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Anales de Psicología

On-line version ISSN 1695-2294Print version ISSN 0212-9728

Anal. Psicol. vol.30 n.1 Murcia Jan. 2014

https://dx.doi.org/10.6018/analesps.30.1.149521 

 

La violencia filio-parental: un análisis de sus claves

Violence against parents: key factors analysis

 

 

Concepción Aroca-Montolío1, Mar Lorenzo-Moledo2 y Camilo Miró-Pérez1

1 Universidad de Valencia
2 Universidad de Santiago de Compostela

Dirección para correspondencia

 

 


RESUMEN

La Fiscalía General del Estado español, en su memoria de octubre de 2009, destacó que la violencia filio-parental era el tipo penal más preocupante en adolescentes menores de edad por su incremento en prevalencia e incidencia. Por ello, es importante conocer algunas características de las familias que la sufren y de las hijas e hijos maltratadores. Para lograr dichos objetivos hemos realizado una revisión bibliométrica de análisis cualitativo en base a documentos y libros desde 1957 hasta 2011, de países como Australia, Japón, Canadá, Nueva Zelanda, Francia, E.E.U.U. o España principalmente, desde la cual se pretende conocer (a) qué es la violencia filio-parental, (b) el ciclo de este tipo de violencia, (c) características de las familias y víctimas que sufren esta violencia y, (d) las características de los hijos e hijas maltratadores. Del mismo modo, con la información que se desprende de esta revisión de investigaciones podemos conocer el estado de la cuestión para orientar en el diseño de nuevas investigaciones de violencia de hijos e hijas menores de edad.

Palabras clave: Violencia filio-parental, ciclo de la violencia, tipos de violencia filial, violencia psico-emocional, prevalencia.


ABSTRACT

The Prosecutor´s Office of Spain, in the 2009 October report, emphasized that the violence of sons and daughters against parents was the most disturbing crime among those committed by underage adolescents because of an increase in prevalence and incidence. For this reason, it is important to understand some characteristics of the families who suffer it and the children who illtreat. To achieve these objectives, we have carried out a bibliometric review of qualitative analyses, on the basis of documents and books from 1957 until 2011, mainly from countries such as Australia, Japan, Canada, New Zealand, France, USA or Spain, from which we intend to understand: (a) what the violence against parents is, (b) the cycle of this kind of violence, (c) characteristics of the families who suffer this violence, and (d) the characteristics of the children who illtreat. In the same way, with the information that emerges from this review of research, we can know the state of the question in order to define guidelines focused on the design of new research of violence of children under age.

Key words: Violence against parents, violence cycle, types of child-parents violence, psychological-emotional violence, prevalence.


 

Introducción

La violencia familiar se concibe fuera de la habitualidad al existir un amplio desconocimiento acerca de que la familia es el contexto social más violento. Según Echeburúa y De Corral (1998), esta violencia es una epidemia porque ha crecido a un ritmo más rápido, incluso, que los accidentes de coche, las agresiones sexuales y los robos. En realidad, la familia es el foco de violencia más destacado de nuestra sociedad y que la prevalencia de los delitos, en este contexto, se incrementara exponencialmente respecto a décadas pasadas no significa, necesariamente, que antes fuera porcentualmente menor, sino que no se denunciaba como en la actualidad, tal y como han demostrado diversas investigaciones en las últimas tres décadas (Giddens, 2006; Ruizdíaz, 1996; Sanmartín, Gutiérrez, Martínez y Vera, 2010; Straus, Gelles y Steinmetz, 1980).

En el Código Penal español (art. 173.2.) se entiende por violencia familiar los malos tratos que se ejercen entre miembros de la misma unidad familiar donde en la díada agresor víctima existe uno o varios nexos: biológico, civil, de convivencia, de dependencia, económico y/o afectivo. Si bien, lo más frecuente es que la víctima se encuentre en una posición de dependencia del agresor (como son mujeres, niños y ancianos). Sin embargo, en la violencia filio-parental esa idea se invierte (el agresor es un niño, púber o adolescente que no sobrepasa los 18 años y que depende íntegramente de sus víctimas). Es más, la víctima "es el sujeto jurídicamente obligado a las labores de cuidado y educación de su mismo agresor" (Chinchilla, Gascón, García y Otero, 2005, p. 3). Es decir, la víctima está civilmente obligada a convivir con su maltratador hasta que éste obtenga la mayoría de edad, hecho que incrementa la desprotección de ella.

Por otro lado, el estudio científico de la violencia familiar ha recibido una escasa atención por parte de los diferentes operadores sociales y científicos encargados de su prevención, tal vez porque, frecuentemente, fue encubierta por las víctimas o desmentida por los agresores. En cualquier caso, la evaluación sistemática del fenómeno de la violencia familiar ha adquirido una mayor producción científica en este siglo en España (Fernández y García, 2007; Gómez-Bengoechea, 2009; Lameiras e Iglesias, 2011; Sanmartín et al., 2010). Concretamente, la violencia filio parental ha sido reconocida e interpelada durante los últimos siete años. Aunque la violencia a ascendientes puede resultar un tipo de maltrato nuevo, la literatura científica recoge y describe el síndrome de los padres maltratados entre las décadas de los 50 y 80 del siglo pasado, donde se mostró preocupación sobre la violencia física que los hijos ejercían sobre sus madres y padres, aunque no despertó mucho interés entre los expertos (Barcai y Rosenthal, 1974; Gelles y Straus, 1988; Harbin y Madden, 1979; Sears, MacCoby y Levin, 1957; Steinmetz, 1978). De hecho, son varios los autores que expresan la escasez de trabajos realizados con rigurosidad científica, aún en la actualidad (Aroca, 2010; Rechea y Cuervo, 2009; Robinson, Davidson y Drebot, 2004; Romero, Melero, Cánovas y Antolín, 2007; Walsh y Krienert, 2007).

Sin embargo, es una realidad apremiante que existe un creciente número de hijos e hijas maltratadores en centros de reforma, ante lo cual los operadores del sistema de justicia juvenil demandan más formación y recursos para atender a estos jóvenes. Así, Romero et al. (2007) advierten que el 76.9% de los profesionales implicados en la atención a los menores por violencia filio-parental manifiestan sentirse incompetentes para intervenir de manera eficaz sobre este tipo de violencia.

Por tanto, nuestra revisión responde a la necesidad de homogeneizar la información existente en la literatura científica sobre la violencia filio-parental, y conocer el estado en el que se encuentra la investigación al respecto para, y a partir de esta revisión, que se abran nuevas vías de estudio y tratamiento que intenten paliar o mejorar los errores cometidos. A tenor de los resultados, debemos constatar que hemos encontrado serias limitaciones de las que queremos dejar constancia: (1) escasez de investigaciones metodológicamente potentes; (2) la subjetividad implícita en la interpretación de las mismas; (3) diferencias en el tipo de muestras y variables analizadas, que en muchos casos fueron insuficientes; y (4) la diversidad de ámbitos de donde proceden dichas muestras, lo que nos ha impedido establecer conclusiones estadísticamente significativas en muchas de las variables estudiadas.

