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Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría

versión On-line ISSN 2340-2733versión impresa ISSN 0211-5735

Rev. Asoc. Esp. Neuropsiq. vol.39 no.135 Madrid ene./jun. 2019  Epub 11-Nov-2019

https://dx.doi.org/10.4321/s0211-57352019000100002 

Artículos

Evaluación contextual-fenomenológica de las conductas suicidas

Contextual-phenomenological assessment of suicidal behaviour

Marta González Gonzáleza  , Juan García-Harob  , Henar García-Pascualc 

(a)Psicóloga Interna Residente. Servicio de Salud del Principado de Asturias. Asturias. España.

(b)FEA Psicología Clínica. Servicio de Salud del Principado de Asturias. Asturias. España.

(c)Enfermera Especialista en Salud Mental. Servicio de Salud del Principado de Asturias. Asturias. España.

Resumen

Este artículo presenta y discute dos perspectivas de análisis y evaluación de las conductas suicidas: el enfoque biomédico y el contextual-fenomenológico. Frente al discurso biomédico imperante en salud mental, este trabajo apuesta por una defensa del enfoque contextual-fenomenológico. Se ponen de relieve las implicaciones para la ayuda terapéutica. Se concluye que la evaluación contextual-fenomenológica puede ser útil no solo en el análisis del riesgo, sino también en la obtención de información necesaria para la orientación y planificación de la ayuda terapéutica de las personas en situación de crisis suicida.

Palabras clave: evaluación; fenomenología; suicidio; intento de suicidio; psicopatología

Abstract

This article presents and discusses two perspectives of analysis and assessment of suicidal behaviour: the biomedical approach and the contextual-phenomenological one. Contrary to the biomedical model prevailing in mental health, this work bets for a defence of the contextual-phenomenological approach. Implications for therapeutic help are highlighted. It concludes that contextual-phenomenological assessment might be useful both in the suicide risk analysis and in obtaining all the necessary information to guide and plan therapeutic help for people in a suicidal crisis.

Key words: assessment; phenomenology; suicide; suicide attempt; psychopathology

"Me es más útil hablar con usted que tomar cuatro pastillas más. Las pastillas no me van a cambiar la mentalidad, y usted igual sí". Comentario de un joven con esquizofrenia a su terapeuta un año antes de suicidarse

Introducción

Es hora de recapitular

las hostias que me ha dado el mundo.

Hoy querrán oír mi último adiós

y poco a poco van llegando

y yo los recibo en batín.

(...)

Fracasé una vez, fracasé diez mil

y aun así alzo mi copa hacia el cielo

en un brindis por el hombre de hoy

y por lo bien que habita el mundo.

(...)

Y no me habléis de eternidad,

no me habléis de cielos ni de infiernos.

¿No veis que yo le rezo a un dios que me prometió

que cuando esto acabe no habrá nada más?

Fue bastante ya...

(...)

Pero si algo hay capital,

algo de veras importante

es que me voy a morir.

Y cuando digo voy es que voy.

(...)

Dejadme preguntar:

¿esto es el final?

Y si es así, decid: ¿me vais a extrañar?

¡Ah, veo que asentís,

pero yo sé que no! (...)".

El hombre que casi conoció a Michi Panero es una canción escrita por Nacho Vegas. Si nos fijamos en la letra, es difícil decidir si se trata de una canción suicida. El balance vital, el uso del tiempo pasado, la ausencia de futuro, la alusión a la muerte, la referencia al último adiós... son temas que hacen pensar en una situación presuicida. Son elementos narrativos que abundan en muchas cartas y notas de suicidio. Sin embargo, no hay declaraciones explícitas de la intención de querer matarse.

En la clínica asistencial nos encontramos con dificultades similares: es difícil saber si la persona está atravesando una crisis suicida o si sus declaraciones sobre las pocas ganas de vivir o las ganas de morir tienen otro significado. Para salir de la duda no basta con pasar una escala de riesgo suicida ni preguntar directamente si ha pensado alguna vez en matarse o si tiene planes de suicidio. La cosa no es tan fácil. Hay que escuchar con atención. Hay que saber leer entre líneas. Sobre todo, dado el hermetismo con el que el suicida oculta sus ideas, más si cabe cuando percibe que no hay un interlocutor válido o siente que no hay una relación segura, empática y de contención emocional. Incluso creando una relación con estas características, no hay garantías de apertura por parte del consultante presuicida. Pero si establecer una relación de confianza posibilita la apertura sin asegurarla, su descuido la dificulta hasta el punto de hacerla imposible. Es por eso que construir una alianza terapéutica es siempre una tarea de vital importancia. Por otro lado, la contención emocional no se refiere solo a poner freno, sino a saber acoger y limitar la angustia. Se precisa actitud y aptitud por parte del profesional. Y, por supuesto, también tiempo.

