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Papeles del Psicólogo

On-line version ISSN 1886-1415Print version ISSN 0214-7823

Pap. Psicol. vol.41 n.1 Madrid Jan./Apr. 2020  Epub May 10, 2021

https://dx.doi.org/10.23923/pap.psicol2020.2919 

Artículos

Suicidio y trastorno mental: una crítica necesaria

Suicide and mental disorder: a necessary critique

Juan García-Haro1  juanmanuel.garciah@sespa.es, Henar García-Pascual1  , Marta González González1  , Sara Barrio-Martínez2  , Rocío García-Pascual3 

1Servicio de Salud del Principado de Asturias

2Máster Psicología General Sanitaria

3Universidad de León

Resumen

Este artículo analiza desde una perspectiva crítica y reflexiva la asociación entre suicidio y trastorno mental. Se debate el dato de la Organización Mundial de la Salud que dice que el 90% de los suicidios se deben a un trastorno mental. Se concluye que la asunción acrítica de este dato conlleva: 1) una confusión entre un factor de riesgo y una causalidad psiquiátrica, 2) una idea reduccionista del suicidio y la conducta suicida vistos como un "síntoma", una evolución "natural" o incluso como un trastorno mental en sí mismo, y 3) finalmente, supone una anulación del núcleo íntimo del fenómeno suicida que es la capacidad de decisión-acción de una persona-en-un-contexto. Estas conclusiones ayudarían a pensar el suicidio más allá del enfoque biomédico y del factor diagnóstico.

Palabras clave Trastornos mentales; Psicopatología; Suicidio; Intento de suicidio; Factores de riesgo

Abstract

This article analyzes, from a critical and reflexive approach, the relationship between suicide and mental disorder. The World Health Organization figure reporting that 90% of suicides are due to a mental disorder is debated. It is concluded that an uncritical assumption of this figure implies: 1) a confusion between a risk factor and a psychiatric causality, 2) a reductionist idea of suicide and suicidal behavior seen as a "symptom", a "natural" evolution, or even as a mental disorder in itself, and 3) finally, it involves the cancellation of the intimate nucleus of the suicidal phenomenon that is the decision-action capacity of a person-in-a-context. These conclusions help us to think about suicide in a way that goes beyond the biomedical approach and the diagnostic factor.

Keywords Mental disorders; Psychopathology; Suicide; Suicide attempt; Risk factors

Introducción

Un padre y su hijo viajan en coche. Tienen un accidente grave. El padre muere y al hijo se lo llevan al hospital porque necesita una compleja operación de emergencia, para la que llaman a una eminencia médica. Pero cuando entra en el quirófano dice: "No puedo operarle, es mi hijo". ¿Cómo es posible? A veces se activan de forma involuntaria sesgos cognitivos que impiden llegar a soluciones. En el caso anterior, sería un sesgo de género, pues mientras que la eminencia médica es la madre del chico, algunos lectores tendrán dificultades para llegar a esta conclusión. Otras veces se activan sesgos científicos que orientan hacia conclusiones parciales, si no directamente falsas o interesadas, como es la afirmación de que más del 90% de las personas que se suicidan padecen una "enfermedad mental".

Es ampliamente asumida la cita que dice que el 90% (o más) de los suicidios se deben a un trastorno mental (WHO, 2014). Este dato procede de estudios de "autopsias psicológicas" (Hjelmeland et al., 2012). Se refiere a una investigación médico-psicológica de las posibles causas de la muerte de una persona cuando estas no son claras.

En los últimos años diversos autores han cuestionado la fiabilidad y validez de las autopsias psicológicas debido a sus numerosas y graves carencias metodológicas y sesgos analíticos (Hjelmeland y Knizek, 2016; Hjelmeland et al., 2012; Hjelmeland y Knizek, 2017; Pouliot y De Leo, 2006; Shahtahmabesi, 2013). A modo ilustrativo se señalan los sesgos de selección y de confirmación; consisten en que se encuentra y confirma lo que se busca, respectivamente. Habitualmente se busca confirmar la existencia de tres cosas: antecedentes de trastorno mental, intentos previos y consumo de sustancias. Esta opción llevaría a sobrestimar la proporción de trastornos mentales en los suicidios y a mal entender la relación (a menudo en sentido causal) entre psicopatología y suicidio. Si se rastreara la existencia de contextos vitales problemáticos susceptibles de ayuda, quizás se encontraría que estos están presentes en el 100% de los casos. También se ha observado que cuando se usan autopsias con un enfoque cualitativo-narrativo, el papel de los trastornos mentales disminuye significativamente y aparecen otros factores que iluminan mejor el suicidio (Hjelmeland, 2016; Hjelmeland y Knizek, 2016; Hjelmeland et al., 2012; Hjelmeland y Knizek, 2017). Por otro lado, se cuestiona el hecho de que muchos entrevistados son familiares cercanos que pueden necesitar la atribución a una "enfermedad mental" como una manera de soportar mejor el duelo.

