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Gaceta Sanitaria

Print version ISSN 0213-9111

Gac Sanit vol.20 n.3 Barcelona May./Jun. 2006

 

EDITORIAL

 

Comercio y salud

Trade and health

 

 

Vicente Ortún Rubioa

a Centro de Investigación en Economía y Salud, Universidad Pompeu Fabra, Barcelona, España.
E-mail: vicente.ortun@upf.edu

 

 

La especialización que ha permitido la prosperidad humana requiere del comercio, que, en general, contribuye al crecimiento económico. El crecimiento económico ha sido históricamente el factor explicativo más importante de la mejora de la salud. La pobreza origina mala salud, y la mejora de la renta repercute sobre la salud en la medida en que afecta a la población más pobre y se canaliza en gastos de salud pública. No sólo la pobreza origina mala salud, también la mala salud causa pobreza. El círculo vicioso -mala salud origina pobreza y la pobreza causa mala salud- puede romperse actuando simultáneamente sobre el crecimiento (instituciones, estabilidad macro, reducción de la pobreza, inversión en educación e infraestructuras...) y la salud. Incluso cuando la «economía» no puede hacer nada por la «salud», la «salud» sí puede hacer algo por la «economía».

La salud constituye la parte más importante del capital humano y hay abundantes pruebas científicas que muestran que la salud explica de forma notoria el crecimiento económico1. La mala salud afecta a todos los componentes de la función de producción: capital humano, capital físico y eficiencia agregada. Al capital humano -entre otros factores- afecta una menor capacidad física y mental, una peor educación (la enfermedad dificulta la escolarización), una vida más corta (que desincentiva la inversión en educación) y la pérdida de la complementariedad entre enfermedades (disminuir la mortalidad por una causa ayuda a reducir la mortalidad por otras, relacionadas a través del comportamiento pero biológicamente independientes2).

La mala salud repercute sobre el capital físico a través de los menores incentivos al ahorro y la inversión, tanto privada como pública, y a causa de la «ruina» que en las poblaciones no protegidas causan las enfermedades «catastróficas». Finalmente, carecer de riqueza suficiente lleva en ocasiones a elegir la tecnología productiva menos eficiente, por no poder pagar el coste fijo que la tecnología más productiva requiere. Esta menor eficiencia agregada suele venir agravada por la inestabilidad política y social, exponente de un menor desarrollo institucional, un menor desarrollo institucional relacionado con la mayor mortalidad de los colonos a mediados del siglo XIX3. En Burundi o en el Congo, por ejemplo, la mortalidad anual de 280/1.000 habitantes entre los colonizadores belgas impidió el asentamiento de éstos, pero no llevaron a la renuncia a explotar -mediante la esclavitud a punta de fusil- las riquezas naturales. Al puerto de Amberes los barcos llegaban cargados de café o cacao y salían con municiones y tropas. Este desigual intercambio originó sólo en el Congo 5 millones de muertes4. En cambio, las mortalidades mucho menores entre los colonos de Australia y Canadá, por ejemplo, propiciaron el asentamiento de los colonos y el ulterior establecimiento de unas instituciones («reglas de juego») facilitadoras del desarrollo (esas «reglas de juego» que hacen individualmente atractivo lo socialmente conveniente).

Las instituciones, o «reglas de juego», pese a fundamentarse en instintos, emociones y sentimientos (disgusto, sentido de culpa y vergüenza, impulso justiciero...), han sido diseñadas de forma intencional -aunque no previsible- para permitir una interacción cada vez más amplia. El proceso de cambio institucional tiene poco que ver con la selección natural, al estar influido por el aprendizaje y la imitación, pero son precisamente las instituciones las que han de desarrollar los mecanismos de cooperación (control del comportamiento antisocial) y racionalidad que mejoren nuestra adaptación a un entorno muy distinto. La ingeniería inversa de la mente, posibilitada por la riqueza de información suministrada por los más de 6.000 millones de «fósiles» que actualmente habitamos la tierra, avanza en el descubrimiento de cómo el hombre se especializó en el nicho cognitivo y desarrolló la mente -en el proceso habitual de selección natural- en un largo período: desde 1,8 millones de años hasta hace 10.000 años (revoluciones agrícolas e inicio de la «globalización»). Se trata de una mente evolucionada en un entorno de cazadores-recolectores: bandas nómadas con pocas tecnologías (fuego, piedra y madera) y escasas posibilidades de interacción más allá de los, como máximo, 150 integrantes de la banda, claramente diferente de la actual, en el que la especie humana -especializada en el nicho cognitivo- ha tenido éxito, pero al cual sólo puede adaptarse a través de las instituciones5.

Dos importantes dimensiones de la mente están mal adaptadas: la racionalidad (la obesidad6 y la aversión al riesgo constituyen claros exponentes de esa mala adaptación) y los mecanismos de cooperación. Los mecanismos mentales de cooperación humana desarrollados en el entorno cazador-recolector son varios: «gen egoísta» (tendencia universal al nepotismo), compromiso emocional, capacidad para detectar tramposos, altruismo recíproco e incluso presencia en cierto porcentaje de población de rasgos de altruismo fuerte (los castigadores altruistas7 que actúan por el «fuero», no sólo por el «huevo», y aceptan pérdidas personales para corregir comportamientos antisociales de personas con las que nunca volverán a relacionarse). Todos los mecanismos de cooperación citados tienen en común el requerimiento de la interacción personal -mecanismos desarrollados durante la evolución en el entorno cazador-recolector con grupos pequeños-, cuando el tipo de cooperación que hoy necesita el mundo es el de la cooperación «con extraños». Sólo llevamos 10.000 años cooperando con «extraños» y de forma significativa únicamente 200 años. Y aquí el hombre toma el timón del diseño institucional, sin apenas saber pilotar embarcaciones, y trata de sentar las reglas del juego para permitir el funcionamiento eficaz del mecanismo esencial de coordinación: el mercado. En muchas ocasiones, sin embargo, resultará más ventajoso para ciertos individuos y grupos organizados aprovecharse de las malas adaptaciones que intentar superarlas. Por ejemplo, y como la ciencia política siempre ha temido, puede resultar electoralmente rentable fomentar la lealtad a la «banda» a expensas de la cooperación entre todas las «bandas» del mundo. Como Wantchekon8 ha demostrado en su Benin natal, las campañas electorales que prometen empleo y beneficios para un grupo a expensas de otros grupos tienen mucho más éxito que las campañas que apelan al interés general.

