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Dynamis

versión On-line ISSN 2340-7948versión impresa ISSN 0211-9536

Dynamis vol.30  Granada  2010

 

IN MEMORIAM

 

Mi colega y amigo Juan Antonio Paniagua, historiador de la medicina

My colleague and friend Juan Antonio Paniagua, historian of medicine

 

 

Luis García Ballester † (*)

 

 

No es muy frecuente en el panorama intelectual español la presentación de un libro de investigación que sea a la vez resumen de una biografía científica, iniciada hace ahora casi cincuenta años, e incitación actual para el trabajo intelectual riguroso y exigente. Sirva como elogio la afirmación de que a cualquiera que desee hoy acercarse al mundo de la medicina bajomedieval europea, le es obligada la lectura y consulta del volumen que aquí ahora se presenta 1.

Estoy aquí, participando en esta laudatio, como colega en el trabajo investigador de la historia de la medicina europea y española, como compañero de empresa intelectual en la edición crítica del corpus médico de Arnau de Vilanova, y también como discípulo de quien, sin pretenderlo en ningún momento, me ha enriquecido en el plano humano y enseñado en el campo del rigor investigador.

Permítanme que sea un poco más explícito. El mejor discurso es el que se hace con la propia vida. El ejemplo sigue siendo un instrumento básico en la formación de los seres humanos; especialmente el que se da con riesgo de lo propio. Lo más propio nuestro es la vida, la física y también la social. Juan Antonio ha sido para mí un ejemplo de valentía física (no se sorprendan) y de valentía moral, expresadas ambas en la fidelidad a su maestro Pedro Laín Entralgo. Recordaré una anécdota no recogida por Juan Antonio en su esquema autobiográfico. Espero ser fiel. Es difícil imaginar la España de mediados de los años cincuenta a quien no la vivió. Un pequeño grupo de intelectuales intentaban lo que se demostró como imposible: iniciar un tímido proceso de liberalización del régimen de Franco desde el propio gobierno, mediante la introducción de una política educativa que abarcase desde la enseñanza básica hasta la investigación más sofisticada. Para esto último consideraron necesario, a los diez años escasos de acabada la guerra civil, trazar un puente que permitiese recuperar a los científicos e investigadores exilados. Su vuelta -el matemático e historiador de la ciencia Julio Rey Pastor, el físico Arturo Duperier o el patólogo José Casas- permitiría a la ciencia que se hacía en España recuperar la dignidad intelectual, conectándola de nuevo con lo mejor de la ciencia occidental. Por ese puente se iniciaría un camino de ida y vuelta de recuperación de maestros, incorporación de científicos y profesores de talante liberal, y lanzamiento de jóvenes ansiosos por formarse en los centros extranjeros. Se incorporaron jóvenes maestros y disciplinas: José Luis Aranguren, José Ma Valverde, el embriólogo Francisco Orts Llorca, la historia de las religiones con Ángel Álvarez de Miranda, la patología psico-somática con Juan Rof Carballo. Hablo del periodo 1952-1956. Un pequeño "plan Marshall" de recuperación intelectual y científica. Ahora bien, Pedro Laín Entralgo, como rector de la Universidad Central de Madrid, nombrado por el ministro de Educación Nacional Joaquín Ruiz Jiménez en 1951 para llevar adelante esta política, fue arrastrado en la caída del ministerio Ruiz Jiménez tras los sucesos de febrero del 56. Circularon las listas de muerte entre los falangistas que, pistola en mano, volvían a esgrimir la dialéctica que ensangrentó y desertizó el mundo intelectual y científico de la España de la postguerra. Uno de los cabeza de lista de los pistoleros falangistas era el rector Pedro Laín Entralgo. Laín desechó la idea de ausentarse de España, como amigos prudentes le aconsejaron, durmió fuera de casa por prudencia, y estuvo semirrecluido en su casa, hasta que el peligro pareció conjurarse. Juan Antonio Paniagua, a la sazón en Madrid, como senior del grupo de discípulos, no lo dudó: llamó por teléfono a Laín, le dijo que estaba a su completa disposición y con él los otros discípulos. No interrumpieron el seminario que éste tenía que haber presidido. Fue su modo de mostrar la solidaridad con el maestro. Hacer eso, en aquellos momentos, era jugarse la vida y también la estima de los beati possidentes que siguieron disfrutando del poder. El consecuente mantenimiento de esta actitud a lo largo de su biografía, ante quien es su maestro en la vida científica, ha sido para mí ejemplo e incitación.

El propio Juan Antonio nos cuenta, en la autobiografía que abre el volumen que nos convoca, que fue víctima de la seducción intelectual de Pedro Laín. Fue en los cursos de doctorado en Madrid, donde la historia de la medicina era entonces disciplina obligada. Abandonó la investigación en patología experimental con José Luis Rodríguez Candela, contrarió a su padre, que soñaba con la especialización de su hijo en la todavía prestigiosa "Casa de Salud Valdecilla", y comenzó a trabajar en historia de la medicina. Lo hizo desde su condición de médico, convencido de la fecundidad de la idea, que Laín introdujo en España, de que la historia era otro modo de conocimiento de la realidad natural (en este caso, de la enfermedad), tan válido como el biológico, químico y físico. En la nueva disciplina, Juan Antonio eligió el mundo medieval. Pedro Laín le sugirió el estudio de la patología en Arnau de Vilanova. ¿Por qué esta elección?