Ante esta cita del 90%, tan difundida en la literatura y medios de comunicación, conviene plantear un análisis crítico. Las críticas, cuando las hay, asumen ingenuamente un sentido unívoco de la cita y se limitan a señalar que no todos los suicidios tendrían una base psiquiátrica. Pero no se cuestiona lo más importante; que se está confundiendo un factor de riesgo (asociación estadística) y un factor explicativo (Franklin et al., 2017), con el peligro que ello conlleva (Hjelmeland y Knizek, 2017; Pridmore, 2015), ya que se fomenta un mito: suicidio igual a "enfermedad mental". Más específicamente, se trataría de un mito presente en la literatura psiquiátrica desde Esquirol y rehabilitado en nuestros días por la psiquiatría académica-oficial. Se justificaría así que la mejor estrategia de prevención del suicidio es la vía indirecta; a través de la reducción y control del factor diagnóstico: detección precoz y tratamiento de los trastornos mentales, especialmente la depresión (Mann et al., 2005), lo que es, en definitiva, una estrategia diagnosticocéntrica y farmacocéntrica. Por otro lado, se justificaría la inversión en el estudio de los trastornos mentales (Pridmore, 2015; Shahtahmabesi, 2013) en detrimento de otros factores tanto o más importantes implicados en el suicidio como son los psicológicos, contextuales, existenciales y sociales. Y, sobre todo, en perjuicio del estudio de los factores de protección.

El enfoque diagnosticocéntrico se refiere al intento de nuclear la explicación-comprensión del sufrimiento psicológico y de las experiencias inusuales o problemáticas en torno a categorías discretas de enfermedad según los sistemas de diagnóstico al uso, CIE/DSM, actualmente en crisis (Allsopp et al., 2019; Deacon, 2013; Timimi, 2012, 2013, 2014), y al hecho de que la atención a la salud mental en nuestros días gire en torno al control de los síntomas de estos diagnósticos.

El objetivo de este artículo es analizar, desde una perspectiva crítica y reflexiva el dato que dice que el 90% de las personas que se suicidan padecían un trastorno mental. Se presentan tres consideraciones críticas: 1) sentido y tautología del dato, 2) naturalización biomédica del suicidio y 3) confusión conceptual sobre lo que es y no es suicidio. Se cierra el trabajo con las principales conclusiones.

SENTIDO Y TAUTOLOGÍA DEL DATO

Aunque la conexión entre el suicidio y los trastornos mentales está bien establecida, no lo está su sentido. Una relación simplista es contraproducente. ¿Qué significa que el 90% de las personas que se suicidan padecían un trastorno mental? A poco que se piense, se verá que la interpretación ni es unívoca ni sencilla. Quedarse en la superficialidad del dato es engañoso. Hay afirmaciones que insinúan más de lo que la evidencia autoriza. Que (A) el 90% de las personas que fallecen por suicidio presentaban o podrían presentar un trastorno mental, no quiere decir que (B) el 90% de las personas con trastorno mental se suiciden, ni que (C) el factor diagnóstico sea la "causa" del 90% de los suicidios. En efecto, la inmensa mayoría de personas con problemas clínicos ni se suicidan ni intentan suicidarse. Evidentemente, (A), (B) y (C) son tres cosas distintas. Estimamos, sin embargo, que muchos lectores habrán concluido y hasta memorizado de forma "natural" que la cita que se discute afirma lo segundo y hasta lo tercero. Con ello habría operado un sesgo cognitivo-social que coloca a los trastornos mentales en el centro explicativo de las conductas suicidas. En efecto, el modelo biomédico de salud mental, instalado cual programa informático en nuestro modo individual y social de pensar, con base en los diagnósticos nosológicos, y en última instancia en el cerebro o los genes (Pérez-Álvarez, 2011), brilla en nuestros días como explicación total y suficiente de cualquier comportamiento humano. Este brillo deslumbra más que ilumina el fenómeno que se quiere estudiar. Desactivar este sesgo es en nuestros días todo un desafío. Se diría que es una de las tareas de nuestro tiempo.

  1. En primer lugar, el trastorno mental ni es una condición necesaria ni suficiente para el suicidio. Que exista relación entre psicopatología y conducta suicida no autoriza a concluir que la psicopatología sea la "causa" del suicidio, según se afirma, explícita o implícitamente, a cuenta de una naturalización biomédica del suicidio (Insel y Cuthbert, 2015). Se confunde un factor de riesgo con un factor explicativo (Franklin et al., 2017), y más aún, esta confusión se propaga como "verdad" a través de los medios de comunicación; institución social que se caracteriza por el hecho de que al informar sobre la realidad, crea significados y realidades. Véase la siguiente noticia de prensa: "Más del 90% de los suicidios en menores de edad se deben a un trastorno mental" (Mayordomo, 2019, p.23). A menudo estas cuestiones se confunden incluso entre autores críticos con la pretendida "causalidad psiquiátrica" del suicidio (León Pérez, Navarrete Betancort y Winter Navarro, 2012). El artículo de la noticia anterior empezaba con esta enigmática afirmación: "Los suicidios son la segunda causa de muerte en adolescentes -tras los accidentes de tráfico-, pero la primera causa médica".

