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Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría

versión On-line ISSN 2340-2733versión impresa ISSN 0211-5735

Rev. Asoc. Esp. Neuropsiq. vol.39 no.136 Madrid jul./dic. 2019  Epub 21-Sep-2020

https://dx.doi.org/10.4321/s0211-57352019000200005 

Artículos

Mirando atrás para seguir avanzando. Una reflexión crítica sobre el pasado y el presente de la atención en salud mental (I)

Looking back to keep moving forward. A critical reflection on the past and present of mental health care (I)

Marcelino López Álvarez1 

1Psiquiatra y sociólogo. Director del Comité de Expertos de FAISEM.

Resumen:

Este es el primero de una serie de dos artículos que tratan de hacer una valoración crítica de los principales aspectos teóricos y técnicos relacionados con la atención en salud mental que se han desarrollado en las 6 o 7 últimas décadas. Se intenta con ello situar los problemas de la atención en salud mental, y, dentro de ellos, los de la psiquiatría, por contraposición a dos tipos de posiciones consideradas inadecuadas: las del reduccionismo biomédico dominante y las de algunas tendencias “antipsiquiátricas”, formalmente opuestas pero que, a mi entender, simplifican excesivamente la visión alternativa, con el riesgo de dejar de lado aspectos básicos de nuestras disciplinas y prácticas profesionales. En este primer artículo se hace una presentación general del conjunto, se exponen algunas posiciones filosóficas previas y se analizan críticamente distintos aspectos de la integración de la salud mental en el campo sanitario.

Palabras clave: Atención comunitaria en salud mental; Reduccionismo biomédico; Psiquiatría crítica; Psicopatología; Epidemiología; Atención basada en la evidencia

Abstract:

This is the first of two papers that seek to make a critical assessment of the main theoretical and technical aspects related to mental health care developed in the last six or seven decades. It attempts to situate the problems of mental health care, and, within them, those of psychiatry, as opposed to two types of positions considered inadequate: the dominant biomedical reductionism and those of some new “antipsychiatric” tendencies, both of which, although formally opposite, oversimplify, in my opinion, the alternative vision, with the risk of leaving aside basic aspects of our disciplines and professional practices. In this first paper, a general overview is provided, some previous philosophical positions are reviewed, and some of the main implications of integrating mental health in the health field are critically analyzed.

Key words: Community mental health care; Biomedical reductionism; Critical psychiatry; Psychopathology; Epidemiology; Evidence-based care

Introducción

“La historia de los últimos 50 años de la psiquiatría muestra que periódicamente «aparece» en el debate disciplinar, así como en la cultura de los trabajadores, una subdisciplina, una tecnología o simplemente una palabra que enciende el interés, congrega a los profesionales y determina el surgimiento de escuelas o de simples grupos de adeptos”.

Benedetto Saraceno, 1995 (1)

“Ciclos de esperanza y desesperanza han caracterizado la política de la salud mental alrededor de los últimos 200 años. Esfuerzos heroicos por reestructurar completos sistemas de atención fueron seguidos por retiradas resignadas cuando las políticas han fracasado ante las complejas realidades de las enfermedades mentales crónicas”.

Joel Braslow, 2013 (2)

El lema del xxvii congreso de la AEN (Córdoba, 2018), “Aprender del pasado, construir el futuro”, inspira el título común de estos dos artículos, basados en mi presentación como conferencia inicial del mismo. Ambos tratan de analizar algunos aspectos que considero centrales en la evolución del campo de la salud mental en los últimos 60 o 70 años, intentando valorar dónde estamos y hacia dónde deberíamos ir. El tema (revisar críticamente el pasado para indicar posibles vías de desarrollo para la atención en salud mental) parece ser importante, ya que paralelamente al Congreso se publicó un libro de Alberto Fernández Liria (3) y anteriormente otro de Manuel Desviat Muñoz (4), ambos expresidentes de la Asociación, parcialmente coincidentes conmigo (especialmente, el primero de ellos) en los temas tratados, aunque no siempre en determinados matices de su interpretación.

Se trata, pues, de hablar del pasado y del presente como base para pensar el futuro, aunque, utilizando el título de uno de los últimos libros del historiador Josep Fontana (5), parece que “el futuro es un país extraño”, en lo social, en lo político y también en nuestro campo.

Como mis habilidades proféticas son escasas, más que aventurar un futuro, trataré al final de formular algunos “deseos razonables”, centrándome en los aspectos más relacionados con mi práctica profesional: las personas con trastornos mentales graves (TMG) y la organización de servicios de atención en general y especialmente para ellas. Y siempre como una incitación a un debate que creo que necesitamos.

Recordar el pasado es una condición necesaria pero no suficiente para no repetir errores, como indica la conocida frase: “Los pueblos que ignoran su historia están condenados a repetirla”. Creo que esto es aplicable también al campo de la salud mental, que acumula intentos de mejorar la situación de las personas afectadas, con resultados variables y vaivenes y oscilaciones pendulares, como recuerdan las citas de Benedetto Saraceno y Joel Braslow: el primero, mencionando la “invención” periódica de tendencias supuestamente revolucionarias y milagrosas cuyas sucesivas ilusiones de novedad apenas alteran la “psiquiatría tradicional” (1); y el segundo (2), señalando, en relación al concepto de “recuperación”, una tendencia cíclica a suceder posiciones de optimismo y pesimismo frente a la complejidad de los problemas de salud mental.

En mi caso, lo que hay es una preocupación por una situación en que, pese a los avances de las últimas décadas, la situación de las personas afectadas, los sistemas de atención disponibles y las orientaciones profesionales existentes siguen siendo deficientes. De hecho, una vez más, el campo de la salud mental en general y el de su disciplina históricamente central, la psiquiatría, parecen encontrarse en “situación de crisis”, al menos desde perspectivas progresistas. Y, como no deberíamos olvidar, de las “crisis” se puede salir bien o mal, según sepamos manejarlas.

