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Clínica y Salud

versión On-line ISSN 2174-0550versión impresa ISSN 1130-5274

Clínica y Salud vol.19 no.3 Madrid ene./dic. 2008

 

ARTÍCULO

 

Aspectos psicológicos relevantes en el estudio y el tratamiento del dolor crónico

Psychological aspects relevant to chronic pain research and treatment

 

 

M.ª Magdalena Truyols Taberner1

Javier Pérez Pareja1

Mª Magdalena Medinas Amorós1

Alfonso Palmer Pol1

Albert Sesé Abad1

1Facultad de Psicología. Universidad de las Islas Baleares.

 

 

RESUMEN

En la actualidad, el dolor se entiende como un fenómeno complejo y multidimensional, en el que el individuo no sólo tiene una experiencia perceptiva, sino también afectiva, que está condicionada por múltiples elementos interactivos -biológicos, psíquicos y socioculturales- (Melzack y Wall, 1965; Melzack y Casey, 1968). Así, las variables cognitivas y emocionales, concretamente la ansiedad, la tristeza y la ira, parecen explicar mejor que las variables de personalidad las diferencias individuales en cuanto a percepción y tolerancia al dolor. Así mismo, la falta de expresión emocional se ha relacionado claramente con una mayor experiencia dolorosa. Por otro lado, las estrategias de afrontamiento que movilizan acciones instrumentales (activas) y recursos internos, así como la búsqueda de apoyo social, se asocian a un mejor ajuste y funcionamiento cotidiano, del mismo modo que las creencias de incontrolabilidad del dolor, una baja creencia de autoeficacia en el mismo y recurrentes pensamientos catastrofistas, se asocian a una mayor incapacidad, inadaptación y peor ajuste.

ABSTRACT

Pain is currently understood as a complex and multifaceted phenomenon where the individual has not only a perceptive experience but also an affective experience which is influenced by a number of interactive elements – whether biological, psychological or socio-cultural (Melzack and Wall, 1965; Melzack and Casey, 1968). Therefore, cognitive and emotional variables such as anxiety, sadness and rage seem to better explain individual differences in pain perception and tolerance. Likewise, lack of emotional expressiveness is clearly related to a higher painful experience. On the other hand, coping strategies leading to (active) instrumental actions, inner resources, and the search of social support are associated to a better daily fit and functioning, whereas lack of pain control beliefs, low perceived self-efficacy belief and recurrent catastrophic thoughts are associated to a higher inability, unfit and lower fit.

Palabras clave

Dolor, Ansiedad, Tristeza, Ira, Apoyo Social, Autoeficacia.

Key words

Pain, Anxiety, Sadness, Rage, Social Support, Self-efficacy.

 

 

Introducción

El dolor es el factor principal que determina la búsqueda de ayuda y la queja más común de las personas que solicitan los cuidados de salud (Bayés, 1986; McCaffery y Beebe, 1992). Históricamente ha recibido diferentes consideraciones que van desde planteamientos simplistas hasta los modernos modelos multidimensionales (Gamsa, 1994), llegando a la consideración actual del dolor como un fenómeno complejo multidimensional que surge a partir de la evidencia neurológica y experimental de los trabajos de Melzack y Wall y su Teoría de la Puerta del Dolor (Melzack y Wall, 1965; Melzack y Casey, 1968) y de la propia definición de la IASP (International Association for the Study of Pain, 1979, 1986) como una "experiencia sensorial y emocional desagradable que se asocia a una lesión hística presente o potencial o que es descrita en términos de esta lesión". Esta definición invalida la conceptualización del dolor como modalidad exclusivamente sensorial y otorga especial importancia a la subjetividad del paciente (Chapman, 1986; Gala et al., 2003), destacando el papel de los factores psicológicos como mediadores de la percepción, mantenimiento y exacerbación del dolor, pudiendo estar desencadenado o no por procesos biológicos (Belloch, 1989). La consideración de las variables psicológicas moduladoras del dolor ha permitido, a su vez, la progresiva e imparable incorporación de la Psicología y los psicólogos a su estudio y tratamiento (Gildenberg, 1992; Jarana y León, 1990).

Las aportaciones de las diferentes corrientes psicológicas han evolucionando desde las iniciales consideraciones psicodinámicas del dolor como síntoma de alguna disfunción psicológica subyacente, hasta las más interesantes y prolíficas aportaciones del Conductismo (reacción a un daño tisular) como el planteamiento de las conductas de dolor (Merskey y Spear, 1967; Fordyce, 1978), instrumentos de evaluación y aproximación terapéutica. El desarrollo del Cognitivismo enfatizó la importancia del significado y la experiencia del dolor, verificando experimentalmente la influencia de los componentes motivacionales y de pensamiento en su expresión y reacción, examinando las variables intervinentes como las creencias, atribuciones, expectativas, autoeficacia, autocontrol, atención, afrontamiento, resolución de problemas, autoinstrucciones e imaginación (Turk, 1978; Turk, Meichenbaum y Genest, 1983).