  2. Que muchas personas con enfermedades terminales y oncológicas piensen en el suicidio o se quiten la vida (Calati et al., 2018; Diaz-Frutos et al., 2016), no significa que la conducta suicida sea un síntoma del cáncer o que el cáncer "cause" el suicidio. Significa más bien que el suicidio es una opción-limite que se abre frente a contextos de sufrimiento trágico como es el caso aquí de la cercanía de la muerte o de anticipar una terrible agonía. Aquí, el cáncer funcionaría como un factor precipitante del suicidio. Sobre todo, si se vive como pérdida irreversible del proyecto vital o como sobrecarga para los demás. Concretamente esta circunstancia parece haber sido la motivación del suicido del conocido actor Robin Williams, o del escrito de eutanasia del poeta Juan Goytisolo, conociéndose clásicamente esta forma de suicidio como "suicidio racional" (Siegel, 1986). Se entiende que es comprensible, desde una óptica de segunda persona, en términos de balance vital (satisfacciones/cargas que me da la vida). Desde el modelo biomédico, este subgrupo de suicidios no tendría una base psicopatológica. Sería la otra cara del suicidio; el 10 % complementario del 90%.

  3. Que el diagnóstico de depresión acompañe como una larga sombra a las conductas suicidas, no significa que el "cuadro" clínico sea la variable relevante para entender la "escena" y "acto" suicida: un varón de 70 años llevaba diagnosticado de depresión desde que cumplió los 50; le diagnostican un cáncer con metástasis y en pocos días se suicida. Pregunta: ¿se suicida por tener depresión? Una mujer sufre la violencia machista de su pareja. Desarrolla un malestar anímico que le lleva a tomar medicación. Al cabo de unos meses se separa y sufre una nueva agresión con amenazas de muerte a sus hijos, entra en un estado de crisis y realiza una tentativa suicida tomando la medicación. ¿La depresión fue la causa del intento de suicidio? Un último ejemplo: si una persona utiliza el alcohol como elemento desinhibidor para "atreverse" a ejecutar el acto suicida (o consume alcohol como analgésico emocional), eso no quiere decir que el alcohol sea una causa o precipitante del suicidio o de la conducta suicida, como tampoco sería correcto concluir que los psicofármacos son la causa o un factor de riesgo del suicidio porque se utilicen (como sucede con mucha frecuencia) en la autointoxicación medicamentosa. Sería confundir una consecuencia con una causa.

  4. Interesa señalar que dentro del modelo diagnosticocéntrico, los mecanismos explicativos por los cuales un determinado diagnóstico "causa" el comportamiento suicida no han sido estudiados. Se dice que el "suicidio patológico" es aquél que es "causado" por una "enfermedad mental", sin aportar mayor información. Esto es importante, pues habría numerosos matices fenomenológicos y existenciales que conviene situar sobre el lienzo ya de por sí bastante impresionista. En efecto, no es lo mismo 1) el deseo de escapar de un sufrimiento intolerable agravado por el significado de cronicidad y estigma atribuido a una "enfermedad mental" (trastorno bipolar), 2) que el deseo de morir tras un estado de desmoralización y desesperanza que nubla cualquier prospección positiva de futuro (depresión), 3) que la respuesta de huida ante unas voces imperativas que incitan a tirarse por la ventana (esquizofrenia), 4) que la conducta autodestructiva impulsiva tras una pérdida o rechazo afectivos (trastorno límite), etc. No basta con constatar que ahí había un diagnóstico psiquiátrico, como si la relación entre trastorno mental-conducta suicida fuera causal, lineal, evidente y unívoca.

  5. Finalmente, aunque la psicopatología es un factor de riesgo, no es el único. Habría otros factores de riesgo; entre ellos los antecedentes de maltrato y abuso sexual infantil (Angelakis, Gillespie y Panagioti, 2019; Beghi, Rosenbaum, Cerri y Cornaggia, 2013) y los factores psicosociales (Baca-García et al., 2007). Entre estos últimos habría que destacar: la desesperanza, la impulsividad, el perfeccionismo, los estilos y sesgos cognitivos, falta de apoyo, etc. (O'Connor y Nock, 2014). Sin olvidar los determinantes sociales (educación, condiciones laborales, vivienda e ingresos económicos) (Estruch y Cardús, 1982; Fernández de Sanmaned et al., 2018; Navarrete Betancort, Herrera Rodríguez y León Pérez, 2019), y los conflictos existenciales y culturales (Hjelmeland y Knizek, 2016; Rendueles, 2018). La insistencia en sobredimensionar la importancia del factor diagnóstico en detrimento de otros, tanto o más importantes, tiene a nuestro juicio más un sentido ideológico, basado en intereses, que científico, basado en evidencias. Entre estos intereses se señalarían los comerciales-económicos, profesionales-corporativos y los sociales-políticos (Deacon, 2013).

