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Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría

versión On-line ISSN 2340-2733versión impresa ISSN 0211-5735

Rev. Asoc. Esp. Neuropsiq. vol.43 no.144 Madrid jul./dic. 2023  Epub 15-Ene-2024

https://dx.doi.org/10.4321/s0211-57352023000200010 

Dossier (Coordinado por Francisco del Río Noriega, José Mª Valls Blanco y Mariano Hernández Monsalve)

Carlos Castilla del Pino, mentor y maestro de una generación

Carlos Castilla del Pino, mentor and teacher of a generation

Amelia Valcárcel1 

1Filósofa y escritora

Resumen:

El artículo glosa la importancia del magisterio de Carlos Castilla del Pino en la cultura española, especialmente como mentor que fue de toda la generación que impulsó el cambio. Lo hace siguiendo las obras de su período intelectual sesentaiochista, libros y artículos que tuvieron una enorme acogida entre la juventud que luego protagonizó ese cambio. Carlos Castilla fue, en España y también en Hispanoamérica, el maestro de toda una generación que lo leyó con avidez y contó con sus análisis críticos y su terminología. Se convirtió en el superego de toda una élite intelectual mediante sus escritos de esos años década en particular, 1968-1975.

Palabras clave: Castilla del Pino; sesenta y ocho; mentor; intelectual

Abstract:

The article discusses the importance of Carlos Castilla del Pino's teaching in Spanish culture, especially as a mentor for the whole generation that promoted the change. This is done by following the works of his intellectual period in the sixties, books and articles that had an enormous acceptance among the youth that later played a leading role in that change. Carlos Castilla was, in Spain and also in Latin America, the teacher of a whole generation that read him avidly and relied on his critical analysis and terminology. He became the super-ego of an entire intellectual elite through his writings of those years, particularly during the 1968-1975 period.

Key words: Castilla del Pino; sixty eight; mentor; intellectual

Todo texto pertenece a su tiempo. “La filosofía”, escribió Hegel, “es el propio tiempo captado por el pensamiento”. Carlos Castilla del Pino fue mentor del 68 español. Necesitábamos aprender a pensar y a vivir y él fue nuestro maestro. Su análisis, adulto, permitía que entendiéramos la situación. Los volúmenes que yo manejo para preparar este artículo son primeras ediciones y revelan mucho del tiempo en que salieron de prensas. Parte pertenecen a mi biblioteca juvenil; el resto los he tenido que colectar uno a uno. Las solapas muestran los nombres de su antigua propiedad. Están muy leídos. Quizá lo primero que haya que aclarar es el tipo de éxito que estas obras tuvieron en su momento, a uno y otro lado del Atlántico. Al fin fueron publicados en el epicentro exacto del 68. Sin exagerar cabe decir que eran lectura obligada en las filas progresistas. Cuando he tenido la oportunidad de revisar bibliotecas en América Latina, allá estaban también, apoyándose unos en otros, los mismos títulos. ¿Qué los hacía tan atractivos?

La situación es un concepto que, traído desde la fenomenología, Castilla del Pino utiliza a menudo. Del mismo modo que usa una terminología que entonces se nos convirtió en familiar: dialéctica, sistema, estructura, condiciones objetivas, praxis, anomia, reificación, represión, alienación…, por ejemplo. El método que sigue es decididamente fenomenológico, si bien él prefería nombrarlo como “fenomenológico-dialéctico” (1, p. 19). La ventaja de la fenomenología, escribe, es su capacidad para “objetivar el momento subjetivo” (1, p. 71). Carlos Castilla trabaja para permitir que subjetividades en trámite de constitución y que encuentran severas barreras epistemológicas en el mundo objetivo puedan reconocer sus situaciones. Es una labor de magisterio entendida también como terapéutica. Seguirlo nos lleva de lo particular a lo general. Realiza un acompañamiento desde las teorías de la individuación surgidas en el siglo xx, como el freudismo, entonces tan vivo, hasta la vivencia política que se nos imponía dentro de un medio cerrado y las situaciones que ello producía. Nunca se dirá lo bastante cuán necesaria fue su compañía. El contexto, lo que él llama la situación, era tal que, con los ojos abiertos, no sabíamos ver.

La realidad se había vuelto opaca. Aquellos años suspiraban por la teoría; el virulento deseo de entender qué los presidía puede que resulte ahora difícil de visualizar, pero entonces estaba en su clímax. Es esa una constatación que tiñe todos estos años: saber, entender, comprender eran los anhelos más presentes y profundos para toda una joven generación. Y no había cómo. Las narrativas anteriores parecían ociosas, quebradas como estaban, a toda una juventud que necesitaba su propio lenguaje y sus propias fuentes de autoridad. La situación era especialmente caótica en España, sometida toda ella a un anacronismo político que permeaba cualquier estructura. Poco se sabe de lo que sienten quienes se ven forzados a vivir en un tiempo que no es el suyo, ni tampoco de las distorsiones que ello genera. España vivía en la Caverna de Platón, obligadas sus gentes a mirar solo en la dirección contraria a la luz y a discutir de sombras. Como en aquella caverna, sus habitantes nos habíamos hecho peritos en ellas.

Los libros escaseaban y muchos estaban prohibidos. Nuestras cabezas eran en todo similares a lo que en aquellos años, y en las librerías que lo osaban tener, se llamaba “el infierno”. Si no se enseña una figura, difícilmente puede entenderse el caso: nos educaban en la actualidad de las filosofías del siglo xiii, nos daban por presentes polémicas que habían cesado en el siglo xvii, nos acostábamos con rezos y despertábamos con campanas. La religión romana se había hecho cargo del completo sentido del mundo con un dominio sobre las conciencias que nunca antes había tenido. El anacronismo filtraba todo. El ambiente intelectual era irrespirable. Sin embargo, dentro de ese ambiente el cambio fermentaba y la memoria pedía paso.

