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Clínica y Salud

versão On-line ISSN 2174-0550versão impressa ISSN 1130-5274

Clínica y Salud vol.19 no.1 Madrid Abr./Mai. 2008

 

ARTÍCULOS

 

Psicoterapia en la edad tardía

Psychotherapy for the elders

 

 

Jaime Martín Montolíu1

1Médico psicoterapeuta. Miembro de la Sociedad «Fórum», de «Psicoterapia Psicoanalítica».

 

 

RESUMEN

Aunque directamente relacionada, la psicoterapia del anciano recorta un ámbito eminentemente clínico dentro de la psicología del envejecimiento y de los cuidados psicológicos en la vejez. Por su naturaleza, los dispositivos terapéuticos están diseñados para abordar el dolor psíquico partiendo de los síntomas observables, al tiempo que ofrecen a las personas la oportunidad de revisar los fundamentos emocionales y cognitivos de su histórico-actual, de ese peculiar ‘modo de estar en el mundo’ que causa la aparición, persistencia o desplazamiento de un cuadro sintomático psicológico o psicosomático. La problemática de los pacientes mayores y ancianos se liga a su modo de envejecer y presenta características diferenciales que han de ser tenidas en cuenta para elegir modalidades terapéuticas eficaces y acordes con su condición.

ABSTRACT

Although embedded in the psychology of aging and the psychological care of old people, the psychotherapy for elder people holds in its own as a substantially clinical environment. Because of their very nature, the therapeutic devices are designed to approach the psychic pain starting from the obvious symptoms. They also give people the opportunity to review the emotional and cognitive foundations of their lives, a peculiar “way of being in the world” that causes the appearance of a psychological symptomatic picture and its persistence or its displacement. The problem with elderly patients is linked to their way of aging and it presents differential characteristics to bear in mind in order to choose effective therapeutic modalities in tune with patient’s condition.

Palabras clave

Envejecimiento, Psicoterapia, Déficit, Transferencia.

Key words

Aging, Psychoterapy, Deficit, Transfer.

 

 

Introducción

El interés por los ancianos corre paralelo a la marcada tendencia al aumento de la expectativa de vida y a la cuadratura de la pirámide etaria, particularmente en los países ricos. Fenómenos, sin duda, asociados al bienestar material y a la mayor disponibilidad de recursos sanitarios. La ONU prevé que para el año 2050 el porcentaje de mayores de 60 años supere al infantil para el conjunto de la población mundial, estando España previsiblemente para entonces en el rango de los países más envejecidos.

Actualmente viven en España 7,2 millones de personas mayores, de las cuales el 62% son mujeres. La esperanza de vida al nacer de éstas últimas alcanza ya los 83,1 años frente a los 75,7 para los hombres (Mº. Asuntos Sociales., 2005). Este diferencial toma relevancia si se tienen en cuenta variables cualitativas en función del género, ya que la primacía en la atención asistencial tiende a desplazarse desde el objetivo de alargar la vida al de mejorarla (Yanguas Lezaún, 2007). Bajo esta perspectiva, los factores de índole biológica (menopausia, desgaste físico de los embarazos, etc.) han de cruzarse forzosamente con los determinantes psico-socio-culturales (mayor exposición a la violencia, a las cargas familiares y a la falta de recursos, soltería, abandono, divorcio o viudez crecientes, etc.) cuyo impacto individual son innegables a la hora de comprender con precisión lo que significa envejecer para cada cual en nuestros días. (Al objeto de evitar reiteraciones, a lo largo del texto se utilizan como equivalentes una serie de términos sinónimos: anciano, persona mayor, viejo, paciente añoso; vejez, ancianidad, edad tardía, senescencia.)

 

Planteamiento teórico

El ciclo vital dinámico

En el ciclo vital de los individuos, el periodo de madurez y, sobre todo, la vejez constituyen episodios cada vez más amplios y complejos desde el punto de vista social y psicológico. Al expandirse el concepto de cambio evolutivo a todo el ciclo vital, la ancianidad ha dejado ya de ser contemplada como una simple etapa homogénea marcada por el declive final. Se sabe, desde el punto de vista del desarrollo, que los procesos de cambio no siguen necesariamente patrones fijos y predeterminados; éstos pueden diferir y combinarse en cada periodo del ciclo. De modo que en cualquier momento de dicho ciclo, crecimiento y declive estarán imbricados según los aspectos o dimensiones que articulen, ya que los cambios pueden ser de naturaleza muy diversa. Esto es particularmente comprobable en adultos y viejos, donde las diferencias interindividuales, la plasticidad conductual y el grado de integración presentan marcados rasgos de multidimensionalidad y multidireccionalidad, en contraste con la evolutiva infanto-juvenil, más apegada a la uniformidad en la secuenciación, la irreversibilidad y la universalidad (Stassen-Berger y Thompson,1998).

El emergente subjetivo quizás más característico de la persona mayor es la progresiva confrontación entre experiencia acumulada y deterioro de las capacidades orgánicas. En un cierto sentido, la percepción creciente y prolongada de ese antagonismo acuña la conciencia de la irreductibilidad del reloj biológico y de la propia finitud temporal. Quizás sea entonces cuando tome asiento la edad tardía en el sujeto. La aceptación manifiesta de tal finitud suele coexistir con negaciones encubiertas. Y su incapacidad para pensarse en términos de deseo, sea por renuncia o por imposición, inducirle entonces a un retiro resignado y silencioso según avanza en años, profundizando el declive físico en paralelo a su aislamiento social y psicológico.