  6. Con todo, con el dato del 90% se quiere apuntar a la tautología según la cual quien atenta contra su vida o lo piensa, por el hecho de hacerlo, tiene un trastorno mental que es la causa "médica" de dicha conducta suicida. En esta dirección tautológica se mueve el DSM-5 (APA, 2013), que sugiere, dentro de los trastornos que precisan más estudio, un nuevo diagnóstico: el "Trastorno del comportamiento suicida". Su manifestación o síntoma fundamental y único sería el intento de suicidio. La conducta suicida se atribuye a una "enfermedad mental", cuya existencia se infiere retrospectivamente precisamente por la presencia de la conducta suicida. Como dicen algunos informantes: "nadie sabía que estaba enfermo". Según se infiere de los propios criterios diagnósticos de este manual, este intento de suicidio ha de estar guiado por la intención o expectativa de matarse. Si no es así, los autores del DSM-5 recomiendan no realizar el diagnóstico. Lo mismo se puede decir respecto al "trastorno de autolesión no suicida"; no sólo define la topografía conductual sino también el sentido o propósito de la conducta autolesiva. Sin embargo, este manual no da ninguna pista sobre lo realmente importante a nuestro juicio, a saber: ¿cómo se evalúa la existencia o no de intencionalidad suicida cuando la persona misma puede tener dificultades para acceder a sus propios contenidos intencionales o mecanismos motivacionales?

NATURALIZACIÓN BIOMÉDICA DEL SUICIDIO

El dato del 90% no parte desde ningún lugar ni perspectiva, sino desde un a priori teórico que conviene explicitar. Se refiere a la naturalización biomédica del suicidio. La naturalización es el proceso de convertir todo asunto humano, problemático o no, en una cuestión natural-positivista, desgajada de las condiciones sociohistóricas y culturales donde esos asuntos humanos tienen lugar y cobran sentido, situando su centro de análisis y estudio en la materialidad biomédica y preferencialmente en el cerebro o los genes. La conducta suicida se entendería bien como un "síntoma" o manifestación clínica de un trastorno mental (se refiere aquí a la depresión y a los trastornos límites de la personalidad), bien como una consecuencia, complicación o evolución "natural" de una "enfermedad psiquiátrica" (se refiere a la "depresión resistente"), o incluso como un trastorno mental en sí mismo (véase la propuesta del "trastorno del comportamiento suicida" del DSM-5, incluida en el apartado de condiciones para el estudio futuro).

Esta naturalización del suicidio no tiene ninguna evidencia científica, más allá de contar con innumerables correlatos biológicos inespecíficos. Acaso la muerte de un perro que deja de comer tras el fallecimiento de su dueño sea lo más parecido a una complicación o evolución "natural" desde una alteración endotímica a una muerte (¿suicida?) por inanición. En cualquier caso, el parentesco de esta muerte canina con el suicidio de un sujeto humano diagnosticado de depresión es totalmente artificial. En contra de quienes defienden la tesis del suicidio de los animales, cabe preguntarse: ¿Tienen los animales ideas de suicidio?

Para profundizar en esta crítica a la naturalización del suicidio, veamos la siguiente cita que trata del trastorno bipolar. "El suicidio constituye uno de los síntomas que pueden presentarse en los episodios de la enfermedad y, por tanto, debería ofrecerse a pacientes y familiares la información correspondiente sobre su manejo. Es importante que sean capaces de concebir el suicidio como un síntoma de la enfermedad, cuyos episodios son limitados en el tiempo, y no como una decisión voluntaria y propia de la individualidad del sujeto. Por tanto, la psicoeducación, tanto de pacientes como de familiares, resulta imprescindible" (Reinares Gagneten et al., 2004, p. 191). Las cursivas son nuestras. Reducir el acto suicida a mero síntoma involuntario, arrebato inmotivado, raptus o acto en cortocircuito, es distorsionar su sentido más esencial que es la intencionalidad-de-querer-quitarse-la-vida. Intencionalidad y sintomatología son dos conceptos que pertenecen a diferentes ontologías. Pues, si hay intención-para, entonces, es difícil que sea un "síntoma-médico-de"; y lo contrario: si se trata de un "síntoma", no cabe pensar que sea intencional, a no ser que decidamos que los genes, las células o las moléculas del organismo pilotan la vida biográfica, toman decisiones y hacen balances existenciales. En esta línea reduccionista se situaría la siguiente cita: "Es una falacia peligrosísima (se está criticando la tesis del suicidio racional): es como decir que alguien muere libremente de hepatitis o de cáncer" (Suárez, 2010). Se quiere decir que la conducta suicida tiene la misma entidad que un síntoma médico como cualquier otro, como la sed a la diabetes, el sudor a la fiebre o el temblor al Parkinson. Es decir, se estaría pensando el suicidio como un movimiento corporal más que como un acto psíquico. O en términos de Castilla del Pino (2010): un "acto aconductual" más que conductual. Sin embargo, como dijo el filósofo y psiquiatra Jaspers, el suicidio no es a la depresión lo que la fiebre a la infección (Jaspers, 1959).