La problemática suicida es, sin duda, una de las más difíciles que afronta el profesional sanitario. En el desarrollo y mantenimiento de las conductas suicidas, se imbrican numerosos factores: culturales, sociales, psicológicos, clínicos y biológicos. Esto dificulta una adecuada evaluación y, por tanto, la aplicación de una ayuda efectiva.

Frente al discurso biomédico imperante en salud mental, que reduce o disuelve la actividad psicológica y la subjetividad misma en mecanismos neuronales, genéticos o bioquímicos que, en última instancia, explicarían la conducta y los problemas humanos, se utiliza aquí la fenomenología como método de evaluación de las conductas suicidas. No en vano, la fenomenología está en el centro del giro cualitativo que se reclama en la psiquiatría (1) y en la psicología actuales (2,3). Es importante resaltar que en la actualidad existe un movimiento de recuperación de la fenomenología en salud mental al servicio de la investigación cualitativa y centrada en la evaluación, comprensión y tratamiento de los trastornos psicóticos (4 5-6).

El objetivo de este trabajo es presentar y discutir dos perspectivas de análisis y evaluación de las conductas suicidas: el modelo biomédico y el contextual-fenomenológico. Interesa advertir que la distinción entre ambos enfoques es conceptual, no profesional. Se ponen de relieve las implicaciones para la ayuda terapéutica. Se apuesta por una perspectiva contextual-fenomenológica del suicidio (7), sin exclusión de las aportaciones y logros del modelo biomédico. Se habla aquí desde la experiencia y práctica clínica en la asistencia pública (evidencia-basada-en-la-práctica), "laboratorio social" donde se ponen a prueba los modelos teórico-clínicos y desde donde también se deberían proponer. Se cierra el trabajo con las principales conclusiones.

Evaluación biomédica de las conductas suicidas

Es ya bastante común decir que el suicidio es un enigma, un estigma y un tabú. En la clínica asistencial esto se manifiesta en el uso masivo del eufemismo "intento autolítico". Con esta expresión, un tanto ambigua, se deja entrever cierto temor del profesional para abordar directamente la temática del suicidio. Se diría que hay un acercamiento tibio y como de puntillas a la evaluación; a nuestro juicio, inadecuado, si no perjudicial. Conviene hablar de "intento suicida" si es eso de lo que se trata. Hablar de suicidio, en vez de incitar, provocar o introducir esa idea, reduce el riesgo de cometerlo y puede ser además una oportunidad única para expresar miedos autodestructivos largamente silenciados. Esto solo tendrá lugar si el consultante siente que su interlocutor tolera hablar de ello sin angustia.

La evaluación del riesgo suicida consiste en discriminar entre aquellos que van a suicidarse y aquellos casos en que solo lo parece. Para ello se utilizan escalas y cuestionarios o bien la entrevista clínica. Desde el modelo biomédico, la valoración del riesgo consiste en la aplicación de diferentes escalas de detección: un listado de ítems de conductas, pensamientos y sentimientos tipificados en torno a variables como la ideación, la intencionalidad, la planificación y el intento previo, a los que el paciente ha de responder con un sí/no o una puntuación en una escala Likert. Por ejemplo: ¿Alguna vez ha intentado suicidarse? ¿Vas a intentar suicidarte en las próximas 24 horas? La puntuación final se toma como un indicador de la gravedad de una patología mental a tratar, más que como un indicador de una crisis biográfica en curso. A falta de una teoría psico(pato)lógica del suicidio que asista al clínico evaluador, se deposita toda la confianza en un número, que no es más que un promedio estadístico con la añagaza de aparentar una falsa objetividad positivista. Desde luego, este número, categorizado en diferentes niveles de riesgo (leve, moderado o alto), no es suficiente para discriminar entre quienes afirman que se van a suicidar y quienes realmente lo hacen. Diferentes estudios han cuestionado la validez de las escalas para la predicción del riesgo suicida. Cuando se clasifica a los sujetos en grupos de alto o bajo riesgo de suicidio, se encuentra que el 95 (8) o 96% (9) de las personas clasificadas en el grupo de alto riesgo no se suicidan. Por otro lado, la mayoría de suicidios (86%) se producen en el grupo de bajo riesgo (10).

A pesar del número de instrumentos para la detección de las conductas suicidas y la evaluación del riesgo con los que se cuentan, aún no existe ninguno que permita evaluar con exactitud el riesgo inminente de suicidio. La mayoría de suicidios ocurren sin que las escalas sean capaces de detectar la existencia de un nivel alto de riesgo.