Sin pretensiones de exhaustividad, dicha “crisis” se caracterizaría por los siguientes rasgos:

  1. La situación de las personas con problemas de salud mental (especialmente aquellas diagnosticadas de TMG) sigue siendo problemática, pues siguen afectadas por el estigma y la discriminación (6), y no reciben habitualmente la atención adecuada, en términos teóricos, clínicos y organizativo-institucionales (7).

  2. En muchos lugares del mundo (incluyendo la mayoría del territorio español), perviven las viejas instituciones más o menos “remozadas” (8).

  3. La orientación profesional predominante (“reduccionismo” biomédico) hace agua en lo teórico y en lo técnico, desde sus sistemas de clasificación psicopatológica a sus prácticas (4, 9 10 1112), pero sigue siendo mayoritaria en distintos territorios y sistemas de servicios.

  4. Hay movimientos críticos de profesionales de la salud mental (en psiquiatría, pero también en otras disciplinas) que rechazan la situación, pero reproducen ocasionalmente posiciones de la “antigua” antipsiquiatría (13).

  5. Los movimientos asociativos de personas directamente afectadas (“usuarios”, “exusuarios” y/o “supervivientes”) tienen una presencia creciente y crecientemente crítica (14).

  6. Algunos modelos que podrían ser alternativos, como los derivados de los movimientos de rehabilitación psicosocial y de desinstitucionalización (15), parecen no estar en el centro del debate.

  7. Y el contexto general (económico, social e institucional) no parece favorable para cambios progresistas, ni en este ni en otros campos de la vida social.

En ese contexto, algunas de las posiciones críticas, tanto del movimiento profesional (“postpsiquiatría”) como de los sectores formalmente más radicales de los movimientos asociativos de usuarios y usuarias, llaman la atención por su ruptura con aspectos básicos de la práctica profesional en salud mental (13).

Así, más allá de las llamadas a dar por agotada o concluida la Reforma Psiquiátrica y a pasar a una nueva fase (tercera, cuarta o quinta “reforma”, “revolución” o “paradigma”, según el enfoque, la terminología y la contabilidad personal de cada uno y cada una), hay algunas expresiones, cuando menos, “llamativas”:

  1. Las enfermedades mentales son meras construcciones sociales, prescindibles cuando no iatrogénicas (16).

  2. Lo que importa es el sufrimiento personal y no la psicopatología (17).

  3. Los conocimientos científicos no sirven porque son solo una “narrativa” o “relato” más.

  4. Los procedimientos técnicos son, con carácter general, inadecuados, cuando no formas de tortura.

  5. Y la función de los y las profesionales es meramente “acompañar” las experiencias vitales de las personas1.

En conjunto, encajan, en mi opinión, con las posiciones “irracionalistas” del llamado “postmodernismo” (18,19), enlazando con posiciones relativistas y constructivistas en epistemología, y reproduciendo en gran medida algunas de las que formuló hace décadas la llamada “antipsiquiatría”, especialmente la menos relacionada con la atención pública.

Y suponen, también, más allá de la necesaria y saludable crítica al modelo dominante, un riesgo serio de “tirar el niño con el agua sucia de la bañera”.

Para hacer una valoración crítica de esas posiciones, que pretenden definir el futuro de la atención en salud mental, considero necesario realizar algunas tareas, o al menos identificar y proponer cómo y en qué dirección deberían abordarse. Básicamente, se trataría de:

  1. Aclarar algunas confusiones conceptuales que creo que algunas de dichas posiciones tienen. Y para ello me parece útil explicitar, aunque sea “sumariamente”, algunas posiciones filosóficas de partida con implicaciones en el campo de la salud mental.

  2. Analizar críticamente algunos aspectos de la evolución de nuestro campo en los últimos decenios, en relación básicamente con:

    1. La ubicación de la salud mental en el campo sanitario, considerando aspectos conceptuales o de contenido teórico y técnico, institucionales y profesionales. En concreto, cabe analizar aquí, además de aspectos generales, el desarrollo de la epidemiología, la psicopatología, los fármacos o la llamada “medicina basada en la evidencia”, en la medida en que condicionan muchos de nuestros debates.

    2. La atención comunitaria como “paradigma tecnológico”, que debería seguir siendo o llegar a ser (según los casos) el eje de la organización y funcionamiento de los servicios y profesionales de la salud mental.

    3. Y el papel de algunas tendencias o movimientos que significaron o pretendieron significar “hitos relevantes” en la historia de estos últimos decenios y cuya valoración puede ayudarnos, en lo positivo y en lo negativo, a enfocar los problemas de hoy. Así, merece la pena considerar al menos la llamada “antipsiquiatría”, las orientaciones de “la” rehabilitación psicosocial, el desarrollo de movimientos asociativos de familiares y de usuarios y usuarias, y algunos temas relacionados con ellos, como son los de “recuperación”, “empoderamiento” y “derechos humanos”.

    4. Y, finalmente, las líneas más generales de la evolución de la situación en nuestro contexto; es decir, en el conjunto del Estado español y en al menos algunas de sus comunidades autónomas.

Algunas posiciones filosóficas de partida

Gran parte de los temas objeto de debate vienen condicionados por posiciones filosóficas no siempre explicitadas2. Yo creo que la filosofía juega un papel clave para dilucidar y analizar críticamente conceptos y relaciones que están en la base de las ciencias, como marco para articular conocimientos fácticos y tecnologías de intervención. Los enfoques son diversos y, aunque no puedan evaluarse como las ciencias, pueden debatirse y valorarse racionalmente. Por eso trato de explicitar a continuación algunas de las referencias filosóficas que sirven de base a lo que más tarde expondré, dejando claro que no pretendo resumir “imparcialmente” el conjunto de debates filosóficos implicados, sino simplemente exponer mis posiciones. Posiciones basadas, entre otras, en las de Mario Bunge, especialmente en su Tratado sobre filosofía básica, cuyos cuatro primeros volúmenes han sido por fin traducidos al castellano (2124). Al respecto, me interesan sobre todo sus posiciones generales en ontología, semántica y epistemología, aunque no coincida plenamente con algunos de sus planteamientos, especialmente los relativos a la relación entre biología (neurociencias) y psicología (25):

  1. Desde la ontología, y en una posición que podríamos caracterizar (23, 24) como “materialismo sistémico y emergentista”, considero que:

    1. El mundo está compuesto por entidades materiales (“cosas”) y entidades ficticias (“constructos”). Estas últimas adquieren carácter real en tanto que productos de la actividad cerebral de un tipo concreto de entidades materiales (las personas) y están alojadas en sus cerebros o en materiales de soporte que permiten su “lectura” por aquellas.