Una cierta visión de los trastornos ligados al envejecer ha tendido a disociar al cuerpo físico de los afectos y las emociones, promoviendo su medicalización. Pero, más allá de lo puramente asistencial o defensivo, otra mirada es posible. Proponemos una perspectiva desde la que la capacidad de sentir no tiene límite de edad, y que hace hincapié en que para alcanzar la longevidad es necesario no sólo tener salud y bienestar material, sino también proyectos de vida (Iacub, 2001). De acuerdo con los conocimientos generados en la interdisciplina (Agúera, Cervilla, Martín, 2006), tendremos en cuenta lo mejor del legado de las diferentes teorías psicológicas y de la extensa experiencia acumulada en clínica, para proponer formas específicas de abordaje de los trastornos en la edad tardía; bajo un enfoque dinámico e integrador de lo biopsicosocial, cognitivo y afectivo-motivacional.

Epigénesis y generatividad

La Asociación Mundial de Gerontología ubica el comienzo de la vejez en los 65 años (O.M.S, 1972). Lógicamente, se trata de un criterio estrictamente cronológico y no refleja lo que corrientemente se constata o habitualmente se experimenta. La exquisita versatilidad de la condición de anciano afecta incluso a la dificultad para fijar una edad común.

Algunos autores distinguen senescencia primaria (cambios irreversibles provocados por el paso del tiempo) de la secundaria (cambios provocados por enfermedades o afecciones específicas). Otros diferencian al anciano joven del anciano mayor en función de características relacionadas con la salud y el bienestar social. Y es que el envejecimiento no es únicamente un acontecimiento biológico. Es en gran parte un hecho social. Factores socio-culturales lo determinan enormemente, aunque no expliquen ni resuelvan por sí mismos su extraordinaria diversidad individual (Ballesteros Jiménez, 2004).

Los mayores constituyen, pues, un colectivo extremadamente heterogéneo sometido a un estereotipo cultural básicamente negativo. Como destino inevitable, la noción de vejez provoca una mezcla de respeto y horror, una profunda ambivalencia. Por otra parte, el estilo de vida de las sociedades actuales tiende a excluir lo imperfecto y perecedero a costa de la escisión de lo individual-subjetivo frente a lo comunitario-adaptativo. El deterioro físico, la dependencia o la dificultad para la comprensión de los cambios, propios de la ancianidad, entrarían de lleno en ese capítulo. Hábitos, conocimiento, habilidades y conductas pierden su condición histórica, motivada, personal y conflictiva, para alojarse en el eterno presente de los mandatos de adecuación, fácilmente intercambiable y apto para el consumo individual y colectivo. El precio de esa exclusión no puede ser otro que la alienación del sujeto respecto a su propia experiencia.

Contemplados como un excedente improductivo por un canon cultural que labra su vocación de inmortalidad privilegiando lo aparente o novedoso como paradigma de lo deseable, los ancianos acabarían siendo relegados a los márgenes de la asimilación social. Cada familia habría de hacerse cargo de los suyos para invisibilizarlos a cuenta de la igualitaria condición de consumidores o consignarlos en las instituciones de cuidado. No es de extrañar, pues, que uno de los fantasmas recurrentes de la ancianidad sea un sentimiento de inadecuación acorde con ese malestar cultural; y que cuanto más rechazo (real o imaginario) acabe siendo interiorizado por la persona mayor -que incluso puede llegar a vivirse como sólo un estorbo para los demás-, tanto más fácilmente tenderá a solventarse en las diversas expresiones de psico(socio)patología.

Debemos a Erikson una contribución histórica muy pertinente al tema que nos ocupa. Para estudiar el conflicto psicológico asociado a la secuencia de cambios dentro del ciclo vital, este autor partió del supuesto de que “la existencia de un ser humano depende en todo momento de tres procesos de organización que deben complementarse entre sí” (1993, pgs.29-30). A saber:

• el proceso biológico de organización jerárquica de los sistemas orgánicos que constituyen un cuerpo (soma);

• el proceso psíquico que organiza la experiencia individual mediante la síntesis del yo (psyqué);

• y el proceso comunal, consistente en la organización cultural de la interdependencia de las personas (ethos).

Aplicó los fundamentos de la epigénesis – concepto, tomado de la embriología, que designa el principio mediante el cual se van generando nuevas estructuras a partir de otras en el tiempo- al estudio del desarrollo humano, para proponer ocho etapas básicas y articuladas, cada una de las cuales estaría regida por un conflicto central, siendo clave su integración con las etapas previas. Nos interesa comentar las dos últimas:

• En la adultez o edad madura el conflicto se daría entre la generatividad y el estancamiento. El concepto de generatividad (que incluye sinónimos tales como productividad y creatividad) entendido en sentido amplio, es la necesidad de aportar algo propio a la comunidad, de la que se es interdependiente. La capacidad de perderse en el encuentro profundo con los otros llevaría a una expansión gradual del yo, incluyendo cada vez a más personas o grupos de personas, en un círculo de afectos e identificación, cuidado y solicitud, cuyo paradigma último sería la preocupación por establecer y guiar a una nueva generación de individuos.

• En la vejez, es la oposición entre la integridad del yo y la desesperanza lo que estaría en juego. Erikson designa “integridad del yo” a la seguridad acumulada respecto a la armonía y al significado; a la dignidad del propio estilo de vida contra toda amenaza física o económica; y al sentimiento de integración en la cultura. De modo que el individuo que ha sabido cuidar y cuidarse, adoptará sus triunfos y desilusiones como inherentes al hecho de haber sido generador de productos e ideas en un madurar gradual, junto con otros, a lo largo de todo su ciclo de vida. A ese ideal es a lo que Erikson denomina “sabiduría”. Se corresponde a una actitud contemplativa y básicamente satisfecha e integrada. Por el contrario, la desesperanza traduciría un malestar consigo mismo bajo la forma de sentimientos de frustración, desgana, duda, vergüenza, ineficacia, culpa, soledad, desconfianza, miedo, tristeza… y terror a la proximidad de la muerte.

