013000100011 

MÁRGENES DE LA PSIQUIATRÍA Y HUMANIDADES
REFLEXIONES NERVIOSAS

 

Vivir, bostezar, morir

Living, yawning, dying

 

 

Juan Medrano

Psiquiatra. Salud Mental Álava. oban@telefonica.net

 

 

A lo largo de su existencia, un ser humano "estándar" en cuanto a duración de su vida bosteza en torno a 250.000 veces, lo que da idea de la importancia, al menos cuantitativa, de este fenómeno, que tiene una vertiente fisiológica (de significado aún por determinar), psicológica, e incluso social, como veremos más adelante. Esta compartimentación en dimensiones del bostezo demuestra, por una parte, la necesidad epistemológica humana de trocear cualquier experiencia y alojarla en diferentes categorías. Pero al mismo tiempo, todo aquello que aúna lo fisiológico-biológico, lo que consideramos psicológico y lo social solo puede ser entendido como global y vital. El bostezo u oscitación es, pues, un fenómeno vital. Ahí radica su interés y su relevancia.

A pesar de que bostezamos varias veces al día (es posible, como se verá más adelante, que el lector haya intensificado la frecuencia de bostezos simplemente con leer estas líneas), la oscitación es una de esas conductas que damos por conocidas y sabidas y que cuesta un tanto definir. En este caso, cuesta unas cuantas líneas. Un bostezo, en sentido estricto y bien contado, es un ciclo respiratorio paroxístico que dura entre 5 y 10 segundos (aun siendo variable entre individuos parece ser estable en cada persona). Entraña una serie de movimientos que se suceden siempre en el mismo orden. Comienza por una inspiración amplia, lenta y muy profunda, con la boca muy abierta (lo que hace que la faringe pueda llegar a cuadruplicar su diámetro), que se produce al tiempo que la laringe se abre alcanzando las cuerdas vocales su máximo grado de abducción. Durante esta maniobra, se inspira aire esencialmente por vía oral. Se sigue esta inspiración de una breve parada del flujo ventilatorio, que representa el acmé o clímax del bostezo y se suele acompañar de oclusión de los párpados o estiramiento de las extremidades. Tras ello viene una espiración pasiva, ruidosa, más o menos lenta, junto con la relajación de todos los músculos participantes; la boca vuelve a cerrarse, la laringe recupera su posición inicial y el individuo experimenta, con la resolución del bostezo, una sensación placentera (1). Tan placentera como que el bostezo es uno de los ítems (really enjoy the feeling of a good yawn) de la escala TEPS (Temporal Experience of Pleasure Scale), que mide experiencias placenteras (2). Como no podía ser de otra manera, el ítem se conserva en la adaptación francesa (3) de la escala (Je prends vraiment plaisir à la sensation qui accompagne un bon bâillement), y en la china (4), si bien aquí, desgraciadamente, la fuente no detalla cómo se diría en chino, lo que es una lástima, todo hay que decirlo.

El bostezo es un fenómeno que se observa en todos los vertebrados (parece que el único requisito es disponer de una mandíbula ósea) y en todos ellos se produce con el mismo esquema motor. Incluso en animales, como los équidos, que respiran exclusivamente por vía nasal, la oscitación se produce a través de la boca y entraña toda esa serie de aparatosos movimientos que hemos descrito (1). En el humano se registran bostezos desde la duodécima semana de vida intrauterina, reduciéndose su frecuencia al final del periodo fetal y en el primer año de vida, manteniéndose después en una meseta a lo largo de la infancia y edad adulta para decrecer en la vejez, una curva similar a la del sueño REM (5).

Tal vez a estas alturas el lector haya reparado en que un artículo sobre el bostezo repite hasta la saciedad el sustantivo y el verbo -bostezar- y que el sinónimo que hemos encontrado (oscitación) suena fatal. Un término emparentado es casmodia, pero sus connotaciones patológicas (significa un exceso de bostezos u oscitaciones) hacen que debamos ser muy rigurosos a la hora de utilizarlo y administrarlo en este comentario. Acude en nuestra ayuda el siempre solícito diccionario de griego, que nos dice que bostezo (u oscitación) se dice en esa clásica lengua x"o^ou, que según me cuentan se lee "jasmé", con lo que utilizaremos esa raíz en lo sucesivo, por ejemplo, para referirnos a los investigadores que más tiempo y atención han dedicado al bostezo (u oscitación). Los llamaremos jasmólogos, y entre ellos cabe destacar a autores como Gallup, Provine o Walusinski, que es un auténtico enciclopedista de la Jasmología y vierte sus conocimientos en una excelente página web (6), de la que hemos obtenido buena parte de la bibliografía de este artículo. Los tres, y otros autores que iremos mencionando, demuestran, con su pasión por un tema aparentemente tan colateral como el bostezo (u oscitación) que el abanico de intereses del ser humano es amplísimo. Y que la curiosidad es un rasgo consustancial a nuestra especie. E igualmente, un fenómeno vital.