A partir de los años 80 el dolor en general, y el dolor crónico en particular, se entienden como una experiencia subjetiva compleja cuyo acercamiento debe realizarse desde una perspectiva integral biopsicosocial, en la que el dolor es considerado resultado de la interacción de elementos biológicos que pueden provocar y mantener distintas dolencias, de factores psicológicos que influirán en la percepción de la experiencia subjetiva interna y de elementos socioambientales moduladores de la percepción de la estimulación nociceptiva y moldeadores de las respuestas del organismo (Miró, 2003; Turk y Rudy, 1992). La contribución de los factores psicológicos se hace especialmente relevante y obvia en el caso del dolor crónico (Ackerman y Stevens, 1989; Meilman, 1984; Philips, 1991) en el que la propia cronificación del dolor es considerada una enfermedad en sí misma (Bonica, 1976).

Las técnicas psicológicas persiguen cambiar las actitudes y comportamientos aprendidos en relación al dolor crónico, incluyendo desde técnicas de relajación, biorretroalimentación, hipnosis, técnicas cognitivas y de condicionamiento operante, encaminadas a cambiar tanto la conducta manifiesta como la experiencia subjetiva de dolor (Kutz, Caudill y Benson, 1985; Turner y Chapman, 1982).

A lo largo de este trabajo, realizaremos un breve recorrido por las variables psicológicas y de personalidad que han centrado la investigación en el ámbito del dolor crónico, sirviendo de base para el resto de los artículos que conforman este Monográfico.

 

Variables psicológicas y dolor crónico

Desde 1968, las emociones se han establecido como una de las dimensiones que configura la experiencia de dolor (Melzack y Casey, 1968). Algunos autores han destacando la estrecha relación entre el sistema de modulación nociceptiva y el sustrato neuroquímico de las emociones, pudiendo éstas favorecer o dificultar el sistema natural de regulación o modulación del dolor (Esteve, Ramirez y López, 2001; Vallejo y Comeche, 1999; Vallejo, 2000).

El componente afectivo del dolor incorpora toda una gama de emociones negativas en cuanto a su cualidad. Las más estudiadas y relevantes en la literatura sobre dolor crónico han sido, la depresión, la ansiedad y, en menor medida, la ira. Estas emociones se han relacionado tanto con la génesis, como con el mantenimiento y la exacerbación del dolor crónico en su aspecto psicológico y físico (Ackerman y Stevens, 1989; Almay, 1989; Fordyce, 1978; Gatchel, Polatin y Kinney, 1995; Klenerman et al., 1995; Lebovits y Bassman, 1996), con la frecuencia de uso del sistema sanitario y costes asociados (Engel, Van Korff y Catón, 1996) y con el grado de incapacidad funcional de los pacientes (Holzberg et al., 1996), resultando indispensable su control para su tratamiento (McCaffery y Beebe, 1992; Burchiel et al., 1995; Junge et al., 1995; Riley et al., 1995). Del mismo modo, la falta de expresión emocional, se ha relacionado con una mayor experiencia de dolor (Keefe et al., 2001).

Ansiedad y dolor crónico

La relación entre ansiedad y dolor crónico ha sido puesta de manifiesto por numerosos autores (McCraven e Iverson, 2001; Pérez- Pareja, et al., 2004; Turk et al., 2002) constituyendo una de las respuestas psicológicas mediadoras de la experiencia de dolor más temprana y consistentemente identificada. Por un lado, la ansiedad actua como potenciadora y mantenedora del dolor, considerándose que cuanto mayores sean los niveles de ansiedad el dolor será percibido como más intenso y desagradable (Ackerman y Stevens, 1989; Ahles, Cassens y Stalling, 1983; Eppley, Shear y Abrams, 1989). Por otro, algunos estudios revelan que las personas con dolor crónico presentan niveles más elevados de ansiedad (Asmudson, Norton y Norton, 1999; Craig, 1994) y una mayor incidencia de trastornos de ansiedad que la población general (Asmudson, Jacobson, Allerding y Norton, 1996), identificándose incluso un perfil de ansiedad específico en pacientes con fibromialgia frente a pacientes con otros diagnósticos de dolor crónico (Pérez- Pareja, et al., 2004).