Este autor ocupa un lugar de privilegio en la cabecera de cualquier aproximación a la edad tardía. Fue también un ejemplo: dejó escrito su último libro una vez pasados los noventa años de edad, reiterando su enfoque vitalista sobre las variaciones de lo que para él constituía el propósito de todo anciano: unificar e integrar sus experiencias personales y únicas con la visión del futuro colectivo, “el sentimiento compartido del ‘nosotros’ en la comunidad” (1986).

 

La práctica de la Psicoterapia en la edad tardía

Senescencia y pre-senescencia

Aunque directamente relacionada, la psicoterapia del anciano recorta un ámbito eminentemente clínico dentro de la psicología del envejecimiento y de los cuidados psicológicos en la vejez (Buendía, 1996).

Según Adduci (2004), podemos clasificar a los ancianos según las dimensiones de actividad, adaptación y dependencia. De modo que encontraremos pacientes:

• apáticos (deprimidos), activos o hiperactivos (maniacos);

• sometidos (hiperadaptados), razonablemente integrados o querulantes (reivindicadores);

• sobredependientes, autónomos o refractarios.

En los polos de estas caracterizaciones suelen encontrarse los que necesitarían en un momento dado la intervención de un profesional, aunque no sean exactamente aquellos para los que habitualmente se efectúa la demanda. La sensibilidad emocional y el aprecio del entorno familiar es un elemento clave para que ésta se produzca cuando es necesaria. En el otro extremo, médicos, psicólogos y asistentes sociales deben prestar atención a los signos de violencia intrafamiliar contra ellos (Korovsky y Kart, 1998)

El miedo a la soledad es uno de los fantasmas que aquejan a los individuos en esta fase de la vida, ya que son los apegos permanentes los que confieren un significado real a la continuidad de la existencia. Temáticas ligadas a las necesidades de dependencia afloran a nivel individual, centradas en la calidad de los vínculos y a la disponibilidad de las figuras de apego significativas.

Algunas perturbaciones psicológicas asociadas a la senescencia suelen tener su raíz en el bagaje caracterial previo y arrancan, en multitud de ocasiones, hacia el final del periodo útil de la vida laboral. Hay una patología asociada a ese periodo de tránsito que algunos denominan pre-senescencia (Adduci, 2004).

Apartado progresivamente del centro de gravedad en la vida profesional y familiar, privado de las inercias estructuradoras de su sentimiento de sí, y despojado de sus ropajes acompañantes, el sujeto afronta una exigencia adaptativa máxima: la de aceptarse en un nuevo estatuto personal y social. Pondrá a prueba la cohesión del sentimiento de sí mismo, su capacidad de lidiar con sentimientos de rivalidad, culpa, hostilidad y exclusión, o de hallar en su interior recursos cooperativos, de protección, didácticos o creativos largamente colectados en su experiencia de vida.

Integración versus marginación, adaptación o ruptura del sentimiento de comunidad, cambio en cualquier caso, es lo que espera inevitablemente en esta fase del ciclo vital; proceso que conlleva una gran movilización afectiva y que involucra a toda la subjetividad.

La perspectiva de desarrollo pivotará sobre cuatro aspectos:

• La aceptación del nuevo esquema corporal y, posteriormente, de la identidad de anciano.

• La resolución de los duelos melancólicos por identificación con ese otro que se fue y no se volverá a ser nunca más.

• El afrontamiento psicológico de la progresiva presencia temática de la muerte, sea ésta implícita (cercanía) o a través de las pérdidas reales (familiares, amigos, etc.).

• La reactivación de toda la problemática en torno a la individuación y la dependencia.

En la medida en que el sujeto en senescencia conserve un sentido armónico de sí mismo, una dignidad madura y una relativa integridad gracias a la aceptación de su propio curso vital, será capaz de asumir sus diferentes y renovadas responsabilidades, establecer relaciones de nuevo cuño con otros y recrear intimidad.

La cuestión del déficit

En el proceso de envejecimiento se producen importantes cambios deficitarios, tales como la disminución de la memoria, el entorpecimiento senso-perceptivo, la merma en fuerza y coordinación motriz, etc. Estos serán más o menos acusados dependiendo de los hábitos físicos (Garatachea, 2007) y del éxito relativo de su integración armónica en el curso evolutivo (Lehr y Thomae, 2003). La salud corporal, el equilibrio afectivo, el grado de satisfacción con lo vivido, la elaboración o no de la propia historia traumática, la integridad cognitiva, el estatus y los estilos que las propias relaciones interpersonales e intergeneracionales han ido adoptando, determinarán el impacto del envejecer sobre cada cual. El funcionamiento intelectual, la afectividad y calidad de vida pueden ser medidos con ayuda de algunos instrumentos multidimensionales (Fernández-Ballesteros y Zamarrón, 1.999). La percepción negativa sobre la propia capacidad mental y la autodiscriminación por razón de edad parecen tener influencia sobre el resultado de la actividad cognitiva. Con todo, la memoria implícita suele estar mejor conservada que la explícita, los procedimientos de control o la capacidad de procesamiento de nueva información.

