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Anales de Medicina Interna

versión impresa ISSN 0212-7199

An. Med. Interna (Madrid) vol.22 no.1  ene. 2005

 

Vejez y hospitalización

Ribera Casado JM. Vejez y hospitalización. An Med Interna (Madrid) 2005; 22: 1-3.


El trabajo de los Drs. García Ortega et al que publica este número de Anales de Medicina Interna (1) pone de relieve una vez más un tema recurrente en los últimos años, sobre el que no existen criterios unánimes por parte de las distintas administraciones sanitarias y, en muchos casos, tampoco por parte de los diferentes profesionales. Me refiero al análisis de la adecuación o no del número de camas hospitalarias a los cambios sociodemográficos de la sociedad española, así como a los diferentes avances tecnológicos de que se dispone para resolver con iniciativas más imaginativas, atractivas para el paciente, modernas y económicas distintos problemas de salud que antaño requerían imperiosamente el ingreso en un hospital. Todo ello contemplado desde la perspectiva del colectivo de pacientes con más edad.

A ese respecto conviene recordar algunos "puntos de partida" esenciales para enfocar el problema de una manera adecuada. El primero tiene que ver con la demografía sanitaria. El número de personas con 65 o más años en España según el censo oficial de 31 de diciembre de 2001 frisaba los siete millones de individuos (17% de la población total) (2). El padrón más reciente correspondiente al año actual eleva en 200.000 personas esta cifra. En el momento de la máxima expansión hospitalaria, alrededor del año 1980, el número de los mayores de 65 años estaba en los cuatro millones y cuarto (12% del total). En paralelo se ha reducido el número de niños. Los menores de 15 años que representaban el 25% de la población en el censo de 1981 apenas llegan al 15% en el de veinte años más tarde. ¡Por primera vez en la historia hay menos niños que ancianos!

Una de las consecuencias de este fenómeno ha sido el incremento progresivo y continuo en la edad media de los pacientes atendidos en los hospitales, así como una elevación porcentual muy acusada de ingresos correspondientes a los grupos con edades más elevadas. Todo ello a expensas de unos pacientes ancianos que presentan índices de complejidad cada vez más altos. No hace falta discurrir mucho para correlacionar este fenómeno con los cambios demográficos descritos en el párrafo anterior.

Otro condicionante indirecto pero de primer nivel con el que hay que contar cuando se habla de ancianos ingresados en unidades hospitalarias de agudos es la escasez de recursos sociales específicos dirigidos a una población que cada vez los requiere en mayor medida. El número de personas que viven solas entre los que han superado los 65 años está en torno al 20-25%, en proporción crecientes según aumenta la edad, al menos hasta los 90 años. Este parámetro, además, va a empeorar en un futuro inmediato si nos atenemos a lo que ocurre en países próximos como Francia o Italia (índice de soledad próximo al 40%) y no digamos en ciudades como Berlín donde el 70% de los mayores viven solos (3). Son personas, además, con un escaso grado de escolarización y un alto nivel de dependencia.

Vivir solo reviste especial significado en este contexto si tenemos en cuenta que entre un 25 y un 30% de nuestros ancianos tienen dependencia en su función física para una o más actividades de la vida diaria (4) y que la proporción de sujetos con algún tipo de deterioro en su función mental alcanza el 10%. A ello hay que añadir un grado altísimo de problemas crónicos que afectan desde los órganos de los sentidos y la boca, hasta enfermedades limitantes correspondientes a los aparatos osteoarticular, cardiovascular, neurológico, metabólico, etc.

Para hacer frente a esta situación de dependencia que incide directamente en la salud y en la utilización de recursos sanitarios propiamente dichos, la gama de recursos sociales que se ofrece es teóricamente muy variada pero tiene limitaciones muy importantes. Es desigual en la práctica en cuanto a su distribución geográfica, abrumadoramente insuficiente contemplada en su conjunto, de difícil acceso, sobre todo en el sector público, y poco conocida. Si nos atenemos únicamente al campo de las camas residenciales, incluyendo en él las existentes en los llamados centros sociosanitarios apenas superan el número de tres camas por cada cien habitantes (5), siendo así que las recomendaciones de la Unión Europea están entre seis y seis y media, y que algunos países como Dinamarca alcanzan las 13 camas. Si valoramos otros parámetros, como las diferentes formas de ayuda social a domicilio la situación es aún peor. Lo cierto es que, al revés de lo que ocurre con las prestaciones en materia de salud, las prestaciones sociales no son universales, ni públicas, ni gratuitas, ni cubren las 24 horas del día. En este contexto la figura emergente del "cuidador" del anciano está adquiriendo una relevancia especial. Su perfil es mayoritariamente femenino, de edad media entre 50-60 años, con muy escasa preparación y una enorme sobrecarga de trabajo.