    2. Las entidades materiales o cosas se presentan en procesos y se organizan en sistemas y en algunos casos son modificadas o creadas (“construidas”) por la actividad humana, habitualmente organizada en sistemas sociales.

    3. Los constructos son “construcciones” resultantes de la actividad cerebral humana, también socialmente condicionada.

    4. Y las entidades materiales se organizan en niveles de complejidad progresiva, algunos de ellos con propiedades emergentes: físico, químico, biológico, social, psicológico y tecnológico. Cada nivel de organización se basa en los anteriores, pero presenta, a su vez, propiedades que no pueden reducirse a las de los mismos; y en concreto el psicológico tiene una posición peculiar en relación con el social y ambos con el biológico.

  2. Desde la epistemología, matizando a Mario Bunge (25) con algunos enfoques del llamado “realismo crítico” (26), sostengo que:

    1. El mundo es real, independiente de nuestra manera de entenderlo y cognoscible. Es decir, que podemos conocerlo, aunque sea de manera parcial y progresiva, como muestra el incremento de nuestra capacidad de captar características importantes del mismo y de modificar muchas de ellas a lo largo de la evolución.

    2. El mundo no es como tal una construcción social, aunque en él hay evidentemente “construcciones sociales”; es decir, realidades resultantes de la acción de personas concretas en organizaciones y contextos sociales concretos (27). Así sucede con la realidad social, con la parte de la realidad física modificada socialmente y con los constructos (conceptos, proposiciones, teorías…) con los que hemos ido tratando de entenderlo y transformarlo.

  3. Desde la semántica filosófica, en el terreno de los constructos (22), es importante tener en cuenta que:

    1. El significado de las proposiciones, y, por tanto, de los conceptos y de las teorías que construimos para tratar de entender el mundo, es el resultado de combinar dos dimensiones:

      1. el sentido, que establece las características específicas de cada proposición o conjunto de proposiciones; es decir, lo que la diferencia de las demás;

      2. y la referencia, que conecta ese sentido propio con el sector del mundo al que la proposición se refiere.

    2. Esa combinación permite, en el caso de las teorías científicas, valorar sus diferencias, pero también comparar entre sí aquellas que tienen un sentido distinto (por eso son diferentes) pero una referencia común. Aspecto este importante para valorar algunas posiciones “postmodernistas” relativas a la comparabilidad de teorías o paradigmas diferentes.

  4. Y, finalmente, desde la filosofía de la ciencia y la tecnología (28), hay varios aspectos que considerar:

    1. La(s) ciencia(s) son una forma destacada de conocimiento (no todos los “relatos” son equivalentes en términos de conocimiento) caracterizada por el uso de un pensamiento racional (lógico-matemático), una metodología común, basada en la elaboración de teorías y la búsqueda de contrastación empírica de sus consecuencias, y una estructura social basada en el esfuerzo personal y la cooperación en grupos organizados.

    2. La(s) tecnología(s) son una forma igualmente destacada de intervención sobre la realidad, que busca transformarla sobre la base de su concordancia con los conocimientos científicos, su metodología racional (pensamiento lógico y evaluación) y similar combinación de esfuerzo personal y cooperación de personas y grupos sociales.

    3. El desarrollo científico y tecnológico ha aumentado las capacidades reales de la especie humana, aunque se ve sometido a los condicionantes sociales de las sociedades clasistas. Progresivamente, ha variado su secuencia inicial, según la cual la ciencia da lugar a la tecnología, para generar una imbricación compleja (“tecnociencia”) en la que la evolución de la tecnología (por razones técnicas y sociales, basadas en las sociedades clasistas y sus dinámicas de poder) condiciona el propio desarrollo del conocimiento científico (29).

    4. En su evolución, las ciencias y las tecnologías presentan procesos complejos no lineales, con períodos de desarrollo normal y revoluciones, caracterizadas estas por cambios en determinados corpus específicos dominantes en que se enmarcan las teorías concretas (paradigmas, programas de investigación, patrones de descubrimiento… (30)). Estos definen la manera de entender la realidad y el marco en el que se desarrollan sus esfuerzos por captarla. El concepto de “paradigma” de Thomas Kuhn (31) ha triunfado aparentemente, pese a que es solo uno entre otros similares (los programas de investigación de Imre Lakatos (32) o los patrones de descubrimiento de Norwood Hanson (33)) y a que está lejos de ser unívoco (34), con frecuentes confusiones en su uso. Además de esa imprecisión inicial, el término suele utilizarse de manera aún más confusa para justificar cualquier afirmación relativista y anti o pseudocientífica (35).

Más allá del valor intrínseco de estas posiciones, nos interesan sus consecuencias en nuestro campo; es decir, en qué medida se aplican tanto a las enfermedades o trastornos mentales como a las teorías y técnicas referidas a las mismas:

  1. El punto de partida es la necesidad de diferenciar:

    1. Las conductas, cogniciones y emociones (no normales, en sentido estadístico, y anómalas, en sentido funcional) que presentan las personas a las que atendemos.

    2. Los conceptos y teorías que elaboramos para tratar de entender esas realidades y ayudar a quienes las presentan.

    3. Y los nombres concretos que en un momento dado reciben.

  2. La realidad existe más allá de nuestra manera de entenderla y denominarla; por ello, si hablamos de construcción social en relación con las enfermedades o trastornos mentales, hacemos referencia a nuestros conceptos y teorías, y no a los comportamientos a los que las mismas hacen, a su vez, referencia.

  3. Los conceptos y teorías que, desde la sociología y las disciplinas sanitarias, especialmente la psiquiatría, tratan de dar cuenta de esos comportamientos difieren en bastantes aspectos en su sentido, pero mantienen una referencia más o menos común que permite su comparación (los paradigmas no son inconmensurables), aunque exija un trabajo adicional y esté lejos de ser automática. Característica que está también en la base de la posibilidad de acumular conocimientos teóricos y técnicos desde posiciones (“paradigmas”) diferentes.