El siglo XX estuvo precisamente presidido por el debate sobre las virtudes relativas del mercado y de la planificación centralizada como mecanismos de asignación de recursos en las sociedades. Interesantes aportaciones desde ambos lados han sobrevivido, pero más por el costado de Hayek que por el de Lange. La idea de Hayek, según la cual el mercado constituye un mecanismo de coordinación entre múltiples decisores descentralizados con la mera información de los precios, se añade así a las ventajas potenciales del mercado como mecanismo para reconciliar intereses individuales y sociales, consiguiendo un empleo eficiente de recursos (la idea de Adam Smith formalizada por Arrow). No obstante, al igual que ha pasado con la mente humana, el «éxito» comporta malas adaptaciones. En este sentido, la lectura rápida de la caída del muro de Berlín, en 1989, como exponente del triunfo del mercado y el fracaso del Estado, fue muy equivocada. Los aviones hacia Duchambé, Erevan o Moscú se llenaron de consultores pregoneros del mercado hasta que, mediada la década de los noventa, se constató el desastre sanitario y económico de la transición de economías planificadas a economías de mercado. ¡Son las reglas del juego las que hacen que sea individualmente atractivo lo socialmente conveniente y que los países y las relaciones entre países funcionen! El mercado, incluso en la forma más precaria de top-macarrón, existe en cualquier lugar del mundo. Un buen gobierno y una administración transparente, en cambio, faltan por doquier.

El artículo de Umaña Peña et al9, publicado en este número de Gaceta Sanitaria, describe el escaso eco parlamentario del Acuerdo General sobre el Comercio de Servicios, una de esas instituciones que pretenden facilitar la cooperación con «extraños», en consonancia con la práctica ausencia de debate sobre esta cuestión en nuestro país.

El Acuerdo General sobre el Comercio de Servicios tiene, como casi todo, sus pros y sus contras, y en la resistencia a la globalización conviene separar sus diversos ingredientes: tanto la tecnología como la «cooperación con extraños» (el mercado) ofrecen, pese a todos sus efectos secundarios, un balance positivo.

Mayor dificultad presentan las grandes asimetrías de poder en el mundo. La desigualdad, mayor o menor que cuando se diseña la arquitectura institucional de Bretton Woods, en 1944, según los indicadores que se utilicen, encuentra hoy una tolerancia claramente menor que hace 60 años.

No hay ninguna contradicción entre reconocer y facilitar la contribución positiva de la globalización de las relaciones económicas, políticas y sociales y oponerse, al mismo tiempo, a la injusticia: se precisan iniciativas para mejorar nuestras «reglas de juego» y construir una organización mundial más responsable (incluyendo una ONU más potente), una protección de la propiedad intelectual mejor formulada, una eliminación del proteccionismo y las restricciones al comercio de los países ricos (en lugar de pedirlo únicamente a los países más pobres y con menos poder), y unas instituciones internacionales preocupadas no únicamente por promover el comercio internacional, sino por proteger también de manera efectiva la seguridad y los derechos humanos de la población10.

 

Bibliografía

1. Sala-i-Martín X. On the health poverty trap. En: López-Casasnovas G, Rivera B, Currais L, editors. Health and economic growth. Findings and policy implications. Cambridge: The MIT Press; 2005. p. 95-114.

2. Dow W, Philipson T, Sala-i-Martín X. Health investment complementarities under competing risks. Am Econ Rev. 1999;89:1358-71.

3. Easterly W, Levine R. Tropics, germs and crops. How endowments influence economic development. Washington: National Bureau of Economic Research; 2002. Working Paper n.o 9106. Disponible en: http://www.nber.org/papers/W9106

4. Hochschild A. King Leopold's Ghost: a story of greed, terror and heroism in colonial Africa. Boston: Mariner Books; 1999.

5. Arruñada B. Human nature and institucional analysis. Barcelona: Departamento de Economía y Empresa, Universidad Pompeu Fabra; 2005. Working Paper n.o 822. Disponible en: http://www.econ.upf.edu/cat/research/onepaper.php?id=822

6. González López-Valcárcel B. La obesidad como problema de salud y como negocio. Gestión Clínica y Sanitaria. 2005;7:83-7.

7. Fehr E, Gächter S. Altruistic punishment in humans. Nature. 2002;415:137-40.

8. Wantchekon L. Clientelism and voting behaviour: evidence from a field experiment in Benin. World Politics. 2003;55:399-422. Disponible en: http://www.nyu.edu/gsas/dept/politics/faculty/wantchekon/research/WP_0331.pdf

9. Umaña Peña R, Álvarez-Dardet C, Vices Cases C. La opacidad de los acuerdos generales de bienes y servicios en España. Gac Sanit. 2006;20:228-32.

10. Sen A. The argumentative indian. New York: Farrar, Straus and Giroux; 2005.

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