Los aspectos que la ansiedad comparte con el dolor son numerosos en cuanto a medida, respuestas fisiológicas y tratamiento resultando, en ocasiones, difícil diferenciar una de otro (Karoly y Jensen, 1987). La ansiedad continua produce un incremento de la tensión muscular, alteraciones del Sistema Nervioso Autónomo y una mayor receptividad y aumento de la percepción de los estímulos dolorosos. Estas reacciones tienen como consecuencia final un más largo mantenimiento de la sensación dolorosa, aunque el estímulo nociceptivo cese (Linton y Götestam, 1985a; Pallarés y Pallarés, 1989).

Diferentes hipótesis explicativas tratan de establecer los mecanismos de acción que regulan la relación entre la ansiedad y el dolor crónico. Unas sugieren la influencia de la ansiedad sobre el grado de tensión muscular perpetuando el "input" nociceptivo al actuar de modo reflejo sobre la zona dolorida, provocando un agravamiento del dolor y generando un círculo vicioso de dolor-ansiedad-tensión-dolor (Von-Baeyer y Wyant, 1988; Fridlund et al. 1986; Guitart y Giménez- Crouseilles, 2002; Jansen, 2002; Truyols, 1993).

Otras hipótesis incluyen la ansiedad como parte integral de la reacción de estrés ante el dolor, facilitando la percepción del dolor e incapacidad y reduciendo los niveles de tolerancia (Linton y Kamwendo, 1986; Martín y Bulbena, 2006; Moix-Queraltó, 2005).

Desde la teoría atribucionalapuntan el efecto de la ansiedad sobre la percepción de la situación como más o menos nociva (Philips, 1987) o que únicamente contribuya a incrementar el dolor la ansiedad considerada relevante por el sujeto en el origen del dolor (Al Absi y Rokke, 1991), así como que principalmente sea la ansiedad ante o derivada del dolor la que contribuya a una mayor percepción de su intensidad, duración y evitación de las situaciones de dolor (Janssen y Arntz, 1996; McCracken et al., 1996; McCracken, Gross, Sorg y Edmands, 1993).

Finalmente, desde la teoría atencional, la ansiedad favorecería una mayor focalización atencional, dando lugar a la detección de más áreas de dolor y evaluaciones más amenazantes y catastróficas del mismo (Asmundson, Kuperos y Norton, 1997; Crombez, Vlaeyen, Heuts y Lysens, 1999; Crombez, Eccleston, Baeyens y Eelen, 1998; Eccleston y Crombez, 1999; McCracken, 1997; McCracken, Faber y Janeck, 1998; Peters, Vlaeyen y Cuneen, 2002), un mayor nivel de alerta hacia el dolor (Roelofs, Peters, Zeegers y Vlaeyen, 2002), y una menor capacidad discriminativa entre estímulos dolorosos y no dolorosos (Weisenberg, 1987).

Aunque algunos trabajos sugieren que los pacientes con dolor presentan puntuaciones consideradas libres de sintomatología en ansiedad y depresión (Monsalve et al., 2000), otros indican mayor presencia de ansiedad y depresión en pacientes con dolor crónico frente a la población general (Ferrer y González, 1997; Feuerstein, Suls y Houel, 1985), y una mayor incidencia de trastornos de ansiedad en pacientes con dolor crónico frente a población normal (Atkinson y cols, 1991), siendo los diagnósticos más comunes el trastorno de ansiedad generalizada, el trastorno adaptativo con estado de ánimo ansioso, el trastorno de pánico, el trastorno por estrés post-traumático y el trastorno obsesivo-compulsivo, en este mismo orden (Dworkin y Caligor, 1988; Fishbain et al., 1986). La presencia de trastornos de ansiedad asociados al dolor se relaciona con procesos de mejoría más lentos (Carnwath y Miller, 1989).

En otro extremo, la ansiedad, en tanto activación fisiológica, no es necesariamente negativa en la modulación del dolor (Vallejo, 2000), ya que el miedo/ansiedad pueden reducir el dolor siempre que estén producidos por una situación distinta del mismo, actuando como elemento distractor y disminuyendo la focalización atencional. Abundando en esta idea algunos estudios han señalado la posibilidad de que el aumento en la liberación de opiáceos endógenos ligados a la exposición a una situación ansiógena facilite el sistema de modulación antinociceptivo (Arnsten et al., 1983; Chapman y Turner, 1986). (Tabla 1)