Cuando se evalúan las escalas de riesgo de suicidio, se detecta que presentan importantes limitaciones psicométricas desde el punto de vista de la sensibilidad y la especificidad. Esto puede deberse a que los factores de riesgo más comunes suelen estar presentes en la población y, sin embargo, el suicidio consumado es un hecho relativamente poco frecuente en comparación con las ideas y los intentos. La mayoría de las personas con factores de riesgo (véase la ideación) no intenta suicidarse. La falta de sensibilidad conducirá a que muchas personas que se van a suicidar no sean detectadas. Por el contrario, la falta de especificidad podría conducir a que personas clasificadas en el grupo de alto riesgo pero que no iban a suicidarse reciban intervenciones innecesarias, aumentando con ello el estigma (10). Algunos autores llegan más lejos y afirman que la evaluación del riesgo puede aumentar el riesgo de suicidio, además de ser un modo de calmar la angustia de la administración y los gestores antes que un intento real de proporcionar ayuda efectiva a las personas en riesgo (11).

La toma de decisiones basada en una estratificación del riesgo podría estar llevando a implementar tratamientos restrictivos y coercitivos (farmacológicos, ingresos involuntarios, privación de libertad) en personas que quizás no lo necesiten tanto, con sus potenciales efectos dañinos, y acaso dejando sin ayuda a los que finalmente se acaban suicidando.

Algunas escalas como la Escala Mini Entrevista Neuropsiquiátrica Internacional-Riesgo de Suicidio (12) tienen una alta sensibilidad y una escasa especificidad. Esto quiere decir que sobredimensionan el riesgo. Para ajustar la predicción más allá de la cuantificación del nivel de riesgo, habría que evaluar otras variables: apoyo socio-familiar, presencia de culpa-vergüenza, impulsividad, agresividad, consumo de alcohol u otras sustancias, desesperanza, proyectos de futuro y autoeficacia, miedo a morir, sensación de ser una carga para los demás, etc. Se trata de analizar el balance entre factores de riesgo y de protección para cada persona, circunstancia y momento concreto. Esto pocas veces se hace. Aunque se hiciera, la predicción nunca sería del 100%. ¿Cómo predecir una decisión-conducta cuando a veces esta es tomada y ejecutada en base a contingencias imprevisibles, dinámicas y cambiantes? Siempre habrá una sombra de incertidumbre en torno al "núcleo íntimo decisorio del suicida" (13).

Un estudio reciente de 2017 (14) estudió la utilidad de estas escalas en pacientes que han consultado en el hospital por actos autolesivos. La conclusión es que estas escalas funcionan peor que la valoración del riesgo de suicidio que hacen los clínicos o los propios pacientes. Por ejemplo, en una de las escalas que mejor funcio nó, la Manchester Self-Harm Rule, de 100 episodios que consideraba de alto riesgo de repetición, solo hubo 30 en los que se llegó a llevar a cabo. El valor de predicción positivo de las mejores escalas (la probabilidad de que una persona catalogada como de alto riesgo de repetición lo repitiera) fue de un 44-47%. Otro efecto también perjudicial es que su aplicación puede convertirse en una rutina (una casilla que hay que marcar) que aleja al clínico y al mismo paciente de la realidad vital y disminuye su colaboración mutua. Los autores concluyen que estas escalas no deberían usarse en el manejo clínico de los pacientes.

Acaso lo más sensato sea asumir que la prevención total del suicidio, mediante su evaluación, no es posible. La conducta suicida es una conducta variable en el tiempo y muy dependiente de cambios contextuales. Esto no significa que se deba abandonar la realización de una evaluación exhaustiva, tan solo señala el riesgo que supone decir que se puede predecir y prevenir la conducta suicida cuando en realidad no es así. También cabe señalar el riesgo de limitar la evaluación a la detección y cuantificación del riesgo sin aportar ninguna otra ayuda más allá de sucesivos ajustes de tratamiento y derivación de unos servicios a otros, sin una toma a cargo definitiva por parte de nadie. Más que empeñarse en valorar el riesgo para predecir, se trata de construir vínculos terapéuticos positivos para prevenir. No en vano, una buena alianza funciona como un importante factor de protección que puede inclinar la balanza hacia la vida.

En la evaluación biomédica de las conductas suicidas, se insiste en la conveniencia de profundizar y concretar determinados parámetros de la conducta suicida. Se recomienda preguntar por la ideación, la intencionalidad, la planificación y los intentos previos: número, método, cuándo, dónde, por qué, con nota de despedida o sin nota. Si de lo que se trata es de valorar el nivel de riesgo, no se comprende bien para qué tanto detalle. Hay estudios que señalan que aumentar la información sobre los pensamientos y conductas suicidas no contribuye a aumentar la predicción más que de forma modesta. Por otro lado, quizás se deba reconocer que, una vez recogida toda esta información, no sabemos si estamos en mejores condiciones para proporcionar una ayuda efectiva, más allá de la derivación para ingreso hospitalario o aumentar la dosis de medicación. Sospechamos que para ese objetivo no hacían falta tales alforjas.