A ello se añadía su ominosa causa: en el caso español la situación era la creada por el desierto de una guerra civil. Con propiedad, éramos un generación de huérfanos. Muchas veces me he preguntado: ¿por qué un psiquiatra se convierte en la figura intelectual más importante de ese momento? La respuesta es sencilla: porque lo necesitábamos. Pero hay también otra razón: que Carlos Castilla del Pino se comporta en estas obras mucho más como filósofo que como médico. Presentaba una guía intelectual segura que permitía clasificar diestramente los contenidos; practicaba una hermenéutica y un método que, sin las habituales falsificaciones, nos dotaba de una tierra firme en que comenzar a pensar y vivir. Porque, que no solo de pan vive el hombre, sino sobre todo de la palaba era una verdad que habíamos probado con el cuerpo entero. Castilla del Pino era el maestro que nos llevaba desde el método a la moral, desde los confusos sentimientos a la política. Esto era tremendamente subversivo en aquel cerrado y distorsionado paisaje.

La elección de método: fenomenología o dialéctica

Castilla del Pino identifica su método como de doble entrada: fenomenológico en la descripción y dialéctico en la interpretación. Las aferencias fenomenológicas son claras, de Jaspers a Merleau Ponty. Max Scheler, esta vez en negativo, también es una de sus claves De hecho, a medida que nos introduce en cualquier tema, es la fenomenología la que provee de las figuras y la taxonomía. Sin embargo, el estudio de las interrelaciones es dialéctico por la propia naturaleza del objeto. En cualquier caso, el método va respaldado por un fuerte afán de contestación. En Naturaleza del saber, escribe: “Sí; debe ser un extraño placer contribuir, en la medida de nuestras capacidades, a la subversión sobre lo falso, lo estúpido, lo cruel” (2, p. 47). Este libro, que proviene de una conferencia más tarde desarrollada, es una constante declaración de intenciones. Escribe también: “Yo no creo que haya mayor placer para el hombre de hoy, que esté libre de mitos, que contribuir con su saber a la desmitificación y a la invalidación de lo estatuido” (2). Quien hace ciencia o saber no ha de ser idiota, esto es, no puede permitirse el apartarse de la convivencia común. Esta conferencia, que le publicaba el entonces padre Aguirre, posteriormente duque de Alba, explica todas y cada una de sus tomas de postura epistémica. Comienza con el elogio de la verificabilidad, dando así y mostrando la fuerte influencia del positivismo lógico y el Círculo de Viena, que él presenta ya templada; el saber debe ser verificable, pleitesía al positivismo, pero también debe ser comunicable, apertura a otros horizontes. Lo que no cuente con ese par de rasgos no es saber. Con todo, el saber siempre es probablemente incompleto, porque es histórico. Históricas son también todas las verdades. Propone Castilla del Pino un ejercicio de modestia, tanto más necesario en aquel mundo de dogmas. Abandonemos incluso una categoría tan alta como la verdad y limitémonos a la validez, nos aconseja.

Dado que otro de los componentes de su epistemología, el que ha llamado dialéctico, es el marxismo, es interesante ver cómo tiende un puente entre eso y su positivismo. Los saberes son históricos, afirma, y, en cualquier caso, son procesos más largos que una vida humana. Sin embargo, como médico psiquiatra que es, tiene una tercera aferencia difícil de encajar, Freud, que ni se atiene a la verificación ni puede ser considerado un pensador de los procesos largos y comunes. Puesto que también es su modelo, opta por completarlo con Marx, en una síntesis muy epocal, la que hacía reverdecer al marxismo en Europa y América en los aledaños del 68.

El cómo conjugar sus fuentes lo desarrollará más extensamente en otro texto, Psicoanálisis y marxismo (3), pero en la conferencia sobre el saber puede encontrarse ya el núcleo argumental: los saberes son conjuntos teóricos sujetos a validación, que dejan de serlo si se convierten en dogmas. Nunca ha de salvarse la teoría por encima de los hechos. Tres grandes nombres ponen los márgenes de la nueva visión del mundo, Darwin, Freud y Marx. De los dos primeros cabe decir que fueron grandes revolucionarios, no solo del saber, sino del mundo de la vida. Pero hay cosas que no vieron, que no podían ver, escotomizada su visión por sus propias “condiciones objetivas”. Ambos subvierten el mundo que han heredado, pero no llegan a rozar el registro de fondo, las dichas “condiciones objetivas” que los ciegan ante el sistema productivo. Marx, bien al contrario, sí lo vio.

El marxismo, un vago, todo sea dicho, impregnaba cualquier discurso progresista en aquellos años. No estoy segura de que se deba renunciar a él. El marxismo está admitido como una de las claves explicativas al mismo nivel que lo está la pertinencia del pensamiento socioeconómico. Cierto que la peculiaridad de Castilla del Pino es que él era un marxista adrede, casi forzando su propia convicción, del mismo modo en que era también, a fuer de libre, un sobresaliente miembro del Partido Comunista en la clandestinidad. Lo ha expresado bastante bien Muñoz Molina (4): de entre los progresistas todos éramos antifranquistas, pero casi ninguno era demócrata. Obvio es decir que entre los franquistas tampoco eso se gastaba. No estaba en la dinámica de la situación. Marx, por tanto, aliado con Darwin y el psicoanálisis, sin subjetivismo. Castilla del Pino escribía que en El malestar en la cultura Freud intentaba “una interpretación de la concreta alienación de nuestra civilización contemporánea… (empero) sigue invisible para él el factor de las relaciones económicas en orden a la interpretación misma de esa civilización” (2, p. 39). Ambos grandes develadores, pese a su penetración, “están divorciados de la realidad total”. Todo el saber debe ser puesto al servicio de la nueva conciencia.

Carlos Castilla del Pino, en estas obras, expresa sin ambages la mezcla epistémica en que todos nos encontrábamos: marxismo, lógica formal, psicoanálisis, positivismo… Incluso hace referencia a un tema definitivamente epocal, el monismo. Está tanto a favor de la formalización radical del discurso científico como es sabedor de los límites del formalismo. Se decanta por un nominalismo absoluto, “vocablos tales como bondad, maldad, justicia, libertad, alma y tantos y tantos otros… no son otra cosa sino flatus vocis”, mientras apuesta por una renovación empirista que venga de la mano de la filosofía del lenguaje. Trae a colación el Teorema de Gödel para avisar de los mismos límites de las verdades formales. En Naturaleza del saber (2), bulle la inquietud de lo intensamente pensado. Pero, en último término, su juicio es que la pureza epistémica no es posible.

