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Archivos de la Sociedad Española de Oftalmología

versión impresa ISSN 0365-6691

Arch Soc Esp Oftalmol vol.78 no.8  ago. 2003

 

SECCIÓN HISTÓRICA


LA MIRADA CASUAL DE HANS LIPPERSHEY
(WESEL 1570 — MIDDELBURG 1619) Y LA
DESLUMBRANTE CEGUERA DE GALILEO
GALILEI (PISA 1564 — ARCETRI 1642)

ASCASO PUYUELO FJ1, CRISTÓBAL BESCÓS JA1


El salto de la observación a simple vista, con el ojo desnudo, a la visión a través de instrumentos fue uno de los mayores avances de la historia. Pero el telescopio no se inventó deliberadamente, pues uno de los prejuicios humanos más arraigados era la fe en los sentidos, sin ayuda y sin intermediarios. En 1623, el astrónomo y físico italiano Galileo escribía: «Estamos seguros de que el inventor del telescopio fue un sencillo fabricante de anteojos que, manipulando por casualidad lentes de formas diferentes, miró, también casualmente, a través de dos de ellas, una convexa y la otra cóncava, situadas a distancias diversas del ojo; vio y se percató del inesperado resultado, ... ». Probablemente esta afortunada combinación de lentes se diera en varios talleres a la vez. El relato más verosímil sitúa el crucial episodio en el taller de un humilde fabricante de anteojos holandés llamado Hans Lippershey, en Middelburg, alrededor del año 1600. Se dice que allí entraron por casualidad dos niños que se pusieron a jugar con las lentes. Colocaron dos lentes juntas y cuando miraron por ellas la veleta de la iglesia del pueblo, la vieron ampliadísima. Lippershey la miró también y comenzó luego a hacer telescopios. Aunque tenía fama de «mecánico inculto», Lippershey no era tan ignorante como para no saber aprovechar su buena suerte. En 1608 ofreció su instrumento al gobierno de los Países Bajos, que luchaban por su independencia contra los bien dotados ejércitos del rey Felipe II de España. Aquel era un momento propicio para vender un aparato militar nuevo, y el príncipe Mauricio de Nassau, brillante dirigente de las fuerzas independentistas y protector de la ciencia, apreciaría los posibles usos en el campo de batalla de «un instrumento para ver a distancia». Tras probarlo desde una torre de palacio, lo declaró «apto para ser de utilidad al estado».

Pero Lippershey tuvo la mala suerte de que en ese mismo momento otros neerlandeses, como Zacharias Jansen, reclamaban también el honor y los beneficios de ser los inventores del telescopio. En medio de esta confusión, el gobierno rechazó la petición de Lippershey y no concedió a ninguno de los solicitantes dinero o crédito por el nuevo aparato. Un mes después de que Lippershey presentara su solicitud al príncipe Mauricio, las noticias referentes a su telescopio ya habían llegado a Venecia. El primero en enterarse del descubrimiento fue Paolo Sarpi, consejero gubernamental del Senado veneciano perfectamente informado sobre los acontecimientos del extranjero. Su amigo Galileo Galilei, que en esa época ocupaba la cátedra de matemáticas en la universidad de la cercana Padua, tenía ya fama de buen fabricante de instrumentos. Así, en 1609, Galileo construyó un telescopio según el modelo de Lippershey. Con él descubrió cuatro satélites de Júpiter, las fases de Venus, el anillo de Saturno, etc. Galileo y el telescopio coincidieron por una serie de casualidades, que nada tenían que ver con el deseo de revisar el cosmos ptolomaico ni de de fomentar el progreso de la astronomía. Los motivos inmediatos residían en las ambiciones militares de la República de Venecia.


Fig. 1. Galileo, por J. Susterman (Galería de los Uffizi, Florencia, Italia). 

