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Nutrición Hospitalaria

On-line version ISSN 1699-5198Print version ISSN 0212-1611

Nutr. Hosp. vol.33 n.2 Madrid Mar./Apr. 2016

https://dx.doi.org/10.20960/nh.152 

ARTÍCULO ESPECIAL

 

LeRoy el invisible

LeRoy the invisible

 

 

Michael M. Meguid1, Manel Giner2 y Jesús M. Culebras3

1 Profesor Emérito de Cirugía. Upstate Medical University. Syracuse, New York. EE. UU.
2 Departamento de Cirugía. Universidad Complutense de Madrid. Servicio de Cirugía. Hospital Clínico San Carlos. Madrid, España.
3 Real Academia de Medicina y Cirugía de Valladolid y del Instituto de Biomedicina (IBIOMED). Universidad de León. León, España

Artículo original: Meguid MM. The LeRoy catastrophe: a story of death, determination, and the importance of nutrition in medicine. Col Med Rev 2015;1(1);51-6.
Artículo traducido por: Sara Sanz Rojo, Blanca Saíz Fidalgo, Adrián Vera López y Manuel Giner Nogueras

Dirección para correspondencia

 

 


RESUMEN

En agosto de 1976, un joven llamado LeRoy cayó desde una cornisa fracturándose el fémur. Se sospechó una hemorragia interna importante. Durante una laparotomía se comprobó que todos los órganos internos estaban intactos y los cirujanos ortopédicos arreglaron la fractura. Treinta días después, LeRoy murió. Había comido poco; diariamente, tan solo había recibido tres litros de la glucosa, el equivalente a 510 calorías, por vía intravenosa. La glucosa fue insuficiente para satisfacer sus necesidades nutricionales,perdiendo más del 20% de su peso corporal durante su estancia en el hospital. La causa de la muerte se debió a "desnutrición médicamente inducida". Mientras tanto, un artículo científico documentó que la prevalencia de desnutrición en los hospitales de Boston era del 44% y que la desnutrición en sí era un predictor de altas tasas de complicaciones y muerte.
Como resultado, los médicos sensibilizados formaron una sociedad que creó programas de formación y alentó la formación de equipos de nutrición en los hospitales. La industria comercializó fórmulas de nutrición y catéteres. Las complicaciones en enfermos hospitalizados cayeron en picado, mientras que las tasas de supervivencia aumentaron. California aprobó una legislación para regular el soporte nutricional. Aunque la industria de la atención sanitaria reconoce la importancia de la nutrición en los cuidados al paciente, el Congreso no proporcionó apoyo fiscal para los equipos de nutrición. Como resultado, los hospitales disolvieron sus equipos de nutrición de reciente creación. La educación y las habilidades en nutrición disminuyeron, y las complicaciones hospitalarias y las tasas de mortalidad aumentaron de nuevo.

"No hay nadie más ciego que el que no quiere ver"
Matthew Henry Clergyman
1662-1714
.

Palabras clave: Glucosa. Desnutrición. Cuidado al paciente.


ABSTRACT

In August 1976, a young man named LeRoy fell from a ledge, fracturing his femur. Major internal bleeding was suspected. During a laparotomy, the trauma team ensured that all internal organs were intact and the orthopedic team set his fracture. Thirty days later, LeRoy died. He had eaten little; each day he only received three liters of glucose, the equivalent of 510 calories, intravenously. The glucose was insufficient to meet his nutritional needs, and he lost over 20% of his body weight during his hospital stay. The cause of death was due to "physicianinduced" malnutrition. Meanwhile, a paper around the same time documented that the prevalence of malnutrition in Boston hospitals was 44% and that malnutrition itself was a predictor of higher complication and death rates.
As a result, like-minded physicians formed a society that created training programs and encouraged formation of hospital nutrition teams. Industry produced nutrition formulas and catheters. Complications in sick hospitalized patients plummeted while survival rates rose, and California passed legislation to mandate nutritional support.
Tough the health care industry recognized the importance of nutrition in patient care, Congress failed to pass fiscal support for nutrition teams. As a result, hospitals disbanded their newly created nutrition teams, nutrition education and skills declined, and hospital complications and death rates have risen again.