La paradoja del modelo biomédico del suicidio consistiría en describir primero la conducta suicida en términos fenomenológicos, de primera persona, como un acto-intencional-de-matarse, y luego, intentar demostrar que dicha intencionalidad no existe, porque en realidad las "enfermedades psiquiátricas son enfermedades de la libertad" que, en última instancia, remiten a mecanismos bioquímicos, neurobiológicos y/o genéticos-hereditarios anómalos. Y además, sin clarificar que genético no es sinónimo de hereditario; véase el papel de la epigenética (López-Otín, 2019). Esta lógica biomédica del suicidio no sólo es criticable por reduccionista y mecanicista sino por peligrosa. Conlleva el riesgo de diluir o desactivar cualquier análisis psicológico y contextual (social o político) implicado en la crisis suicida, pues coloca el centro de explicación-comprensión en mecanismos averiados de la materialidad infra-sujeto, incluyendo aquí la supuesta "heredabilidad" del suicidio. Con esta manera de pensar el suicidio (reducción fisiopatológica, sin subjetividad, ni contexto social, ni valores, ni teoría del sujeto), se abona el terreno a prácticas de vigilancia de la intimidad (propagación de escalas de detección y estimación del riesgo en los diferentes servicios, códigos de alarma, etc.), tratamientos farmacológicos preventivos, y en última instancia, a intervenciones restrictivas, o puede que directamente perjudiciales, como los ingresos involuntarios, la contención mecánica o la terapia electroconvulsiva (TEC); que de paso, aumentarían el estigma y la discriminación.

Según nuestra experiencia en contextos clínicos, las ideas y tentativas suicidas se asocian no tanto a los "síntomas" o al diagnóstico nosológico (depresión, esquizofrenia, etc.), sino a un manto de factores contextuales y existenciales como: 1) estar lidiando sin éxito ni esperanza por salir de contextos vitales problemáticos, 2) la vivencia de fracaso repetido de las estrategias de afrontamiento, incluyendo los sistemas de apoyo, 3) la desmoralización asociada a la semántica del diagnóstico psiquiátrico ("enfermedad-cerebral-genética- crónica-como-cualquier-otra-que-precisa-medicación-continuada"), cuya connotación, cargada de estigma, paradójicamente viene fomentada por ciertos sectores profesionales que dicen combatir el estigma en salud mental, y 4) los efectos secundarios del tratamiento, que, vividos en primera persona, en cuerpo y alma, pueden impedir o interferir seguir adelante con las tareas evolutivas, los valores o el proyecto de vida.

Para ver en detalle alguna de estas cuestiones se presenta un ejemplo.

La literatura cita con profusión el ejemplo del escritor norteamericano Ernest Hemingway, diagnosticado de diferentes trastornos mentales, para ilustrar la conexión entre psicopatología y suicidio. Sin embargo, esta misma literatura omite decir que unos meses antes, y hasta unos días antes de su muerte, el Premio Nobel de Literatura fue tratado en la Clínica Mayo con TEC y medicación de forma intensiva. Se dice que al principio mejoró mucho y que poco después empeoró gravemente realizando diferentes suicidios frustrados, por lo que volvió a ser ingresado (sin su consentimiento) y a recibir nuevas sesiones de electroshock (Baker, 1974; Martin, 2006). Aunque no se dice en ningún lugar, cabe pensar que dicho empeoramiento tuvo que ver no tanto con la evolución "natural" del supuesto trastorno mental sino con la misma TEC, toda vez que esta modalidad de ayuda (además a principios de los años 60) produce pérdida de memoria y deterioro cognitivo importantes tras su administración (Johnstone,1999; Read y Bentall, 2010; Read, Cunliffe, Jauhar y McLoughlin, 2019). En efecto, se sabe que tras recibir TEC, su memoria y su capacidad para escribir, quedaron seriamente limitadas. Se quejó llorando a su médico de que la TEC había destrozado su talento y que no podía escribir más (Sandison, 1998). Esta situación, junto a otras (la muerte de su amigo Gary Cooper, el conflicto Cuba-EEUU y la vigilancia del FBI) le hundió más aún y cabe inferir que le acercó definitivamente al precipicio del suicidio. Sólo en este sentido es cierto lo que dice Martin de que "los factores biológicos contribuyeron a su suicido" (Martin, 2006). Esta omisión (interesada) de los efectos negativos de la TEC es importante de cara a entender mejor la circunstancia de su suicidio, pues se sabe que la escritura era su principal antídoto para aliviar las numerosas heridas físicas y problemas psicológicos sufridos a lo largo de su vida, además de un mal llevado deterioro asociado a la vejez (Baker, 1974; Martin, 2006; Yalom y Yalom, 1971).