Depresión y dolor crónico

La depresión supone una de las respuestas emocionales más frecuentemente asociada al dolor (Meilman, 1984), suscitando un considerable interés teórico y clínico por su prevalencia (Atkinson et al., 1988; Romano y Turner, 1985) y por la aparición regular de síntomas de dolor en el transcurso de la sintomatología depresiva (Knorring, 1975). Pese a haber constatado una elevada presencia de desórdenes afectivos en pacientes con dolor crónico frente a población general (McWilliams et al., 2003 tomados de una Encuesta Nacional de Comorbilidad (Kessler et al.,1994), los datos de prevalencia son muy variables (Magni, 1984; Romano y Turner, 1985; Banks y Kerns, 1996), al igual que las características psicosociales diferenciales entre pacientes con dolor crónico con o sin depresión identificadas por la literatura científica, tanto en lo que a la historia demográfica y médica se refiere (Doan y Wadden, 1989; Kerns y Haythornwaite, 1988), como a la edad (Haythornwaite, Sieber y Kerns, 1991; Herr, Mobily y Smith, 1993) o el sexo (Doan y Wadden, 1989; Magni et al., 1992).

Respecto al tratamiento antidepresivo, el dolor crónico es por definición resistente a la intervención médica, considerando algunos la depresión como predictor de esta pobre respuesta (Herr, Mobily y Smith, 1993; Marutta, Vatterot y McHardy, 1989), y existiendo consenso respecto a que en los estados de dolor crónico en los que además existe depresión, ambos tienden a cronificarse (Dworkin y Caligor, 1988). Por otro lado, la presencia de depresión en pacientes con dolor crónico produce un incremento de las conductas manifiestas de dolor (Haythornthwaite, Sieber y Kerns, 1991; Kerns y Haythornwaite, 1988), de las cogniciones negativas respecto al dolor y la enfermeddad (Lindsey et al., 1992; Haythornwaite, Sieber y Kerns, 1991), mayor dificultad para expresar sentimientos negativos (Doan y Wadden, 1989) y una reducción del nivel de actividad de los pacientes, contibuyendo todo ello a un mayor grado de interferencia del dolor en sus vidas.

Existe una considerable controversia teórica en la literatura respecto a la especificación de su naturaleza y de los mecanismos que mantienen la relación entre la depresión y el dolor. Desde el punto de vista psicodinámico se considera el dolor crónico -en ausencia de base orgánica- como una variante de la enfermedad depresiva, o depresión enmascarada, donde la depresión sería el trastorno primario (Merskey y Spear, 1967) aunque permanezca como no reconocida o no expresada (Van-Houdenhove, 1988; Knorring et al. 1986).

Desde el modelo Conductual se considera que el dolor crónico produciría un estado depresivo como consecuencia de la reducción en las capacidades personales para llevar a cabo actividades reforzantes, destacando los trabajos de Fordyce (1976) en los que se establece el papel de las conductas de dolor. En este modelo, el dolor, la discapacidad y la estigmatización social asociada serían los predictores más importantes de la depresión (Feldman, Schaffer-Neitz y Downey, 1999; Gallagher, Moore y Chernoff, 1995; Medrano, Uriarte y Malo, 2000; Sharpe, Sensky y Allard, 2001; Thacher y Haynes, 2001).

Los modelos cognitivo-conductuales enfatizan, además de las conductas instrumentales, las variables cognitivas mediadoras en el desarrollo y mantenimiento de los problemas de salud (Lindsey y col., 1992; Soucase Lozano, Soriano Pastor y Monsalve Dolz, 2005), relacionándolas con la percepción del impacto del dolor en la vida, el descenso en las actividades instrumentales con el consiguiente resultado de pérdida de refuerzo social, así como con los sentimientos de indefensión, pérdida de control y de autoeficacia (Corbishley et al., 1990; Haythornwaite, Kerns y Sieber, 1991; Turk y Rudy, 1986; Rudy, Kerns y Turk, 1988). Entre estas variables cognitivas destaca el papel de las distorsiones negativas como elemento diferenciador de los pacientes con dolor crónico con depresión (Smith et al., 1986a; 1986b; Romano y Turner, 1985), sugiriéndose una similitud clínica en los procesos cognitivos entre pacientes con dolor crónico y pacientes deprimidos (Lindsey et al., 1992). Las principales distorsiones cognitivas detectadas en pacientes con dolor crónico deprimidos son, además de la conocida tríada depresiva de Beck sobre si mismo, el mundo y el futuro (Corbishley et al. 1990), la indefensión ante la naturaleza y significado del dolor y ante las actitudes y posibilidades de los profesionales de la salud, la convicción de enfermedad (Reeves, 2000) y/o organicidad (Walsh y Radcliffe, 2002), el temor al movimiento por miedo a una lesión (Covington, 1991), la deseabilidad y ambigüedad (Holzberg, Robinson y Geisser, 1993), la incontrolabilidad (Rudy et al., 1988), la focalización somática, la magnificación de los recuerdos de dolor (Linton, 1991) y el catastrofismo (Geisser et al., 1994; Sullivan y D’Eon, 1990). Esta última, considerada determinante en la aparición de la depresión en pacientes con dolor crónico y directamente relacionado con la discapacidad e intensidad del dolor (Bishop, Ferrano y Borowiak, 2001; Buer y Linton, 2002; Grant, Long y Willms, 2002; Sullivan, 2001; Turner, Jensen, Warms y Cardenas, 2002).