"There is none as blind as he who will not see"
Matthew Henry Clergyman
1662-1714
.

Key words: Glucose. Malnutrition. Patient care.


 

La Urgencia

Alcancé a mis residentes mientras conducían apresuradamente la camilla con un joven que luchaba por su vida en la unidad de reanimación de urgencias. Todo lo que me habían contado por teléfono, poco después de las 4 de la madrugada, era que un hombre de 18 años se cayó desde el alféizar de la ventana de un tercer piso cuando intentaba allanar el apartamento hacía 30 minutos. Ahora estaba en shock, con la tensión arterial baja por una supuesta hemorragia interna que comprometía su vida. Nos encontraríamos en urgencias. En unos minutos iba corriendo desde Mass Pike al entonces Boston City Hospital, ahora Boston Medical Center, con una subida de adrenalina.

Al igual que en muchos casos de traumatismo abdominal donde se espera sangrado interno, se hicieron algunas pruebas invasivas y radiológicas. La que hicieron mis residentes, rápida e instantánea en la sala de urgencias (el test semicuantitativo de impresión de periódico) dio positivo. En este se inserta en el abdomen del paciente una aguja de grueso calibre conectada a un sistema de infusión y a una botella de cristal de 1.000 ml de suero salino fisiológico que se perfunde en la región abdominal inferior. Todo el volumen se drena rápidamente al interior de la cavidad abdominal, después la botella se baja, por debajo del paciente, de tal manera que el suero pasa de nuevo a la botella. Si el fluido de retorno es lo suficientemente turbio, con sangre como para no poder leer un fragmento de periódico a través de él, ello se correlaciona estrechamente con sangrado por lesión importante en un órgano interno, como el hígado o el bazo fundamentalmente. La clave está en llevar al paciente a quirófano tan rápido como sea posible, abrir el abdomen y reparar la lesión para detener la hemorragia antes de que el paciente se desangre hasta morir.

LeRoy estaba desnudo tumbado en la camilla, y observé con envidia su físico de ébano; en comparación, mi cuerpo mostraba signos de abandono. Era muy musculoso, con un cuello ancho de levantar pesas y unos hombros y brazos bien desarrollados. Tenía abdominales marcados. Había dedicado, obviamente, mucho tiempo a desarrollar su musculatura. Deseé tener semejante cuerpo; en cambio, yo dediqué mi tiempo a desarrollar mi mente. Varias vías intravenosas de gran calibre se habían colocado en sus brazos y estaban totalmente abiertas, mientras los fluidos penetraban en sus venas acompasándose con su sangre, manteniendo su baja presión sanguínea para evitar que cayera más. La sonda de Foley en su vejiga drenaba orina amarilla turbia, que sugería la presencia de sangre, y quizá de una lesión en sus riñones. Su abdomen estaba distendido. Su cuerpo joven brillaba bajo la luz de quirófano.

Estaba insuficientemente sedado. Dando vueltas e inquieto, había luchado contra su tubo endotraqueal, el cual le suministraba 100% de oxígeno a los pulmones, tirando de sus brazos inmovilizados. Nuestras miradas se encontraron: sus ojos salvajes me miraban suplicantes, temerosos de la muerte. Leyendo su mente, yo también me pregunté si saldría adelante. Abruptamente, su cabeza y brazos se desplomaron en cuanto el anestesista le dio una dosis de sedante. Mientras le movíamos cuidadosamente a la mesa de quirófano, vi que tenía un hueso torcido y desfigurado en su muslo izquierdo procedente de un fémur fracturado. Estaba sangrando en el muslo, el cual estaba tenso, había doblado su tamaño habitual y brillaba con un matiz azulado por la sangre acumulada.