Una vez se ha valorado el riesgo y se ha derivado al paciente al dispositivo pertinente (hospitalización, salud mental, atención primaria), la pregunta que interesa es: ¿en qué consiste la ayuda terapéutica? Aquí tropezamos con cierto silencio, que contrasta con la sobredimensión dada a la detección y estimación del riesgo. Hay un vacío de contenidos terapéuticos, más allá de la prescripción de un tratamiento farmacológico y de ciertas recomendaciones de sentido común: acuda a urgencias en caso de necesidad, llame al 112, evite la exposición a objetos potencialmente suicidas. Respecto al tratamiento farmacológico, cabe señalar que en tiempos modernos va camino de ser un a priori asistencial y hasta una condición a cumplir por el paciente si quiere ser atendido en salud mental. Sin embargo, no hay ningún estudio que afirme que recibir un tratamiento farmacológico evite la actuación suicida. Los hay en cambio que muestran que lo puede facilitar, como es el caso de algunos antidepresivos en adolescentes (15,16).

En cuanto a las recomendaciones de sentido común, cabría destacar el control y administración de fármacos a cargo de familiares. Esta medida, si bien útil y adecuada en determinados casos y momentos (periodos de alto riesgo de actuación), si no se acompaña de otras ayudas, puede contribuir a mantener el rol de enfermo del paciente, lo cual disminuye su percepción de autoeficacia y aumenta su sensación de ser una carga para los demás. Esto es relevante, pues se perpetúa un importante factor de riesgo como es la sensación de ser una carga (17). Por otro lado, el familiar queda definido como vigilante-responsable, aumentando su sobrecarga emocional.

Evaluación contextual-fenomenológica de las conductas suicidas

Se utiliza aquí la fenomenología mundana de Ortega, centrada en la "realidad radical primaria" que es la vida humana dándose en su relación inmediata, pragmática, operatoria, del yo con las cosas y el mundo (7). Se refiere al quehacer-del-yo-con-las-cosas-de-su-circunstancia. Desde esta óptica, la evaluación pretende ir "a las cosas mismas", que serían las personas-ahí en el afronte dramático con los problemas de su vida cotidiana. Es por esto que se podría hablar también aquí indistintamente de una evaluación contextual-existencial de las conductas suicidas. Se prima la metodología cualitativa frente a la cuantitativa. Si la evaluación biomédica se orienta a buscar explicaciones en el cardumen infra-sujeto, la fenomenológica se situaría en una ontología materialista sujeto-mundo (3,18). Se trataría de analizar y reconstruir este drama vital que es el suicidio, no tanto desde dentro de la mente, sino desde dentro del nudo que forma su yo-en-circunstancia. Se refiere al análisis de su experiencia y mundo vital, que es constitutivamente tensión entre la pre-tensión de realizar la persona que uno quiere ser (identidad-proyecto) y las facilidades-dificultades con que se topa en su camino (contingencias-facticidad). Evaluar fenomenológicamente y contextualmente el suicidio es una alternativa para estimar el riesgo más allá de síntomas, trastornos y puntuaciones numéricas.

El método de evaluación contextual-fenomenológica de las conductas suicidas es la entrevista. El clínico propiciaría un clima de colaboración a partir del cual el consultante narra sus experiencias, problemas o motivos de preocupación. Se trata de elaborar los contextos problemáticos de sufrimiento y estrés (yo-mundo) que pueden estar en la base de la crisis suicida y analizar desde ahí, de forma detallada, las solu ciones intentadas que se aportan a los mismos. Estos contextos problemáticos tienen características particulares según la etapa evolutiva y colectivos específicos; en este sentido, se han diferenciado problemas propios de la vida de los niños y adolescentes, los adultos, los ancianos, los gays, lesbianas, bisexuales, transexuales y los supervivientes (7). Se trataría también de conectar dichos contextos problemáticos con las vivencias y sentimientos (de tristeza, rabia, culpa, vergüenza, desesperación, etc.) que circulan apenas perceptibles para el mismo consultante. Estas vivencias en curso, si no se elaboran, van generando un sufrimiento psíquico crónico (junto con sus correlatos bioquímicos y hormonales alterados), el cual puede estar en la base de diferentes conductas autodestructivas (autodesprecio, autolesiones, etc.), siendo su límite la conducta suicida. Con ello se trataría de buscar sentido a las quejas y resituar dicho malestar en el contexto del mundo vital de la persona, en lugar de dejarlas caer en el suelo de las categorías diagnósticas del mundo-de-la-ciencia. Con todo, la evaluación contextual-fenomenológica no impide que el clínico pueda diagnosticar "depresión" si ello no le aleja de entender que dicho diagnóstico es una etiqueta descriptiva o construcción secundaria respecto a una situación mundana primaria con trasfondo de "drama social" (19) o de pérdida de proyecto vital (20). Ahora bien, que una persona con depresión se suicide no quiere decir que lo haga por tenerla. Se calcula que el maltrato es la causa del 25% de los intentos de suicidio en todas las mujeres (21). ¿Sería responsable, ético o científico decir que las mujeres maltratadas se suicidan por tener una depresión?