  4. Con carácter general, entender esos comportamientos requiere articular conocimientos que den cuenta de los distintos niveles organizativos de la realidad de la que surgen:

    1. El biológico en sentido estricto; es decir, el referido básicamente a los aspectos genéticos y neuroendocrinos que están en la base de la conducta humana.

    2. El social, referido a la dimensión de organización y relación interpersonal y de grupo que caracteriza la peculiar biología de la especie humana, con propiedades emergentes no explicables exclusivamente desde el nivel anterior.

    3. Y el psicológico, específicamente articulado con los otros dos y dotado, a su vez, de nuevas propiedades compatibles con las biológicas y las sociales, pero no explicables exclusivamente desde ambas.

    Cada una tiene niveles de análisis propios, pero deben ser compatibles; es decir, que las explicaciones psicológicas deben ser concordantes con las sociológicas y biológicas, tal y como la biología es compatible con la química y esta con la física. No hay que olvidar que la mente es una función del cerebro moldeada por las relaciones sociales y que, a su vez, las relaciones sociales presuponen las mentes de las personas que las mantienen. Por ello, en conjunto, nuestras explicaciones psico(pato)lógicas no pueden quedarse en el nivel de la biología ni de la sociología, pero deben ser compatibles con ambas.

  5. La realidad es cognoscible mediante diversos mecanismos, pero el más fiable sigue siendo el de la ciencia, producto de la selección social de la evolución de la especie humana. Hay una denominación común (“la” ciencia) para ese mecanismo progresivo, complejo y de resultados no garantizados de antemano, pero que va permitiéndonos conocer y transformar parcelas crecientes del mundo. Pero hay también distintas ciencias concretas, adaptadas a específicos niveles y áreas de la realidad. Así, hay diferencias entre la física, la química y la biología, por un lado, y la sociología y la psicología, por otro. Pero esas diferencias no son tan radicales que impidan hacer referencia a un “mecanismo” común, basado en el pensamiento lógico-racional, la elaboración de teorías, a ser posible con formalización matemática, y su confrontación con los datos de la investigación.

  6. El que las ciencias sociales y la psicología se refieran a personas con intenciones no justifica renunciar al conocimiento científico, ni recurrir a una supuesta “hermenéutica” como rasgo distintivo exclusivo para su estudio. Y el que las ciencias las elaboren personas en el marco de sistemas sociales específicos tampoco implica, por sí solo, que los conocimientos obtenidos sean meros “discursos” arbitrarios y desprovistos de más fundamento que la creencia de escuela, el consenso “político” y las relaciones de poder.

  7. Hay que diferenciar ciencia y tecnología, siendo esta última un área de la práctica social humana compatible con el conocimiento científico y basada en una metodología igualmente científica. En concreto, en el caso de las disciplinas de salud mental hay que diferenciar, más allá de la similitud o coincidencia de denominaciones, las ciencias de base (biología, fisiología, sociología, psicología, epidemiología, etc….) y las tecnologías a ellas vinculadas (psiquiatría, psicología clínica, enfermería, terapia ocupacional, trabajo social…).

La integración de la salud mental en el campo sanitario

Un aspecto central en la configuración del campo de la salud mental es su adscripción al campo más amplio de “lo sanitario”; es decir, a las ciencias y tecnologías sanitarias y a las organizaciones y redes profesionales que en nuestras sociedades las hacen operativas. Aspecto este ocasionalmente controvertido, de carácter histórico y, por tanto, socialmente relativo, pero hasta ahora sin alternativas claras más allá de las críticas a un imprecisamente definido “modelo médico”, en el que cada cual sitúa lo que no le gusta.

Esa adscripción forma parte, desde hace décadas, de las señas de identidad de la salud mental (especialmente, de la psiquiatría), pero también de la visión social habitual, manifestándose incluso en el lenguaje cotidiano (“enfermedades mentales”, “tratamientos”, “terapias”…).

Su origen fue “peculiar”, desde la apropiación de una parte del “encierro”, analizado por Michel Foucault, heredando gran parte de sus condiciones y de su mandato de control social (36, 37). Pero es desde la segunda mitad del siglo XX cuando fue adquiriendo sus características actuales, integrando la psiquiatría, y en general la mayoría del conjunto de la salud mental, en el más amplio campo sanitario:

  1. Las disciplinas teóricas y las tecnologías de atención sanitaria (básicamente, médicas y de enfermería), configurando así el enfoque general de las teorías psicopatológicas y psiquiátricas.

  2. Las estructuras organizativas de la atención, integrando de maneras diversas la mayoría, cuando no la totalidad, de las específicas de la salud mental en los diversos sistemas sanitarios nacionales.

  3. Y sus principales grupos profesionales, equiparables (con el añadido de los de la psicología clínica) a los generales del sistema sanitario (psiquiatría, enfermería de salud mental, terapia ocupacional…).

Considerada globalmente, esa integración, por otro lado conflictiva en bastantes aspectos, supuso un avance, superando parcialmente el aislamiento y potenciando el aspecto de atención contrapuesto o complementario del “viejo” mandato de control social. Aunque, frente al deseo de hacer más permeable la atención sanitaria a los aspectos psicosociales, parece haber vencido el aspecto inverso de hacer más rígida y “biológica” la atención en salud mental.

Cabe, por tanto, ser crítico con distintos aspectos de esta integración, pero, aunque no han faltado en estos años posiciones que la cuestionaban (38), no creo que sea razonable abandonar el campo sanitario, sino seguir luchando por ampliar el hueco funcional y flexibilizar y mejorar el conjunto. Y, claro está, por definir mejor (en los aspectos teóricos, técnicos, organizativos y profesionales) nuestra siempre reclamada “especificidad”.

La integración afecta de manera directa o indirecta a la mayoría de los temas que configuran el campo de la salud mental, pero hay algunos que considero especialmente relevantes, como veremos a continuación.