Apresuradamente, sin lavarme las manos, me puse la bata y guantes estériles. La enfermera de planta derramó el Betadine antiséptico sobre su abdomen, que cayó por los costados y manchó el suelo. Ella se encargó de apretar una cincha de seguridad sobre la pierna derecha y acomodó con almohadones su pierna fracturada. El residente de cirugía ortopédica y traumatología estaba de camino para ver la compleja fractura femoral en su pierna torcida, que fue capturada rápidamente con rayos X en Urgencias, mientras el anestesista se preocupaba de su baja presión sanguínea pidiéndome que solicitara más unidades de sangre. Junto con mi residente, rápidamente cubrimos su pecho con campos estériles sobre el húmedo Betadine que empapó los campos y la parte delantera de mi uniforme para, finalmente, calar mis pantalones. Trabajamos febrilmente contrarreloj.

Poco antes de las 5 a. m., dudé por un breve momento, bisturí en mano, odiando producir una cicatriz en sus preciosos abdominales. Después hice una única, veloz y consistente incisión en la línea media de su piel sin pelo, un profundo corte con el bisturí en su cavidad abdominal desde el xifoides hasta el pubis, pasando por el ombligo.

Esperaba encontrar mucha sangre brotando desde el fondo de su cavidad abdominal y rebosando por la incisión, con un hígado o bazo contusionado o lacerado, o aun peor, vasos lesionados -una complicación común asociada con daños por impactos de caídas de gran altura-. Y encontré... ¡nada!

- ¿Nada?
- Nada.

No había sangrado por su abdomen, y un rápido y sistémico examen de los órganos normalmente lesionados tras un traumatismo grave por una caída libre indicaba que estaban todos intactos.

Comencé a sospechar que el shock de LeRoy se debía al sangrado profuso y continuo en el muslo por rotura vascular debida a la fractura del fémur. La sangre había subido por el fémur hasta el espacio retroperitoneal en la parte posterior de su pelvis y llegó a la parte inferior de la espalda, empujando sus órganos y causando el abombamiento de la pared abdominal. Parte de la sangre había llegado a órganos importantes. Era suficiente para dar positivo en el "test del periódico". ¿Podría el interno de Urgencias haber sobreinterpretado el grado de sangrado?

El cirujano ortopédico, sus residentes y estudiantes de medicina irrumpieron en quirófano y cuestionaron mis hallazgos.

- ¿Nada? -repetía incrédulo- ¿Ni siquiera después de semejante caída?

Solo podía sacudir mi cabeza. Era difícil de creer y, sospechando que solo había echado un vistazo a la herida, reexaminé sistemáticamente todo su abdomen: cada órgano; su hígado, bazo, estómago, páncreas, el intestino en toda su extensión, los grandes vasos retroperitoneales -aorta y vena cava inferior-, sus riñones e incluso su vejiga; cada órgano entre el diafragma y el suelo pélvico, con mayor detenimiento ahora que la presión sanguínea se había estabilizado, tomándome el tiempo suficiente para estar seguro de que no estaba dejando pasar una lesión sutil.

Una vez más no encontré ninguna lesión interna.

Sin duda alguna, la fuente de su sangrado era la diáfisis del fémur, una zona muy vascularizada por sí misma. La subida de adrenalina me invadió. De repente, me sentí cansado, deshinchado. Pero estaba feliz por LeRoy. Lo que fue una llamada urgente se había terminado. Como si le susurrara, dije, casi suspirando: "Hombre afortunado, saldrás de esta y vivirás para marchar a casa". Al mismo tiempo me arrepentí de, con la intención de salvar su vida, haber marcado su bonito cuerpo con la estandarizada incisión que, en situaciones de extrema urgencia, sigue a un traumatismo abdominal.