Esta hipótesis, relativa a los efectos perjudiciales del electroschock como factor implicado en el proceso suicida, sería especialmente pertinente en aquellas personas que ponen en la creación artística el sentido de sus vidas. Se sabe que la ruptura del yo con su proyecto vital (crisis de identidad o del self) es un importante factor de riesgo en el suicidio (Castilla del Pino, 2013). Con esto, se quiere señalar dos cuestiones: 1) que atribuir a los "síntomas" o al factor diagnóstico la "causa" del suicidio puede ser un enfoque demasiado simplista, y 2) que hay tratamientos tan agresivos, tan invalidantes, que si bien yugulan los "síntomas" más terribles, dejan tras de sí una oscura sombra de daños colaterales nada desdeñables. Pueden dejar a las personas con tal grado de deterioro y discapacidad que, aunque sin "síntomas" ("duerme bien, no tiene problemas de apetito, ánimo estable", etc.), las alejan de lo más valioso de sus vidas, las colocan, sin darse cuenta, al borde del abismo. Como si vivir fuera solo respirar.

Mejor suerte tuvo el también escritor norteamericano William Styron. Según cuenta en una novela autobiográfica (Styron, 2018), tras sufrir una profunda depresión con ideas suicidas, encontró en un ingreso psiquiátrico la solución a su situación-límite. Un contexto de máxima protección y liberación de responsabilidades, el ensayo de diferentes tratamientos farmacológicos y terapias ocupacionales, contribuyeron, según confesión propia, a su mejoría clínica, siendo difícil determinar el peso diferencial de cada uno de estos elementos en su evolución final. No se descarta cierto efecto placebo asociado al ingreso, pues tal y como reconoce el mismo autor, las ideas suicidas desaparecieron a los pocos días de su ingreso. Acaso sea decisiva la experiencia vivida del cuidado para salir de la crisis suicida más allá de los efectos bioquímicos de una medicación. Gracias a esta rápida mejoría esquivó la TEC, y cabe aventurar también, que quizás el suicidio.

Según se verifica muchas veces en la clínica asistencial, lo importante, como decimos, no es tanto el diagnóstico en sí sino las interferencias que tienen tanto los "síntomas" como los efectos secundarios de ciertos tratamientos en la pragmática y sentido de la vida individual. Véase entre los efectos secundarios las dificultades extrapiramidales, el deterioro de la memoria, o las alteraciones afectivas inducidas por ciertos neurolépticos. Son estos efectos, los que muchas veces impiden, complican o limitan seguir adelante con el proyecto de vida o con una vida-basada-en-valores. Alimentan y alientan la falta de control sobre la propia vida, la desmoralización, la desesperación y la desesperanza. Es por ello que no resulta extraño que en pacientes con diagnóstico de esquizofrenia la "sintomatología depresiva" (especialmente las vivencias más cognitivas: infravaloración, desesperanza, etc.) sea la variable más relacionada con riesgo suicida (Gracia Marco, Cejas Méndez, Acosta Artiles y Aguilar García-Iturrospe, 2004). Que lo importante no sea el diagnóstico en sí sino las interferencias funcionales, se puede verificar sin dificultad en el caso de numerosos escritores y artistas famosos que optaron por suicidarse (Virginia Woolf, Vincent Van Gogh, Ernest Hemingway, David Foster Wallace, etc.). Cabe pensar que para todos ellos (Virginia Woolf así lo confesaba), la muerte era mejor opción que la alternativa de vivir una vida sin la posibilidad de trabajar (de leer, de pintar, de escribir).

En conclusión; habría que pensar las crisis y conductas suicidas desde la óptica de una interacción compleja y significativa (con sentido) entre la circunstancia vivida (contextos vitales problemáticos, dramas), el diagnóstico (conjunto de síntomas y signos), el yo-proyecto (principios rectores que dan sentido a la identidad, a la vida y al futuro) y la ayuda recibida (relación terapéutica, intervenciones y tratamientos). Lo anterior tendría unas implicaciones asistenciales y preventivas muy importantes. Unos tratamientos invalidantes que agudizan la ruptura del yo con su proyecto vital y una mala relación terapéutica o directamente amenazante, serían, desde esta perspectiva, elementos facilitadores del suicidio, y por tanto, factores a cuidar en el proceso de ayuda, más allá de la reducción sintomática. Se precisaría reorientar la ayuda profesional no sólo hacia el control/evitación de "síntomas clínicos", sino hacia estrategias de elaboración y aceptación de los mismos, de modo que sus efectos no cristalicen en obstáculos ejecutivos; o a la inversa: ayudar a la persona a seguir adelante, a pesar de todo, cargando en la mochila el mal-estar y las limitaciones. Se entiende que la salud mental no es sólo eliminación de síntomas-malestar, sino recuperación funcional y mejora de la calidad de vida. Se precisaría "volver a las cosas mismas" (Husserl), que en nuestro campo serían las personas-ahí-en-el-mundo-haciendo-su-vida (Heidegger-Ortega). En este sentido, convendría trabajar cuestiones fundamentales y decisivas como las siguientes: elaborar la frustración de expectativas y el duelo por la pérdida del yo-proyecto, construir un nuevo sentido vital acorde a las nuevas posibilidades, aceptar la pérdida de capacidad cognitiva y la incapacidad para trabajar, elaborar la necesidad más/menos continuada de un tratamiento farmacológico (cuando se precise), trabajar la vivencia de pérdida de control sobre la vida y la necesidad de ayuda (especialmente en ancianos), manejar el estigma social y el autoestigma. Cuestiones totalmente ignoradas en los protocolos del suicidio, centrados en el factor diagnóstico, y que requieren por parte del clínico una capacitación en psicoterapia. No en vano, para todo lo anterior se requiere una intervención psicoterapéutica especializada.