Cuando se repasa esta conferencia y se hace con la distancia del ahora, trasciende su dimensión de soliloquio. Nos sirve para saber a qué tipo de crítica había sometido Castilla del Pino su saber y por ende su epistemología. Cosa que debía hacerse porque un fundamento epistemológico era necesario a fin de hacerse cargo de toda la avalancha teórica que nos venía del exterior y no éramos capaces de sistematizar. De fuera de la cápsula cerrada que España era, llegaban todo tipo de propuestas incompatibles que casi no teníamos modo de medir. No estaba en nuestra mano introducir orden. En este, como digo, soliloquio, Castilla del Pino enfrentaba los mismos debates que ocupaban a Sacristán1. El marxismo estructuralista también asomaba sus orejas en ello. Y lo hacía para concluir en un empirismo moderado, un nominalismo excesivo y un marxismo más tomado como fe y cierre, horizonte, que otra cosa.

Porque en toda esta conferencia Carlos se comporta como filósofo. Puede hacerlo porque lo era. Como Jaspers, de quien tanto aprendía. Utiliza bastante más que su pretendido marxismo la fenomenología, la que aprovecha para negar, sobre todo, el subjetivismo religioso. Y aunque afirma que el tipo de análisis que la fenomenología propone no es creador de objetividad, porque la vivencia no tiene contenido veritativo, y tampoco existen vivencias puras, y aunque no acepta y es crítico en particular con el mismo concepto de epojé, pone todos estos previos para acabar afirmando la validez del concepto de situación. A ella no renunciará nunca. Ni a las taxonomías seriadas de raíz fenomenológica. De hecho, y durante toda su vida, Carlos Castilla fue un fenomenólogo adicto a la criba cognitiva alemana.

Sin embargo, en aquellos años frente a este horizonte se estaba perfilando “la dialéctica” y se veía obligado a optar y autoexplicarse. De la dialéctica no puede menos que afirmar que no puede ser método único. La entiende como el estudio de las múltiples relaciones que existen dentro de una realidad interdependiente. La entiende también, lo que tiene un aire epocal enorme, como la reunión de teoría y praxis. Tal era la teoría presente que todo suspiraba por salir de ella hacia la realidad. La realidad, comprueba, tiene una lógica: eso es lo que hay que entender, comprender, aprehender. La dialéctica enseña, en la teoría económica, el valor de uso. Y hemos de ser conscientes de que todo saber tiene también valor de uso porque se transforma en praxis.

¿Cuáles son las condiciones del saber en una sociedad capitalista? En ella los poseedores se tornan “el poder” y alimentan la alienación del resto con más altas dosis de alienación de modo constante. Como eso es una situación intolerable (y ello a pesar de la afirmación de que los términos morales son flatus vocis), surge la pregunta por la posibilidad de una ética, una ética del saber. La sociedad capitalista es una estructura anómica. El sistema hace a la gente agresiva y permite tan solo calculadas disidencias. Pero, a mayor alienación, mayor necesidad psicoética. Carlos Castilla se enfrenta con esta receta a la rebeldía juvenil de los Sesenta.

El ser humano es un objeto de la realidad y lo que la metafísica suele llamar “el sentido” no lo precede. Ser es hacer, de modo que las necesidades están por lo común bien colocadas hasta que una situación epistémica insostenible las retuerce. Tiene donde asentarse, de todos modos. En el ser humano no todo es racional. La necesidad de “lo sobrenatural”, por ejemplo, es emocional (1, p. 23). Lo irracional es prevalente. Pero mientras que el animal es pavloviano, el ser humano futuriza. De ahí que, bajo todo su trabajo, y especialmente en los que aquí se contienen, subsista una antropología proléptica cuya raíz es ética y política.

Los valores

Pretende Carlos Castilla que la mayor confusión epistemológica, aquella que debe ser solventada en primer lugar, deriva de la falacia de la objetividad de los valores. Si bien se mide frecuentemente con la fenomenología y para al final usarla, también es cierto que lo hace con otra de sus personales aferencias epistémicas: las teorías del valor. Esto lo hace en este libro y en otros, de manera que lo voy a compendiar. Los valores no están, como la persona corriente cree, en los objetos, sino en nuestra relación con ellos. La incomunicación, cuando ya es patológica y severa, cuando va aliada con el delirio, niega valor a toda la realidad. Así ocurre en la esquizofrenia, que es negante y fantasmática a la vez. Pero la incomunicación no se revela solamente en las grandes patologías, sino que, como buen freudiano, Carlos Castilla la encuentra en la vida cotidiana.

Depende el padecerla en alto grado de condiciones objetivas y subjetivas. De entre las subjetivas: el sujeto ha de dejarse sorprender. Quien todo lo prevé o todo lo sabe, de poco se entera. Intenta entender el aburrimiento como incomunicación. También el fetichismo y la reificación. ¿Cómo de nuevo puede hacer tal síntesis? Porque está aceptando la tesis implícita de que la espontaneidad se ha perdido en nuestro tiempo. La sociabilidad acude a un “principio de realidad” que consiste en renunciar a ella2. La incomunicación, insiste, es siempre un problema social. La gente, la multitud, vive aislada, aunque no tenga conciencia de ello. Habitamos una sociedad de mónadas hipócritas. La amistad en la sociedad de consumo no es real. La gente cada vez comunica menos. La verdadera comunicación casi nos es desconocida sustituida como está por la mera jocosidad. A tal grado ha llegado este perder capacidad comunicativa que ya no sabemos como somos; por eso necesitamos confesores y analistas. “En suma, el aislamiento que me acontece, acontece también a ese otro que me aísla y que asimismo está aislado”. La sociedad no es comunidad, parafraseando a Weber. En vez de al peligroso comunismo parece Carlos Castilla estar cerca del no menos peligroso comunitarismo (5, p. 125). La falta de comunicación y espontaneidad, mala en sí, nos hace además asiduos de lo conveniente, esto es, que vivimos en un mundo en que no hay solo represión de lo malo, sino también de lo bueno.