Todo esto no nos debe extrañar si tenemos en cuenta que el gasto público destinado a la protección social en nuestro país en el año 2000 suponía el 20.1% del PIB, muy alejado de la media europea (27,3%), e incluso inferior al de algunos países como Portugal (22,7%) a los que solemos superar en este tipo de escalas (6). Añádase el agravante de un descenso si comparamos con datos de años anteriores (24% del PIB en 1993).

Evidentemente, la escasez en la cobertura social obliga a desviar hacia la red pública sanitaria, mucho más extensa, mejor organizada y más fácilmente accesible, a una población frontera en la que el compromiso de su salud viene, sin embargo, muy condicionado por el escaso apoyo social.

Contemplado desde el hospital la "invasión" de los servicios de urgencia por parte de una población muy mayor resulta una evidencia. Las enfermedades y problemas que llevan al anciano al hospital son múltiples y en gran medida están apuntadas en el artículo que aquí se comenta. La proporción de estos pacientes que quedan ingresados es mucho más alta en todos los estudios al respecto cuando se compara con la equivalente para enfermos con edades más jóvenes. Eso sugiere que el anciano acude o es llevado al hospital por motivos más justificados que otros colectivos de menor edad.

Los ingresos de pacientes con edades muy avanzadas afectan a la mayor parte de servicios hospitalarios. Desde luego al área médica con medicina interna y geriatría allá donde existe a la cabeza, pero también a la mayoría de sus especialidades. También a muchas especialidades quirúrgicas, sobre todo traumatología, cirugía vascular, neurocirugía, oftalmología, urología y cirugía general.

A la hora de enfrentarse a este problema tres son a mi juicio las cuestiones esenciales que deben ser discutidas y resueltas: ¿se pueden prevenir estas visitas al hospital y, en relación con ello, se puede reducir el número de ingresos?, ¿está bien dimensionado el número de camas hospitalarias de agudos y la distribución de las mismas?, y ¿es posible en esta población acortar estancias y, en base a ello, obtener una mayor rentabilidad de las camas disponibles? Analizar estas cuestiones con profundidad y ofrecer respuestas en base a ese análisis va mucho más allá del espacio concedido a este editorial. Por ello me limitaré a apuntar los rasgos esenciales al respecto desde mi punto de vista.

Conseguir que acudan menos ancianos al hospital implica varias cosas. Entre ellas mejorar la educación sanitaria de la población; proporcionar formación en geriatría a los profesionales de atención primaria (médicos y enfermeros) y también potenciar este nivel asistencial estableciendo programas de prevención y de cribaje dirigidos al anciano. Este último punto tiene especial relevancia y debe centrarse en los siguientes campos: procesos relacionados con los órganos de los sentidos, enfermedades crónicas como la diabetes o la hipertensión arterial, síndromes geriátricos clásicos como las caídas o la incontinencia urinaria, uso correcto de los fármacos, recomendaciones sobre hábitos de vida (actividad física y alimentación especialmente) y con la patología tumoral. A este respecto resulta sorprendente y discriminatorio que algunos programas de detección precoz de determinadas enfermedades (cáncer de mama, diabetes, etc.) en ocasiones establezcan topes en función de la edad.

Muchos responsables hospitalarios mantienen la idea de que sobran camas en nuestros hospitales de agudos. La realidad demuestra que esto no es así, especialmente en determinadas épocas del año. Cualquier índice que se analice más bien sugiere lo contrario: proporción de camas ocupadas, urgencias colapsadas por falta de camas, listas de espera quirúrgicas, etc. En todo caso la población que más se resiente de esta situación es la de mayor edad. Hay que insistir en que, contrariamente a lo que a veces se supone, el anciano no acude al hospital por el hecho de serlo. Lo hace casi siempre debido a la aparición de un proceso agudo añadido a una situación basal ya bastante comprometida. No poder disponer de las camas necesarias para atenderle hace el problema más complejo y con frecuencia más caro.