CONFUSIÓN CONCEPTUAL

Veamos ahora algunas confusiones conceptuales implícitas al dato del 90%. Se refiere a la falta de discriminación entre la muerte de una persona que en plena "crisis psicótica" salta por la ventana huyendo de unas voces alucinatorias imperativas y la de una persona que bajo la presión de un diagnóstico de depresión crónica decide acabar con su vida dejando una nota de despedida. Según el modelo biomédico, ambos serían ejemplos de "suicidios patológicos". Sin embargo, la pregunta está servida: ¿qué parecido suicida hay entre una muerte no deseada ni buscada, y una muerte buscada y planificada? Que alguien se suicide sin quererlo (caso de la crisis psicótica) es un contrasentido. Ya en 1897, Durkheim (2004) había advertido de la necesidad de realizar esta distinción. Se debate aquí la atribución de la conducta suicida al dominio de una "enfermedad-como-cualquier-otra" (reducción fisiopatológica) o al dominio de un sujeto-en-contexto (las razones o racionalizaciones, siempre ambivalentes o dilemáticas, para querer quitarse la vida). Pues bien, esta forma de confundir hechos tan diferentes y distantes desde el punto de vista clínico y existencial, oscurece a nuestro juicio la comprensión del fenómeno del suicidio. Si no hay elementos para reconstruir a posteriori esa intencionalidad y voluntariedad de desear la muerte (subjetividad), habría que dudar si realmente se trata de un suicidio, por más que hubiera un trastorno mental. Por nuestra parte, defendemos, como hacen la mayoría de expertos y forenses, que en el fenómeno suicida han de existir datos suficientes que permitan inferir o reconstruir con cierta verosimilitud la intencionalidad suicida del acto. Si no es así (y aquí la nota de despedida jugaría un papel fundamental, aunque no solo ni siempre), podría tratarse de otra cosa; véase la defenestración en personas diagnosticadas de esquizofrenia. A estos suicidios sin implicación intencional se les suele llamar "pseudosuicidios".

En esta línea, los manuales de clasificación y diagnóstico más importantes también señalan los aspectos de intencionalidad. La CIE-10 (WHO, 1992) recoge el suicidio y las autolesiones "intencionalmente" autoinfligidas. Como se ha mencionado anteriormente, el DSM-5 (APA, 2013) habla del "trastorno del comportamiento suicida". En la definición de intento de suicidio se incluye la "intención" suicida o se dice que el sujeto pretende provocar su propia muerte. El problema es que no señala el modo cómo esta intencionalidad ha de ser evaluada. Excluye aquellos actos que se inician durante un síndrome confusional (criterio D) y aquellos que se llevan a cabo con un fin político o religioso (criterio E). Estos dos criterios tienen su interés, pues el DSM-5 admitiría lecturas médicas, por un lado, y políticas-religiosas, por otro, de las conductas suicidas. Se trataría entonces de un tema complejo y donde decir que hay suicidios de "motivación" política-religiosa, suicidios de "causa" médica, y suicidios patológicos, oscurece aún más la comprensión del fenómeno suicida.

Por otro lado, conviene recordar que la OMS define la conducta suicida como el acto de un sujeto de quitarse deliberada e intencionalmente la propia vida (WHO, 2014).

Ahora bien, como se sabe en psicopatología, la intencionalidad o funcionalidad con que opera un acto de conducta en un contexto es muchas veces independiente de su toma de conciencia por parte de su protagonista y, por consiguiente, imposible de verbalizar por el sujeto si, llegado el caso, se le pregunta por ello. Además, la intencionalidad no siempre es deliberada ni reflexiva, tampoco es un asunto de todo o nada, sino más bien un proceso o campo dimensional, con franjas grises. Puede verse como el goteo continuo en un vaso; a veces rebosa y entonces se ejecuta "impulsivamente" un acto autodestructivo. Con todo, consideramos que la existencia de notas o cartas de despedida es, a falta de otros, el mejor indicador externo de intencionalidad suicida. En un estudio ya antiguo, se encontró que la carta de despedida dio el índice estadístico más alto en el suicidio frustrado, primero, y en el consumado, después. En cambio, en los intentos o equivalentes suicidas fue insignificante (Rojas, 1978). Esto no quiere decir que las razones o racionalizaciones escritas en el papel sean las "verdades" del suicidio.