Carlos Castilla del Pino criticaría en prólogos posteriores de esta obra sus planteamientos excesivos y lo haría con ironía. Pero ahora, en el ahora del 68, las cosas estaban así y llevaban además así cierto tiempo. Estos son ensayos, por así decir, Antonioni3. Más exactamente el de El eclipse. Castilla del Pino opta por desvelar el misterio de la incomunicación en clave social y política realizando, otra vez, una fenomenología de lo que bien conoce: el decir a medias de los lugares en los que falta la libertad.

Donde la libertad no existe, la ambigüedad se convierte en la segunda naturaleza de las personas. Con este punto de partida expone, y se aprecia que comprende, las limitaciones de la filosofía del lenguaje que le es contemporánea y se trasluce también que ha querido utilizarla para entender la situación y ha acabado hastiado de la ineficacia del instrumento. La pretensión de que el lenguaje ambiguo está “mal hecho” le subleva. Bien al contrario, es un lenguaje magistral. En este apartado Carlos Castilla avanza tesis que serán más tarde de Goffman y Habermas: la comunicación es plural e individualizada y se necesitaría una ética de la comunicación. Concurre también en este trabajo la categoría de “extrañamiento” que acabará dando en “alienación”. La comunicación en una situación de no libertad es temible.

Frente al estado de cosas ha de aparecer la rebeldía. En nuestra sociedad la incomunicación y el alienarse en los objetos es la norma. “El no poder decir lo que se quiere decir está planteado hoy día como la necesidad más perentoria para aquellos grupos de protesta que representan, a su vez, la conciencia de nivel más lúcida de su clase o grupo” (5, p. 143). Nadie se está pudiendo verdaderamente comunicar y los tabúes sociales que impiden este comunicarse deben ser eliminados. En realidad Carlos Castilla está utilizando la estrategia de hablar de política por medio del lenguaje de la psicología. En este clima, la palabra mágica empleada por él es “represión”. Frente a la represión está apareciendo la protesta. Por protesta alude a la rebeldía juvenil del 68 que intentará analizar con esa clave.

La alienación

El camino de la psicología, la vía personal hacia la libertad, exige poner racionalidad y su luz sobre relaciones, pensamientos y conductas. La praxis propia ha de ser entendida y, a la postre, realizada. Carlos, tempranamente espinosista, anota que a la racionalidad ha de llegarse mediante un salto traumático que no es racional. No basta con argumentar. Existe una crisis personal que permite saltar a un mundo distinto; esa era la vivencia de toda nuestra generación. Por eso se convirtió en nuestro maestro. Hay que decir, porque decir es un hacer. “En la comunicación el ciclo teoría-praxis queda abierto en una espiral” (5, p. 149). La rebelión es más fácil contra un orden grosero que contra otro que encubra su violencia. De ahí que la alienación está más presente en los modos blandos de vida. La alienación profunda no sabe de sí. ¿Por qué la gente soporta, sin ser consciente de ser por miedo, situaciones indebidas? El tecnócrata es partidario de la sociedad capitalista, muchos obreros son de derechas… En el rebelarse nada es mecánico. En fin, ¿por qué la gente colabora con quienes la oprimen?

La ideología de los dominantes se acepta por el grupo oprimido. La ideología es, en efecto, un dinamismo de defensa mediante el cual “el sujeto vive la alienación impuesta como una aceptación” (5, p. 153). Tal autoengaño es conflictivo, sin duda, induce neurosis, pero quien lo padece, o completamente lo ignora, o es que espera ser, con el tiempo, parte del grupo dirigente beneficiado. La conciencia de la alienación es un proceso en el que pasar de la alienación no consciente a la alienación concienciada. La alienación se resuelve mediante conformismo o protesta. Sin embargo, y aquí de nuevo comparece la política, la protesta individual nunca resuelve el problema de la alienación. Se está o no se está en el “sistema”, esa palabra tan epocal.

La sociedad es alienante y el sujeto está alienado. Pero la alienación es una relación sujeto-objeto, es “alienación de”. Es por una parte un fracaso en la percepción de la realidad. El sujeto interactúa con la realidad, la fija y la subjetiva, la hace analógica. Esa alienación no conlleva extrañación, sino que el sujeto cosifica la realidad de forma poco o nada plástica, la deforma, la petrifica. Los modos en que el sujeto puede cosificar la realidad son tan diferentes como la inhibición, el hipercritismo o la ironía. Todas ellas son praxis cosificadoras y alienadas. Tales actitudes son caras porque se pagan en soledad y paranoia. En la alienación y en su sujeto, en fin, pese a sus varios modos de presentarse, “se puede reconocer en ella siempre tanto componentes que son consecuencias de la alienación cuanto aquellos otros que denotan la utilización de ella como defensa frente a la realidad que le aliena y contra la cual no supo o no pudo adoptar una praxis liberadora” (3, p. 174). La alienación acaba con la realidad.

El sistema siempre parece llevar las de ganar; lo que genera en las gentes se resuelve, como ya se ha dicho, mediante conformismo o protesta. La comunicación es precaria y la incomunicación de base se resuelve, en una sociedad competitiva, si no es con la protesta, con la drogadicción, la psicoterapia, la conducta rebelde o la ejemplaridad compulsiva, porque “la irracionalidad en cualquiera de sus formas sigue siendo una pauta de conducta de la sociedad competitiva” (5, p. 162). El realismo cínico se impone, en fin, sobre los valores éticos.

Dado que la pérdida del sentido religioso no va acompañada de una disminución de los sentimientos de culpa, como ya señalara Freud, la culpa sigue vigente aunque no sea mítica ni sacral. Y dado también que el éxito es un componente relativamente tardío como ideal del yo, sucede que además de trivial, el éxito, en nuestra sociedad, va doblado de culpa. Del fortalecimiento de esos sentimientos se sigue la necesidad constante de terapia, terapia que no se interesa por su origen social, sino por arreglar, a cualquier precio, las disfunciones individuales. En conclusión, la comunicación solo es posible si se rompen las estructuras. Se cura trabajando por ello (5, p. 89).