Después de cerrar su tripa me escabullí y el cirujano ortopédico y su equipo empezaron a arreglar la pierna rota de LeRoy y a cohibir la hemorragia del hueso. El protocolo dictaba que LeRoy se convertía ahora en su paciente y que era transferido al cuidado del servicio de cirugía ortopédica, mientras que mi equipo y yo quedábamos fuera.

Por la tarde LeRoy había sido trasladado a la unidad de cuidados intensivos (UCI), donde descansaba en la primera cama junto a la puerta. Durante las siguientes semanas me crucé con él al menos dos veces al día durante mis paseos por la UCI para ver a mis pacientes, durante las rondas de madrugada y de tarde; la mayor parte del tiempo estaba dormido.

Un día, después de 30 días, su cama estaba vacía.

- ¿Dónde está LeRoy?
- Muerto -fue la respuesta.
- ¿Muerto? ¿LeRoy murió?
- Sí. Esta mañana.

Me quedé estupefacto. ¿Cómo podía un joven de 18 años, el perfecto espécimen humano, morir solamente por una pierna fracturada? Perplejo, fui a las entrañas del hospital de la ciudad de Boston donde se guardaban los registros médicos y revisé sus reseñas hospitalarias, pensando si en su autopsia habían descubierto alguna herida que hubiese pasado por alto. Los informes emitidos tras el examen detallado de su demacrado cuerpo mostraban que no había señales de otras lesiones y que su fractura femoral había empezado a curarse.

 

La Explicación

En el momento de su ingreso, LeRoy pesaba 150 libras (69 kg). Perdió prácticamente 36 libras (16,5 kg) -alrededor del 20% de su peso- durante su estancia de 30 días en el hospital. A pesar de que la instrucción para que tomase una dieta oral había sido escrita en las "órdenes de tratamiento" de su historia clínica, los registros mostraban, según mis estimaciones, que había comido muy poco. No se había pedido un recuento de las calorías diarias para ver lo que comía y cuánto dejaba. Prácticamente había sido mantenido con un gotero intravenoso de suero salino con glucosa al 5%. Un litro proporciona 50 g de glucosa o apenas dos cucharadas de azúcar -el equivalente a 170 calorías-. LeRoy había recibido tres litros al día-, tomando un total aproximado de seis cucharadas a rebosar de azúcar -510 calorías, o unas dos barras de caramelo al día, durante 30 días.

Para sobrevivir a su masiva herida en la pierna, la agresión a su organismo, la cuantiosa pérdida de sangre y el shock resultante, además del estrés de dos operaciones, hubiese necesitado, al menos, 3.000 calorías al día -suficiente para su mantenimiento diario-, más el aumento requerido por su situación de estrés, además de los requerimientos calóricos necesarios para curar sus heridas. No solo glucosa, sino también proteínas, vitaminas, elementos traza y minerales para permitirle curar el tejido dañado. En la ausencia de un soporte nutricional intensivo, sus músculos -estriados, lisos y cardiacos- se autoconsumieron para proporcionar al organismo sus requerimientos nutricionales esenciales para mantener la vida día a día. Cuando se quedó sin la masa muscular crítica para sobrevivir, estimada en más del 20% de su peso, LeRoy murió.

Murió en un hospital universitario por desnutrición yatrogénica.

Era agosto de 1976.

Hasta hoy me pregunto si su certificado de muerte realmente reflejaba la causa de la muerte: desnutrición, físicamente inducida.

 

La llamada de atención

Solo un par de años antes, en 1974, un artículo científico titulado "Estatus Proteico de pacientes quirúrgicos" fue publicado en el prestigioso Journal of the American Medical Association (JAMA). Aquel artículo fue seguido a principios de 1976 por otro titulado "Prevalencia de la malnutrición en pacientes médicos", del mismo grupo de médicos del MIT (Massachusetts Institute of Tecnology) formados en "nutrición" y que trabajaban en el Hospital Deaconess de la Universidad de Harvard. Entre los autores había un joven cirujano. En una ocasión The Boston Globe publicó un resumen de lo desvelado bajo algunos titulares sensacionalistas. Ese artículo desvelaba que la prevalencia de malnutrición -proteico-calórica, usando los más recientes indicadores de medida en pacientes enfermos ingresados en el hospital de Boston, estaba actualmente en un 44% o más. Pero, lo que es más grave, la frecuencia de desnutrición llegaba hasta el 60% tras 14 días en el hospital.