 

Definición de la violencia filio-parental

La definición más recurrente en los trabajos realizados sobre la violencia filial en la primera década del siglo XXI ha sido la de Cottrell (2001) que entiende que son conductas que causan miedo en los progenitores con el objetivo de obtener poder y control sobre ellos, utilizando la violencia psicológica, física y económica. Asimismo, las definiciones referenciadas en los documentos nacionales e internacionales sobre este tipo de maltrato en el contexto familiar (Cottrell y Monk, 2004; Ibabe, Jaureguizar y Díaz, 2007; Kennair y Mellor, 2007; Omer, 2004; Pereira, Bertino y Romero, 2009; Robinson et al., 2004; Walsh y Krienert, 2007; Webster, 2008) no incluyen todos los elementos requeridos para que un comportamiento se pueda tipificar de maltrato desde la Criminología o el Derecho Penal español: intencionalidad, consciencia, reiteración y con objetivos específicos o violencia instrumental. En este sentido, traemos a colación el concepto de violencia interpersonal, más amplio y preciso que el de conducta violenta, que nos propone Beyebach (2007, p. 20): "El maltrato interpersonal es la utilización repetida de conductas maltratantes (agresiones físicas directas y/o indirectas, conductas de descalificación, conductas de dominio y/o conductas de desaprobación) por parte de una o varias personas en su interacción con otra u otras y que implican intencionalidad de causar daño". Aunque una conducta aislada podría tener las consecuencias de la violencia interpersonal (por ejemplo, una sola agresión física grave), en nuestra definición del maltrato filio parental, los diferentes tipos de violencia se ejercen sobre la víctima de forma reiterada, lo que nos permite a la vez determinar conceptualmente, desde la criminología, la figura del victimario y de la víctima:

La violencia filio parental es aquella donde el hijo/a actúa intencional y conscientemente, con el deseo de causar daño, perjuicio y/o sufrimiento en sus progenitores, de forma reiterada, a lo largo del tiempo, y con el fin inmediato de obtener poder, control y dominio sobre sus víctimas para conseguir lo que desea, por medio de la violencia psicológica, económica y/o física (Aroca, 2010, p. 136).

Como se ha mencionado, los hijos que maltratan a sus progenitores utilizan tres tipos de conductas que pasamos a delimitar:

- La violencia psicológica (incluimos la verbal, no verbal y emocional) que implica conductas que atentan contra los sentimientos y las necesidades afectivas de una persona, causándole conflictos personales, frustraciones y traumas de origen emocional que pueden llegar a ser permanentes (Aroca y Garrido, 2005). Las más habituales en estos hijos son: ignorar o ningunear a los progenitores, humillar, denegar el afecto, expresiones no verbales de desprecio o degradación, retirar el afecto, romper y golpear objetos para amedrentar, amenazar, mentir, insultar, culpabilizar, manipular, ausentarse de casa sin avisar, omisión de ayuda, coaccionar e intimidar (pegar patadas a puertas, pared, lanzar objetos, esgrimir cuchillos o romper cristales).

- La violencia económica se refiere a conductas que restringen las posibilidades de ingresos/ahorro de los progenitores por medio de robos, venta o destrucción de objetos, generación de deudas (móviles, juegos, compras) y utilización de tarjetas bancarias por parte de los hijos. Daños económicos que deben asumir los progenitores. La violencia económica va acompañada de la psicológica en conductas como: amenazas, mentiras, chantaje emocional, extorsión, coerción y manipulación, básicamente.

- Se entiende como violencia física el conjunto de conductas que pueden producir daño corporal causando heridas por medio de objetos, armas o partes del cuerpo para propinar patadas, bofetones, golpes y empujones. Sin olvidar que todo maltrato físico comporta, a su vez, el psicológico emocional (humillación, impotencia, desamparo) (Ibabe et al., 2007; Rechea, Fernández y Cuervo, 2008; Romero et al., 2007). La omisión de ayuda o abandono en una situación de vulnerabilidad de la víctima que también se contempla como maltrato físico y psico-emocional.

La realidad preocupante del maltrato que se presenta en este artículo es que estamos frente a púberes y adolescentes que causan daño, perjuicio y sufrimiento a sus madres y/o padres, utilizando la violencia psicológica, física y económica, aunque no es necesario que aparezcan los tres tipos a la vez. Al respecto, Robinson et al. (2004, p. 58) informan del estudio realizado por Evans y Warren-Sohlberg (1988), en el que se destacan las formas más frecuentes de maltrato que sufrían los progenitores: físico (57%), seguido de agresión verbal (22%), con uso de arma (17%) (normalmente un cuchillo o arma de fuego), y un 5% lanzando y destruyendo objetos.

En el trabajo de Eckstein (2004) con 20 progenitores, entre 35 y 55 años, con una media de 3,4 hijos y que habían participado previamente en diversos programas de asesoramiento familiar, se obtuvieron los siguientes resultados tras analizar la violencia verbal, emocional y física1: (a) de los 20 progenitores entrevistados ninguno informó haber padecido los tres tipos de violencia en un mismo episodio violento; (b) todos informaron que el primer tipo de violencia ejercida por su hijo fue la verbal, cuando tenía alrededor de 13 años, y que se incrementó en intensidad y frecuencia con el transcurso del tiempo; (c) cuando la violencia verbal no tuvo efecto apareció el maltrato emocional y/o físico, entre los 13 y 16 años, que también se incrementaron en intensidad y frecuencia con el paso del tiempo; y (d) según los progenitores, la gravedad del maltrato estaba vinculada a si sus hijos habían obtenido o no lo que deseaban.

Eckstein (2004) considera preocupante que estas víctimas midieran su éxito frente al hijo según el tipo de violencia que éste utilizaba contra ellos, y no el que dejase de utilizar cualquier tipo de violencia. A tenor de sus conclusiones, los hallazgos apoyan la evidencia empírica que indica que el maltrato verbal es un claro indicador del maltrato físico posterior (Aroca y Garrido, 2005; Berkowitz, 1990; Gelles, 1994; Infante, 1995; Marshall, 1994).

 

Prevalencia de la violencia filio parental

Los datos obtenidos sobre la prevalencia2 de la violencia a ascendientes no arrojan cifras concluyentes porque se encuentran porcentajes muy dispares. Así, "se pasa del 29% obtenido por Livingston (1986) al 0,6% que estiman Dugas, Mouren y Halfon (1985)" (Bailín, Tobeña y Sarasa, 2007, p. 138). De forma similar, en la revisión llevada a cabo por Ulman y Straus (2003), sobre 16 investigaciones, se encontró que las proporciones de prevalencia variaban entre el 96% en el estudio de Sears et al. (1957) y el 7% declarado por Brezina (1999), Peek, Fischer y Kidwell (1985) y por Cornell y Gelles (1982). Por otra parte, en la revisión realizada por Aroca (2010) la prevalencia oscilaba entre el 30,8% que establecían Langhinrichsen-Rohling y Neidig (1995), y el 3,4% encontrado en Honjo y Wakabayashi (1988) y en Laurent y Derry (1999).

Es importante señalar que esta disparidad porcentual aparece por la existencia de un amplio margen de estimaciones difíciles de comparar debido a que:

- Respecto a la definición de los ataques parentales, la mayoría de los estudios tienen en cuenta los ataques físicos cometidos por los hijos sin establecer intensidad (Pagani, Larocque, Vitaro y Tremblay, 2003; Paulson, Coombs y Landsverk, 1990; Peek et al., 1985). Otros, como el de Agnew y Huguley (1989), diferencian entre ataques físicos leves y severos, aunque su estimación se refiere solo a éstos últimos. Incluso, Cornell y Gelles (1982) determinan que los actos físicamente agresivos de los niños pequeños no deben considerarse como violencia porque la probabilidad que tienen de herir es muy baja3; esa pudo ser la razón por la que estos autores excluyeron a los niños menores de 10 años de su investigación4. Por otra parte, son pocos los estudios que además de analizar la violencia física incluyan la emocional o psicológica (Cottrell y Monk, 2004; Dugas et al., 1985; Eckstein, 2004).