La conducta rebelde no es suficiente porque que el sistema sabe procesarla y deglutirla. La rebeldía es, en síntesis, inmadura, narcisista. La incomunicación es una situación que debe resolverse colectivamente. Es evidente el juicio que le estaban mereciendo los movimientos juveniles contemporáneos. No sirven porque no son eficaces. Para ser eficaz hay que ser “normal”. Pero esa normalidad ha de ser puesta al servicio de destruir lo que existe. Las clases dirigentes se creen más fuertes de lo que en realidad son. Mediante un uso maduro de la agresividad, ha de ser llevada a cabo una acción política revolucionaria. La dialéctica exige que ya no se soporte una trama social que no sirve al “hombre” sino solamente a grupos de poder.

El marxismo de Carlos Castilla del Pino

Como todos estos libros que gloso ahora fueron escritos en un muy pequeño y febril espacio de tiempo, los caminos que los vinculan son continuados. Acabamos de ver las apelaciones revolucionarias contra la incomunicación, donde hasta se llega a citar a Mao Zedong. Ahora habrá que afrontar en sí mismo el tema marxista, puesto que Carlos Castilla le dedicó un libro completo. En él utiliza y aclara toda la normal terminología marxista de los setenta; el uso de la terminología es correcto y abundante: relaciones de producción, superestructura, ideología, valor de uso, valor de cambio, mercancía… Y lo hace con el ferviente deseo de haber encontrado en la dialéctica una filosofía adecuada para entender a fondo el mundo. Toma a Marx tan en serio que afirma que nunca se equivocó o lo hizo mínimamente (3, p. 100). Con todo ello quiero significar que el marxismo de Castilla del Pino no es mero producto de la situación, sino una decidida voluntad de análisis que opondrá a otras de sus fuentes: Freud. Este libro es una crítica a la práctica psiquiátrica corriente, una lógica de los procesos psicológicos, más una serie de apuntes importantes que permiten entender la biografía epistemológica del autor.

Comienza indagando en lo que es una teoría. Una teoría es algo distinto de una concepción del mundo. Una teoría tampoco es una ideología. Las concepciones del mundo son trasuntos directos de las relaciones sociales; las ideologías completan sas visiones, a fin de darles mayor seguridad, y siempre comportan “falsa conciencia”. Una teoría siempre ha de permanecer abierta, soportando los datos. A esto llama realismo crítico. Lo que Castilla del Pino intenta en ese trabajo es confrontar dos teorías, el psicoanálisis y el marxismo. Comienza quejándose de que algunos marxistas no comprenden la historicidad del psicoanálisis, del que afirma que es, en esencia, positivista; pero, puesto que existen niveles en los cuales el positivismo no es suficientemente explicativo, ha de ser previsto que el marxismo lo complete. Para ello comienza por exponer la distinción clásica entre “relaciones de producción” y “superestructuras”, que admite in toto. Cita a W. Reich y a Marcuse, que están en la misma línea filosófica, pero para llegar a una crítica al dogmatismo: una teoría, de nuevo, ha de ser abierta, verificable y comunicable.

Es dogmatismo, se produce dentro de las teorías, el no completarlas mediante hechos, sino por medio de la especulación. Si se comparan Marx y Freud, o más bien sus respectivas teorías, lo que Carlos Castilla realiza con ayuda de unos cuadros nada desdeñables, la comparación ha de establecerse sobre campos, de los que elige dos: la axiología y la dialéctica. Desarrolla entonces con notable rigor y una lectura precisa en conceptos y datos las claves explicativas importantes en ambos. La teoría del valor de Marx es, piensa, extrapolable fuera del mundo económico. El valor de cambio preside una enorme cantidad de procesos y, aunque el valor está sujeto a la historia, sabemos que todas las relaciones pueden volverse mercantiles en el capitalismo. Dado que “el hombre abstracto no existe”, ni el marxismo cree en ello, tampoco intenta hacer una teoría general del las relaciones humanas. Cada época se plantea aquellos problemas que puede resolver. Y la historia es perpetuamente dinámica. Por el contrario, en la teoría del valor freudiana, el propósito no es entender las relaciones sociohistóricas, sino robustecer el yo.

La conciencia es superyó y contiene el superyó parental devenido de la historia. Puesto que el contenido de valor es distinto en cada cultura, la religión y la ética son formas infantiles que pasan a la vida adulta. Se aceptan las normas precozmente y de un modo irracional porque el sujeto apenas es un yo cuando lo hace. Es casi solo un ello en trance de yo, que se rige por el principio del placer. Los mismos procesos internos que conocemos en nosotros han sido tardíos, necesitados como han estado del lenguaje para poder producirse y aún más para poder discernirlos. La conciencia es fetichista y la religión una neurosis colectiva. Neurosis y psicosis son conflictuales: neurosis entre ello y yo; psicosis entre yo y mundo. Sujeto y realidad están en conflicto y solo puede resolverse liberando el “quantum” de represión que sea adecuado. “Hay tres tareas imposibles”, habría dicho Freud, “gobernar, curar y educar” (7). Freud era además ampliamente escéptico sobre las posibilidades liberadoras de las revoluciones políticas. Aunque es uno de los grandes desmitificadores, Carlos Castilla concluye que tiene varias “limitaciones internas”; sabe adaptarse al mundo que encuentra; la revolución que propone es superestructural; no es radical, porque precisamente se detiene ante la raíz. En el freudismo solo hay crítica, pero no existe praxis. En último término se niega la realidad.

Si bien ambos, Marx y Freud, piensan que no existen valores en sí, sino encarnados, y que los valores son dependientes de una comunidad, si bien ambos consideran que el creer que el valor es una propiedad del objeto es fetichismo o ilusión, la verdad es que los sujetos se encuentran los objetos ya valorados y de modo tan fuerte y concluyente que apenas pueden descifrar el mecanismo. Pues, en resumen, lo que los aproxima es que ambos precisamente lo ponen al descubierto. Marx parte de la mercancía y Freud de la norma. Sin embargo Marx es más amplio. Freud no se plantea sino la acción individual y es pesimista. Marx es optimista-revolucionario. Sobre este fulcro establece Carlos Castilla la diferencia radical entre ambos y entre lo que de ambos pueda esperarse.