La presencia de desnutrición era el resultado de enfermedades crónicas o agudas que disminuían el apetito y el consumo general de alimentos, generando pérdida de peso en el momento en que el paciente necesitaba mayor requerimiento de nutrientes. La desnutrición es un predictor de una serie de complicaciones hospitalarias, sobre todo relacionadas con la cirugía, tales como neumonía, sepsis o infección sistemática, trombosis venosa profunda y cardiopatías, triplicando la probabilidad de muerte.

El resultado del estudio impactó en la orgullosa comunidad de cirujanos de Boston como una explosión atómica, especialmente entre los grandes y poderosos médicos que llevaban años ejerciendo, los mismos hombres que eran nuestros profesores de cirugía y mentores -los cirujanos o agentes del poder de aquel tiempo-, de los cuales éramos discípulos, y de cuyos faldones dependían nuestras carreras. Ellos sintieron un gran resentimiento ante la sugerencia de que, bajo un cuidado quirúrgico impecable, en esos santificados pasillos del hospital la incidencia de desnutrición fuera alta, pero sobre todo de que aumentara durante la estancia de los pacientes en el hospital. ¡La más mínima sugerencia implicaba una negligencia grave que simplemente no podía ser cierta!

Cuando el primer informe apareció en 1974 en un periódico sensacionalista, se desató el caos. Yo era un cirujano dedicado a la investigación en el laboratorio de investigación en Harvard, estudiaba el efecto de los nutrientes y sus metabolitos en pacientes quemados graves ingresados en UCI. Cuando leí el artículo, los resultados me parecieron creíbles. Silenciosamente admiraba al joven cirujano por su investigación visionaria. Y, sin yo saberlo todavía, su contribución a la investigación tuvo un profundo efecto en mi futura carrera. La muerte de LeRoy simplemente cimentó mi elección subconsciente en la dirección de mi subespecialidad quirúrgica.

La historia inicial de The Boston Globe en 1974 fue un zumbido en todo el hospital, la comunidad médica y todo Boston. Yo mantuve mi cabeza baja mientras una furia feroz rugía sobre mí, en torno a la publicación de datos tan indignantes. Escuché amenazas amontonándose sobre el pobre y joven cirujano que había participado en el estudio. Tal agresión, así como la proferida a sus coautores, sugería que la evaluación de pacientes, incluso en una sociedad donde afluían tantas culturas como la de Boston, debería incluir y admitir un plan de evaluación y posterior atención hospitalaria del estado de nutrición, así como a nutricionistas. La alimentación necesita ser planificada en los hospitales. Los progresos académicos del autor, como cirujano-científico, quedaron estancados durante décadas; hasta que aquellos que se habían sentido menospreciados olvidaron los hechos.

Pero esto no fue un descubrimiento que debería haber convulsionado a la comunidad médica de Boston. Fue probablemente una lección pasada por alto o incluso olvidada. La misma revista (JAMA) había publicado en 1936 importantes observaciones de otro cirujano, Hiram O. Studley, de Cleveland. Él observó que en sus pacientes quirúrgicos la pérdida de peso por encima del 20% causaba muchas más complicaciones operatorias o postoperatorias y una tasa de mortalidad del 33%. En 1974, Charles Butterworth, expresó preocupaciones similares en Nutrition Today, mediante un provocativo artículo titulado: "The Skeleton in the Hospital Closet" (El esqueleto en el armario del hospital).