- El tamaño de la muestra y su naturaleza también marcan una importante diferencia entre unos estudios y otros, como también refieren Cottrell y Monk (2004). Así, por ejemplo, en el estudio de Straus et al. (1980) la muestra era de 2143 familias representativas de la población estadounidense y con ambos progenitores; mientras que en otros estudios, como los de Dugas et al. (1985) y Laurent y Derry (1999), aunque la muestra también era amplia en ambos casos, era de naturaleza clínica, sin que intervinieran ambos progenitores en todos los casos. Asimismo, algunos trabajos revisados proceden de una muestra clínica con solo seis sujetos (por ejemplo, Jackson, 2003), otros no exceden de unas decenas de casos (Cottrell y Monk, 2004; Evans y Warren-Sohlberg, 1988; Harbin y Madden, 1979), y en otros se cuenta con cientos de participantes (Cornell y Gelles, 1982; Charles, 1986) o con más de mil casos (Agnew y Huguley, 1989; Straus y Stewart, 1999).

Más allá del número de muestra utilizada, muchos de los estudios están limitados por los datos de la encuestas cualitativas retrospectivas (Gallagher, 2004 a, b). A lo que se añade, según Walsh y Krienert (2007), que debido al potencial de variaciones extremas entre muestras clínicas pequeñas y la resultante falta de generalización de las conclusiones, muchos de los resultados encontrados en estos trabajos sobre características como edad de la víctima/agresor, sexo, raza, relación, uso de armas, severidad del ataque y abuso de sustancias, no son concluyentes en el mejor de los casos, dudosos en el peor e innegablemente contradictorios en todos.

- Algunos estudios analizan familias con dos progenitores o intactas, como ocurre en el de Cornell y Gelles (1982); sin embargo, en otros el objetivo de la investigación se centra en familias monoparentales donde la madre es la progenitora única (Edenborough, Jackson, Mannix y Wilkes, 2008; Livingston, 1986; Pagani et al., 2003) o las excluyen de su estudio (Ulman y Straus, 2003). Otros descartan a los padres de la población de víctimas (por ejemplo, entre otros muchos, los estudios de McCloskey y Lichter, 2003; Pagani et al., 2004; Stewart, Burns y Leonard, 2007) porque se centraron solo en la díada madre hijo. Por tanto, como advierten Walsh y Krienert (2007), los estudios existentes han perdido importantes segmentos de la población de riesgo al no distinguir a los padres/madres no biológicos o, incluso, a excluirlos por completo; y en otros estudios ni siquiera incluyen a los padres biológicos.

- Otro elemento que puede marcar las diferencias en los porcentajes de prevalencia de los niños y adolescentes bajo estudio, es la edad. Así, en la muestra de Straus et al. (1980) el rango de edad es de 3 a 17 años; en la utilizada por Cornell y Gelles (1982) va de 10 a 17 años; en Dugas et al. (1985) de 8 a 19 años; en los trabajos de Ibabe et al. (2007), Romero et al. (2007), o Sempere, Losa Del Pozo, Pérez, Esteve y Cerda (2007) es de 14 a 18 años porque proceden del ámbito judicial. Lo que sí podemos determinar es que, mayoritariamente, el rango de edad estaría entre los 9 y 19 años, sin olvidar que la mayoría de las muestras utilizadas en nuestra revisión proceden del ámbito clínico. Además, Walsh y Krienert (2007) señalan que, algunos estudios considerados relevantes han sido demasiado restrictivos con los parámetros de edad de los agresores al incluir solo a los hijos mayores (Brezina, 1999; Peek et al., 1985); o en el otro extremo, solo a los niños agresores que asistían a la guardería y a preescolar (Nock y Kazdin, 2002; Pagani et al., 2004). Por su parte, Ulman y Straus (2003) indican que los estudios que han revisado abarcan un amplio rango de edad (desde 3 a 17 años) aunque, en conjunto, estos trabajos muestran un descenso en la violencia filio-parental a mayor edad del hijo. En contrapartida, la revisión realizada por Kennair y Mellor (2007) determinó que, a mayor edad, mayor prevalencia. En la misma línea otros estudios señalan que a mayor edad, altura y fuerza del hijo, éste ejercerá más violencia tanto contra la madre como contra el padre (Agnew y Huguley, 1989; Charles, 1986; Paulson et al., 1990). Es importante indicar que ninguno de los estudios revisados, y realizados fuera de España, aportan información sobre el porcentaje de prevalencia por edades.

- En referencia a la recogida de datos que pueden incidir en las cifras de prevalencia encontramos estudios que los extrajeron de encuestas longitudinales confeccionadas y recopiladas durante las décadas de los años 60 y 70, y en esas décadas no era habitual que se hiciera referencia a malos tratos económicos, emocionales y/o psicológicos (Agnew y Huguley, 1989; Brezrna, 1999; Cornell y Gelles, 1982; Peek et al., 1985). Otros autores recopilaron los datos a través de distintos tipos de entrevistas o cuestionarios que partían de paradigmas o teorías determinadas que condicionaron el diseño y metodología de la investigación (Browne y Hamilton, 1998; Livingston, 1986; Paulson et al., 1990).

- Como hemos referido anteriormente, existen muchas y variadas investigaciones que se basaron en el análisis de expedientes de diferentes ámbitos como el judicial, clínico o en la revisión de casos particulares (Charles, 1986; Evans y Warren-Sohlberg, 1988; Laurent, 1997; Laurent y Derry, 1999; Price, 1996). Algunas de estas entrevistas tenían como objeto a los progenitores agredidos (Cornell y Gelles, 1982), en otras, a los hijos agresores (Peek et al., 1985), o a víctimas y a agresores a la vez como en los trabajos de Omer (2004) y Price (1996). Es importante resaltar que cuando la forma más habitual de recoger los datos era por medio de entrevistas y autoinformes, sobre todo en el contexto clínico o de terapia familiar, aparecían los sesgos que comporta la extracción de los juicios clínicos5.

- Por otra parte, es un hecho innegable que existe una "cifra negra" que corrobora el desconocimiento de la prevalencia presente en casos de violencia filio-parental. A modo de ejemplo nos remitimos al estudio de Ibabe (2007), donde se preguntó a profesionales que habían tenido conocimiento de hijos/as maltratadores, cuántos casos notificaron a la Administración. La respuesta fue que el 68,3% de dichos profesionales habían conocido algún caso de este tipo de violencia filial pero no habían informado judicial o administrativamente de ella, hecho que resulta más preocupante si sabemos que el 66,6% de los encuestados trabajaban en Centros de Salud.

Para finalizar, traemos a colación lo que refiere Eckstein (2004) cuando tuvo que seleccionar una muestra para su investigación porque fue muy fácil generar informes de progenitores maltratados por sus hijos; al parecer muchas personas sabían de un caso de violencia filio-parental. Sin embargo, la localización de progenitores maltratados que estuvieran dispuestos a intervenir en el estudio resultó bastante difícil, según esta autora, por su auto-impuesto aislamiento social, el velo de la negación ante el problema y el miedo a ser juzgados como malos padres y madres.