Algunas repercusiones generales

En primer lugar, hay aspectos de carácter general que cabe considerar, pues condicionan algunos de los temas polémicos que motivan esta revisión:

  1. El primero es un modelo de articulación general de disciplinas teóricas y tecnologías de intervención que resulta comparativamente útil. Como resume la Tabla 1, en el nivel individual, paralelamente a la articulación entre la ciencia general del funcionamiento del organismo humano (fisiología), la del funcionamiento patológico (patología general) y las tecnologías de intervención que originan profesiones concretas (básicamente, la medicina y la enfermería), se organiza (o debería organizarse) la relación psicología, psicopatología y el conjunto de profesiones “psi” (psiquiatría, psicología clínica, enfermería en salud mental, etc.).

    Y en el nivel poblacional, el paso desde la ecología humana (ciencia social de la interacción entre las poblaciones humanas y su medio (39)) y su aplicación a los problemas de salud por la epidemiología (estudio de la distribución de problemas de salud en poblaciones humanas (39,40)) a la tecnología de intervención de la salud pública incluye (o debería incluir) el análisis de los aspectos psicosociales que configurarían la tecnología de intervención especializada en salud mental. Intervención integrada, por tanto, en la tecnología global de la salud pública.

  2. Lo mismo sucede con el modelo de prevención formulado en su día por Hugh Leavell y Edwin Clark (41), como base para situar las intervenciones en ese enfoque global de salud pública. Esquema que resulta válido en términos generales para la salud mental (42), aunque, como veremos al hablar de rehabilitación, los límites entre algunos de ellos sean aquí especialmente “porosos “.

  3. Y, finalmente, está el encaje organizativo, desde la estructura de servicios hasta los y las profesionales que, con muy diversas formas y pautas de funcionamiento, encontramos hoy prácticamente en todo el mundo. “Encaje” que tiene ventajas (mejor imagen pública con efectos también sobre el estigma y mayor disponibilidad de recursos que la obtenible en otros sectores de los servicios públicos), pero también inconvenientes (desde la relativa inadecuación de algunos espacios al riesgo de importación acrítica de modelos funcionales inadecuados).

Tabla 1. Articulación de disciplinas teóricas y tecnologías en salud y salud mental 

Disciplinas teóricas (Ciencias) Tecnologías y profesiones
Generales Específicas
Nivel individual Fisiología Patología general Medicina Enfermería
Psicología Psicopatología Psiquiatría
Psicología clínica
Enfermería de SM
Terapia ocupacional
Nivel poblacional Ecología humana Epidemiología Salud pública (Salud mental)

El desarrollo de la epidemiología en salud mental

Una aportación relevante del campo sanitario es precisamente la de la epidemiología. En tanto que perspectiva de ciencia social de base de la salud pública, el enfoque epidemiológico de los problemas de salud mental es consustancial a la atención comunitaria (15) y como tal fue pronto incorporado a las nuevas tendencias, con estudios clásicos de especial relevancia, inicialmente en Estados Unidos (43 44 45 46 4748). Trabajos, fruto de la interacción entre la sociología y la psiquiatría, que siguen pudiendo leerse hoy con interés y provecho, pese a sus limitaciones metodológicas y a los cambios experimentados en ambas disciplinas.

En salud mental, la perspectiva epidemiológica tiene dificultades evidentes (39, 49) ligadas a las carencias y problemas que plantea la nosología, la definición operativa y la identificación de “casos” y los propios instrumentos de medida disponibles. Aunque hay modelos de referencia útiles en las llamadas “patologías crónicas” (50), de evolución prolongada en el tiempo y etiologías multifactoriales complejas, aún estamos lejos de disponer de un cuadro completo de la distribución poblacional de los principales problemas de salud mental. Información que debería servirnos para complementar los conocimientos psico(pato)lógicos y orientar mejor nuestras intervenciones.

Pese a ello, la investigación epidemiológica aporta informaciones importantes (51) sobre la prevalencia e incidencia de trastornos en distintos lugares, sobre distintos factores etiológicos (de riesgo y de protección, biológicos y psicosociales) en algunos de los problemas de mayor prevalencia y sobre la evaluación de intervenciones, aunque, en este caso, con los sesgos introducidos por la influencia de la industria farmacéutica, como comentaré posteriormente.

Hay dos temas que me parecen de especial interés: el modelo de David Goldberg y Peter Huxley (52) y la información referida a personas diagnosticadas de esquizofrenia.

a) El modelo de David Goldberg y Peter Huxley

Formulado a finales de los años 80 (52), integraba información sobre prevalencia de problemas de salud mental (básicamente, del Reino Unido y Estados Unidos), articulándola en un modelo en 5 “niveles” y 4 “filtros” en la ruta o itinerario que lleva a la atención especializada general y hospitalaria. Registraba así, como resume la Tabla 2, una caída de las tasas de prevalencia desde 250 de cada 1000 personas en la población general (la mayoría de las cuales, 230, podían localizarse igualmente en las consultas de medicina general) a solo 17 que contactaban con los servicios de salud mental y de los que solo una tercera parte se hospitalizaban. En realidad, ese itinerario era una “construcción” de los autores agregando datos de prevalencia puntual (es decir, “simultáneos”), dada la ausencia de datos longitudinales, pero la imagen es sugestiva y fue corroborada por bastantes estudios posteriores (5354).

Tabla 2. El camino hacia los cuidados psiquiátricos 

1Prevalencia: número de casos por 1000 personas en riesgo (referidas a la población general).

2Figura clave en el "filtro"

El modelo resalta el papel de la atención primaria, por un lado, mostrando que la mayoría de los problemas de salud mental, especialmente los más comunes y menos graves (“trastornos mentales comunes”, TMC), acceden a servicios de atención primaria y solo una parte minoritaria (especialmente, los “trastornos mentales graves”) llega a los especializados, atravesando tres “filtros”, en dos de los cuales (el reconocimiento como enfermo y la decisión de derivarlo) las figuras clave son los profesionales generalistas. Y, por otro, poniendo en cuestión la visión tradicional de la psiquiatría, especialmente sobre los TMC, cuya visión es minoritaria y parcial, pues los distintos filtros son además permeables de manera diferencial a diferentes problemas y factores asociados, y quedan fuera del control del personal especializado.