Ya sea simplemente por olvido o porque se ignora, parece que cada generación de médicos, centrada en el foco de sus propias especialidades, tiene que reaprender las lecciones básicas y los fundamentos biológicos de la medicina, más allá de sus conocimientos especializados. Este fue precisamente el caso durante la década de 1970, ya que de las 130 facultades de medicina acreditadas en EE. UU., menos de un tercio ofrecía algún tipo de enseñanza oficial en nutrición. Sin duda mi facultad de medicina estaba entre ellas. La dietética y la función fisiológica de los alimentos estaban consideradas al margen del ámbito de la enseñanza médica. Desde un punto de vista escéptico, el conocimiento sobre nutrición guardaba una relación semejante a la del clima o el sexo, los cuales incluso los estudiantes menos brillantes adquirían por ósmosis de la vida cotidiana.

Después de la muerte de LeRoy en 1976 sentí un cargo de conciencia. Apenas seis semanas antes había completado mi especialidad como cirujano en Boston y había empezado mi primer trabajo. No solo era el cirujano de LeRoy, sino que sobre la base de mi limitada investigación en nutrición había sido nombrado responsable del Equipo de Nutrición Clínica Quirúrgica. La ciencia del soporte nutricional de pacientes hospitalizados se encontraba en su etapa de desarrollo emergente. En un paciente que no podía comer, cualquier producto vertido en el intestino era considerado "comida" y no requería la aprobación de la FDA. Tampoco eran necesarios los resultados de una investigación para respaldar su beneficio. En cambio, cualquier nutriente administrado en vena se consideraba un "medicamento", necesitando la aprobación de la FDA para su uso, y debía estar respaldado por un trillón de costosos estudios en humanos para demostrar su eficacia.

En la década de 1970 había pocos productos nutricionales para ser administrados por vía intravenosa -básicamente glucosa en elevadas concentraciones y aminoácidos-; el uso de lípidos por vía intravenosa acababa de aprobarse por la FDA y, aparte de las fórmulas infantiles, había solo dos productos disponibles para uso alimenticio, uno de ellos había sido desarrollado específicamente para el programa espacial más reciente. Además, había un número limitado de sondas adecuadas para ser introducidas en el tracto gastrointestinal y aun menos catéteres intravenosos seguros. Por otra parte, las necesidades calóricas y nutricionales de pacientes con varias comorbilidades, tales como traumatismo grave, quemaduras, diabetes, insuficiencia respiratoria, renal o cardiaca, se desconocían. También se desconocían los requerimientos de micronutrientes -vitaminas, minerales y oligoelementos tales como el cromo y el zinc en estas condiciones patológicas-.

Como responsable del Equipo de Nutrición Clínica Quirúrgica, yo dependía en gran medida de tres profesionales clave con competencias especializadas. El primero era una dietista experta en reconocer y diagnosticar problemas nutricionales en los pacientes hospitalizados, ya que los dietistas en los hospitales se relacionan con la desnutrición debida a distintas enfermedades o inducida por la agresión y el estrés que comporta su tratamiento. El segundo era una enfermera cualificada en Nutrición clínica, familiarizada con el entonces limitado surtido de catéteres intravenosos y sondas nasogástricas, su colocación y sus cuidados diarios. Si estos catéteres se infectaran, podrían convertirse en una fuente fatal de infección sistémica. Por último, el equipo contaba con un farmacéutico que estaba familiarizado con la composición y la mezcla en condiciones estériles de distintos nutrientes, vitaminas, minerales y oligoelementos, y conocedor de su compatibilidad. En suma, estos individuos reflejaban un grupo altamente cualificado de atención médica en la nutrición clínica que prevenían y trataban la desnutrición.

En el Boston City Hospital, como en otros lugares, el método habitual de un médico con limitados conocimientos en nutrición clínica era consultarme para buscar ayuda al reconocer que su paciente tenía un problema que podía requerir una intervención nutricional. Sin embargo, como había pocos cursos de nutrición clínica impartidos oficialmente en las facultades de medicina o durante la residencia, muchos médicos, como en el caso de -LeRoy, no reconocían el problema. Me di cuenta de que este era un fallo sistemático. Tenía que establecer, por tanto, una política común para todo el hospital, según la cual los pacientes con riesgo de padecer problemas nutricionales serían automáticamente llevados a la atención del equipo.