Los Modelos Biológicos sugieren que el dolor crónico y la depresión ocurren de forma simultánea, al estar relacionados por fundamentos biológicos y psicológicos similares, basándose en la consideración de un substrato biológico bioquímico y genético común. Diversos trabajos destacan la implicación de algunos transmisores comunes como la serotonina, noradrenalina, etc., (Fields, 1987; Romano y Turner, 1985), o la existencia de anormalidades en la cantidad, volumen o tasa de aminas biogenas (catecolaminas) y de opiáceos endógenos (B-endorfina) en la aparición de ambos (Ward et al., 1982), o el papel ambivalente de la serotonina por su implicación en la regulación del imput nociceptivo y como substrato biológico de la depresión. En cuanto a las similitudes genéticas, algunos autores plantean la existencia de cierta vulnerabilidad genética al desarrollo de la depresión en pacientes con dolor crónico con antecedentes familiares de depresión mayor (Frances y Spiegel, 1987) y mayor vulnerabilidad biológica de desórdenes afectivos en pacientes no deprimidos con dolor crónico (Magni, 1987). Finalmente, el modelo neurobiológico de Fields (1991) señala que la depresión influye en la transmisión sensorial del dolor a través de una mayor focalización somática, activando las neuronas facilitadoras del dolor, y considera que la depresión incrementa la tendencia a interpretar las sensaciones corporales de forma más amenazante, alterando los aspectos evaluativos y afectivos.

Ira y dolor crónico

La ira ha sido la emoción negativa más ampliamente observada en el dolor crónico, destacándose su influencia negativa en la adaptación de los pacientes (Amir et al., 2000; Pilowsky y Spence, 1976). La propia frustración frente a la enfermedad crónica, las quejas somáticas persistentes, la escasa información sobre la etiología del dolor, acompañado todo ello de repetidos fracasos terapéuticos, aumentan la probabilidad de que los pacientes experimenten estados emocionales de ira asociados, como una respuesta natural al dolor (Berkowitz, 1990). Algunas de las atribuciones causales más frecuentemente observadas en pacientes con dolor crónico aparecen reflejadas en la tabla 2.

Algunos autores consideran que los pacientes con dolor crónico pueden presentar mayores dificultades tanto en el reconocimiento como en la expresión de la ira frente a controles sanos (Braha y Catchlove, 1986; Franz et al., 1986; Pilowsky y Spence, 1976), quizá por razones de deseabilidad social (Fernández y Turk, 1995), si bien Corbishely et al., (1990) sugieren más bien que la expresión de emociones está bajo el control consciente de los pacientes de modo que identificarían su ira pero elegirían no expresarla. En cualquier caso, la inhibición de su expresión correlaciona con el dolor y la incapacidad (Casado y Urbano, 2001).

En linea con lo anterior, los perfiles psicológicos obtenidos a partir de evaluaciones estandarizadas (MMPI) evidencian escasa introspección, evitación del conflicto y del riesgo, ira contenida y tendencia al desarrollo o exageración de síntomas somáticos bajo circunstancias de estrés (DeGood y Kieman., 1985; Franz et al. 1996), además de una propensión al resentimiento, suspicacia, desconfianza y antagonismo en las relaciones interpersonales frente a controles sanos (Hatch et al., 1991).

Diversas aproximaciones proporcionan hipótesis de los mecanismos que asocian la ira a la génesis o mantenimiento de los declives funcionales comúnmente asociados (Kerns et al., 1994). El modelo psicodinámico sugiere que los sentimientos de ira intensos reprimidos o no expresados puedan manifestarse en forma de dolor (Blumer y Heilbronn, 1982), afectando a su intensidad (Hatch et al., 1991), aversividad y conductas manifiestas (Kerns et al., 1994; Pilowsky y Spence, 1976), así como al incremento de las emociones negativas (Duckro et al.,1995). Braha y Catchlove (1986) han constatado una mayor tendencia de estos pacientes a internalizar la ira y expresarla indirectamente a través del dolor, en relación inversamente proporcional con su nivel de ajuste (Burns et al., 1996; Kerns et al., 1994).