No resultó fácil, sin embargo, convencer a los «eruditos europeos» de que miraran a través del instrumento de Galileo. Tenían muchísimas razones de índole intelectual para desconfiar de lo que no veían a simple vista. El eminente aristotélico Cesare Cremonini se negó a perder el tiempo mirando por el artefacto del herético Galileo sólo para ver « ... lo que nadie más que Galileo ha visto... y, además, mirar por esos anteojos me produce dolor de cabeza». El famoso padre Clavius, profesor de matemáticas en el Collegio Romano, burlándose de los supuestos cuatro satélites de Júpiter que había visto Galileo, dijo que él también podía enseñarlos si le daban tiempo para «meterlos primero en unas lentes». El propio Galileo miraba un objeto por su telescopio y luego se acercaba a él para comprobar que no se engañaba. En 1610, declaró que había probado el telescopio «cien mil veces en cien mil astros y en otros objetos, ... cercanos y lejanos, grandes y pequeños, luminosos y oscuros ... ». En 1614, Galileo le decía a un visitante: «Con este tubo he visto moscas que parecían tan grandes como corderos, y he comprobado que están cubiertas de pelo y tienen unas uñas muy afiladas mediante las cuales se sostienen y andan sobre el cristal, aunque estén patas arriba, insertando la punta de las uñas en los poros del cristal». Y concluía: «por tanto, no sé cómo le puede caber a nadie en la cabeza que, ingenuamente, me haya engañado en mis observaciones». ¡Y tan ingenuamente! Galileo era uno de los primeros cruzados de las paradojas de la ciencia contra la tiranía del sentido común. El gran mensaje del telescopio no era lo que ponía de manifiesto en los objetos de la Tierra, que Galileo podía comprobar a simple vista, sino la infinidad de «otros objetos» que no podían ser examinados por el ojo humano desprovisto de ayuda.


Fig. 2. Galileo, acuarela anónima (Colección particular, Florencia, Italia). 


Fig. 3. Detalle de El proceso de Galileo (siglo XVII. Col. particular). 

Galileo desempeñó un importante papel en la batalla entre «ciencia» y «religión». Por su defensa de los principios copernicanos fue citado a comparecer ante el tribunal de la Inquisición (1616). El Santo Oficio le invitó a cesar en sus enseñanzas, siendo confinado en una apartada casa de Arcetri, en las afueras de Florencia, donde sólo se le permitía recibir las visitas autorizadas por el delegado papal. Galileo perdió la vista cuatro años antes de morir, quizás a causa de las horas que había pasado mirando por el telescopio las manchas y rotación solares. Durante esos años recibió la visita de John Milton (1608-1674), quien encontró una nueva inspiración (aparte de su propia ceguera) para Samsan Aganístes. Dos años después de la muerte de Galileo, Milton lo describe como una víctima heroica. «... allí encontré y visité al famoso Galileo, envejecido, prisionero de la Inquisición por pensar sobre astronomía de modo distinto al de los franciscanos y dominicos». Conminado a abjurar solemnemente de su credo científico, el papa le permitió gozar de la compañía de un joven erudito, Vincenzo Viviani, quien el 8 de enero de 1642 anunció la muerte de Galileo, un mes antes de cumplir setenta y ocho años: «Con filosófica y cristiana serenidad le entregó su alma al Creador, enviándola, como le gustaba creer, a disfrutar y a observar desde una posición más ventajosa esas maravillas eternas e inmutables que, mediante un frágil aparato, él había acercado a nuestros mortales ojos con tanta ansiedad e impaciencia».

«Si para suprimir del mundo una doctrina bastase con cerrar la boca a uno solo, eso sería facilísimo... , pero las cosas no van por ese camino..., porque sería necesario no sólo prohibir el libro de Copérnico y los de sus seguidores, sino toda la ciencia astronómica, e incluso más, prohibir a los hombres mirar al cielo»
(Galileo)


1 Servicio de Oftalmología. Hospital Clínico Universitario "Lozano Blesa" de Zaragoza. España. 
E-mail: adileza@comz.org

 

BIBLIOGRAFÍA

 - Boorstin DJ. The Discoverers. Random House, Nueva York. 1983.

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