Llegamos a la altura suficiente desde donde divisar que no es tanto la conducta en sí, vale decir su topografía o materialidad conductual (tomar un veneno o saltar por una ventana), ni tampoco el resultado final (muerte o vida), sino la intención que persigue un sujeto mediante la ejecución de una conducta determinada, lo que define la "esencia" de la conducta suicida. Mantener el criterio de intencionalidad es fundamental para discriminar entre un suicidio y un accidente. No hay nada intrínseco a la conducta suicida que diga "esto es un acto suicida" (a excepción quizás del ahorcamiento). Si por el contrario, se toma el criterio del resultado final de muerte, se puede cometer el error de llamar suicidio a cosas que no lo son. La conducta humana siempre es contextual. Una "misma" conducta, como arrojarse por la ventana, puede tener diversos sentidos-funciones según el contexto; véase: 1) para verificar las capacidades voladoras (un niño de 4 años que juega a ser Superman), 2) como respuesta a una alucinación auditiva (la persona diagnosticada de psicosis que escucha voces imperativas que le instan a saltar), 3) como una forma desesperada de escapar del fuego (cuando arde en llamas un edificio y no hay escapatoria), 4) para huir de una vergüenza insoportable (tras un desahucio o divulgación de un video sexual), 5) para librarse de una culpa persecutoria o evitar un castigo carcelario (tras matar a una expareja), o 6) para acortar una prospección agónica e irreversible (tras recibir la noticia de una enfermedad terminal). ¿Son todas conductas suicidas y de la misma clase de suicidio? Si se procediera a un análisis bioquímico-genético o de personalidad-psicológico, ¿se encontraría un mismo núcleo de resultados o varios perfiles? Todo esto tiene importantes implicaciones epidemiológicas, clínicas y de investigación. Puede que se esté registrando como suicidios cosas y casos que no lo sean y/o que no lo sean del mismo modo. Para tener datos válidos sería importante ir más allá de la conducta observable y de la categoría diagnóstica (abstracción-descriptiva-estadística-genérica) y entrar en la experiencia vivida o "espacio vital" (Lewin, 1978) de la persona en riesgo suicida, que es su vida individual concreta. Se trataría de ver la realidad desde la óptica de primera persona del protagonista, aunque para ello se deba recoger también información de las personas cercanas, para desde ahí, desde dentro y desde fuera, discriminar mejor si estamos en rigor ante un fenómeno suicida, y, por supuesto, para comprenderlo. Interesa introducir siquiera brevemente la noción de "espacio vital" de Lewin; se refiere a la persona y al contexto, tal y como existe psicológicamente para esa persona, esto es, a su construcción íntima del mundo, "en un momento dado", lo cual incluye un "principio de contemporaneidad" según el cual la perspectiva del presente integra tanto el pasado como el futuro temporales (Lewin, 1978).

Pues bien, este entrar en el mundo vivido o construido de la persona, en un momento dado, sería el equivalente al proceso de evaluación psicopatológica de la imputabilidad en el ámbito forense. A falta de una "autopsia médica" que verifique si la causa de una muerte fue o no un suicidio (lo cual es absurdo, pues la biología no informa de intenciones), se precisaría de un estudio de "autopsia psicológica", mejor llamada "psicobiográfica", aunque esta autopsia nunca estará por lo demás libre de problemas de fiabilidad.

CONCLUSIÓN

La cita del 90%, tomada superficialmente, sin la crítica necesaria, activa una serie de sesgos cognitivos, que son ya institucionales (culturales), y que conviene poner sobre la mesa. En primer lugar, se confunde un factor de riesgo con una causalidad psiquiátrica y se apunta hacia un sentido clínico, tautológico y autoevidente del acto suicida (el suicidio es una consecuencia de padecer un trastorno del comportamiento suicida). En segundo lugar, entiende el suicidio y la conducta suicida como un "síntoma", una evolución "natural" o incluso un trastorno mental en sí mismo, que en última instancia remite a alteraciones bioquímicas, neurológicas y genéticas-hereditarias aún por descifrar. El suicidio, desde esta óptica, biomédica, sería entonces una cosa que le pasa al sujeto y no un comportamiento que ejecuta en una circunstancia dramática con un sentido. En términos fenomenológicos hablaríamos de sentido de propiedad pero sin sentido de agencia. Finalmente, el dato del 90% anula o menoscaba el núcleo íntimo del suicidio que es la capacidad de decisión-acción de una persona-en-un-contexto. O lo que es lo mismo, el análisis del suicidio como lo que es primaria y realmente; un fenómeno dilemático-intencional-comportamental-contextual donde se imbrican numerosos factores: culturales, sociales, existenciales, psicológicos, clínicos, y biológicos. Estas conclusiones abren el camino a pensar el suicidio más allá del enfoque biomédico y del factor diagnóstico.

CONFLICTO DE INTERÉS

Los autores declaran no tener conflictos de interés.

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Recibido: 07 de Octubre de 2019; Aprobado: 14 de Noviembre de 2019

Correspondencia: Juan García-Haro. C/Alonso Ojeda, 9 6ºB. 33208 Gijón. España. E-mail: juanmanuel.garciah@sespa.es

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