 

Ciclo de la violencia filio-parental

La violencia filio-parental posee un conjunto de características del comportamiento bien definidas que conforman un patrón de la conducta que se manifiesta en forma de falta de límites, arrebatos incontrolados y una creciente tendencia a los extremos (Omer, 2004). La mayoría de los niños y adolescentes violentos sienten una profunda aversión a ser supervisados o guiados por sus progenitores y, en algunos casos extremos, por cualquier otro adulto responsable.

Por su parte, Harbin y Madden (1979) afirman que los ataques contra los progenitores se producen, normalmente, cuando hay un desacuerdo entre éstos y el hijo, porque la madre y/o el padre hacen algo que trastorna al joven agresor (por ejemplo: fijarle límites, darle una reprimenda por ingerir alcohol en exceso o castigarle por mal comportamiento en la escuela). En este sentido, la violencia filio-parental comporta un modus operandi específico entre agresor y víctima que adquiere, en ocasiones, la forma de ciclo coercitivo, al que denominaremos círculo de la violencia filio-parental.

Desafortunadamente, las madres y los padres de los niños y adolescentes maltratadores descubren, de forma inevitable, que sus recursos habituales de reaccionar o, incluso, la puesta en práctica de las sugerencias que les dieron los especialistas en terapia familiar, son inefectivas con sus hijos. Asimismo, cuando los progenitores utilizan reprimendas, amenazas o castigos, los menores responden incrementando en intensidad y frecuencia su conducta violenta, lo que les hace optar por la persuasión, la aceptación o la comprensión del hijo. Sin embargo, e inesperadamente, el menor no solo ignora estos gestos conciliadores, sino que reacciona con mayor desdén. Siendo en este momento cuando los padres y madres llegan a comprender que sus manifestaciones de conciliación o de sumisión (tal y como las ve su hijo), comportan un incremento en las exigencias del niño o adolescente, lo que les lleva al enfado e indignación, expresados con contundencia.

Así las cosas, la relación filio-parental se ve atrapada en un proceso de acción-reacción, donde la sumisión o actitud suave (como un intento de pacificación parental), provoca mayores y más frecuentes exigencias por parte del hijo, en contra de lo esperado. Por ello, según Aroca (2010), ante la conducta prepotente y violenta del hijo, se establece una nueva dirección actitudinal parental a causa de la frustración que sufren, adoptando una conducta de hostilidad y dureza. En ese momento, el hijo necesita vengarse, tomar la revancha y establecer represalias para contrarrestar la dureza de sus progenitores incrementando, de nuevo, sus agresiones. Esta escalada violenta hace que aparezca, de nuevo, la actitud suave o de sumisión parental para que el clima familiar no sea tan estresante, para lograr vivir y convivir en un hogar menos conflictivo y bajar la tensión. En palabras de Harbin y Madden (1979, p. 1289) "diríamos que las víctimas compensan o refuerzan el comportamiento del hijo desistiendo o cambiando de posición como respuesta del acto agresivo del hijo". Aunque en ciertos casos los progenitores vuelven a la hostilidad y dureza, apareciendo una lucha de poder constante.

Por consiguiente, se establece un círculo bidireccional de sumisión-hostilidad/hostilidad-hostilidad. A su vez, esta bidireccionalidad provoca dos tipos de escalada en la violencia filial, tal y como describe muy acertadamente Omer (2004), cuando nos sugiere la existencia de una escalada complementaria (en la que la sumisión parental aumenta las demandas y actitud violenta del hijo) y una escalada recíproca (donde la hostilidad parental genera hostilidad filial). La escalada complementaria es asimétrica y se caracteriza por las dinámicas de chantaje emocional. Según Aroca (2010), en este proceso, cuanto más extremo sea el comportamiento del hijo, más dispuestos se sentirán los progenitores a comprar su tranquilidad mediante concesiones. En estas circunstancias, el mensaje que recibe el hijo es que son demasiado débiles para defenderse ante sus amenazas. De esta forma, el muchacho se acostumbra y aprende a conseguir lo que quiere por la fuerza, y los progenitores a someterse. Por su parte, la escalada recíproca se caracteriza por el aumento mutuo de hostilidad. En este tipo de interacción filio-parental, cada parte siente que el otro es el agresor y que uno mismo solo actúa en defensa propia. Por tanto, los mayores niveles de violencia se alcanzan como resultado de esa sensación de estar atrapado en un círculo sin salida (Aroca, 2010; Orford, 1986).

En el ciclo de violencia filio-parental que proponemos, cuando los progenitores tratan de imponer su autoridad mediante la fuerza, o cuando reaccionan a la agresividad y/o demandas del hijo de la misma manera (amenazando, insultando, gritando y, en algunos casos, utilizando la fuerza física), estaríamos frente a la violencia reactiva parental. Así pues, las dos partes enfrentadas pueden verse atrapadas en una escalada de violencia, de ida y vuelta o circular, como aparece en la Figura 1.

 

 

En este gráfico se establece el modo en que ambas escaladas propuestas por Omer (2004) se retroalimentan mutuamente. Asimismo, no podemos obviar que las reacciones de estas madres y padres están condicionadas por el comportamiento abusivo continuado del hijo, una reiteración que mella no solo el clima familiar, sino también su salud mental y calidad de vida, ya que el maltrato del que son objeto les hace sentir impotentes, culpables, vencidos o solos, lo que, sin duda, interferirá en su capacidad para enfrentar el problema de modo competente.

A este respecto, los estudios efectuados por Bugental, Blue y Cruzcosa (1989) demuestran que cuanto más impotentes y confusos se sientan los progenitores, más elevado será el riesgo de que pierdan el control. Por consiguiente, cuanto más violentos sean los arrebatos parentales, más violentas serán las conductas agresivas del hijo. El resultado es la claudicación de los progenitores para retornar la paz al hogar. De este modo, el círculo de la violencia filio-parental oscila entre ceder y devolver el golpe.

En conclusión, toda estrategia de prevención debe consistir en romper la dinámica, en ocasiones coercitiva, del ciclo de violencia filio-parental sin olvidar, en ningún momento, que los progenitores son víctimas y como tales deben ser tratados. Por tanto, como la mediación es desestimada en toda relación de maltrato (existe un desequilibrio de poder real o percibido), no debe ser utilizada hasta que las víctimas no recuperen su estatus jerárquico y de autoridad, y el hijo asuma su responsabilidad.

 

Las consecuencias psicológicas del maltrato filial en los progenitores

Las víctimas y el agresor se ven inmersos en un círculo de violencia recíproca difícil de interrumpir que provoca daños severos en las madres y padres. Así, McKeena (2006; citado en Howard y Rottem, 2008, p. 87), tras estudiar a 107 padres y madres que habían sido víctimas, encontró que sufrían: insomnio, depresión, impotencia, sentimientos de frustración e, incluso, idearon o intentaron suicidarse.

Asimismo, algunas madres y padres necesitan medicación para superar el estrés y la tensión que viven, y otros recurren a las drogas y/o alcohol para hacer frente a la situación de desesperación, incredulidad, impotencia y falta de apoyo; así como: miedo, conmoción, estrés y culpa o trastorno de estrés postraumático (Agnew y Huguley, 1989; Cottrell, 2001; Cottrell y Monk, 2004; Gallagher, 2004a; Howard y Rottem, 2008; Omer, 2004; Paterson, Luntz, Perlesz y Cotton, 2002; Sempere et al., 2007). Del mismo modo, Cottrell (2001) resalta otras consecuencias como que los progenitores dedican tanto tiempo y esfuerzo al hijo con problemas que desatienden al resto de los hijos, sus responsabilidades laborales, tienen bajas médicas o ausencias frecuentes del trabajo, y se incrementan las situaciones de tensión y discusión en la pareja, pudiéndose dar el divorcio.