Aunque en la evaluación biomédica del riesgo suicida se pregunta muchas veces por los motivos para querer matarse, rara vez se pregunta por las ocasiones en que la persona fue capaz de resistir o inhibir tales impulsos; es decir, por las razones para mantenerse en la vida a pesar de todo. Esto es importante desde el punto de vista terapéutico, pues engancharse a las cosas de la vida que aún importan puede ser un buen antídoto contra el suicidio. En efecto, las razones para vivir son los motivos que tiene la persona para no cometer suicidio, en caso de plantearse esa posibilidad. No en vano, la variable "razones para vivir" (22) es un importante factor protector frente al riesgo suicida. Son los argumentos o puntos de anclaje para no saltar al vacío. Esta variable correlaciona negativamente con la "desesperanza" y con el "riesgo suicida" en personas con depresión (23).

Otras preguntas (orientadas al futuro y a relaciones) que nos parecen interesantes para movilizar cambios psicológicos, y que no figuran en el listado oficial de preguntas de cribado del enfoque biomédico, son las siguientes; En otras ocasiones en que tuvo pensamientos suicidas, ¿qué cosas le ayudaron a cambiar de opinión? ¿Qué le ayudaría a aumentar sus razones para vivir? Dado que el suicidio es siempre un acto diádico, caben también las siguientes preguntas: ¿Quién se imagina que sería la persona que más le eche de menos si decide suicidarse?, ¿y la que menos? ¿Hay alguna persona que piense que puede ser responsable de lo que a usted le pasa?

En cualquier caso, es importante preguntarse cuál es el problema contextual (primario) que el sujeto pretende solucionar o del que quiere escapar mediante el acto de matarse, ya que quizás sea este el aspecto que conviene abordar, en lugar de enredarse en determinar el diagnóstico como si fuera la "causa" o la explicación de la conducta suicida. Esta última posición está muy extendida en la literatura clínica (24 25-26). Así, se dice que la primera medida preventiva de un posible suicidio es el diagnóstico precoz del trastorno mental y la instauración rápida de un tratamiento farmacológico. Este planteamiento tiene a nuestro juicio algunas limitaciones: no es cierto que la depresión sea una "causa" del suicidio; no todas las personas con depresión tienen el mismo riesgo ni se suicidan. Por otro lado, cuando se pregunta a las personas por los motivos para querer matarse, pocos suicidas fundamentan su decisión en el hecho de tener un trastorno mental. Lo mismo se verifica al estudiar el contenido narrativo de las notas o cartas de suicidio; pocas veces se remite la decisión de quitarse la vida a dicha contingencia (27).

Para una mejor evaluación del riesgo, habría que ir a la fenomenología mundana del mismo. Habría que analizar qué motiva la conducta suicida y qué clase de conducta suicida es, pues el suicidio no es un fenómeno unitario (13). Ahí caben numerosos perfiles y matices: deseo de muerte, llamada de auxilio, petición de socorro, victimización, culpabilización, venganza, acusación, agresión, reproche, autocastigo, búsqueda de perdón, de aceptación, de cambio, etc. Discriminar estos aspectos requiere establecer una relación de colaboración y aplicar un análisis funcional. Aquí la distinción fundamental es saber si se trata de un suicidio frustrado o si se trata de un intento. Esta diferencia clínica supone una diferencia práctica respecto a la estrategia terapéutica a seguir: si se trata de un suicidio frustrado, cabe pensar que la persona ejecutará un nuevo intento en poco tiempo, por lo que hay que tomar todo tipo de precauciones. Siguiendo a Castilla del Pino, el intento de suicidio tiene algunas características cualitativas diferentes que lo distinguen del suicidio consumado (28). Estas características no se refieren solo al resultado final o logro o no de la muerte, sino a la intención con que el sujeto ejecuta la conducta. El suicida busca y desea la muerte con conocimiento de la consecuencia mortal del acto, si bien a última hora puede fallar algún elemento. En cambio, en el intento, la muerte es más un medio para conseguir cambios en la vida de la persona a través de una acción dramática, si bien un mal cálculo puede acabar con la vida. Cuáles son esos cambios que se quieren lograr es el tema a indagar. En cada caso hay unas características diferenciales que conviene tener en cuenta. En el suicidio hay una mayor planificación, el método suele ser más letal, hay razones, el escenario elegido para la ejecución no permite el rescate. En cambio, cuando se amenaza con la muerte para conseguir cambios, hay cierta impulsividad, el método es menos letal, el escenario elegido permite el rescate. Hay estudios que indican que a mayor grado de impulsividad, menor inten cionalidad suicida (29). Para discriminar estos aspectos, hay que evaluar de forma cuidadosa y sin prisa. No se trata de preguntar al paciente como quien interroga a un acusado para arrancarle información secreta que se resiste a aportar, sino de construir una relación de confianza desde la que buscar soluciones conjuntamente al drama vital que subyace o motiva la conducta suicida. La entrevista clínica es el mejor instrumento para valorar todos estos elementos. Los autoinformes (inventarios, cuestionarios y escalas) serían un complemento de la entrevista, pero nunca han de sustituirla. Mucho menos si de lo que se trata es de estar-ahí-terapéuticamente o de buscar soluciones en un momento de crisis. A favor del uso combinado de entrevista y autoinforme estaría el hecho de que muchas personas se atreven a decir cosas en el cuestionario que no se atreven a decir en la entrevista y viceversa.