Estudios posteriores cuestionan la necesidad de atención de gran parte de las personas identificadas con cuadros de ansiedad y depresión (TMC) en los estudios tradicionales, mostrando que los datos de prevalencia no traducen directamente necesidades de atención y que alrededor de la mitad de las personas con ese tipo de problemas, identificados en estudios epidemiológicos, evolucionan positivamente sin necesidad de atención (55).

b) La información epidemiológica sobre la esquizofrenia y los modelos de vulnerabilidad

Tras décadas de investigación y a pesar de los problemas de fiabilidad y validez de los diagnósticos de esquizofrenia, hay informaciones útiles que permiten una visión global de aspectos importantes del tipo de problemas agrupados bajo esta denominación.

En primer lugar, la información contradice la idea absurda de que, dada su supuesta naturaleza “orgánica” (origen mayoritariamente genético generador de lesiones cerebrales), la incidencia y prevalencia serían iguales en cualquier lugar del mundo (56) (lo que no sucede con ninguna enfermedad, ni “somática” ni “mental”), con una prevalencia fija en torno al mítico 1% de la población. De hecho, los datos más fiables muestran una situación muy diferente, con variaciones locales importantes en ambas medidas de la frecuencia (57, 58). A esos datos se suma la más reciente constatación de una importante prevalencia de alucinaciones auditivas en la población general, que, al contrario de lo planteado desde la psicopatología clásica, no siempre se corresponde con una patología claramente psicótica (59).

Hay también datos de creciente relevancia sobre factores de riesgo y protección, tanto “biológicos” como “psicosociales” (57, 60), aunque su efecto causal no siempre esté claramente establecido. Así, hay información sobre genética, la edad paterna elevada en la concepción, determinadas infecciones en el embarazo y complicaciones en el parto o el consumo de cannabis. Pero también sobre maltrato infantil, el nacimiento y residencia en zonas urbanas, la inmigración, diversos acontecimientos vitales y los procesos de interacción relacionados con la “emoción expresada”. Además del efecto, protector o de riesgo, según su estructura y funcionamiento, de las redes sociales, como sucede con otros problemas de salud (61). Algo que ocurre en general con la mayoría de los factores ambientales identificados (62), que encontramos también en distintos problemas de salud mental y de salud en general.

Hay igualmente datos razonables (no coincidentes con la versión habitual difundida por la industria farmacéutica y aceptada sin discusión desde el “reduccionismo biomédico”) sobre la utilidad de los fármacos, así como sobre modalidades de intervención psicoterapéutica y de rehabilitación y apoyo social (63).

Y también sobre la evolución a largo plazo desde estudios de seguimiento de cohortes (64) y del conjunto de estudios internacionales de la OMS (65). Estudios que rompen con la idea tradicional de “incurabilidad”, resituando el papel de las intervenciones profesionales y de los contextos sociales en su evolución ante el descubrimiento de una mejor evolución en sociedades con pocos recursos profesionales pero formas habituales de relación social que pudieran ser, pese a todo, más protectoras.

Información esta que sirvió para establecer modelos de vulnerabilidad, desde la histórica formulación de Josep Zubin y Bonnie Spring (66). Personalmente, encuentro especialmente útil el formulado por Luc Ciompi (67), relacionando el origen de la condición de vulnerabilidad, la aparición de una crisis y la evolución a largo plazo con el juego complejo de factores biológicos y psicosociales, y permitiendo articular nuestros conocimientos teóricos y nuestras posibilidades de intervención preventiva. Estas son escasas, hoy por hoy, en el caso de la condición de vulnerabilidad y la aparición de una primera crisis (prevención primaria del modelo de Leavell y Clark, 41), pero importantes para tratar de evitar evoluciones negativas del problema (prevención secundaria y terciaria).

El interés de la Atención Primaria de Salud

Aunque el interés por el papel en salud mental de los servicios médicos generales es anterior (68), fue la OMS, en la Conferencia Internacional de Alma-Ata en 1978, la que oficializó un concepto considerado central en la organización de los servicios sanitarios públicos (69). Planteamiento que, en salud mental, sintonizaba con la ya mencionada información epidemiológica y, como veremos luego, con los modelos de atención comunitaria (enfoque de salud pública, compromiso territorial y poblacional, visión biopsicosocial y preventiva, y la búsqueda de un papel activo de la “comunidad”). De ahí la confluencia teórica y la búsqueda de articulación operativa que supuso, bajo el epígrafe de “salud mental y atención primaria”, en los planes y programas de salud mental de la mayoría de los países, incluido el nuestro (70). Se enfatizaba así (71):

  1. Su carácter de primer escalón o nivel de la atención.

  2. La utilidad de una atención polivalente y cercana para la mayoría de los problemas.

  3. Y, más allá de eso, la complementariedad de conocimientos y prácticas, con posibilidades de aprendizajes recíprocos, entre profesionales de ambos sectores de la atención.

Sin embargo, el desarrollo del sistema sanitario se orientó mayoritariamente en otra dirección (72), con predominio de la atención especializada, de base hospitalaria y tecnificación creciente. La colaboración tiene experiencias locales útiles (73), pero un cuadro conjunto más bien deficiente, frecuentemente limitado a las “derivaciones”. Además de una práctica profesional orientada mayoritariamente por el reduccionismo biomédico y una prescripción poco controlada de psicofármacos (74).

Para completar el cuadro, hay algunas experiencias internacionales discutibles, como la inglesa de introducir profesionales de la psicología en ese primer nivel de la atención sanitaria (75), rompiendo con su carácter general y no especializado, y con un balance general todavía poco concluyente en relación con sus pretensiones iniciales (76, 77).

Los avatares de la Psico(pato)logía

Escrita como proponía Carlos Castilla del Pino (78) y recuerda Jorge Tizón (79), enfatizando la relación de inclusión en la psicología (como vimos anteriormente), la psico(pato)logía debería ser la ciencia de base de la salud mental, dando cuenta de los procesos mentales anómalos. Pero, tal y como hoy la conocemos, ni concuerda con la psicología ni responde a ese objetivo.