Por lo que toca a la dialéctica, tanto Marx como Freud son materialistas, si bien Freud no ha entendido la dialéctica. Hay una continuidad entre ambos. Carlos llega a escribir que Freud es alguien que hace “dialéctica sin saberlo”. Ahora bien, ¿qué está entendiendo Carlos Castilla por dialéctica? Así lo define: “Dialéctico es todo proceder que atienda al carácter recíprocamente relacional de cualquier saber parcial con el saber restante, o sea, con el logrado en otras esferas, también particulares, de la investigación científica” (3, pp. 61-2). La dialéctica parece solaparse con la concepción multidisciplinar y no parcelada de los saberes. Es dialéctico lo que, por importante, cabe extrapolar; el encontrar “la unidad en la contradicción”, el pasar a totalizaciones cada vez más amplias. Esta es una concepción particularmente hegeliana de la dialéctica, asistir atentamente al propio curso del producirse el pensamiento de modo reflexivo.

La existencia de antítesis, de tensiones, de relaciones contrarias, todo ello es dialéctica. El psicoanálisis es dialéctico desde este mismo punto de vista, puesto que en él, al contrario que en la psicología clásica, existe la dinámica cantidad-cualidad, la doble negación, negación de la negación y, en fin, el reconocimiento de relaciones fluidas y tensionales: oposición, ambivalencia, antítesis, contradicción, dinámica, enfrentamientos y disociaciones. Existe la dialéctica de la vida instintiva, el transformarse de las racionalizaciones en raciocinio; el mismo nacimiento de la persona, en la relación edípica, es dialéctico. El método de cura psicoanalítico consiste en recuerdos y resistencias. Cuenta con la transferencia y también con la falsa conciencia. Dialéctica es también la relación entre yo y ello.

Freud era templado en cuanto a su filosofía de la ciencia, ahora bien, ¿es acaso ciencia lo que hace? El psicoanálisis es autorreferente y, en la práctica, muchas veces un dogma. Es una teoría que se ocupa de hechos, pero ¿qué valor de verdad posee? Se ocupa del sentido de la conducta y busca tocar el mecanismo de la motivación. Pero, en definitiva, no es una ciencia. De ahí que la práctica psiquiátrica deba ser prudente4. En el psicoanálisis no existe la exacta correspondencia entre el hecho y su denominación. Los hechos de la investigación psicoanalítica se encuentran en un estadio precientífico.

Cuando la sociedad es la que enferma

Lo más cierto es que la insania mental suele correlacionar en alto grado con la clase social. Buena parte de las situaciones de análisis son sociogénicas. Pone Carlos Castilla el ejemplo de la angustia. Cuando aparece la vigencia de lo social aparece también el límite de las terapia y del análisis fenomenológico. Esperanzas y necesidades tienen una génesis social; e incluso de las necesidades, varias son pseudonecesidades, no por ello menos impositivas. Si una necesidad tiene objeto, una pseudonecesidad tiene fuerza. Se posa sobre un fetiche. Esto, que es especialmente cierto en la esfera sexual, no debe hacer olvidar que inunda igualmente el resto de la praxis. El conflicto en el individuo es siempre un reflejo social. Por ello la práctica psicoanalítica no debe limitarse a dejarlo todo como está. Politizar las pasiones es algo que Carlos Castilla debe haber hecho en su propio caso. Es lo sano. Empero, en el psicoanálisis hay una ética: “El análisis está sujeto a las mismas normas de la práctica médica general” (3, p. 134). Esta ética ha de precisarse porque el psicoanálisis produce situaciones especiales como el transfer5, por ejemplo, y en su decurso sufre agravamientos, depresiones, etc. Por lo tanto, hay una cuestión inobviable. Con independencia de la sociogénesis de los conflictos, es a un paciente concreto a quien se trata, no a la sociedad. Carlos Castilla intenta medirse respecto de las posiciones de Marcuse o Lacan. El psicoanálisis ha devenido en freudismo, esto es, en una concepción del mundo, en la etapa final del pensamiento de Freud.

El psicoanálisis no debe consistir en una técnica para adaptarse a una sociedad enferma de incomunicación o de tensiones capitalistas. De hecho, la limitación de Freud es que pensó que la política era una superestructura psicológica. Por eso ha de ser completado con Marx. Lo que Freud consideraba el medio es en realidad el sistema. Freud no ha conocido ni la cosificación ni la alienación como conceptos. Las categorías psicológicas pueden ser arrastradas hacia las políticas, y así lo hace Marcuse. Eros y Tánatos, deseo y violencia, pueden ser usadas, por ejemplo, para comprender la erotización de la democracia de masas. La liberación erótica es solamente una apariencia de libertad. Vivimos en sociedades de pseudonecesidades y pseudolibertades que dejan al sujeto insatisfecho e hipotecado.

La sociedad de masas es una en que “la expropiación de la vida de uno por la dominación del otro, del colectivo, que sume en el vaciamiento dorado, que incita a la competencia banal de las posesiones objetuales, conduce al fin a la soledad y al hastío de vidas no logradas. El precio último es -sobre ello no hay duda alguna- la elevación simultánea de la criminalidad y el suicidio, de la neurosis, del «desajuste»“ (3, p. 152). El psicoanálisis clásico ni siquiera alivia el panorama. Utilizando como hilo conductor a Marcuse, Carlos Castilla propone su propia visión social: cuando el rendimiento es mero rendimiento económico, en el orden del yo solo existen relaciones interpersonales competitivas; en cuanto al ello, las instancias vitales están sustituidas por las agresivas; y respecto al superyó impera “la sustitución del rol de padre por la conformidad al orden establecido” (3, p. 154). En este panorama, el psicoanálisis se ha convertido en un elemento importante de la ideología neocapitalista: transmuta la neurosis en alienación. Se carece además en él de articulaciones prácticas para dar salida a la situación, que así juzga Carlos, como inarticulada, a la rebelión del 68.