Una evaluación para la ayuda: análisis funcional

Dentro de la evaluación contextual-fenomenológica del suicidio interesa destacar el análisis funcional. Se refiere a una evaluación para la intervención. Se trata de explorar la función de la conducta autodestructiva en su contexto familiar o biográfico: ¿qué consigue o evita la persona, en ella misma y en sus relaciones, cuando ejecuta dicha conducta o cuando declara que quiere morir o incluso cuando dice con tristeza pasmosa que ya no lo volverá a hacer nunca jamás? A veces no es fácil responder a esta pregunta dada la multifuncionalidad de la conducta. Se trataría de conjeturar la meta que esa persona en concreto quiere conseguir o evitar, en sí misma o en su vida de relación inmediata. Muchas veces la persona no es consciente de la funcionalidad de su propio comportamiento. No siempre tenemos acceso a nuestros contenidos intencionales o mecanismos motivacionales. Pero que las metas no estén tematizadas en la conciencia no quiere decir que no estén ahí funcionando en la estructura yo-mundo. Habría un "saber-cómo-hacer" ejecutivo, inmediato, pragmático, aunque la persona no tenga noticia mental de "cómo-sabe-hacer" reflexivamente, conceptualmente.

Vuélvase al análisis funcional. Cuando finalmente, a través de la entrevista, se detecta esta funcionalidad, se podría decir lo siguiente: Por lo que hemos estado hablando, parece que, más que morir, lo que deseas realmente es liberarte del sufrimiento que sientes a causa de este problema que me cuentas. O bien: Me pregunto si no te gusta la vida o si no te gusta tu vida tal y como la sientes, así como me la cuentas, vacía y sin esperanza. ¿Y si pudieras encontrar el camino para quitar ese vacío que sientes dentro de ti, aún pensarías que es mejor morir? ¿Qué te parece si nos vemos en consulta para ver si juntos podemos encontrar ese camino?

Después, habría que buscar soluciones y alternativas diferentes al suicidio para conseguir esos cambios deseados. La hipótesis es que si se logran, disminuirá la vulnerabilidad suicida.

Es importante señalar que, aun suponiendo que la función de la conducta suicida sea una "manipulación" con el fin de captar la atención y demandar ayuda, la pregunta que conviene hacerse es: ¿por qué esta persona, para conseguir sus objetivos, tiene que poner en riesgo o anunciar (amenazar) que va a arriesgar su vida? ¿Por qué no echa mano de otros recursos, de otras estrategias de comunicación? ¿Cómo es su forma de ser y su vida de relación para que ocurra esto?

También es necesario evaluar en qué estadio o fase se encuentra la persona con riesgo de suicidio. No es lo mismo, en sentido existencial, no tener ganas de vivir que querer morirse, que tener ganas de matarse, que hacer planes para matarse, que intentar suicidarse. Hay toda una suerte de transacciones entre unos y otros sentidos. Siguiendo la teoría de los estadios de cambio de Prochaska y DiClemente (30), se podría pensar en una secuencia o desarrollo suicida que va desde no desear suicidarse pero pensar en la muerte (ronda la idea de suicidio como una manera de solucionar los problemas), estar ambivalente respecto al suicidio (el pensamiento avanza hasta valorar las posibles consecuencias del suicidio), estar seriamente decidido a matarse (planificación, elección de método, lugar y fecha) y haber realizado ya alguna tentativa. Esta secuencia coincide con los tres estadios de la evolución suicida de Poldinger (31): 1) estadio de consideración de la idea suicida, 2) estadio de ambivalencia y 3) estadio de decisión del suicidio. En el primer estadio, la idea suicida surge tan solo como una posibilidad entre muchas. La inhibición de la agresividad y el aislamiento social funcionan como factores predisponentes. Las noticias de suicidios en la familia, en prensa o en películas funcionan aquí como factores precipitantes. En el segundo estadio, hay una indecisión y lucha entre los deseos de vivir y los deseos de morir, entre la vida y la muerte. Esta ambivalencia se puede manifestar mediante avisos de suicidio que han de interpretarse como llamadas de socorro. Finalmente, en el tercer estadio, se toma y se ejecuta la decisión suicida. Durante este tiempo la angustia se atenúa y hay una falsa sensación de mejoría. Este cese brusco de la angustia, sin que existan causas o motivos que lo justifiquen, sobre todo, en sujetos con antecedentes de tentativas o de episodios depresivos, ha de poner en guardia al profesional, pues se trata de una serenidad sospechosa, equivalente a la "calma que precede a la tormenta". Respecto a la ejecución, esta puede estar precedida de una cuidadosa y meditada planificación, más en personalidades del núcleo depresivo, o bien manifestarse en forma de "actos en cortocircuito", más propio de las personalidades del núcleo confusional y esquizoide (32,33). A veces la tentativa se acompaña de alcohol, que cumple ahí un papel de des-inhibidor del dique que se (o)pone a la actuación suicida. Es por esto que la evaluación del consumo de alcohol debe considerarse.