Desde modelos psicobiológicos se enfatiza la internalización o incapacidad para expresar la ira como un aspecto especialmente relevante en la perpetuación del dolor, afectando a la capacidad del Sistema Nervioso Central para poner en marcha el sistema de opiáceos endógenos (endorfinas, encefalinas), incrementando la sensibilidad al dolor, reduciendo la tolerancia y favoreciendo la probabilidad del desarrollo de un dolor persistente (Beutler et al. 1986; Catchlove y Ramsay, 1978).

Algunas hipótesis señalan cambios en el Sistema Inmunológico como resultado del dolor crónico y la ira asociada, argumentando que el bloqueo de ésta y otras emociones negativas asociadas al dolor pueden desactivar la producción de opiáceos endógenos y células "natural-killer", reduciendo las defensas naturales del organismo contra la enfermedad, el dolor y la depresión (Beutler et al., 1986).

En contraposición a estas hipótesis, otras consideran los estados de irritabilidad y/o hostilidad frecuentes en pacientes con dolor crónico un reflejo o consecuencia de los episodios recurrentes de dolor y/o de su prolongada historia. Algunos estudios sugieren que la hostilidad, en especial la hostilidad clínica (caracterizada por ira, resentimiento y suspicacia), suele ir asociada a una serie de hábitos insanos como la ausencia de ejercicio físico, alimentación inapropiada, abuso de sustancias o falta de autocuidado que provocan alteraciones de la salud, planteándose mayor probabilidad en pacientes con dolor crónico y hostilidad cínica de desarrollar actitudes e incluso un estilo de vida desadaptativo y otras alteraciones de salud adicionales (Leiker y Hailey, 1988).

Por otro lado, la ira de los pacientes con dolor crónico puede entenderse también como el resultado, de los efectos de la depresión (Beutler et al., 1986, 1988; Haythornwaite et al., 1991; Wade et al., 1990) y/o ausencia de apoyo social y también de la ansiedad (Fishbain, 2002).

 

Personalidad y dolor crónico

Factores predisponentes de personalidad: personalidad premórbida

Atendiendo a rasgos premórbidos y características de personalidad de pacientes con dolor crónico, se ha descrito (Barba-Tejedor, 1995) una mayor tendencia a la ansiedad, rasgos ciclotímicos (con aumento significativo de los niveles de dolor durante la fase depresiva y ligera disminución de las conductas dolorosas durante la fase maníaca o eufórica), rasgos histéricos (con tendencia a la exageración de síntomas, histrionismo en gestos y conductas, reduciendo la tolerancia al dolor), rasgos hipocondríacos (con tendencia a manifestar sistemáticamente dolor ante la detección de la más mínima señal disfuncional), rasgos obsesivos (cadenas de pensamientos anticipatorios) y personalidad neurótica (culpabilidad, inseguridad, necesidad de aceptación, dependencia social). Otras caraterísticas de personalidad señaladas habitualmente son: el recelo, la dificultad para expresar respuestas hostiles o agresivas, ciertos rasgos masoquistas y pasivos, capaces de soportarlo todo con utilización de mecanismos de inhibición-represión, una marcada alexitimia, expresividad emocional coartada y actividad psíquica regulada por el pensamiento concreto, con escasa producción imaginaria y desprovista de fantasías (Knorring et al., 1987). Se ha evidenciado una relación positiva entre el nivel de neuroticismo y el nivel de dolor (Ramirez, Esteve y López, 2001), en relación con la mayor producción de pensamientos catastrofistas de estas personas.

Además, centrándose en los antecedentes personales, parece que estos pacientes cuentan con un mayor número de experiencias infantiles negativas que podrían contribuir a la vulnerabilidad para el desarrollo del dolor crónico (Carlsson, 1986), un comienzo precoz de la actividad laboral, en trabajos rutinarios, físicamente duros y/o exigentes, la sumisión e hiperadaptación a los mismos, con una gran actividad y hábitos de trabajo excesivos (ergomanía) con deprivación del descanso, abandono de la inclinación de estos pacientes con dolor a pasarlo bien, disfrutar del tiempo de ocio, incluso practicar hobbies, y con frecuencia, antecedentes de hospitalización prolongada entre los 6-16 años y de traumatismo físico antes de la aparición del dolor. En el plano psicopatológico destacan antecedentes personales de alcoholismo con cierta frecuencia y de episodios depresivos.

Alteraciones emocionales y en la personalidad como reacción secundaria al dolor

Por otro lado, también pueden aparecer alteraciones de personalidad o psicopatológicas secundarias al padeciemiento del dolor crónico y al estrés derivado del mismo (Merskey, 1987), si bien el porcentaje de pacientes con psicopatología asociada es menor entre aquellos con clara etiología orgánica del dolor (Mayr et al., 2003).