Por otro lado, para Webster (2008) los progenitores maltratados tienen serias dificultades para aceptar abiertamente que su hijo se comporta agresivamente con ellos y niegan el problema, aunque de admitirlo lo mantienen en secreto, perpetuándose el maltrato. Parece que los progenitores olvidan que estos adolescentes tienen voluntad propia. Al respecto Cottrell (2001) afirma que esta reacción puede ser la consecuencia de la depresión de los padres y madres o de su vergüenza por haber fallado como educadores. En contraposición, Cottrell y Monk (2004) señalan que, algunos progenitores son reticentes a comunicar su situación desesperante porque tienen verdadero miedo a que ello produzca futuros y más graves incidentes de violencia en el hogar.

 

Características de las familias que sufren violencia filial

La violencia filio-parental, cuando el hijo o hija son menores de edad, está presente en todas las clases sociales, si bien, es en los extremos porcentuales donde aparecen representadas familias de bajos y altos niveles socio económicos con una diferencia porcentual baja (Aroca, 2010), siendo el porcentaje más significativo (sobre el 75%) el que corresponde a familias que pertenecen a la clase media-media y media-alta (Cornell y Gelles, 1982; Ibabe et al., 2007; Paulson et al, 1990; Peek et al., 1985; Rechea et al., 2008; Romero et al., 2007).

Este tipo de violencia aparece en todas las estructuras familiares (monoparentales, reconstruidas, de adopción, acogimiento o nuclear). No obstante, la familia monoparental constituye un factor de riesgo determinante, por ser donde aparecen más casos de violencia filial. Aunque, hay autores que advierten de la presencia de otros factores vinculados a la monoparentalidad en la explicación del maltrato contra la madre, en casi la totalidad de los casos estudiados, como son: las prácticas de crianza que se caracterizan por la irritabilidad, comunicación intrafamiliar insuficiente, poco control y supervisión parental, prácticas coercitivas, falta de afecto, normas y límites escasos, inexistentes o inconsistentes y niveles de cohesión familiar bajos (Edenborough et al., 2008; Ibabe, Jaureguizar y Díaz, 2009; Laurent y Derry, 1999; Pagani et al., 2004; Rechea et al., 2008; Romero et al., 2007; Sempere et al., 2007; Stewart et al., 2007).

Del mismo modo, a partir de los estudios revisados se concluye que la violencia filio-parental sí parece correlacionar positivamente con los estilos educativos que no facilitan el ajuste emocional y social de los hijos tan necesarios para un correcto desarrollo (Ato, Galián y Huéscar, 2007; Oliva, Parra, Sánchez-Queija y López, 2007). Así pues, aunque sin poder llegar a establecer una explicación casuística: (a) algunos de los autores consultados apuntan hacia la negligencia y ausencia (física y/o psicológica) de la figura paterna, y la permisividad o lasitud de la figura materna, rehusando el estilo autoritario o la sobreprotección porque su porcentaje no es estimable en las muestras estudiadas (Laurent y Derry, 1999; Romero et al., 2007; Sandstrom, 2007; Sempere et al., 2007; Underwood, Beron y Rosen, 2009); y (b) aparece de manera sobresaliente la no coincidencia de los estilos educativos del padre y de la madre como un factor de riesgo relevante (Agnew y Huguley, 1989; Cottrell y Monk, 2004; Eckstein, 2004; Ibabe et al., 2007; Rechea et al., 2008; Romero et al., 2007).

Otra de las conclusiones a las que se llega es que es la madre la más agredida por su progenie en una media del 82% de los casos estudiados frente a la figura paterna (Edenborough et al., 2008; Cottrell y Monk, 2004; Jackson, 2003; Paterson et al., 2002; Stewart et al., 2007). Sin embargo, existen dos variables a considerar en este tipo de fenómeno. En primer lugar, la madre es la principal (y a veces la única) responsable de la educación de los hijos, lo que comporta mayor probabilidad de enfrentamientos con ellos (Patterson, 1986) y, en segundo lugar, las familias monoparentales están en casi su totalidad encabezadas por las madres.

 

Características de los hijos e hijas agresores

Cuando se intenta establecer un perfil de los hijos e hijas maltratadores encontramos una amplia heterogeneidad. Circunstancia que tiene mayor sesgo según el tipo de muestras utilizadas en los estudios (tanto de hijos como de progenitores)6 y de los ámbitos de procedencia (clínica privada, servicios sociales, centros de reforma o de salud). De este modo, las características que vamos a exponer varían según la metodología utilizada y el tipo de muestra bajo estudio impidiendo, en la mayoría de los casos, establecer un perfil suficientemente concluyente.

 

Sexo predominante

Los estudios internacionales establecen que entre el 50% y 80% de violencia filio parental es perpetrada por los hijos varones (Cottrell y Monk, 2004; Du Bois, 1998; Langhin-richsen-Rohling y Neidig, 1995; Laurent, 1997; Ulman y Straus, 2003; Walsh y Krienert, 2007). En esta misma dirección, en los estudios españoles revisados encontramos un mayor número de hijos agresores que de hijas (tabla 1).

 

 

En contraposición, otros trabajos demuestran que la diferencia numérica entre hijos e hijas no es suficientemente relevante como para ser estadísticamente significativa (Bobic, 2002; Ibabe y Jaureguizar, 2011). Asimismo, otros autores (Agnew y Huguley, 1989; Brezina, 1999; Browne y Hamilton, 1998; McCloskey y Lichter, 2003; Paulson et al., 1990) concluyeron que eran inexistentes. Es más, Nock y Kazdin (2002) encontraron que las hijas presentaban el porcentaje más alto con el 14,6%, frente al 11,4% de los hijos.

No obstante, a la espera de otros resultados, diríamos que son los varones quienes con mayor frecuencia cometen maltrato filial porque algunas diferencias porcentuales vienen determinadas por el tipo de violencia que se analiza, siendo la física la más presente (ejercida por los hijos) frente a la psicológica (más ejercida por las hijas). Si bien, es un hecho que en este tipo de delito aparece un porcentaje superior de chicas que en otros delitos tipificados (Bobic, 2002; Rechea et al., 2008; Romero et al., 2007; Walsh y Krienert, 2007; Webster, 2008).

 

Edad

En las investigaciones revisadas, el rango de edad se debate y varía dependiendo de: (a) la metodología empleada; (b) los parámetros de inclusión de la muestra; y (c) los criterios usados para determinar la edad de los hijos (la edad de mayor incidencia, de inicio de la violencia -en su mayoría física- o de denuncia judicial). Por tanto, únicamente se puede especular sobre el impacto que los parámetros de edad tienen en la violencia filial, pudiendo oscilar el rango entre 9 y 13 años (muestra clínica, servicios sociales y de salud) o entre 14 y 17 años (Fiscalía del Menor). A pesar de ello, el rango de edad con mayor incidencia en los estudios revisados está entre los 10 y 15 años (Chinchilla et al., 2005; Cottrell y Monk, 2004; Du Bois, 1998; Honjo y Wakabayashi, 1988; Marcelli, 2002; Rechea y Cuervo, 2009; Ulman y Straus, 2003; Walsh y Krienert, 2007; Webster, 2008), lo que puede determinar los periodos de la prevención primaria, secundaria y terciaria.