E. Rojas (34) añade a la clasificación anterior tres etapas nuevas: 1) una fase previa al primer estadio, donde aparecen ideas sobre la muerte, si bien en forma general y que poco a poco se van personalizando; 2) entre la segunda etapa y la tercera, sitúa una etapa que llama "de las influencias informativas", donde la persona está especialmente sensibilizada para las noticias suicidas (en estas circunstancias son conocidas las expresiones "ahora comprendo por qué mi tío se quitó la vida"); y 3) antes de la decisión y después de las influencias informativas, Rojas coloca un periodo de fijación de la idea de suicidio que tendría lugar, sobre todo, en las depresiones melancólicas.

Con todo, el suicidio sería un proceso o camino invisible por el que se adentra el sujeto acaso sin saberlo. Dentro de este proceso, se iría venciendo el miedo al dolor corporal y a la muerte (17), ya sea a través de la rumia suicida, de escenificaciones, autolesiones, etc.

Junto a las dinámicas del suicidio frustrado y del intento de suicidio señaladas anteriormente, importa señalar una tercera dimensión complementaria de la conducta suicida: la ideación suicida. Esta consiste en la aparición de ideas, deseos, planes o pensamientos sobre el suicidio. Cabe destacar la necesidad de evaluar el contenido y vivencia de tales cogniciones suicidas. Desde el enfoque contextual-fenomenológico que aquí se plantea, las cogniciones no se entenderían como elementos internos o antecedentes mentales de algo externo a punto de suceder, según un esquema dualista, sino como una parte de la interacción yo-mundo. La evaluación de estas cogniciones puede poner al descubierto que hay un predominio de rumia cognitiva (idea obsesiva en torno al suicidio como única salida) o que hay un temor fóbico al suicidio (lo cual, desde un punto de vista fenomenológico, es justo lo contrario que la impulsión suicida: el suicida busca la muerte; el fóbico la teme) o incluso una fijación de la idea de suicidio. Asimismo, se podrían evaluar las imágenes y fantasías del suicidio, tanto las conscientes como las inconscientes (35), cuya narración puede disminuir la angustia.

Por otro lado, hay que valorar si la persona se encuentra en una encrucijada de la vida (no sabe qué decisión tomar, está confusa y piensa en el suicidio como opción a falta de otras) o si no encuentra sentido a su vida (vacío o fracaso existencial) o si se enfrenta con un sufrimiento trágico impuesto por el "destino" (una enfermedad incurable o un deterioro irreversible). Cada una de estas situaciones implica una ayuda diferente. Si lo que predomina es el vacío de sentido y la desesperanza, el foco principal de ayuda serán las expectativas de futuro, el sentido vital y el trabajo en valores. Si las ideas de suicidio tienen que ver con un contexto social problemático (véase una situación económica límite), la intervención social sería la adecuada. Cuando hay un dilema respecto a la toma de decisiones (por ejemplo, separarse o no), la ayuda será en ese ámbito. Una técnica útil para elaborar este dilema es la hoja de balance decisional (36). Se pide a la persona que escriba en diferentes columnas cada una de las opciones posibles que forman el dilema y, en dos filas, cuáles serían las ventajas y desventajas de cada una de estas opciones. Beck et al. (37), desde la terapia cognitiva, proponen esta tarea para analizar las razones para vivir y las razones para suicidarse.