Otra cuestión es dónde debe ingresar este tipo de pacientes. Dentro del área quirúrgica la respuesta suele ser fácil. En el área médica a veces no lo es tanto. Un mismo proceso puede ser atendido al menos en teoría con semejante eficacia en servicios muy distintos. La insuficiencia cardiaca puede ser un buen ejemplo. Los datos de mi propio hospital correspondientes al año 2003 indican que éste fue el primer diagnóstico en un elevado número de pacientes dados de alta al menos en más de una decena de servicios distintos.

Como norma básica en la decisión deberá primar la adecuación del servicio a las características de todo tipo del paciente candidato a ingresar en él (edad, procesos asociados, historia hospitalaria previa, situación funcional, apoyos sociales o problemas previsibles de alta, entre otros). En ese contexto, junto a servicios clínicos tradicionales que nadie discute, se plantea como una necesidad imperiosa la necesidad de servicios específicos de geriatría en los grandes hospitales para los pacientes con mayor grado de complejidad. Identificar sin más estos servicios con los de medicina interna es un error que sólo se puede mantener desde la ignorancia de lo que uno y otro representan.

Acortar las estancias sólo se puede conseguir incrementando la eficiencia del servicio donde ha ingresado el anciano y facilitando la atención sanitaria y social tras el alta. En relación con este último punto cabe recordar lo apuntado más arriba con respecto a la necesidad de potenciar los recursos sociosanitarios de todo tipo en la comunidad y adecuar los presupuestos a lo que se hace en los países de nuestro entorno. También mediante la atención a objetivos señalados con anterioridad como son la educación sanitaria de la sociedad, la mejora en la formación del profesional y la mayor interrelación entre hospital y atención primaria.

La mejora en la eficiencia hospitalaria presupone la posibilidad de un acceso ágil a los distintos procedimientos diagnósticos o terapéuticos pertinentes en cada caso. Y, una vez más, presupone un buen conocimiento de lo que es el paciente mayor y de lo que representan los cambios operados durante el proceso de envejecer, incluyendo también las técnicas específicas de valoración geriátrica y la aceptación de un trabajo en equipo. Exige igualmente un alto grado de motivación por parte de todos los profesionales implicados.

A expensas de una reflexión más extensa sobre todos estos puntos, dos serían mis principales conclusiones. La primera es que la buena atención a nivel hospitalario obliga a tomar medidas fuera del marco del hospital. Medidas ya apuntadas que deben insistir sobre todo en la educación ciudadana, la formación del profesional, los aspectos relacionados con la prevención y una mayor dotación de recursos sociales y sociosanitarios.

Ya en el interior del hospital pienso que resulta indispensable mantener y/o aumentar el número actual de camas de agudos en los servicios médicos, ya que las previsiones van por el aumento de la población susceptible de su utilización. También es esencial insistir en la necesidad de una creciente profesionalización de los responsables de estas unidades, lo que implica tanto un mayor grado de formación en geriatría por parte de los internistas o especialistas que atiendan estas camas, como la incorporación de unidades específicas de geriatría en aquellos centros que aún no dispongan de ellas.

J. M. RIBERA CASADO
Servicio de Geriatría. Hospital Clínico San Carlos. Madrid

Bibliografía

1. García Ortega C, Almenara Barrios J, Gonzáles Caballero JL, Peralta Sáenz JL. Morbilidad hospitalaria aguda de las personas mayores en Andalucía. An Med Interna (Madrid) 2005; 22: 4-8.

2. Instituto Nacional de Estadística. Censo de población. Ministerio del Interior. Madrid, 2002.

3. Baltes PB, Mayer KU. The Berlin Aging Study. Cambridge University Press. Cambridge, 1999.

4. Puga González D, Abellán García A. El proceso de discapacidad. Fundación Pfizer. Madrid, 2004.

5. Sociedad Española de Geriatría y Gerontología. Geriatría XXI. Edimsa. Madrid, 2000.

6. Navarro V, Quiroga A. La protección social en España. EUROSTAT 2003.

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