Aunque en la terapia con mayores es con frecuencia necesario centrarse en lograr la aceptación de las pérdidas y los déficits por encima de la consecución de estándares de mejoría, a menudo conviene desafiar ciertos hábitos o inercias. La soledad, la falta de un rol social activo, la ausencia de obligaciones y el exceso de tiempo desocupado aumentan la vulnerabilidad individual.

Otras temáticas específicas

En la vejez el uso del tiempo libre tiene una gran importancia, ya que puede convertirse en enemigo si no se sabe que hacer con él. En las personas mayores se incrementa además la necesidad de que los otros les dediquen un tiempo que suele ser escaso. Esa pugna ocupa a veces un lugar central en sus relaciones con el entorno familiar.

En otras ocasiones es precisamente la disponibilidad horaria lo que da lugar al establecimiento más o menos problemático de roles auxiliares en el cuidado de los propios hijos adultos o de los nietos. Algunos autores hablan, por ello, de la progresiva feminización de la vejez (Pérez Díaz, 1995). Ejercer como abuelo es última fase de la parentalidad y la arbitraria limitación de esta función por parte de los familiares puede constituir una forma larvada de maltrato. El abuelo ‘implicado’ o ‘compañero’ representa el pasado del grupo familiar. Depositario de la mítica familiar y de los mandatos éticos, su idealización por parte de los nietos -con quienes puede mantener un vínculo de libre alianza- propicia un sentido de trascendencia que alivia el penar por la proximidad de la muerte. Estos, a su vez, representan la continuidad y ayudan al anciano a reparar los sentimientos de culpa o frustración originados en el ejercicio de la parentalidad.

Las temáticas específicas de género, en ambos sexos, de pronto experimentan una ‘sorprendente’ reactivación (Radl Philipp, 2003). La carencia de una representación cultural positiva en torno al cuerpo envejecido dificulta el mantenimiento de una percepción deseable de sí mismo. En línea con los estereotipos de género, las representaciones estéticas parecen jugar un papel más relevante en las mujeres que en los hombres, para quienes la función sexual o la utilidad laboral será el valor social a sostener. Los estudios destacan, por otra parte, una significativa mayor dedicación cotidiana de las mujeres de edad a actividades instrumentales (en particular, a las del hogar) en relación a los hombres, que dedican, en general, más tiempo al ocio (Osuna, Villar y Triadó, 2003).

Andropausia y climaterio convocan un reajuste en la relación sexual (Masters y Johnson, 1978) y de pareja que será tanto más adaptado y armónico cuanto mejor haya sido su experiencia de intimidad e ‘identidad de pareja’. Reaparecen conflictos sobre la privacidad y el fuerte sentimiento de dependencia da paso en ocasiones a una liberación de la asertividad como algo constructivo. Sentirse más vulnerable revierte en deseo de mutuo cuidado y acompañamiento: el fantasma de la viudedad planea.

Algunos autores hablan de una ‘latencia senescente’ (Aducci, 1987), que anticiparía el reajuste sexual mediante una crisis que en el hombre involucra fantasías paranoides acerca de la disminución de su capacidad viril, y en la mujer el pasaje por una anhedonia temporal. Superada esta crisis, se reactivará el encuentro sexual en la pareja aunque de otras maneras: persiguiéndose más el juego y el contacto erótico con el otro que el sexo explícito de primera y exclusiva intención. Interesa tener en cuenta también los desarrollos de la sexología moderna (Kaplan, 2002) en torno a la noción de ‘inhibición aprendida’, la cual supone una asociación del impulso erótico con sentimientos negativos bajo forma de prejuicios sexuales tales como la inadecuación del deseo en razón de la edad.

El duelo por la muerte de un amigo íntimo o de la pareja es la experiencia común más dolorosa e importante. Se viene a sumar a una progresiva desaparición de mucho de lo conocido y amado. El aislamiento respecto de sus grupos de pertenencia propicia todo género de intromisiones bienintencionadas en su intimidad. El duelo resulta más complejo a medida que se avanza en edad y puede enclavarse en cualquiera de sus fases. Además de una respuesta sensible, requiere de los terapeutas que se ocupan de ancianos y mayores, formación específica, versatilidad y pericia en su manejo (Worden, 2004). Incluso en entornos de cuidados paliativos multidisciplinares, la personalidad preexistente condiciona la actitud y las estrategias de afrontamiento de la propia muerte (Peñacoba Puente et al., 2005).

Con frecuencia los sujetos de edad se refugian defensivamente en lo que fueron, en lo que hicieron, enclavándose en una retahíla aparentemente obsesiva o monotemática sobre el pasado que a veces se toma como signo de deterioro mental. Ocurre lo mismo con conductas aparentemente oposicionistas y de apego a sus objetos. A veces tiende a ignorarse la función psicológica que esto tiene para preservar la autoestima, regular la tristeza por las continuas pérdidas y mantener íntegro el sentimiento de control y de sentido. A través de ese intento reiterado de componer una narración personal (reminiscencia) le es posible al anciano llegar a sentir la persistencia de su singularidad. Las reminiscencias integradoras o instrumentales correlacionan con el bienestar y parecen favorecer un envejecimiento fructífero. Si el terapeuta facilita y coopera al buen fin de ese propósito, el paciente se estructura en torno a una narrativa más o menos coherente. En dicho contexto, su capacidad para revisar el pasado asumiendo significados emergentes, es la clave del buen pronóstico. El trabajo terapéutico suministra un marco intersubjetivo que permite escenificar la paradoja de la interdependencia, según la cual es necesario establecer relaciones basadas en la confianza para alcanzar la autonomía emocional propia. En esa capacidad de coexploración del paciente mayor reside, entre otros, el diagnóstico diferencial con las formas precursoras del deterioro mental y la demencia.