Antiguo es el saber y la preocupación por el bostezo. Los griegos y los mayas creían que era un intento del alma por escapar del cuerpo, y ya desde antiguo existían normas sociales al respecto (por ejemplo, en el mundo hindú bostezar en público era una especie de pecado (7). Su estudio científico es relativamente reciente. En 1942 Moore pudo demostrar la contagiosidad del fenómeno, utilizando para ello tanto "bostezadores" especialmente entrenados, como el sonido típico de bostezo emitido por un gramófono o, finalmente, imágenes cinematográficas (un procedimiento posteriormente muy utilizado en la rica literatura jasmológica). Moore (8) comprobó que sus colaboradores entrenados para simular oscitaciones, hábilmente colocados en iglesias y capillas, eran capaces de provocar que los asistentes a oficios religiosos bostezaran, tanto si frecuentaban los servicios matutinos como los vespertinos. Más aun: pudo intuir que el cansancio no era un elemento necesario, ya que bostezaban más los que asistían a la iglesia por la mañana. También comprobó este jasmólogo pionero que reproducir el sonido de un bostezo mediante un gramófono inducía bostezos en personas ciegas en mayor medida que en un grupo control de videntes. Por último, la imagen cinematográfica de una niña bostezando provocaba oscitaciones en un grupo de estudiantes de Psicología (algo que como veremos no se limita a este colectivo).

Más recientemente Provine es probablemente el investigador más reputado en la materia, centrando su atención en el bostezo dentro de lo que llama "Neurociencia informal" [sidewalk neuroscience], que estudia conductas que parecen de segundo orden, como la risa, el estornudo, la tos, el llanto, el hipo, las cosquillas, y si no fuera porque no es mi intención ofender a las damas que lean esto, me atrevería a revelar -eso sí, sonrojándome- que Provine también ha dedicado su interés a dos fenómenos tan soeces como los eructos y los pedos. Reconoce nuestro autor a este amplio abanico de conductas segundonas un gran valor como ventanas que se abren ante nosotros para dejar entrever los intríngulis de la naturaleza humana. Utiliza para estudiarlos procedimientos poco sofisticados (cuaderno de notas, grabadoras de sonido o vídeo), y hay que conceder que con tan modesto aparataje Provine ha sido capaz de contribuir decisivamente al avance de la Ciencia, como demuestra su reciente libro "Curious behavior" (9). Fruto de sus investigaciones sabemos que el bostezo es mucho más contagioso que el hipo o la risa. Ver o escuchar a alguien que bosteza hace que un muy elevado porcentaje de seres humanos reproduzca esa conducta en menos de cinco minutos. Se da la circunstancia de que no es necesario ver frontalmente al oscitador; cualquier ángulo de visión puede generar contagio. A la búsqueda del estímulo crítico, Provine expuso a sus probandos (indefensos estudiantes de Psicología, como suele ser habitual) a imágenes de bostezadores en las que se había eliminado la boca pero la que conservaban otros rasgos como los ojos cerrados, y comparó su capacidad para disparar la conducta con otras imágenes que recogían exclusivamente bocas en amplia oscitación. La cara bostezante sin boca resultó ser un estímulo mucho más potente que la boca abierta, que en opinión de este investigador se queda relegada a la condición de estímulo neutro. Entre otras implicaciones, como señala el propio autor, esto supone que la norma de urbanidad que impone cubrirse la boca cuando uno bosteza no tiene ninguna efectividad para evitar el contagio de la oscitación (10-12).

La idea o el pensamiento del bostezo también hace bostezar, como señala Provine, quien afirma que a base de investigar y escribir sobre el tema él mismo se ha convertido en un estímulo provocador de oscitaciones (9). Otro hecho interesante es que cuando se lee un texto en el que aparezca reiteradamente la palabra bostezo la frecuencia de la conducta se incrementa significativamente, algo que no pasa cuando uno lee reiteradamente palabras como hipo o risa o la descripción de un médico explorando las amígdalas a un paciente con la boca completamente abierta (13-14). El efecto jasmógeno de leer la palabra bostezo, por cierto, no requiere que la persona está especialmente cansada o somnolienta (15). Asimismo, si en su momento Moore comprobó que el sonido de la oscitación induce la conducta en invidentes, Arnott y colaboradores pudieron demostrar que también las personas con vista intacta sucumben al contagio cuando oyen un bostezo (16).