 

Fratría

El número de hermanos o el orden de la fratría han despertado escaso interés en la mayor parte de los estudios internacionales revisados, a excepción del realizado por Dugas et al. (1985) quienes destacan una mayor prevalencia de hijos primogénitos (y únicos) en los casos de violencia filio-parental. Por ello, la información que aparece en este artículo (Tabla 2) ha sido extraída de trabajos españoles.

A partir de estos datos podemos concluir que ser hijo único no aparece como una variable concluyente. Por el contrario, es más significativa la variable tener uno o más hermanos. Los resultados no muestran diferencias significativas entre ser o no ser hijo primogénito. Asi mismo, Sempere et al. (2007) concluyen que más de la mitad de los hijos de su muestra no eran los primogénitos pero, en el momento de la agresión, era el hijo con mayor edad en el hogar o vivía solo con sus progenitores.

 

Variables psicológicas

En la mayoría de la literatura especializada se citan algunas variables psicológicas como predictores de la conducta de violencia filio-parental. De hecho, hay autores que señalan trastornos psicológicos (principalmente de la personalidad) y psiquiátricos (Garrido, 2006; Honjo y Wakabayashi, 1988; Omer, 2004; Urra, 2006). En contraposición, hay voces que no apoyan que estos adolescentes sufran trastornos graves de personalidad o psiquiátricos indicando que no está demostrada la relación causal entre salud mental y violencia filio-parental, proponiendo otras características personales como problemas en el autocontrol, impulsividad, la regulación afectiva y la falta de habilidades sociales (Cottrell y Monk, 2004; García de Galdeano y González, 2007; Ibabe y Jaureguizar, 2011; Marcelli, 2002; Paulson et al., 1990).

Las conclusiones en los estudios españoles coinciden en que los adolescentes principalmente presentan: baja tolerancia a la frustración, TDA-H, distancia interpersonal, no demora del refuerzo, ausencia de empatía, impulsividad, ira, no asumen su responsabilidad, justifican y/o minimizan el maltrato (distorsiones cognitivas), bajo autocontrol, apatía, aislamiento social, bajos niveles de frustración y autoestima, irritabilidad, egocentrismo y prepotencia (Asociación Altea-España, 2008; Ibabe et al., 2007; Rechea y Cuervo, 2009; Rechea et al., 2008; Romero et al., 2007; Sempere et al., 2007).

Debemos resaltar que, quizá, las características psicológicas encontradas en las investigaciones revisadas aparezcan porque son las "analizadas" y no las "halladas". Es decir, que han medido las variables psicológicas partiendo de los factores de riesgo personales que investigadores autorizados determinan como predecesores del comportamiento antisocial o que aparecen en delincuentes juveniles (Farrington y Welsh, 2007; Greenwood, 2006; Walsh y Ellis, 2007).

 

Variables pedagógicas

A tenor de lo expuesto en el apartado anterior, el hijo/a agresor parece insensible ante el sufrimiento parental, muestra nula empatía hacia ellos o incapacidad para admitir su responsabilidad. Por tanto, son niños y adolescentes con una inteligencia emocional poco desarrollada y con serios problemas en su razonamiento moral y en solucionar problemas sin violencia. Realidad que está contemplada en propuestas científicas que aportan un factor de riesgo que vincula el desarrollo de la inteligencia emocional (cognición interpersonal) con la inteligencia académica (cognición impersonal), que se desarrolla a través de los curricula escolares.

Es decir, los especialistas (H. Gardner, W. Glasser, E. Fabiano y R. R. Ross) determinan que la cognición impersonal e interpersonal, no están separadas sino interconectadas para la adquisición de varios comportamientos prosociales. Así, las deficiencias o dificultades en el rendimiento y adaptación escolar, por una parte, y los niveles bajos de actividad intelectual, por otra, se mencionan como factores de riesgo que podían reproducir conductas antisociales debido, básicamente, a que los grupos de adolescentes con consumo de drogas, absentismo y fracaso escolar y pequeños delitos, obtenían puntuaciones más bajas en pruebas que medían el Coeficiente Intelectual7, que el grupo de adolescentes no problemáticos y sin dificultades importantes en el aprendizaje, adaptación y nivel académico adquirido (Henggeler, 1989).

De este modo, podríamos decir que la vinculación entre coeficiente intelectual y conductas antisociales/prosociales está mediatizada por el logro académico y el compromiso social. Entonces, a partir de lo expuesto, y atendiendo a las conductas que presentan los hijos maltratadores en el contexto escolar, deberíamos encontrar un grupo de adolescentes que correlacionen positivamente, al menos, con fracaso escolar y/o dificultades académicas.

Para poder aceptar o refutar dichas premisas, los únicos estudios que analizan estas variables pedagógicas son los españoles. Así, encontramos que las proporciones de prevalencia en las dificultades académicas8 en estos adolescentes varían entre el 93% encontrado en el estudio de Ibabe et al. (2007) y, aproximadamente, el 53% del informado por Rechea et al. (2008). Por otra parte, la prevalencia de fracaso escolar (no obtienen el Graduado Escolar), varía entre el 67,2% del trabajo de Romero et al. (2007), y el 32,7% de Rechea et al. (2008). Por los porcentajes expuestos, sí existen hijos maltratadores que no presentan problemas en el contexto escolar, pero parecen ser los menos en las muestras españolas.

En cuanto a la variable laboral, solo los estudios realizados en España aportan alguna información. El 71% de los sujetos de la muestra del estudio de Romero et al. (2007) están en edad laboral, y de éstos, el 28,7% de 16 años y el 24% de 17 no habían trabajado nunca, y el restante 18,3% seguía estudiando. Debemos indicar que su trabajo se realizó a lo largo del 2005, cuando la tasa de paro en España era baja.

Por su parte, Sempere et al. (2007) concluyen que seis de los ocho adolescentes con edad laboral de su muestra presentan poca responsabilidad en el cumplimiento de los horarios y compromisos en el trabajo, además de haber sido sus progenitores quienes les buscaron los empleos. Los que han trabajado pero han sido despedidos, manifiestan como motivos principales haber robado, no soportar trabajar, no gustarles que les digan lo que tienen qué hacer y, además, por cansarse. Como consecuencia, su trayectoria laboral es inconsistente, presenta un cambio continuado de trabajo y poca implicación laboral.

En el estudio de Rechea y Cuervo (2009), ocho de los diez jóvenes de su muestra trabajaron alguna vez (seis con sus padres o en empleos puntuales, uno como repartidor y otro como tractorista). Y la investigación de Ibabe et al. (2007) solo informa de que no trabajan el 66%, habían trabajado el 19% y trabajaban hasta su ingreso en el Centro de Reforma el 15%.

 

Consumo de drogas e ingesta de alcohol

Existen estudios que han relacionado el consumo de alcohol y drogas con la violencia filio-parental encontrando que: (a) aumentaba el riesgo de violencia verbal a la madre en un 60% de las veces; (b) la escalada de la violencia aparecía en los hijos/as cuando estaban "colocados"; (c) la mitad de los progenitores identificaron el abuso de sustancias como problema coexistente con el maltrato; y (d) la violencia filial surgía con más frecuencia debido a una discusión entre los jóvenes y sus progenitores acerca de cuestiones relacionadas con el abuso de sustancias (Cottrell y Monk, 2004; Ellickson y McGuigan, 2000; Jackson, 2003; Pagani et al., 2004). En contraposición, Rechea y Cuervo (2009) indican que la mitad de su muestra inició el consumo tras comenzar el maltrato contra sus progenitores.