Pero como jefe del equipo, solo por mi cargo me sentía como un impostor ya que, en el fondo, no sabía nada sobre nutrición clínica y su administración para la atención de los pacientes. La muerte de LeRoy fue un toque de atención para adquirir el conocimiento y las aptitudes apropiadas para ser un efectivo y competente líder de un equipo hospitalario. Un título no era suficiente. En aquel entonces, la investigación en nutrición tendía a centrarse en la ganadería; el aumento de las pechugas de los pollos, junto con el crecimiento acelerado de los cerdos y el ganado, parecía ser la prioridad. A escala nacional había dos departamentos de nutrición humana. Uno estaba en el MIT, al otro lado del río Charles de Boston, y el otro estaba en UCLA (University of California, Los Ángeles), al otro lado del país. Ya que tenía una familia joven y tenía que ganarme la vida como cirujano, mi elección fue sencilla.

 

El Renacimiento

A finales de agosto de 1978 llamé al MIT y pregunté cómo podía aprender algo sobre nutrición funcional. Esto condujo a una invitación para una entrevista con el jefe del departamento de nutrición humana, un sábado por la noche, en una velada de fin de verano. Lo esencial de nuestra conversación -bajo un claro toldo sembrado de estrellas, junto a la piscina, codeándome con la élite de la nutrición de Boston, velas encendidas flotando en la piscina y música baja de fondo- fue que el Departamento de Nutrición y Ciencia de los Alimentos necesitaba un médico para supervisar a los jóvenes y saludables estudiantes del MIT en su Centro de Investigación Clínica. ¿Estaba interesado? De ser así, podría entonces también asistir a clases para reunir los requisitos del curso de nutrición.

Acepté.

¡Qué trato! Iba a conseguir el conocimiento que necesitaba para reforzar la autoridad exigida por mi cargo en el Boston City Hospital, conocimiento con el que pretendía mejorar el manejo de mis pacientes, simplemente echando un vistazo periódicamente a los niños jóvenes y saludables. Era pan comido. Por alguna razón había pasado por alto el significado de las palabras clave "requisitos del curso".

No sonaron alarmas ni tuve sentimientos masoquistas sobre cursos de graduación, conferencias, trabajos del trimestre, plazos de entrega o exámenes, hasta unos pocos días después, cuando un administrativo del MIT me llamó desesperadamente para acudir de inmediato y rellenar unos formularios, porque el trimestre de invierno estaba a punto de comenzar.

Así que, a la edad de 35 años, tras años en la universidad, años en la facultad de medicina y 7 años de formación quirúrgica, me senté una vez más en una clase con chicos superinteligentes de 22 años. Sucumbí sobre mi escritorio, yendo a clases matinales en el MIT, haciendo intervenciones quirúrgicas programadas por la tarde en el Boston City Hospital, a menudo operando de urgencia por la noche, y estudiando diligentemente cada fin de semana. Sufría falta de sueño, y estaba despeinado y sin afeitar durante las clases. ¿Quería realmente hacer esto? Me sentía como un inadaptado mientras que los ilustres profesores -líderes intelectuales en la materia-hablaban y hablaban sobre nutrición y sus rutas metabólicas, mientras que yo me preocupaba de mis pacientes más graves. Mi buscapersonas, como si fuera una granada explosiva, estaba colgando de mi cinturón, amenazando con estallar en cualquier momento. Esperaba y rezaba para que no lo hiciera y poder permanecer lo más desapercibido posible.