Esta última es una disfunción global que afecta a la memoria, al lenguaje, los afectos, las conductas, la personalidad, el intelecto o el sentido de sí mismo, fomentando la incertidumbre, el desconcierto, la desconfianza y el miedo irracional al abandono o la muerte; y está asociada a la reminiscencia abiertamente obsesiva o desorganizada.

Cuando la persona mayor acepta que lo pasado es realmente pasado, sea cual sea la tristeza y el dolor que ello pueda causar, el presente y el futuro pueden ser abordados de un modo más realista. Puede incluso renacer el interés por antiguas aficiones olvidadas o presentarse como posibles, formas de vinculación desconocidas hasta el momento. Cuando la intervención se acompaña con actividades corporales y programas de entrenamiento en memoria (Calero García y Navarro González, 2006) mejora incluso el rendimiento físico y cognitivo tal como se constata, invariablemente aunque en desigual medida, en la terapia exitosa de la persona de edad.

Peculiaridades del marco terapéutico con ancianos

Por su naturaleza, los dispositivos terapéuticos están diseñados para abordar el dolor psíquico partiendo de los síntomas observables (Izal y Montorio, 1999). Al mismo tiempo, ofrecen a las personas una oportunidad -con frecuencia, única en su vida- de revisar los fundamentos emocionales y cognitivos de su histórico-actual, de ese ‘modo de estar en el mundo’ que habitualmente es causa de la aparición, persistencia o desplazamiento de un cuadro sintomático psicológico o psicosomático.

La superación del malestar involucra, en la mayoría de los casos, dimensiones afectivas, corporales, relacionales, ideativas y conductuales, todas ellas contenidas con desigual profundidad e integración en un concepto tan abarcativo como es el de cambio terapéutico. Propósito de un quehacer clínico con vocación de eficacia y perdurabilidad que persigue la buena adaptación, el crecimiento de la persona y de su creatividad.

El abordaje psicoterapéutico de los pacientes añosos puede variar según su vulnerabilidad y disposición en un espectro que incluye en sus extremos las formas elaborativas características de la psicoterapia psicoanalítica para los más activos, y la mera psicoterapia de apoyo para los más frágiles. La elección depende también de los objetivos centrales convenidos o propuestos (análisis, validación, orientación, socialización, rehabilitación, etc.) y adopta modalidades muy diversas (Gil Escudero, 2007).

Si bien las intervenciones siempre pueden modularse en torno al contenido emocional o relacional por encima de la expresividad de lo cognitivo, la inclusión en un grupo psicoterapéutico se reserva por regla general a personas motivadas y verbalizadoras. El psicodrama se revela a veces como particularmente útil porque las actividades no verbales suelen resultar, de entrada, menos fatigosas y más integradoras. Por su parte, los pacientes necesitados de mucho apoyo o cuya capacidad gregaria y comunicativa esté afectada - los caracteriales, hostiles, temerosos, paranoides o mayormente perturbados- obtendrán un mayor beneficio de la terapia individual. Además, ese tipo de personas suelen ser difíciles de tolerar para los demás miembros del grupo, ya que tienden a inhibir o entorpecer la cohesión grupal y a demandar la atención exclusiva de su terapeuta. Eso induce a la desmoralización y a la falta de compromiso; y a diferencia de los grupos de jóvenes, los mayores expresan más los límites y muestran menos apoyo cuando esto ocurre (Nelman y Stutman, 1996). Los grupos pequeños suelen ser especialmente útiles para tratar los problemas interpersonales y las dificultades para establecer relaciones íntimas y confiables. También para combatir la negatividad, el desaliento y la soledad psíquica, expresar complicidad y promover el despliegue de intercambios basados en el conocimiento y la memoria. Aun así, lo frecuente es que el tema dominante se relacione con las pérdidas, lo que requiere de una formación específica del terapeuta para evitar que el grupo pueda derivar en una experiencia abrumadora para los participantes.

Por su plasticidad, los modelos terapéuticos complejos e integrados (Bleichmar, 1998) resultarán más útiles para un abordaje comprensivo, ya que permiten rastrear el recorrido y la combinatoria de diversas motivaciones, su articulación peculiar con el carácter para la formación del síntoma, así como la ruta eventual para su desmontaje.

Con mucha frecuencia los pacientes mayores acuden acompañados de algún familiar a la consulta días después de haberse celebrado una entrevista previa de éste con el terapeuta. Esperan, por lo general, que se reproduzca una situación parecida a las ya vividas cuando van al médico. En este modelo, al paciente sólo se le demanda que deposite su confianza en el saber del facultativo, que diagnostica y prescribe el tratamiento. En la consulta psicológica ese depósito de confianza es contingente y a veces está implícito sólo en los compases de los primeros encuentros. Suele cimentarse a lo largo de todo el proceso -que es sobre todo una experiencia relacional- y resulta imprescindible para el éxito de la tarea.