Otros estudios concluyen que, muchos de estos jóvenes no habían consumido antes de agredir a sus progenitores (Harbin y Madden, 1979; Rechea et al., 2008; Sempere et al., 2007; Walsh y Krienert, 2007). Es más, estos autores advierten que la falta de resultados coocurrentes de abuso de sustancias y violencia filio-parental es revelador del sesgo de las muestras clínicas con las que se efectúan la mayoría de investigaciones de violencia filial. Asimismo, Bobic (2002) señala que varios estudios mencionan el alcohol y las drogas como una causa de la violencia filio-parental pero ninguno la estudia en profundidad. Por tanto, las investigaciones revisadas no son concluyentes, al igual que las exploradas por Ibabe y Jaureguizar (2011).

En otro orden de cosas, terapeutas que tratan a progenitores agredidos advierten que cuando éstos justifican y asocian la conducta de su hijo/a al consumo, se eximen de culpa (Gallagher, 2004a; Nardone, Giannotti y Rocchi, 2003; Omer, 2004; Price, 1996). Así, la responsabilidad para solucionar la situación recae en su hijo, no en ellos, lo que perpetúa este tipo de violencia. En esta línea, Price (1996) y Pantoja (2005) concluyen que el uso de alcohol y drogas es una complicación más que una causa, y la consecuencia de problemas graves en la vida del adolescente. Del mismo modo, García de Galdeano y González (2007) afirman que aunque se tenga asociado el abuso de alcohol y drogas con el ejercicio de estas conductas de maltrato, no es el origen de los comportamientos de maltrato, aunque su influencia es indiscutible.

 

Modelos explicativos de la violencia filio-parental

Entre las escasas teorías de violencia familiar propuestas para explicar el fenómeno de violencia filio-parental, la primera encontrada en nuestra revisión es la de Agnew y Huguley (1989), quienes sugieren un marco integrado de elementos recogidos en otras teorías como: la del control social, la asociación diferencial y la teoría del estrés. Por su parte, Duffy y Momirov (1997) advierten de la necesidad de introducir en la explicación de este fenómeno dos modelos: la teoría de intercambio y la del apego, porque en las familias donde aparece la violencia filio-parental existe un vínculo progenitor/hijo debilitado. Posteriormente, Rybski (1998) mantiene que las teorías del aprendizaje social, los sistemas familiares y del estrés proporcionan las explicaciones más apropiadas para el fenómeno del maltrato filio-parental, en la medida en que todas ellas admiten la posibilidad de que los jóvenes puedan ejercer la violencia contra los miembros de su familia.

Por último, de una parte, Ulman y Straus (2003) sostienen que la violencia filio-parental debe explicarse desde la teoría de la coerción recíproca (que también propone Omer, 2004), del aprendizaje social y la teoría feminista. Y de otra, Cottrell y Monk (2004), aunque también exponen la necesidad de establecer una explicación desde la teoría feminista, lo hacen dentro del marco de su modelo ecológico desde donde basan su explicación de la violencia filio-parental en la interacción que se establece entre el macrosistema, exosistema, microsistema y los factores ontogenéticos del hijo agresor. En general, el modelo teórico de Cottrell y Monk (2004) asume que, por un lado, es más probable que el maltrato filio-parental ocurra cuando se dan múltiples factores de riesgo y, por otro, que existe una mayor influencia del nivel más amplio (macrosistema), porque influye en los otros niveles de forma constante y profunda. También destacan la importancia de los valores culturales y de los sistemas de creencias en el comportamiento violento, como se refleja en la tabla 3 donde aparecen los resultados de la investigación de Cottrell y Monk (2004).

Por otra parte, Cottrell y Monk (2004) presentan un gráfico (ver Figura 2) para mostrar la interacción existente entre estos cuatro niveles.

 

 

La segunda propuesta explicativa del maltrato filio-parental es la Teoría del Aprendizaje Social, donde se destaca la función del modelado en el aprendizaje de la conducta violenta de los hijos. Al respecto, Patterson (2002) indica que las explicaciones para la violencia filio-parental incluyen la exposición a la violencia de género, conflictos y problemas familiares diversos. Del mismo modo, este autor también señala los estilos educativos ineficaces (excesiva permisividad y protección) y unas relaciones poco afectivas entre progenitores e hijos (particularmente con las madres), así como ser testigo de conductas violentas, traumas por abuso y/o abandono. Es lo que determinamos como patrones intergeneracionales de la violencia.

Al respecto, Brezina (1999) mostró que existe una correlación positiva entre la violencia parento-filial y filio-parental, y que la violencia filio-parental no es eficaz cuando el hijo la utiliza para eliminar la agresión de sus progenitores. En el trabajo de Robinson et al. (2004, p. 60) se presentan los resultados del análisis efectuado por Schuck en 1974 y Yarrow y colaboradores en 1968, concluyendo que no había ninguna relación significativa entre el uso de castigo parental y la agresión de los hijos contra ellos. En segundo lugar, estos mismos autores (Robinson et al., 2004, p. 63) presentan los resultados del estudio de Kadushin y Martin (1981) en el que se afirma que solo el 20% de los hijos maltratadores habían sido maltratados. Asimismo, Gámez-Guadix y Calvete (2012) informan que la exposición a la violencia entre los progenitores y a la parentofilial (física o psicológica) se vinculan con la violencia filio-parental. También ponen de manifiesto que una mayor frecuencia de agresiones de progenitores a hijos está relacionada con una mayor probabilidad de informar por el maltrato ejercido por sus hijos.

Del mismo modo, de la revisión de Ulman y Straus (2003) se concluye que la violencia entre progenitores estaba fuertemente relacionada con los hijos agresores que maltratan a sus madres pero no con los que maltratan a sus padres. Por su parte, Rechea et al. (2008) explican que solo la mitad de la muestra analizada habían sido víctimas o testigos de violencia en el hogar. De la muestra estudiada por Ibabe et al. (2007), el 32% sí habían experimentado alguna situación de violencia intrafamiliar, frente al 68% que no la habían sufrido. No obstante, lo más interesante, según estas autoras, es la diferencia que se da entre grupos que estudiaron. Así, el porcentaje de violencia familiar es significativamente mayor en los grupos de jóvenes por violencia filio-parental (42%) y los de violencia filio-parental y otros delitos (42%), si son comparados con el grupo que únicamente cometió delitos comunes (16%).

Por otra parte, es el niño o adolescente cuya familia aporta víctimas disponibles con las que entrenarse quien, con toda probabilidad, desarrolle un estilo de vida violento. Sin tales víctimas, tendrá más problemas para practicar o 'mejorar' su violencia en el hogar. Por lo cual, no debemos limitarnos a analizar la existencia o no de violencia parento-filial o en la pareja, sino también, la violencia filial-filial, donde el hijo maltratador puede ser, a la vez, víctima de su hermano (Bennett 1990; Omer, 2004; Perlman y Ross 1997; West y Farrington, 1973).