De este modo viví la doble vida de un cirujano con autoridad a un lado del río Charles, y la de un modesto, agotado e inseguro estudiante en la otra orilla. Durante tres años muy desafiantes completé la licenciatura de investigación en nutrición humana. Ante todo alcancé el conocimiento de la nutrición humana que se convertiría en la práctica complementaria de mi cirugía. Ahora podía liderar un Equipo de Nutrición Clínica y proporcionar a mis pacientes un soporte nutricional intensivo y, con ello, evitar complicaciones y muertes innecesarias debidas a la desnutrición inducida por los médicos.

"A menudo, mientras estoy tumbado en mi sofá,
en un estado ausente o pensativo",
visualizo a LeRoy en mi imaginación.
Veo su cara, de nuevo.
Nuestros ojos se encuentran una vez más, como antaño.
Pero ahora sus ojos son compasivos e indulgentes.
Y mientras su imagen se desvanece, yo susurro:
"Mi bendición y agradecimiento hacia ti, LeRoy, por haber ayudado a tantos otros pacientes
".

 

Las Secuelas

El ímpetu para evaluar el estado nutricional del paciente a su ingreso y facilitar el soporte nutricional, por vía enteral o parenteral, para la "población de riesgo", se produjo a través de una corriente donde intervinieron varios factores simultáneamente. Entre estos estuvo la creación de la American Society of Parenteral and Enteral Nutrition, encabezada por el mismo cirujano de Boston que había sido calumniado y con ideas afines a los "jóvenes reformistas". Él reunió a los médicos, principalmente cirujanos como yo, junto con enfermeras, dietistas, y farmacéuticos que desarrollaban pautas y protocolos para la atención de los pacientes. Varias nuevas publicaciones evaluadas por expertos, entre ellas Nutrition: The International Journal Of Applied and Basic Nutritional Sciences, fueron desarrolladas en respuesta a la creciente información. Un socio clave en abogar por el cambio era la creciente industria sanitaria, la cual respondía con el respaldo del suministro financiero, así como con el desarrollo de productos nutricionales y el equipamiento para suministrarlos de forma segura a los pacientes. Hubert Humphrey (vicepresidente de EE. UU., 1965-1969) se convirtió en "el niño del cartel", mientras progresivamente se demacraba a consecuencia del tratamiento de un cáncer sin la nutrición adecuada.

Los médicos jóvenes se formaban en esta floreciente y nueva especialidad, y los equipos de nutrición se formaban en la mayoría de los hospitales a raíz de la publicación y difusión de la supervivencia de los pacientes y los resultados más optimistas. Los conocimientos se exportaban y se crearon sociedades nacionales parecidas en la mayoría de los países. El estado de California aprobó el Title 22, la primera legislación que regulaba el soporte nutricional.

Por unos años parecía que habíamos avanzado en el mensaje esencial del papel fundamental de la nutrición en el mantenimiento de aquellos pacientes hospitalizados que no podían comer o no podían comer lo suficiente para satisfacer sus mayores necesidades nutricionales. Sin embargo, los esfuerzos conjuntos fracasaron para persuadir al Congreso de la importancia de la remuneración de médicos y hospitales por su tiempo, esfuerzos y materiales utilizados en este ámbito. Poco a poco el impulso se aflojó en tanto que los equipos se disolvieron debido a la falta de fondos y a la voluntad política. A día de hoy pocos hospitales tienen equipos de soporte nutricional.

Han pasado otros 50 años y la mayoría de "jóvenes reformistas" se han jubilado. Sin embargo, es fundamental que este tesoro nacional de información nutricional esencial no sea olvidado de nuevo. Mientras tanto, la solución yace en la educación de los pacientes y su apoyo. La llama debe reavivarse antes de que seamos alarmados con otro incidente LeRoy.

 

Bibliografía

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5. Butterworth CE Jr. The skeleton in the hospital closet. Nutrition Today 1974;9(2):4-8.         [ Links ]

 

 

Dirección para correspondencia:
Michael M. Meguid.
Upstate Medical University.
Syracuse, New York
e-mail: manginer@med.ucm.es

Recibido: 15/11/2015
Aceptado: 19/11/2015