Para quien no se atreve con la realidad queda también la fantasía. Marx trató de la reificación de la mercancía, del mismo modo que la mercancía es modelo de la reificación. Ese extrañamiento que ella sufre es el paradigma relacional, que a día de hoy llamaríamos “líquido”. La conciencia moral y la conciencia intelectiva existen en todo sujeto, que intenta satisfacerlas a ambas. Si no lo consigue, entonces educe una “falsa conciencia” que es grupal y que el sujeto asume como propia. Toda alienación, en fin, es social. Si Freud resumió la salud como “amar y trabajar”, esto es una parte de su doctrina que no debe ser alterada porque es cierta. Toda ética se resume en que hay que reforzar al yo para que lo consiga. Disminuir las tareas enajenantes. La desalienación es posible en una sociedad alienada. Ello es factible por fuera de, o al mismo tiempo que, el trabajo alienado. “Hay que reforzar el Yo para hacerle tolerable la alienación”. Y añade “tolerable no quiere decir aceptable, sino tan solo lo suficientemente inofensiva como para permitirle un trabajo propio, desalienador” (3, p. 181). La ética y la salud pasan por deshacerse de las alienaciones prudentemente y también por distinguir perfectamente entre las relaciones objetivas y las objetales. Son objetivas aquellas relaciones respecto de las cuales, excluyendo las racionalizaciones, podamos ejercer una distancia crítica. Son tanto epistémicas como sensibles o emocionales. Sin embargo, cuando el componente emocional es prevalente de tal modo que no podemos respecto de ellas ejercer distancia alguna so pena de frustración, esas relaciones no están mediadas por la salud. Son objetales y nos atan al mundo de la objetualidad.

La culpa

Carlos Castilla dedica este libro, que publica en 1968, a José Luis Aranguren. Compila en él toda una serie de reflexiones que provienen en buena parte de la misma práctica médica, pero en realidad es un ensayo continuado de filosofía moral; una filosofía moral, en conjunto, bastante razonable. Define la culpa como lo que se experimenta cuando se contraviene un principio rector; la culpa es un fenómeno en la vida de cada ser humano (1, p. 19). El hombre es proyecto que pasa al ser mediante el trabajo. La idea tópica y corriente de que nos hemos apartado de la naturaleza es justamente eso, un triste tópico. El hombre es la lista de sus cosas hechas, escribe citando a Goethe. “Es natural al hombre fabricar artificios” (1, p. 35). Tras una introducción existencialista termina tratando de la muerte y el tiempo.

La culpa, cuya vivencia tanto importa al equilibrio, debe ser estudiada de modo dialéctico. Tiene por compañero al pecado, que es solipsista y por ello difícil de probar, y, en el otro extremo, al objetivismo jurídico. Ni la psicología ni el psicoanálisis la abordan bien tampoco. Lo cierto es que la culpa es una estructura bipolar y tensional: “Es una forma de praxis … en la cual se decide hacer lo que se estima como indebido, o se hizo lo que… hay que considerar que fue indebido” (1, p. 47). Lo que hago para otro, me hace. Las acciones son buenas o malas en relación a los otros. Y en el fondo de cualquier hacer culpable se esconde siempre el egotismo. También la culpa es sociogénica. Y la vivencia de ella es el peso, el peso por lo hecho.

Lo que un grupo hace, eso son sus valores. En la culpa aparece la angustia por lo que no puede ser reparado. Su vivencia es angustiosa y distorsiona el tiempo, lo ralentiza. El sujeto puede acabar viviendo para la culpa. Dado que la situación es la realidad interpretada por el sujeto, a veces la culpa tiene que ver con el conflicto de roles. Los valores son normas de objetivación y cada persona tiene un valor que se juega en las relaciones interpersonales. Aunque las normas no son absolutas, porque son precisamente sociogénicas, el sujeto las vive como tales. El grupo es capaz de presionarnos tanto que la culpa no nos hace simplemente malos, sino peores; nos vemos pues en la necesidad de diluirla: esto es, que otros también la cometan o ingresar en un grupo de culpables. La estructura de la culpa está dentro de la socialización, porque “el mundo son los otros”. Incluso el egotismo es sociocultural. Nuestra socialidad implica hacerse con el “principio de realidad”, que se crea cuando se está en paz con ella y con las necesidades satisfechas.

Ahora bien, esto tiene una estructura profunda. Carlos Castilla afirma que la explicación clásica, cargada de libidos, energías, etc, no es adecuada. El superyó es el principio moral resultante de internalizar temores y valores. Su génesis, la nomogénesis, tiene una base coactiva que es fundamental para el asunto de la culpa. En la etapa coactiva aparecen la conciencia del sí mismo y la conciencia de la intención. Inducir valores y normas es necesario, pero es difícil hacerlo bien. Esta etapa en que ello se realiza es muy perturbadora, porque los preceptos se aprenden por identificación con otro al que se ama, y, por lo tanto, la culpa es siempre más pesada.

Comparece su espinosismo: puesto que hay valores y valores, valores que permiten al sujeto aumentar sus posibilidades y son verdaderos, y otros que simplemente se las disminuyen y son por lo tanto falsos6, hay que optar. Los falsos valores tienden a encerrarnos en un círculo de culpabilidad del que no se puede salir. La Iglesia católica es especialista en ello, sobre todo respecto de la sexualidad. Sin embargo, la función de la culpa es, sobre y ante todo, social. El pesar acompaña a la acción indebida porque esta acción desintegra la comunidad. Lo que más se estima es la identidad con los otros porque esa es la salvación. Y si no se está a favor de los otros, se está en su contra: tomarán represalias.

Preciso es para sentirse culpable que los demás sean inocentes y, por ello, jueces. Si a un acto malo no le acompaña la conciencia de culpa puede esto revelar que en realidad hay dos grupos; de no ser así, la culpabilidad extenderá sus efectos en todas direcciones. La realidad, los otros, son el campo permanente de acción. La conciencia lo es de la acción con la realidad. Es una ley psicológica que un problema irresuelto persiste en la conciencia en tanto que tal mucho más firmemente7. Librarse de la culpa no es fácil. La culpa siembra la conciencia de resistencias. El culpable está atrapado, aunque quiera hacer elusión y no confesar, que es el modo de librarse del pesar.