La última propuesta explicativa es la de Garrido (2006) quien señala que el maltrato a los progenitores aparece en hijos con rasgos de personalidad difíciles de inhibir mediante estilos educativos competentes, por lo que requieren de pautas de crianza específicas y más intensivas. Además de que en algunos casos podamos estar ante un niño o adolescente con ciertos rasgos psicopáticos, frente a los que las pautas educativas más adecuadas muy poco pueden hacer. En definitiva, afirma que los hijos que muestran rasgos de personalidad del núcleo duro de la psicopatía (manipulación, profundo egocentrismo, falta de empatía, dureza emocional y falta de sentimiento de culpa y remordimientos) presentan el Síndrome del Emperador. Estas características, junto a escasas o deficientes habilidades educativas parentales, incrementan la probabilidad de que aparezca la violencia filio-parental.

No obstante, y desde nuestro punto de vista, para poder establecer un modelo explicativo se deberían aislar aquellas variables que sean capaces de explicar la mayor parte de la violencia de la que nos ocupamos, del mismo modo en que se explica la conducta antisocial o delictiva juvenil, psicopática o no. En la actualidad se tiende a desintegrar los modelos porque, en muchas ocasiones, una sola variable no es capaz de explicar la mayor parte de la conducta delictiva (por ejemplo, impulsividad). Por esta razón, debemos profundizar en el impacto que los diferentes factores de riesgo familiares, educacionales, sociales, biológicos y personales ejercen sobre las conductas que facilitan el maltrato filial, en un intento de dar alguna respuesta a éste fenómeno, con el objetivo de encontrar las variables que expliquen la mayor parte de su casuística.

 

Conclusiones

La violencia a ascendientes emerge en las familias de todos los niveles socio-económicos, siendo las de clase media o suficiente donde se da la mayor incidencia y prevalencia de esta violencia. En los extremos porcentuales aparecen de igual manera representadas las familias de clase alta y de clase baja.

Los tipos de violencia filial son psicológico-emocionales, económicos y físicos, cuyo fin es la obtención de poder y control sobre los progenitores para adquirir lo que se desea. El maltrato del hijo es consciente, reiterado, a lo largo del tiempo y con intención de causar daño a sus víctimas. Este maltrato intrafamiliar puede generar un ciclo de violencia filial-parental y parento-filial coercitivo, cuya escalada es progresiva, sobre todo por parte del hijo/a agresor.

En cuanto a la variable de sexo predominante en los agresores, se mantiene la relación que aparece en los delitos más habituales, donde la población masculina representa el porcentaje más elevado. No obstante, en la violencia filio-parental aparece un número mayor de chicas si lo comparamos con otros tipos de delitos tipificados. Por otra parte, el rango de edad de mayor incidencia estaría entre los 10 y 15 años, y la víctima mayoritariamente elegida por los hijos e hijas maltratadores es la madre, en todas las investigaciones revisadas.

La violencia a ascendientes correlaciona positivamente con prácticas educativas permisivas, negligentes y con la ausencia del padre (física y/o psicológica), desestimando la sobreprotección o el estilo autoritario como factores de riesgo a considerar. Además, también aparecen como factores de riesgo, la no coincidencia de los estilos educativos del padre y de la madre, la familia monoparental y el ser mujer.

Las variables pedagógicas analizadas indican una prevalencia de fracaso escolar entre el 67.2% y el 32.7%, y una prevalencia en las dificultades académicas entre el 93% y el 53%. En cuanto a la variable pedagógica-laboral se concluye que estos adolescentes abandonan el puesto de trabajo y tienen problemas en acatar y cumplir normas (Aroca, 2010). Los factores de riesgo "tener un grupo de amigos antisociales" y "consumir alcohol/drogas", correlacionan positivamente en la mitad de las muestras revisadas.

En las variables psicológicas de los hijos maltratadores aparecen: agresividad, impulsividad, psicopatía, bajo nivel de frustración, TDA-H, falta de empatía, sin control de la ira, baja autoestima e irritabilidad, principalmente. Debemos indicar que existe un grupo diferenciado que presenta apatía, un preocupante aislamiento social y sin grupo de amigos.

Es importante señalar la disparidad porcentual que se presenta a la hora de establecer la prevalencia de la violencia filio-parental debido a la existencia de un amplio margen de estimaciones difíciles de comparar porque: (a) los estudios analizados utilizan una metodología distinta en la recogida de datos, así como escalas de medida del maltrato filio-parental muy diversas; (b) la mayoría de las investigaciones han sido realizadas en la década de los años 80 y 90, cuando el maltrato psicológico y económico rara vez estaba incluido en las estimaciones; (c) las edades de los hijos e hijas maltratadores que aparecen están entre los 3 y los 21 años; (d) en cuanto a la muestra de las víctimas, aparecen importantes diferencias y sesgos en los criterios de inclusión; y (e) la forma más habitual de recoger los datos revisados era por medio de entrevistas y auto-informes, sobre todo en el contexto clínico o de terapia familiar, con los sesgos que comporta la extracción de los juicios clínicos.

A tenor de lo expuesto diremos que, el impacto de la violencia filio-parental genera consecuencias numerosas y severas que se extienden más allá del propio hogar, generando otros problemas adicionales difíciles de solucionar. Estas secuelas implican un deterioro de la salud y el bienestar familiar, especialmente en las madres y padres, porque les impide ejercer otros roles sociales de forma eficaz.

 


1 Cuando la autora habla de violencia emocional se refiere a todos los tipos que aparecen en nuestra definición de violencia psicológica, a excepción del que denominamos "insultos", que Eckstein (2004) clasifica aparte, como violencia verbal. Además de la violencia verbal (insultos) y la emocional (psicológica), añade la violencia física.

2 Cuando hablamos de prevalencia de la violencia filial, nos referimos a la proporción, en tantos por cien, de hijos e hijas que maltratan a sus progenitores en un momento temporal concreto.

3 Sin embargo, un niño que da una patada o un mordisco a su padre tiene la intención de causarle daño o dolor, hecho que debe ser tenido en cuenta, más allá de la falta o gravedad de la herida.

4 No obstante, la herida física no es un elemento necesario del comportamiento para que se clasifique como violencia interpersonal. Por ejemplo, en la violencia hacia la pareja, un empujón del hombre rara vez causa heridas, y eso no significa ausencia de violencia física, al menos, en este tipo de delito.

5 Estos sesgos, o errores de juicio clínico, son: (1) la falacia de la conjunción (Tversky y Kahneman, 1974), que es un efecto que asocia eventos de modo intuitivo, en lugar de orientarse por las leyes de la probabilidad; (2) la correlación ilusoria (Chapman, 1967), o la tendencia a considerar determinados eventos asociados, cuando la realidad es bien diferente; y (3) la tendencia a atribuir relaciones causales a eventos de la historia del paciente (Garrido, 2003), como traumas vividos en la infancia.

6 Edad del hijo que varía si la muestra estudiada procede de justicia (entre 14-17 años) o de clínica y servicios sociales (a partir de los 9 años), el tipo de violencia ejercida que se analiza, o si se admite en el estudio únicamente a las madres biológicas, a ambos progenitores o solo a familias nucleares.

7 Coeficiente vinculado a la adquisición de conocimientos escolares/ académicos.

8 Principalmente: dificultades en el aprendizaje, retraso y bajo rendimiento escolar, problemas de adaptación y de conducta, y absentismo escolar.

 

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Dirección para correspondencia:
Concepción Aroca Montolío.
Universidad de Valencia.
E-mail: Concepcion.Aroca@uv.es

Artículo recibido: 17-03-2012
Revisado: 29-03-2013
Aceptado: 10-04-2013

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