Los trastornos mentales encontrados con mayor frecuencia entre pacientes con dolor crónico han sido enmarcados por algunos autores en dos grandes grupos diagnósticos (López-Castillo y Martinez- Guirado, 1995):

a) Con predominio de síntomas somáticos: incluyendo los trastornos somatomorfos (trastorno por somatización, hipocondría, trastorno de conversión y el trastorno por dolor) y los trastornos facticios que, junto a la simulación, se han encontrado con muy baja frecuencia entre pacientes con dolor crónico.

b) Con predominio de síntomas psíquicos: en el que se incluyen las alteraciones del estado de ánimo (depresión mayor y distimia), los trastornos de ansiedad (ansiedad generalizada, trastorno por estrés post-traumático, trastorno de pánico y trastorno obsesivocompulsivo) y los trastornos adaptativos (con estado de ánimo deprimido, ansioso o mixto), diagnósticos con mayor prevalencia en este tipo de pacientes junto a los trastornos por consumo de sustancias (Sullivan, Turner y Romano, 1991).

Diversos estudios demuestran que el abuso de alcohol suele preceder de forma considerable al dolor en muchos pacientes incrementando, a su vez, el riesgo de desarrollar un trastorno de dolor crónico (Atkinson et al., 1991), si bien el dolor crónico no incrementaría la vulnerabilidad al alcoholismo. Algunos estudios sugieren que cuando este trastorno se desarrolla como consecuencia del dolor puede ser debido a las propiedades analgésicas de estas sustancias (Katon et al., 1985).

Los diagnósticos de psicosis afectiva o esquizofrenia (Dworkin y Caligor, 1988; Smith, 1992) son más infrecuentes, quizá el mayor número de endorfinas segregada (Fishbain et al., 1986).

En cuanto a la reclación del dolor crónico con los Trastornos de Personalidad, sería mediana con el Trastorno Antisocial, Bordeline, Histriónico, Narcisista, el Trastorno de Personalidad Dependiente, por Evitación, Obsesivo-compulsivo y Pasivo-agresivo, y pequeña con el Trastorno de la Personalidad Paranoide, Esquizotípico y el Esquizoide (Dworkin y Caligor, 1988).

Características de personalidad normales en el dolor crónico

Algunos sutores sostienen que presentan una estructura de personalidad adulta normal (Carlsson, 1986) y que los cambios producidos en pacientes con dolor crónico serían atribuibles al impacto de la enfermedad física en la estructura de la personalidad. Sin embargo, no ha podido establecerse de forma clara si son determinadas características de personalidad o personalidad premórbida las que predisponen al dolor (Engel 1959; Blumer y Heilbronn, 1982) o afectan a la modulación o percepción del mismo (Ferrer, 1992), o si por el contrario, las alteraciones en determinadas características de la personalidad observadas en algunos pacientes con dolor crónico son el resultado del padecimiento y del impacto del dolor en sus vidas (Sternbach, 1974; Atkinson et al., 1991; Ellersten, 1992).

En cualquier caso, las diferencias individuales detectadas, tanto en la tolerancia como en la percepción de la intensidad del dolor, parecen explicarse más por un conjunto de variables emocionales y cognitivas (Belloch, 1989; Cañellas et al., 2005). No obstante, el nivel de malestar (ansiedad y depresión) correlaciona (Cañellas et al., 2005) directamente con la tendencia a evitar el daño e inversamente con la búsqueda de novedad. Por otra parte, la existencia de psicopatología premórbida tendría un mayor efecto en el proceso de cronificación del dolor que en su inicio (Serrano, Cañas, Serrano, García y Caballero, 2002).

 

Afrontamiento y dolor crónico

Las estrategias de afrontamiento en el contexto de dolor, entendidas como las actividades que utilizan las personas para minimizar el impacto que los eventos negativos pueden tener sobre su bienestar psicológico (Lazarus y Folkman, 1984, 1986), se han categorizado en en diferentes dimensiones que analizaremos a continuación.

Las estrategias activas, usadas por los pacientes para controlar el dolor o seguir con sus actividades a pesar del mismo, hacen referencia a acciones instrumentales (ejercicio, planificación, autocontrol), mientras en las pasivas, el paciente atribuye el dolor a una fuente externa (inactividad, ausencia de toma de medicación, etc.). Determinadas estrategias comparten características activas y pasivas de afrontamiento, como la búsqueda de apoyo social o la toma de medicación (Carver, Scheier y Weintraub, 1989; Snow-Turek, Norris y Tan, 1996), por lo que la distinción residiría más bien en el tipo de recursos, internos o externos, para controlar el dolor. En su relación con el ajuste, la investigación plantea de forma general una relación negativa entre estrategias pasivas y ajuste (Amarte y cols., 2001; Soucase et al., 2004, 2005) y una relación positiva entre estrategias activas y ajuste (Brown, Nicassio y Wallston, 1989; Holmes y Stevenson, 1990; Rodriguez-Parra, Esteve y López, 2000). La búsqueda de apoyo social, que comparte aspectos de ambas, mostraría una correlación negativa con el nivel de dolor expresado (Comeche y Lasa, 2001) y el grado de discapacidad (Kerns, Rosenberg y Otis, 2002).