Las oscitaciones se presentan con un ritmo característico. Son más frecuentes al poco de despertarnos y cuando nos vamos a acostar. Curiosamente, los estiramientos de extremidades, acompañantes frecuentes del bostezo, se presentan más a menudo al comienzo del día que a la noche (9).

Provine (12) ha conseguido determinar que para bostezar solo es necesaria la participación de la boca, ya que si uno se cierra la nariz con los dedos el bostezo se produce con normalidad. Sin embargo, si uno mantiene los dientes apretados, pero permitiendo el paso del aire a través de los labios, se quedará con la sensación de que no ha completado el bostezo, lo que demuestra que la apertura hipopotámica de la mandíbula es un elemento esencial. Lo mismo sucede si se mantiene la boca cerrada y se intenta bostezar a través de la nariz. Una última variante (9), la del bostezo con los ojos abiertos, produce también la impresión de no haber completado la jugada. Jugada que, al igual que el estornudo y el orgasmo, culmina en una forma de clímax, lo que explica que se encuentren similitudes entre el placer sexual y el jasmeico. Tantas son que han dado lugar a la tesis doctoral de Wolter Seuntjens, un estudioso holandés con una interesante página web al respecto (17) y que en su día resumió su investigación en un artículo (18) del Journal of Improbable Research (la revista que año tras año concede los Premios IgNobel, dicho sea de paso).

Otro dato de interés es que las personas con una hemiplejia producen a veces estiramientos del miembro paralizado cuando bostezan, lo que fue denominado "paracinesia braquial oscitante" por Walusinski (19). Este fenómeno, que se puso en su momento en relación con la conservación de una supuesta vía motora emocional, ha sido explicado posteriormente por el mismo autor como debido a que la lesión de las vías corticoneocerebelosas del sistema extrapiramidal desinhiben la vía espinoarqueocerebelar, permitiendo que el brazo paralizado sea estimulado por el núcleo reticular, que armoniza los ritmos respiratorios y locomotores (20).

¿Y cuáles son las bases neurofisiológicas del bostezo (u oscitación)? ¿De qué manera intervienen esas simpáticas sustancias sabrosonas que conforman la sopa bioquímica que integra nuestro ser? El bostezo es, al parecer, un fenómeno esencialmente dopaminérgico. Este simpático neurotransmisor activa la producción de oxitocina en el núcleo paraventricular del hipotálamo, y la oxitocina resultante activa la transmisión colinérgica en el hipocampo y la formación reticular. La acetilcolina, a su vez, induce la oscitación a través de los receptores muscarínicos de los músculos implicados. También modulan la oscitación otros neuro-transmisores, como la inevitable serotonina, ciertos neuropéptidos, la hipocretina y las hormonas sexuales (21). La participación de estos neurotransmisores en la regulación del bostezo puede entreverse también gracias a la Clínica y a la Farmacología (1). La dopamina queda en evidencia porque en las enfermedades extrapiramidales (hipodopaminérgicas) como el Parkinson, se reduce la frecuencia de los bostezos, y lo mismo sucede bajo el efecto de los antipsicóticos típicos o atípicos, mientras que la domperidona, de acción antidopaminérgica, pero que no atraviesa la barrera hematoencefálica, no tiene acción alguna sobre el ritmo y la intensidad de las oscitaciones. Los fármacos que potencian la transmisión colinérgica, como los inhibidores de la acetilcolínesterasa, desencadenan amplios y frecuentes bostezos, en tanto que antagonistas de esta vía, como la escopolamina, inhiben las oscitaciones. La acción de la inevitable serotonina es más compleja, ya que el mCPP, agonista selectivo de los receptores 5HTc, es un potente jasmógeno, mientras que sustancias que actúan sobre los receptores 5HT1a y 5HTc inhiben los bostezos. Los antidepresivos tienden a provocar oscitaciones, en algunos casos auténticas crisis casmódicas, descritas con productos como la paroxetina (22), la venlafaxina (23, 24) el citalopram (25) o el escitalopram (26, 27). Para quien se vea en el brete de tener que tratar a un paciente que ha desarrollado casmodia con antidepresivos, existen dos estrategias. Una es reducir la dosis y, llegado el caso, suspender el producto; la otra, utilizar propranolol, que ha sido útil en algún paciente (28).