En todo el análisis de la culpa trasluce la experiencia terapéutica de Carlos Castilla. Es un análisis muy pegado a los casos. Si la culpa se expresa puede hacerlo mediante racionalizaciones o bien ante alguien, a fin de obtener perdón. Y ocurre que a veces, aun acompañada de arrepentimiento, la culpa es irreparable. Como sucede que los haceres del sujeto intentan ser coherentes, los modos de manejar la culpa nos llevan a una tipología que a veces se produce seriadamente en la misma persona. Dado que se es culpable por acción y también por omisión, calculamos la gravedad de la culpa para el sujeto cuando aparece una culpa anormal que se transforma en un fin en sí misma. El sujeto no puede cambiarse y es tentado por la abyección. Esto es, ante la culpa, el sujeto o ha de cambiarse a sí mismo o ha de cambiar la realidad. La culpa ha de ser seguida de una corrección en el sentido de la realidad. Si ello no ocurre, es que la racionalidad está siendo abandonada.

Freud, cargado de razón, ya afirmó que lo que caracteriza a una persona normal es que “puede amar y trabajar”. Si la culpa no se expresa, pero permanece ahí, el ello la señala y el yo la oculta. Se expresa entonces en los sueños, en los actos fallidos, en las incapacidades de obrar. Pueden evidenciarse síntomas orgánicos o psíquicos, palpitaciones, crisis de angustia, fobias, insomnio, obsesiones. Carlos Castilla está convencido de que toda situación tiene camino de salida y que este, a veces, se manifiesta en los sueños. Puede también, por su dinamismo traslaticio, manifestarse la culpa como angustia difusa. Por último, por extraño que parezca, hay evidentes señales de culpa en la conducta constantemente jocosa, en la dipsomanía o en la seriedad crónicamente impostada.

El conflicto mantenido en secreto a menudo conduce a la autodestrucción. La culpa provoca el rechazo de los otros, a veces silencioso. En ocasiones se intenta evitarla mediante estrategias infantiles, como mostrar arrepentimiento por cualquier otro asunto. La vivencia de la culpa, esta vivencia anormal, hace la comunicación imposible, porque necesita constantemente del disimulo. La culpa se rastrea también en el fingido desdén de los grandes solitarios. La culpa necesita de actos reparadores que, si no obtiene, la enquistan. De ahí que el arrepentimiento, real o supuesto, sea propiciado siempre por las diversas instancias comunitarias, desde la confesión pública en las órdenes religiosas, la autocrítica en el comunismo, o el psicoanálisis: “Hay que decir la culpa en alta voz porque así se logra impedir la recaída en el propio engaño.. Hay además que decirla a otro, ante el cual todo indicio de falsedad resulta perceptible. Y, por último, hay que decirlo todo, no solo lo hecho, sino por qué fue hecho y las motivaciones más hondas que lo suscitaron (1, p. 262). No se priva Carlos Castilla de afirmar que, puesto que en el análisis se puede llegar a cierta connivencia, conviene completarlo con la terapia de grupo. Finaliza este ensayo con la exposición jurídica de la culpa, de lo que tiene bastante experiencia forense y con un excursus sobre la culpa ante Dios. La culpa es la señal de la moral; le parece obvia la superioridad de una moral atea (1, p. 278). La moral religiosa, por una parte, nos introduce en un mundo desrrealístico y, por otra, perdona demasiado.

Digamos que Carlos nos libera para emprender una nueva vida adulta, de valores también adultos. En ese sentido, y para su pasmo, frecuentemente le dije que él era, quisiéralo o no, el superego de toda una generación. Creo que la trama que se ha expuesto de su pensamiento prueba que esta afirmación mía no tenía nada de exagerada.

1Los que un año más tarde plagiaba Gustavo Bueno.

2Más tarde renunciará a ella. En este trabajo parece que en absoluto tiene en cuenta la estructura paradoxal de la espontaneidad. Pero ya en La incomunicación la ha descartado: “Si fuéramos espontáneos… seríamos otros. Somos como tenemos que ser… Somos cualquier cosa menos espontáneos” (5, p. 123). Los trabajos de Watzlawick son ciertamente posteriores.

3El cual aparece citado en El humanismo imposible (6, p. 30). A la cabeza me viene la reacción, contada por Díaz Plaja, de un señor que asistía en un cine a la proyección precisamente de El eclipse. Con la palabra fin se levantó airado, exclamó que no se entendía nada y, ante la cara de inexpresivo desprecio de un joven barbudo de su fila trasera, apostilló: “¡Pues será usted muy inteligente!”.

4“De nuestra incomprensión de un enunciado derivamos, nada menos, la categoría de psicótico del sujeto que lo propone… puede imaginarse lo que ello significa en orden a la imposible incomunicación entre psiquiatra y psiquiatra.. respecto de la conducta del psiquiatra para con el paciente (tratamiento de choque, intervenciones psicoquirúrgicas, internamientos, etcétera. En suma, una liberalidad en la conducta que nada tiene que ver con el rigor” (3, pp. 102-3).

5Transfer es el término bajo el que se colocan los fuertes sentimientos de apego y necesidad de aprobación que el paciente desarrolla durante el análisis; es una situación fluida y en ocasiones peligrosa.

6Un criterio este decididamente espinosista, como puede verse. El aprecio de Carlos Castilla por la filosofía de Espinosa fue constante.

7Efecto Zeigarnik (1, p. 143).

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Bibliografía

1 Castilla del Pino C. La culpa. Madrid: Revista de Occidente, 1968. [ Links ]

2 Castilla del Pino C. Naturaleza del saber. Madrid: Taurus Ediciones, 1970. [ Links ]

3 Castilla del Pino C. Psicoanálisis y marxismo. Madrid: Alianza Editorial, 1969. [ Links ]

4 Muñoz Molina A. Todo lo que era sólido. Barcelona: Seix Barral, 2013. [ Links ]

5 Castilla del Pino C. La incomunicación. Barcelona: Ediciones Península, 1969. [ Links ]

6 Castilla del Pino C. El humanismo imposible. Madrid: Editorial Ciencia Nueva, 1968. [ Links ]

7 Reik T. Treinta años con Freud. Buenos Aires: Ediciones Imán, 1943; nota de Castilla del Pino. [ Links ]

Recibido: 07 de Agosto de 2023; Aprobado: 30 de Septiembre de 2023

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