Como todos ustedes saben, Arnau de Vilanova ("Arnaldo" en la España oficial de los años 40-50) fue una de las figuras más singulares de la intelectualidad europea en la transición del siglo XIII al XIV. Hoy sabemos que fue el motor intelectual de una de las reformas más audaces en el panorama médico europeo de la época. Su sentido del compromiso, en aquella Europa traspasada por el cristianismo, le llevó a implicarse en reformas no bien vistas por el establishment, tanto religioso como civil. En suelo hispano habrá que esperar a Santiago Ramón y Cajal para encontrar una figura que tuviera su repercusión en el mundo internacional de los saberes biomédicos.

Pedro Laín Entralgo ha dicho en alguna ocasión que "vocación", en sentido metafísico, es la posibilidad de una persona de lograr que su realidad más propia cobre su más propia perfección. No es éste el sentido que voy a comentar, pues quiero referirme al Juan Antonio historiador de la medicina. En sentido psicológico, "vocación" sería aquello cuyo ejercicio otorga a la existencia de cada cual el sentido que él, en su intimidad, considera más verdaderamente suyo. Aquí me siento feliz, exclama el hombre que ocasionalmente apartado de su vocación, logra volver a la tarea a que su vocación pertenece. En lo tocante al trabajo, puede que esto sea lo que le haya pasado a Juan Antonio cuando, desde las ocupaciones no estrictamente intelectuales, fueran administrativas o de gestión, ha vuelto a lo que siempre ha apetecido su inteligencia: entender un libro, oír o dar una buena lección, llevar a cabo una construcción que dé forma a un pensamiento o a una figura del pasado médico, decirla con palabras que permitan comunicar adecuadamente sus ideas. La investigación en historia de la medicina, centrada fundamentalmente en el pensamiento médico de Arnau de Vilanova, ha sido la parcela de trabajo intelectual a donde Juan Antonio ha vuelto a lo largo de su vida científica, todavía por fortuna abierta. Así nos lo demuestran las fechas de sus mejores investigaciones: 1949, 1959, 1969, 1980, 1993.

En la vida del científico, un signo de fortaleza y ambición intelectual, no es prescindir del magisterio, sino, al contrario, saber buscar y encontrar, unas veces mediante el trato directo, otras a través de la lectura atenta y dialogante, quien le enseñe para volar con alas propias. Juan Antonio es discípulo directo de Pedro Laín, pero también del grupo francés, que podemos encarnar en el hispanista Guy Beaujouan y en la encargada de la sección de manuscritos de la Bibliothéque Nationale de París, Mlle. Marie-Therése d'Alverny, mujer con un ambicioso plan de investigación en la frontera entre la filosofía natural y la medicina medievales. Mlle. D'Alverny, hacia mediados de los años cincuenta -cuando Juan Antonio llegaba a París-, iniciaba la edición crítica del Avicenna latinus, sin duda una de las más ambiciosas empresas intelectuales en el mundo de los estudios históricos sobre la ciencia europea. La introducción en este círculo de intelectuales parisinos le llevó al conocimiento del viejo profesor de historia de la medicina de Estrasburgo, Ernest Wickersheimer, el discípulo francés del fundador del Instituto de Historia de la Medicina de Leipzig, Karl Sudhoff. Wickersheimer trató a Juan Antonio con afecto, le hablaba de historia de la medicina y le mostraba los viejos papeles que había recibido de Charles Daremberg, el historiador de la medicina de París, que llevó a las más altas cotas el rigor investigador del mejor positivismo. Un mundo que no dejaba de resultar deslumbrante para el joven investigador español. Allí se inició en el mundo del manuscrito; allí aprendió que la frontera del conocimiento de lo que fue la vida científica e intelectual del mundo medieval, sólo podía llevarse más allá a través de investigaciones sobre manuscritos; allí trabó contacto con un mundo intelectual y unos hábitos de trabajo no existentes en España; allí supo lo que era una gran biblioteca funcionando de verdad, como instrumento necesario para el estudio y la investigación. De este modo Juan Antonio tomó contacto con las dos grandes tradiciones del positivismo histórico: la francesa y la alemana.