La participación de las hormonas sexuales en la oscitación es intrigante. En otras especies de mamíferos, los machos bostezan con mucha mayor frecuencia que las hembras. Esta diferencia se ha pretendido explicar alegando que la oscitación pondría de manifiesto los poderosos colmillos del macho y sería una especie de aviso o amenaza para competidores. Curiosamente, los productos que estimulan la transmisión dopaminérgica, como la apomorfina, o ciertos canales serotoninérgicos, como el mCCP, son capaces de provocar bostezos y erecciones en las ratas macho (29), pero este efecto desaparece cuando la rata está castrada y por tanto falta un aporte de testosterona. Si unimos a esta evidencia el dato de que nuestra especie no solo es la única en que ambos sexos (perdón: géneros) son sexualmente activos en todo momentos sino que también es la única en la que los dos géneros (esta vez lo he escrito bien a la primera) bostezan por igual, concluiremos que las teorías jasmosexuales de Seuntjens no van tan descaminadas. Y, al contrario, parecen verse confirmadas por casos aislados de pacientes, varones y mujeres, que describían orgasmos o sensaciones análogas ligadas a los bostezos cuando estaban en tratamiento con clomipramina, un antidepresivo de potente acción serotoninérgica (30).

Sobre la función del bostezo se ha escrito mucho. Una conducta tan compleja, que implica la participación de tantísimos músculos y que ha persistido a lo largo de toda la evolución de los vertebrados, razonaron sin duda quienes propusieron estas hipótesis, tiene que cumplir un determinado papel fisiológico. Smith (31) ha revisado estas propuestas y son de lo más dispar: incrementar (o reducir) el nivel de alerta, garantizar (en la vida fetal) el correcto funcionamiento de la articulación temporomandibular, indicar aburrimiento, mareo, hemorragia o encefalitis, marcador de actividad dopaminérgica, prevención de atelectasias, oxigenación cerebral, evacuación de detritus amigdalinos potencialmente infecciosos... así, hasta 20 variadas sugerencias, lo que da idea de los palos de ciego que dan los investigadores para explicar una conducta aparentemente tan trivial. Algunas hipótesis conjugan elementos de otras, como la sugerencia de que el bostezo mejora la falta de concentración ligada a la hipoxia y de esta manera contrarresta el aburrimiento (32).

Más recientemente, Gallup ha formulado una hipótesis novedosa, que sostiene que el bostezo sirve para reducir la tempe-atura cerebral, una teoría que ha examinado en diversas situaciones y modelos experimentales y que a día de hoy, concluye, está refrendada también por las modificaciones fisiológicas observadas tras las oscitaciones (33). Gallup ha podido demostrar que en los periquitos se produce un incremento de la frecuencia de bostezos cuando aumenta la temperatura (34). En las ratas, en cambio, las oscitaciones (no así los estiramientos) son más frecuentes con las variaciones al alza y a la baja de la temperatura (35). En los humanos Gallup ha centrado sus investigaciones en la influencia de la temperatura y sus cambios en la capacidad de contagio del bostezo, que es menor a temperaturas bajas o después de habernos mantenido un tiempo en temperaturas más altas; el paso de un ambiente más fresco a otro cálido, en cambio, aumenta la probabilidad de contagio (36). La respiración nasal (que tiende a refrigerar el cerebro) o la mera aplicación de frío en la frente (evidentemente, otro mecanismo que reduce la temperatura cerebral) también se asocian, en las investigaciones de Gallup, a una reducción del contagio jasmeico (37). En el bostezo, sostiene nuestro autor, a pesar de que la protagonista es la boca y no la nariz, se puede producir una ventilación de los senos paranasales que facilitan que el calor cerebral se disipe, como de hecho sucede en algunas especies de aves (38). La tendencia a producir bostezos observada, como se ha visto anteriormente, con algunos antidepresivos que trastean con la serotonina puede deberse, según Gallup, a que estos medicamentos incrementan la temperatura cerebral, tanto en dosis terapéuticas como en sobredosis (39), algo que tiene cierta coherencia con el hecho de que los medicamentos que combaten la depresión tienden a elevar la temperatura cerebral, en tanto que los que se utilizan en la manía tienden a reducirla (40). Este dato, por cierto, es una interesante y elegante manera de sintetizar los mecanismos de acción neuroquímica de todos estos productos con su actuación sobre el bostezo y los trastornos del estado de ánimo, con los antagonistas de la dopamina mitigando la manía (y reduciendo el bostezo) y los antidepresivos serotoninérgicos combatiendo la depresión (e incrementando las oscitaciones).