De hecho, desde las diversas escuelas y tradiciones de la psicopatología clásica y pese a su interés histórico o arqueológico (80, 81), lo que hoy pasa por psicopatología parece más un inventario “botánico” de conductas que una real y coherente explicación del porqué de dichas conductas, más allá de las “comprensiones” y “explicaciones” fenomenológicas de Karl Jaspers (82) y sus continuadores (83).

Es verdad que el psicoanálisis supuso un cambio real, abarcando de manera concordante psicología, psicopatología y clínica, pero con discutible y discutida validez en términos tanto de metodología y concordancia científica (84, 85) como de evaluación de sus resultados (86, 87), especialmente en relación con las personas con TMG (88,89).

Los inventarios actuales, especialmente las sucesivas ediciones del DSM y la CIE, presumen de ser formalmente “rigurosos y fiables”, pero se limitan a una enumeración inflacionista y ateórica de supuestos trastornos, de discutible validez y crecientemente condicionados por la industria farmacéutica (79, 90).

Es verdad que hay intentos más o menos sistemáticos y útiles de presentar una psicopatología digna de tal nombre, encontrando distintas aproximaciones, unas revitalizando la fenomenología o el enfoque “kraepeliniano” (83), otras proponiendo visiones más integradas desde la psicología (91,92), privilegiando al análisis de los síntomas (93) o construyendo marcos supuestamente alternativos (94). Entre nosotros hay que mencionar a Carlos Castilla del Pino (78) y a Jorge Tizón, este último con un enfoque psicoanalítico que no desprecia otras orientaciones ni el valor de la neurociencia (79).

Los debates incluyen la consideración ontológica de las enfermedades o trastornos mentales (realidades objetivas o meras construcciones sociales), los enfoques epistémicos necesarios (las ciencias que pueden explicar la conducta humana o la comprensión “hermenéutica” y fenomenológica de la misma), los conocimientos de base (psicoanálisis, cognitivismo, neurociencia…) e incluso el papel de lo común y lo individual (9195). Pero, en mi opinión, seguimos teniendo la necesidad de desarrollar, diferenciar y articular:

  1. Una nosología, o tipología de trastornos, como análisis de pautas específicas que caracterizan el sufrimiento de las personas y condicionan diferentes tipos de problemas, estrategias de afrontamiento y posibilidades de ayuda.

  2. Una psicopatología en sentido fuerte, como análisis de los mecanismos que dan lugar a las conductas, cogniciones y emociones que consideramos enfermedades o trastornos mentales, integrando conocimientos de las neurociencias y las ciencias sociales en la psicología.

  3. Y una clínica, como análisis concreto de la situación concreta de cada persona, en interacción compleja de conocimientos teóricos y habilidades profesionales, vivencias del usuario y contexto familiar, relacional e institucional del mismo. Análisis que da pie a la intervención.

La diferenciación es importante para poder aclarar algunas confusiones entre el papel del diagnóstico y de la historia individual; es decir, de lo común y lo específico del proceso de enfermar de cada persona concreta. Yo creo que es importante tener claro que los diagnósticos, pese a sus insuficiencias y a su uso frecuentemente inadecuado, no son ni insultos ni meras etiquetas simplificadoras de uso administrativo y efectos reduccionistas sobre las personas. Antes bien, se trata de un intento de considerar, como un factor importante aunque no único, las regularidades o aspectos comunes de las complejas formas humanas de la patología. Así, en un procedimiento común al conjunto de las disciplinas científicas, la búsqueda de regularidades sirve aquí para considerar modos o maneras específicas de eso que algunos y algunas prefieren llamar “sufrimiento mental”. Modos o maneras que definen pautas diferenciadas de problemas y de estrategias personales para hacerles frente (en gran medida inadecuadas, de ahí su carácter de “anómalas” o “patológicas” (78, 79)) y, por tanto, con diferentes posibilidades de intervención profesional, si queremos prestar un apoyo efectivo a quienes las padecen.

Otra cosa es que, para eso, muchas de las categorías habituales de los DSM y CIE no nos sirvan de mucho y sigamos necesitando una autentica psico(pato)logía.

Los psicofárcos Y EL auge de la “psiquiatría biológica”

El descubrimiento fortuito de la utilidad de la clorpromazina en los años 50 abre un periodo nuevo, inicialmente esperanzador, favoreciendo mejorías sintomatológicas y acortando la reclusión asilar, aunque su relación con los programas de desinstitucionalización no está clara (no hay una relación temporal clara, con experiencias previas de desinstitucionalización y persistencia de los hospitales mucho después de su introducción (96, 97)).

“Descubrimiento” este que, con los posteriores de substancias con efecto antidepresivo y ansiolítico, permite también que, progresivamente, la psiquiatría se identifique claramente con el campo sanitario al encontrar, “por fin”, un “tratamiento médico” equiparable a los de la medicina somática.

Así, el inventario de productos “eficaces” crece de manera espectacular en las décadas posteriores, pero pone en marcha también una carrera peligrosa (98):

  1. Porque los efectos de los psicofármacos no son tan milagrosos como se pretende, con un balance entre efectos beneficiosos y nocivos variable para cada substancia.

  2. Porque pone las bases de un espectacular crecimiento de la industria farmacéutica con efectos perversos sobre muchos aspectos de la atención, la investigación y la formación de profesionales.

  3. Y porque sirven de base al predominio de una psiquiatría inadecuada y reduccionista que recibe habitualmente nombres equívocos: “psiquiatría biológica”, “psiquiatría científica y/o tecnológica”, “psiquiatría basada en la evidencia”. Y que orienta la investigación y la formación, además de encubrir prácticas en demasiadas ocasiones poco rigurosas, ni siquiera acorde con sus principios formales, además de poco respetuosas con los derechos de las personas.