Quisiera insistir en que Juan Antonio fue el primero que en España utilizó los manuscritos como base de las investigaciones en historia de la medicina medieval. Los estudios históricos sobre la medicina medieval se iniciaron en España en Cataluña y Valencia, en el seno del movimiento cultural de la Renaixença. Sus dos figuras más destacadas fueron Lluís Comenge en Barcelona y José Rodrigo Pertegás en Valencia. No fue una casualidad que ambos mantuvieran contacto con Karl Sudhoff y con la historiografía médica alemana. La guerra civil frustró lo que no pasó de ser un esfuerzo personal. Ahora bien, ninguno de ellos se acercó al mundo intelectual de la medicina medieval. Su área de interés se agotó en la documentación que los ricos archivos catalanes y valencianos les proporcionaban; documentación en la que no aparece en primer plano el mundo de las ideas, sino el de la práctica médica. El manuscrito médico, soporte de las ideas médicas y del complejo entramado intelectual de la medicina europea del momento, sólo fue contemplado por los investigadores catalanes creadores del Institut d'Estudis Catalans, y a la cabeza de todos los Rubió (Antoni Rubió i Lluch y Jordi Rubió i Balaguer), padre e hijo. Para ellos, seguidores de la Kultur-geschichte, la medicina en tanto saber y construcción intelectual, formaba parte de la cultura. Ellos sí que contemplaron el manuscrito médico, pero no se consideraron preparados para abordarlo. De nuevo, la Guerra Civil frustró esta posibilidad. En Alemania, el fruto de esta orientación sería lo mejor de la obra de Paul Diepgen, significativamente reunida en un volumen titulado Medizin und Kultur. Fue el camino seguido también por el P. Miquel Batllori, desde su exilio voluntario en Roma. Con ambas tradiciones -la catalana y la alemana- conectaría Juan Antonio. Con la primera, estudiando la obra de Diepgen -gran estudioso de Arnau- y rectificando con fundados argumentos al maestro; con la segunda, a través de la relación personal con Joaquím Carreras i Artau y el P. Batllori.

Volvamos a la pregunta inicial. ¿Por qué el joven médico Juan Antonio Paniagua contestó a Pedro Laín que deseaba trabajar en Edad Media? Era el año 1946. Hacía escasamente seis años que Paniagua había conocido al hoy beato Josemaría Escrivá y había decidido intentar el camino de la santificación personal mediante el trabajo ordinario, en el seno del Opus Dei. No podemos desvincular, pues, el acendrado cristianismo de Juan Antonio de su vocación profesional. El esfuerzo de los intelectuales cristianos medievales por vertebrar racionalmente su fe, y hacerlo en torno al racionalismo greco-árabe, se ofrecía como un modelo incitador, no exento de audacia y riesgos, a los intelectuales cristianos que, en la Europa que siguió a la primera y segunda guerras mundiales, deseaban participar en la construcción del mundo moderno desde su condición de tales. Permítanme citar en este contexto el nombre del eminente investigador Étienne Gilson y su modélico Pontifical Institute of Medieval Studies fundado en Toronto, y no en la conservadora y católica Quebec; o el grupo de investigadores franceses encabezados por el P. Chenu, que integró el mundo médico en sus investigaciones medievales. ¿Fue consciente Juan Antonio Paniagua de esta efervescencia intelectual de la Europa cristiana inmediatamente antes y después de la Segunda Guerra Mundial, que hizo del mundo medieval punto de reflexión e investigación, y no puerto de refugio, como en el caso de quienes en la España de los años 50 se empeñaban en enfrentar a santo Tomás de Aquino con José Ortega y Gasset? No lo sé. Pero creo que, afortunadamente para los estudios sobre la ciencia medieval, su cristianismo no fue ajeno a su inicial y poco pensada decisión de trabajar en el mundo medieval. Pedro Laín Entralgo sería quien pusiese en sus manos el grueso volumen de las opera medica de Arnau. El resultado, o una partecita, lo tienen ustedes en las manos.

Hoy nos congratulamos de ello y lo celebramos en esta laudatio, en la que al agradecimiento por el magisterio bien ejercido, se une el deseo de esperar más de su actividad intelectual.

Muchas gracias.

 


(*) El historiador de la medicina medieval Luis García Ballester (1936-2000) -a la sazón profesor de investigación del CSIC en la Institución Milá i Fontanals de Barcelona y catedrático (en excedencia) de Historia de la Ciencia en la Universidad de Cantabria- impulsó, junto a Juan Antonio Paniagua y Michael R. McVaugh, las Arnaldi de Villanova Opera Medica Omnia (AVOMO) desde 1975 hasta su prematuro fallecimiento. El texto corresponde a la intervención de Luis García Ballester en el homenaje a Juan Antonio Paniagua, celebrado en la Universidad de Navarra el 4 de noviembre de 1994 con motivo de la jubilación académica de éste último. Con la publicación de este documento inédito, el consejo de redacción de Dynamis quiere también rendir homenaje a quien en 1981 lideró en Granada el grupo fundador de esta revista, cuando se cumplen precisamente diez años de su irreparable pérdida. Agradecemos a Víctor Álvarez Antuña (Universidad de Oviedo) el habernos facilitado una copia de este documento, que conservaba.

 

Bibliografía

1. Paniagua, Juan Antonio. Studia Arnaldiana: trabajos en torno a la obra médica de Arnau de Vilanova, c. 1240-1311. Barcelona: Fundación Uriach 1838; 1994.         [ Links ]

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