La inercia asistencial arrastra una larga historia primando los aspectos físicos sobre los psicológicos, la anamnesis sobre el relato. Para los pacientes, somatizar es a menudo una respuesta más adaptativa ante los traumas afectivos que darles expresión emocional, ya que las quejas somáticas se atienden con más presteza y simpatía que las necesidades psíquicas. De inicio, cuando es posible, la ‘escucha abierta’ permite al paciente organizar un relato del padecimiento actual más acorde con su modo personal de estructurar sus historias, lo cual trasluce aspectos del carácter y de la subjetividad, muy valiosos para el tratamiento. Prestar atención al orden secuencial de los datos que proporciona es tan importante como los datos en sí, ya sean éstos relativos a acontecimientos de su vida familiar y social, a estados de ánimo, a su salud, a sus fantasías, expectativas o teorías. Ponderar la coherencia interna, las rupturas e interrupciones de lo relatado, ayudará al clínico a formarse una primera impresión del estado emocional y cognitivo que acaba siendo por lo general más fiable y ajustado que cualquier cuestionario por válido que éste sea. Al tiempo, transmite un interés genuino por la persona del paciente en su integridad; es decir, más allá de la constelación sintomática o de su estado psicofísico (Adduci, 2004).

No obstante, la terapia de estos pacientes necesita por lo general de un terapeuta activo, capaz de flexibilizar el encuadre para propiciar los avances. Poco a poco habrá de poner en marcha procedimientos que organicen el discurso y orienten la tarea en un clima cooperativo. Esto, que llamamos ‘construcción del vínculo terapéutico’, es una pieza clave del abordaje. En muchas ocasiones requiere que se explicite desde el inicio por qué y cómo se incorporará a la terapia, si fuera preciso, al acompañante o a otros miembros del grupo familiar. Otras veces, el clínico tendrá que desplazarse al domicilio o verá necesaria una intervención específica sobre el entorno de cuidadores, convivientes o relaciones, aunque esto último suela ser útil tan sólo en alguna fase del proceso -habitualmente al principio- y en ningún caso puede convertirse en prótesis. Si el paciente es el anciano, y no la familia, se debe ser especialmente cuidadoso en el respeto de la confidencialidad, privacidad y voluntariedad. Debido a la situación de dependencia y a que en la mayoría de las ocasiones son los familiares los que se hacen cargo del coste económico de la terapia, éstos pueden acabar creyendo que tienen derecho a saberlo todo sobre él; o bien el terapeuta descarga su responsabilidad transgrediendo estos principios. Siendo uno de los objetivos centrales de la terapia la autonomía emocional del paciente, ese compromiso debe ser explícito y mantenido a lo largo de todo el proceso.

Esto incluye la necesidad de fijar objetivos del modo más claro posible, y trabajar anticipadamente, en un momento dado del proceso, su finalización (aunque algunas veces éste se prolonga hasta la muerte). Abordar la ansiedad de separación es una tarea insoslayable en la terapia con mayores y ancianos. En ese sentido, ésta siempre tiende a tener la estructura de lo que se entiende como ‘terapia breve’ (Safran, 2002).

Por lo demás, ayudar a comprender lo que le va pasando, a discernir realidad y fantasía, deseos y expectativas, a asociar experiencias presentes y pasadas en un relato coherente con su particular modo de procesamiento psíquico, a regular la emoción; así como sostener, desvelar o avalar aquello que va sintiendo legítimamente en el presente de la relación terapéutica, es la materia común con el resto de las terapias.

Por su frecuencia relativa y la dificultad para el manejo, dos situaciones específicas merecen nuestra atención:

• El ‘vínculo pseudo-cooperativo’ en el que el paciente gratifica constantemente al terapeuta (agrada, regala, bromea, se porta bien…) mientras elude abordar asuntos significativos y esconde conscientemente la información sobre su presente.

• El ‘funcionamiento en doble’ en el cual el paciente envuelve al terapeuta con un relato confuso, repleto de sobreentendidos sobre acontecimientos y personajes a los que se refiere por su nombre como si fueran ya conocidos por un terapeuta que es vivido como un doble de sí mismo.

Si en la primera situación predominan las ansiedades persecutorias frente al extraño, en la segunda parece haber una dificultad mayor para percibir al otro como una persona distinta de sí mismo. La experiencia terapéutica es, pues, antes que nada una experiencia vincular. Ambas modalidades nos sirven de ejemplos para introducir un tema clave para el abordaje clínico en profundidad: la transferencia (Junkers, 2006).

Precisamente porque acude en estado de necesidad, el paciente suele ser muy perceptivo respecto de la actitud del profesional, y lo irá situando progresivamente en algún lugar de su mundo interno. Lo primero que entra en juego es un clima: la primera entrevista puede estar aún muy condicionada por la ansiedad del encuentro o, como ya dijimos, por experiencias previas de corte sanitario. Ya en los primeros compases se logra una conexión o se deriva en un malentendido. En gran parte, la pericia del terapeuta para manejar éste y otros datos reales, va en ello. Pero no todo es técnica.

Incluso antes de producirse, el encuentro paciente / terapeuta está marcado por la posición que cada uno ocupa en el imaginario del otro; es decir, por presunciones inevitables, históricas e individuales (experto, figura de autoridad o cuidador frente a un sujeto en dificultad, portador de un diagnóstico o enfermo con síntomas) y por los significados y expectativas inconscientes (Neugarten, 1992). También la materialidad del otro es determinante (corporalidad, actitud, gestualidad, tono y timbre de voz, etc.). Por ejemplo, para el paciente anciano la edad aparente del terapeuta no es irrelevante. Tener un interlocutor más joven puede resultar vitalizador o todo lo contrario. Cuando el terapeuta es vivido positivamente como un subrogado de los padres, pero simboliza a su vez a un depositario de la juventud perdida o de un conocimiento valorizado, accede más fácilmente a formar parte de un vínculo idealizador. Debe aceptar ese lugar inicialmente asignado sin ponerlo en juego pero sin desmentir su naturaleza proyectiva. Comienza, a partir de ahí, el proceso de interacción mutua que dará lugar a la formación de un campo intersubjetivo, en el cual la personalidad del clínico y su emocionalidad, sólo se han de filtrar a través del ejercicio de su rol. Lo esperable es que el terapeuta se convierta en una figura afectivamente importante y suficientemente significativa para el paciente. Este puede así hacerse permeable a su influencia a través de un proceso que se recorre conjuntamente, que incluye avances, retrocesos y rupturas, y no está garantizado de antemano. El terapeuta viene a representar la continuidad en el autocuidado psicológico y su capacidad de escucha empática estará continuamente puesta a prueba.