La contagiosidad del bostezo merece, ciertamente, un capítulo aparte, ya que remite a aspectos psicobiológicos de gran interés. Clásicamente se ha sostenido que la oscitación contagiosa es un rasgo netamente humano, y en los últimos años se ha vinculado a las recientemente descubiertas neuronas espejo, base de la empatia. De hecho, se ha podido comprobar mediante técnicas de neuroimagen que el contagio del bostezo se asocia a la activación de áreas cerebrales relacionadas con el sistema de las neuronas espejo y la empatia (41, 42). Sin embargo, cada vez son más frecuentes los estudios que demuestran su existencia no ya en primates o en otras especies de mamíferos, sino incluso en periquitos (43), algo que puede relacionarse también con la creciente impresión de que la empatía existe en formas más elementales en especies aviarias, como los loros y los córvidos.

En nuestra especie, recordemos, la frecuencia del bostezo es máxima en la vida fetal, y después del nacimiento, para después ir decreciendo. Sin embargo, la capacidad de ser contagiado por la oscitación ajena es tardía, y no se instaura hasta los 4 o 5 años de edad, como han podido demostrar Anderson y Meno (44) presentando vídeos de personas bostezantes a niños de corta edad, lo cual guarda proporción y coherencia con la idea de que el desarrollo psicológico entraña una gradual separación del egocentrismo inicial para pasar a interesarse por los demás y sus estados y reacciones emocionales. Curiosamente, en el chimpancé se da un fenómeno análogo, puesto que en una experiencia en la que se mostró un vídeo de congéneres bostezantes a seis hembras adultas acompañadas de tres crías se pudo comprobar que estas últimas no se contagiaban, mientras que las adultas oscitaban sin el menor pudor inducidas por la contemplación de la película (45). También en el chimpancé se ha podido vincular la contagiosidad a la proximidad del bostezante, de modo que cuanto más cercano biológica o socialmente (pertenencia al mismo grupo) sea el individuo que bosteza tanto más probable es que el que contempla la acción replique la conducta (46). En los seres humanos sucede lo mismo: nos contagian sus bostezos más los familiares que los amigos, los amigos más que los conocidos y los conocidos más que los desconocidos (47), lo que significa que el humilde bostezo es nada menos que un marcador de empatía y de proximidad afectiva y emocional.

Con estos datos no es de extrañar que la contagiosidad del bostezo sea un área de interés en la investigación sobre trastornos mentales en los que existe un defecto de la empatía y la inteligencia social, como son el autismo o la esquizofrenia. Por ejemplo, Haker y Rõssler (48) han podido comprobar que en comparación con controles las personas afectas de esquizofrenia experimentan un menor contagio de la risa o los bostezos presentados en vídeos. En realidad, este hallazgo confirma de alguna manera la vieja idea de Lehmann de que el bostezo es un fenómeno de interés psicopatológico cuya presencia o ausencia puede dar idea de la severidad de la esquizofrenia (49). Lógicamente, habría que armonizar esta hipótesis con el hecho de que los medicamentos que empleamos para tratar la enfermedad reducen precisamente la frecuencia de las oscitaciones. En cuanto al autismo, si bien los niños diagnosticados de trastorno generalizado del desarrollo no difieren de los niños neurotípicos en cuanto a frecuencia y duración de sus bostezos espontáneos, si que muestran una tendencia mucho menor a contagiarse de la oscitación ajena (50). Es de interés el hecho de que esta dificultad para contagiarse del (empatizar con el) bostezo es mayor cuanto más grave sea al trastorno generalizado del desarrollo, de modo que las personas con autismos verbales o que en general no presentan las formas clásicas y más cercanas a la descripción de Kanner tienen una capacidad de replicar las oscitaciones ajenas más cercana a la de la población neurotípica (51). Un dato interesante es que si se fuerza que los niños con autismo mantengan un contacto visual con la imagen en video del bostezante la contagiosidad de la oscitación es mayor (52).

Así pues, da la impresión de que en el futuro la investigación sobre el bostezo nos permitirá conjugar (maridar, diría algún cursi) datos provenientes de la Fisiología, la Etología, la Psicología, la Psicopatología e incluso la terapéutica farmacológica. Apoyándose en métodos surtidos que abarcan desde el modesto bloc de notas hasta la neuroimagen, los estudiosos del fenómeno pueden, por lo tanto, ensanchar el conocimiento sobre la naturaleza humana. ¿Quién se atreverá, por lo tanto, a banalizar laf importancia de un buen bostezo?

 

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