En las unidades de hospitalización se suele recomendar la "ausencia de ideación suicida en el momento de la valoración" como un criterio adecuado para el alta psiquiátrica. Es fundamental discriminar si esta declaración de ausencia de ideación es fiable o no, dada la facilidad con la que el suicida oculta sus planes, pero esto apenas se hace. Se da por buena la respuesta sin ir más allá, lo cual contrasta con una evaluación sobredimensionada del riesgo pre-tratamiento. Antes de dar el alta, conviene preguntar si todavía tiene intención de suicidarse: si lo niega, conviene clarificar la sinceridad de la respuesta preguntando qué ha cambiado para que ya no quiera suicidarse. Si realmente no hay intención suicida, rápidamente la persona dará diversas razones; si no lo tiene claro, aparecerá la duda y la confusión (38).

Aunque no se desarrollan aquí las posibles intervenciones, interesa señalar que, a la hora de trabajar con una persona en situación de riesgo suicida, la ayuda ha de ser flexible y determinada siempre por el momento y estado mental en que se encuentra esa persona. No tener en cuenta esto puede llevar a un deterioro de la alianza de aciagas consecuencias. Por otro lado, conviene señalar que la intervención psicológica o de cuidados tendrá más opciones de éxito en las primeras fases de la secuencia suicida (de ideación, rumia y ambivalencia) que en las últimas (de decisión y ejecución), sin perjuicio de su utilidad en todas ellas.

A modo de epílogo: más allá de la evaluación contextual-fenomenológica

Echamos en falta en la evaluación del riesgo suicida el análisis de ciertos patrones de personalidad o modos de ser-en-el-mundo. Esto contrasta con el hecho de que ciertas dimensiones como la impulsividad y la agresividad se consideran importantes factores de riesgo asociados al suicidio. Dentro de los trastornos de personalidad, el más asociado a riesgo de suicidio es sin duda el límite; en concreto, el subtipo impulsivo de la CIE-10 (39). Este dato tiene su gracia, pues las conductas suicidas (ideación, amenaza o tentativa) en sí mismas se consideran un criterio diagnóstico de este tipo de personalidad. En efecto, si hacemos entrar la conducta suicida en los criterios diagnósticos del trastorno límite, no deberíamos sorprendernos de que dicho diagnóstico se asocie más que otros al suicidio. Con ello, no se está aportando nada nuevo al conocimiento de la realidad; se trata de juicios analíticos (no empíricos), por decirlo con la terminología de Kant. Sea como sea, este subtipo impulsivo se asemeja al "trastorno explosivo intermitente" (categoría marginal del DSM) y encajaría con el "trastorno explosivo-bloqueado" (40). Este prototipo de personalidad se caracteriza por el exceso de la acción. Las conductas autolesivas y suicidas serían frecuentes; sobre todo, si se acompañan de alcohol. Suelen aparecer reacciones explosivas episódicas que la persona dice no poder controlar y que "brotan" súbitamente como impulsos agresivos que dan lugar a violencia o a destrucción de la propiedad, siendo la reacción objetivamente desproporcionada con respecto a la intensidad del hecho o de la situación que la ha desencadenado. Es frecuente que estas personas se arrepientan tras el episodio y se sientan mal por ello, aunque luego vuelven a reincidir. Ante este tipo de pacientes, como ante la mayoría, una actitud de aceptación y comprensión empática por parte del terapeuta es fundamental. Por lo demás, estas personas se caracterizan por presentar cierta difusión de identidad y confusión entre representaciones de objeto y de sí-mismo. Muchas veces el terapeuta se constituye en guía del paciente explosivo-bloqueado para aclararle los sentimientos que va experimentando y los que otros tienen respecto a él. Con este tipo de consultantes, la clarificación y la confrontación se recomiendan más que la interpretación (40). Muchos asesinos suicidas en contextos de violencia machista podrían encajar en este prototipo de personalidad, junto con las personalidades psicopáticas, lo cual no presume por nuestra parte ninguna limitación de la responsabilidad personal. No obstante, no todas las personas impulsivas se suicidan ni todas las personas que intentan suicidarse son impulsivas.

Conclusiones

El objetivo de este artículo es presentar dos perspectivas de análisis y evaluación de las conductas suicidas: el enfoque biomédico y el contextual-fenomenológico. Se apuesta por una evaluación contextual-fenomenológica sin exclusión de las aportaciones del modelo biomédico. La evaluación contextual en el sistema público puede ser útil no solo en la estimación del riesgo y toma de decisiones de derivación, sino también en la obtención de información necesaria para la orientación y planificación de la ayuda terapéutica. En este sentido, el análisis funcional es un elemento fundamental que permite clarificar la funcionalidad del comportamiento suicida en su contexto biográfico más allá de puntuaciones, categorías de riesgo y etiquetas diagnósticas. Finalmente, la evaluación de los patrones de personalidad no debiera descuidarse.

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Recibido: 30 de Septiembre de 2018; Aprobado: 15 de Abril de 2019

Correspondencia: Marta González González (martagg118@gmail.com)

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