Con el fin de establecer adecuadamente la secuencia y el ritmo de objetivos sobre los que va a trabajar, el terapeuta deberá pulsar constantemente qué estatuto ocupa en el mundo subjetivo del paciente, qué le atribuye, de qué modo vive aquello que le dice, desde dónde se relaciona con él…(Coderch, 1972). En ocasiones, deberá tolerar periodos de intensa idealización o actitudes fuertemente regresivas, demandas simbióticas o confusionales, identificación con algún personaje significativo del pasado, depositaciones masivas o confrontaciones en la medida en que representa simbólicamente una figura de autoridad.

Por otro lado, ¿qué evoca cada paciente en el mundo interno del clínico? ¿Qué afectos moviliza? ¿Acaso le recuerda a alguien? ¿Su aspecto o su historia le emociona, le interesa, le exaspera, le enternece? ¿Y su actitud? Cuando se trata de pacientes añosos, los terapeutas pueden estar sometidos a la persistencia de conflictos inconscientes en torno a la edad, a las figuras parentales, o a sus propios temores relativos a la muerte. Sentimientos de ambivalencia, rechazo o conmiseración pueden llevarle a infantilizar o intentar controlar al paciente a través de una actitud paternalista; o bien a ejecutar fantasías de rescate, impotencia o desesperanza mediante la sobreactuación o la negligencia, priorizando las intervenciones de apoyo y de gratificación, o cayendo en autorrevelaciones inapropiadas. La contratransferencia puede corresponder también a una respuesta contrafóbica frente al declive físico o deterioro mental evocador de las propias fantasías (Coderch, 1990).

A modo de ejemplo: dos casos clínicos

Al objeto de ejemplificar nuestro modo de trabajo, reseñamos a continuación dos casos clínicos procedentes de nuestra casuística particular que incluye 34 pacientes mayores de 65, en tratamiento individual de duración mayor al año y 2 experiencias grupales con mayores de 60, de 7 y 8 meses de duración cada una.

Elegimos dos intervenciones polares en cuanto a duración, modalidades prioritarias de abordaje (empática e interpretativa) y recursos en juego. Esta selección busca también enfatizar la importancia del trabajo en transferencia. (Para mayor claridad las expresiones del terapeuta irán entrecomilladas y en cursiva, las de los pacientes sólo entrecomilladas).

Caso A: Remedios tenía 67 años cuando acudió a consulta con su hijo, a raíz de un desagradable incidente con ocasión de la boda de éste que propició la demanda de ayuda. Esta mujer, de carácter abierto y desenfadado, es la hija menor y díscola de una familia muy conservadora y numerosa, de la que sólo vive un hermano con el que no se habla. Madre soltera tardía, cuenta que sufrió unos treinta años atrás el repudio total de su entorno a causa del embarazo, dedicándose ‘en cuerpo y alma’ desde entonces a la misión de educar y asegurar una buena posición profesional y económica para el chico. Logrado ese objetivo, comienza a vivir persecutoriamente el emparejamiento de éste, al que culpa de deslealtad por unirse ‘en secreto a una mujer que no le conviene’. Provoca el enfrentamiento hasta consumar la ruptura de relaciones y se instala entonces en un discurso victimista a pesar de los esfuerzos reiterados de su hijo por rehacer el vínculo. Su fijación en el aislamiento toma entonces la forma de una detallada diatriba acusadora y proyectiva, reivindicadora de sí, que encubre una desesperación depresiva profunda, repleta de somatizaciones e ideas vengativas y autolíticas: no duerme, no come, no sale de casa desde el incidente. Se siente burlada del mismo modo que lo fue en el pasado por el único amor de su vida… De nuevo, lo vivido como repudio de sí, es convertido en rechazo de los otros y luego en repudio a los otros. Sólo que en esta ocasión no hay ningún objetivo que la rehabilite, como en su momento fue la crianza del hijo. El tratamiento, iniciado con el objetivo explícito de modificar un patrón desadaptado de afrontamiento de los conflictos interpersonales, se desarrolla en un clima afable y cooperativo. Será la ocasión de revisar en transferencia sentimientos muy arraigados de inadecuación, culpa y vergüenza de sí misma que contrarrestaba a través de la identidad de damnificada. La terapia individual duró un año y medio a razón de una sesión semanal, y sus avances van a ser propiciados por el creciente sentimiento de la paciente de ser comprendida y apoyada en los avatares más importantes de su trayecto vital (‘poner en palabras lo que eran nudos en la garganta’). Incluyó sesiones conjuntas de la triada familiar hacia el final del proceso y su participación en un grupo terapéutico de mayores durante siete meses. A instancias del terapeuta, Remedios va a ir en paralelo afrontando activamente su tiempo libre, llegando a retomar relaciones del pasado que fueron entonces suprimidas de forma radical bajo la presunción de una supuesta desaprobación moral por parte de los otros.