La utilidad de los fármacos está cuestionada cada vez con más argumentos razonables (“evidencias”) (98 99 100 101 102103) en relación con los principales grupos de substancias (neurolépticos, antidepresivos, ansiolíticos y estimulantes para el llamado trastorno por déficit de atención e hiperactividad):

  1. Su efecto no es curativo, aunque pueda resultar beneficioso en determinados momentos y para determinados objetivos.

  2. La utilidad de las nuevas substancias se ha exagerado inadecuadamente, con claros engaños de la industria y sus “derivados” o adláteres.

  3. Tienen efectos “secundarios” variables, molestos y en ocasiones peligrosos.

  4. Se utilizan muy a menudo sin tener en cuenta las recomendaciones establecidas en las guías de uso que suelen recoger los conocimientos existentes al respecto.

  5. Y hay experiencias de atención sin fármacos o con un uso reducido de los mismos, tanto en depresiones, especialmente en las más frecuentes y menos graves, con datos (“evidencias”) que avalan su escasa o nula efectividad y el recurso a procedimientos psicológicos alternativos (104, 105), así como en las psicosis. En este último caso, aunque en algunas de las experiencias, como las de servicios tipo Soteria (67, 106), su aplicabilidad sea aún problemática por requerir condiciones difícilmente compatibles con nuestros servicios públicos y no disponer aún de perfiles previos claros de posibles candidatos; es decir, de indicadores previos de en qué casos podríamos prescindir de ellos y en cuáles no (107, 108).

La atención “basada en la evidencia”

La llamada “atención basada en la evidencia” es en su origen una propuesta general razonable (109) de racionalizar la atención y disminuir la excesiva variabilidad de las prácticas clínicas. Se trata de incorporar selectiva y críticamente a la atención y a la práctica profesional los datos procedentes de evaluaciones lo más rigurosas posibles (en términos de eficacia, efectividad y eficiencia) y, en cuanto tal, representa un paso hacia la consolidación de una práctica tecnológica y no meramente artesanal.

Pero para ello se utiliza un término poco afortunado (“evidencia”), traducción inadecuada de otro inglés (“evidence”), en referencia a los datos o pruebas empíricas, sin el matiz de “certidumbre” e “indiscutibilidad” del español.

Y que, además, se pretende aplicar habitualmente de manera automática e igualmente indiscutible, sin tener en cuenta un conjunto de sesgos y dificultades, en general y en el campo de la salud mental (91), que habría que valorar en cada caso (110 111112):

  1. Las dinámicas de investigación, que priman determinados temas (más los fármacos que las intervenciones psicosociales, por ejemplo) y grupos de investigación (quienes tienen más “prestigio” y “poder” y, en general, quienes disponen de tiempo y dinero para dedicarse a ello y no quienes más cerca están del problema en el trabajo cotidiano).

  2. Las dinámicas de publicación, que refuerzan las “selecciones” de temas y grupos.

  3. Las dificultades de aplicación individual de resultados grupales, porque los datos de evaluación hacen referencia habitualmente a porcentajes de personas que responden bien y mal a una intervención, pero dicen poco, más allá de identificar algunos posibles factores, sobre los criterios que permitirían seleccionar de manera concreta e individualizada a quienes van a responder en uno u otro sentido.

  4. Y la variabilidad de todo ello en distintos sectores de intervención, especialmente en aquellos que, como el nuestro, tienen a su vez sus propias “dificultades” para la investigación (problemas de definición e identificación de casos, procedimientos psicosociales menos sistematizables, etc.).

Por todo ello, y en contraposición a los “recetarios de evidencias”, en los que supuestamente encontraríamos las respuestas para todo y que bastaría con aplicar respetuosamente, hay que enfatizar la necesidad de un “uso razonable” de la “evidencia”; es decir:

  1. Valorar en cada caso la información (“evidencia”) disponible, tratando de controlar posibles sesgos y considerando una gradación de los resultados (mayor o menor grado de “evidencia”), diferenciando, entre otras cosas, entre intervenciones evaluadas con resultados positivos, evaluadas con resultados negativos y aún no evaluadas.

  2. Y tomar decisiones considerando también el “contexto” individual y la experiencia personal y del equipo que debe intervenir ante una persona concreta.

Hay también dos temas polémicos a tener en cuenta para hacerse una opinión global sobre el tema. El primero, que la psiquiatría tradicional (reduccionismo biológico, cuando no mala práctica) no es “psiquiatría basada en la evidencia”, aunque sus practicantes quieran calificarse así y algunos críticos les regalen esa calificación. Y el segundo, que es inadecuado oponer “la atención basada en la evidencia” a la “atención basada en valores” (113, 114), oposición que remite al “viejo” problema de la “racionalidad de los fines y la racionalidad de los medios”, analizado entre otros por Max Weber (115):

  1. En una tecnología los valores son múltiples, desde los éticos a los epistémicos y técnicos (eficacia, efectividad, eficiencia) (116).

  2. Los valores son opinables, pero también susceptibles de elección racional, y nos sirven para fijar los objetivos de la intervención y establecer los indicadores de resultado para evaluarla. Así, si nuestro objetivo es la recuperación y no el control de síntomas, no podemos evaluar nuestra intervención midiendo únicamente su efecto sobre los síntomas o sobre el número de hospitalizaciones.

  3. Pero las intervenciones concretas, además de “éticas”, deben ser evaluadas (“evidencia”) para tratar de comprobar en qué medida responden a los objetivos que hemos establecido (valores) y en qué medida permiten alcanzarlos.

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1Afirmaciones, estas últimas, formuladas explícitamente en actos públicos de la AEN por representantes del sector “radical” del movimiento de usuarios y usuarias y de profesionales críticos.

2Es de agradecer cuando se explicitan, como hace, por ejemplo, Joanna Moncrieff (20) en referencia a textos de Ludwig Wittgenstein y de filósofos del idealismo europeo, como Wilhelm Dilthey o Martin Heidegger; referencias con cuyo interés no coincido y que están en la base de algunas de sus posiciones “postpsiquiátricas” (aunque no, afortunadamente, de sus trabajos “empíricos” sobre psicofármacos).

Recibido: 16 de Enero de 2019; Aprobado: 18 de Noviembre de 2019

Correspondencia: Marcelino López Álvarez (marcelino.lopezal@gmail.com)

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