Las estrategias de afrontamiento cognitivas influyen en el dolor a través del pensamiento (distracción de la atención, reinterpretación de sensaciones, humor) (Weisenberg, Tepper y Schwarzwald, 1995) y las conductuales modifican la conducta abierta (permanecer en cama, tomar medicamentos o pasear). Las estrategias evitativas distraen la atención de la fuente de estrés, por negación o distracción y las atencionales centran la atención directamente sobre la fuente de estrés revalorizándola o buscando información (experiencia anterior). En su relación con el ajuste, los hallazgos generales sugieren que tanto las evitativas como las atencionales pueden reducir el estrés y el dolor bajo determinadas circunstancias (Klapow y cols., 1995; Holmes y Stevenson, 1990), evidenciando una mayor eficacia de las prescripciones individualizadas compatibles con el estilo peculiar de afrontamiento del paciente (Fanurik y cols., 1993).

Las estrategias acomodativas revisan las metas y autoevaluaciones personales de acuerdo con los déficits percibidos y las asimilativas incluyen intentos activos para alterar las circunstancias insatisfactorias de la vida de acuerdo con las preferencias personales, sugiriendo algunos autores mejor ajuste para el afrontamiento acomodativo frente al asimilativo (Schmitz, Saile y Nilges, 1996).

Papel de las creencias en el afrontamiento y ajuste de los pacientes al dolor crónico

El papel de las creencias, o cogniciones sobre la naturaleza y significado del dolor, en la predicción del ajuste al dolor crónico resulta de gran importancia por su influencia sobre el estado anímico y los esfuerzos de afrontamiento de los pacientes, ya que dolor crónico no es sinónimo de incapacidad en todos los casos (Williams y Thorn, 1989). Las exigencias de autocuidado propias del dolor crónico (medicación, actividad física) confieren especial relevancia a las creencias de los pacientes sobre la propia habilidad para mantener la salud y evitar el deterioro (Pastor y cols., 1990).

Según la literatura, los pacientes con locus de control interno presentan un mejor funcionamiento y una adaptación positiva al dolor, mientras que los pacientes con locus externo presentan peor ajuste (Camacho y Anarte, 2001; Crisson y Keefe, 1988). Del mismo modo, las creencias de control se relacionan con un mejor funcionamiento físico y psicológico frente a las de incontrolabilidad (dolor misterioso o la autoculpabilización), al igual que la reducción de la creencia de que el dolor señaliza un daño tisular (Burns et al., 2003).

En cuanto a los errores cognitivos, la tendencia a la dramatización, la indefensión, la sobregeneralización de los acontecimientos relacionados con el dolor o la autoculpabilización suelen asociarse a mayores niveles de dolor, disfunción física y psicológica, y a resultados más pobres en el tratamiento; por el contrario, estilos de afrontamiento con mayor percepción de control se relacionan con un mejor ajuste (Crombez, 2002; Hill, Niven y Knussen, 1995; Jensen y cols., 1991; Keefe y cols., 1990 y 1991; Spinhoven y cols., 1989; Sullivan, Sullivan y Adams, 2002). El nivel cultural de la persona se convierte también en una variable indirecta que afecta a la discapacidad (Roth y Geisse, 2002) a través de la evaluación cognitiva, por la mayor producción catastrofista de estos enfermos y la convicción más firme de que el dolor señala un daño tisular.

Las creencias de autoeficacia y expectativas de resultado, aparecen relacionadas con un mejor afrontamiento, menor depresión y, por tanto, menor inadaptación y mejor ajuste al dolor crónico (Kerns, Rosenberg y Otis, 2002; Jensen, Turner y Romano, 1991; Turk y Okifuji, 2002).

En cuanto a otras creencias sobre el dolor relacionadas con disfunción psicológica pero difícilmente clasificables, son la opinión de que el dolor es estresante, nocivo, amenazador, estable, la culpabilización, así como las creencias de incapacidad física y/o psicológica, mientras que las creencias de afrontamiento en general y/o superación del dolor y de apoyo de otras personas se relacionan con un mejor funcionamiento psicológico.

 

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