Caso B: Para Antonio, el diagnóstico de adenoma de próstata a los 73 años vino a precipitar en crisis un deterioro psicológico y relacional progresivo iniciado algunos años antes. Hombre hecho a sí mismo y de temperamento colérico, su éxito económico le había permitido mantener un estatus emocional muy precario en su vida de relación. ‘Todo lo que necesito lo puedo comprar’ era su lema preferido. Cuando sintió peligrar su cargo directivo en la empresa que contribuyó a levantar durante 35 años, por el empuje de unos ejecutivos más jóvenes y mejor preparados, inició un ciclo de conductas bizarras en el trabajo mientras su entorno familiar traducía a mera vergüenza ajena y evitación su actitud de terrorismo patriarcal hacia hijos y nietos. La mujer acabó yéndose a vivir con una de sus cuatro hijas al extranjero, y entonces decidió jubilarse parcialmente, rodeándose de asistentas y empleados en su propia casa. Su relación con el mundo exterior empezó a circunscribirse a un rígido programa de actividades lúdicas y deportivas que le proporcionaron un precario remedo de vida social, aunque su trato (amargo, impositivo y de permanente confrontación) se vio agravado por una súbita afición al consumo inmoderado de alcohol. Con ocasión de una consulta al urólogo con la esperanza de obtener Viagra, se encuentra con un diagnóstico que ‘lo mete en la cama a cultivar la idea de una muerte inminente’ pese a su excelente estado de salud y forma física. Luego de la operación, y confirmada la benignidad, se instala en la férrea convicción de ser portador de un cáncer. Acude a consulta a instancias de un médico amigo.

‘Me creo un león, pero soy sólo un gato enfermo’ fueron sus palabras de apertura. El comienzo de la terapia fue intensivo, a razón de tres sesiones semanales, con un largo capítulo inicial centrado en el deterioro corporal, en sus rituales de autocuidado y en la inminencia de la muerte. Hablaba ansiosamente y contestando a sus propias preguntas, en una actitud abiertamente evacuatoria y centrada en un repaso incidental del presente. El terapeuta se sentía inmovilizado y excluido de cualquier diálogo no reasegurante; incluso a veces, incapaz de contener ese confuso aluvión. En la cuarta semana le señaló que apenas había hablado de si mismo y, apoyándose en una de sus afirmaciones, le dijo que al igual que uno podía morir contra los otros, uno podía estar viviendo, sin darse cuenta, también contra los otros. ‘El resultado es que nadie se entera de quién es uno’.

La siguiente fase sorteó numerosas explosiones de rabia destructiva, periódicas y con gran aparato verbal, pero orientó el discurso hacia un intento de narración de su propia historia. Describía minuciosamente las razones que le inducían a pensar que los otros estaban exclusivamente interesados en su dinero o su posición, por ejemplo, intentando reclutar para esa idea a un terapeuta vivido como doble de sí mismo. Las intervenciones se dirigieron entonces a especularizar ese funcionamiento, mostrándole progresivamente cómo no dejaba espacio ninguno a otra interpretación y cómo el efecto de esas teorías confirmaban una percepción muy hostil de su propio mundo. También se dirigieron a desafiar la omnipotencia y rotundidad de su deseo (‘querer es poder’) e intentaron conectarle con sus propios sentimientos: ‘parece que se enfada porque Ud. esperaba que fuese de otro modo y erró’.

De paso, se intenta conducirle a una reconstrucción biográfica a la que finalmente accede, dando pie a un tratamiento en diván, de ritmo más pausado (2 s/s) y productivo.

El mayor de tres hermanos varones, a mucha distancia del siguiente, la terapia reveló un marcado abandono emocional en la infancia a causa del desarraigo familiar, una madre severamente deprimida y un padre ausente y tiránico que morirá siendo él adolescente. El proceso de acorazamiento caracterológico va a producirse en internados severamente disciplinarios, en cumplimiento del mandato paterno centrado en la hombría y el triunfo. Tiene un pobrísimo relato mítico de su pareja y una gran frustración misógina por haber tenido sólo hijas. Finalmente llora cuando habla de su madre (‘como cuando estaba en el colegio’), actualmente demenciada en una residencia.

A partir de ahí, el análisis momento a momento de la tormentosa relación con el terapeuta va dando frutos. Se expande la comprensión de sus deseos de reconocimiento e intimidad y sus dificultades para lograrlo. La construcción de un relato acaba poco a poco afectivizándole a costa de un largo y doloroso proceso de autorreflexión que le permite hacer el duelo de lo que fue y reorientar algunos propósitos de vida. Retoma la relación con alguno de sus nietos mayores y accede finalmente a hacer un viaje con el objetivo de pedir a su mujer que regrese.

Al cabo de cinco años y medio de terapia, su actitud general ha mejorado (particularmente hacia su familia extensa y con algunos conocidos), y se ha ido creando un entorno amistoso mediante la participación en debates y actividades de una fundación (donde da rienda suelta a su más consciente y atemperada necesidad de vitalización por medio de la confrontación de ideas). Sigue acudiendo una vez por semana a la consulta, encarando la elaboración del fin de terapia y el trabajo de duelo por la separación definitiva de la figura del terapeuta.

 

Conclusión

La psicoterapia de mayores y ancianos constituye un recurso valioso en el tratamiento de los trastornos psicológicos ligados al envejecimiento. Su adecuada implementación ha de tener en cuenta necesariamente el sesgo que confieren las tareas y peculiaridades asociadas al ciclo vital, a las características de personalidad y a la singularidad del mundo subjetivo y relacional de cada paciente.

 

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Fecha de Recepción: 14-05-2007

Fecha de Aceptación: 26-03-2008

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