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Clínica y Salud

On-line version ISSN 2174-0550Print version ISSN 1130-5274

Clínica y Salud vol.20 n.3 Madrid  2009

 

 

Problemas Específicos de la Evaluación Infantil

Specific Problems in Child Assessment

 

 

Victoria del Barrio Gándara

UNED

Dirección para correspondencia

 

 


RESUMEN

Se parte de la identidad básica del proceso de evaluación, de las características psicométricas y los requisitos deontológicos existentes entre la evaluación adulta e infantil. Sin embargo, se recogen las diferencias entre ambas basadas en la disparidad del sujeto evaluable.
El niño y el adolescente son seres que se caracterizan por su continuo cambio debido a la inmadurez física y social que fundamenta todas sus diferencias esenciales respecto de los adultos. De todas ellas se resaltan la edad, que ordena las distintas etapas del cambio, la dependencia, que hace incluir al adulto en el proceso y la plasticidad, que pone en peligro la estabilidad de la evaluación. En relación con todas ellas al evaluador infantil se le presenta un nuevo problema que es la comorbilidad, mucho más frecuente que en el adulto, y que por tanto representa un problema para el juicio diagnóstico.
Al hilo de todas estas dificultades se van analizando las estrategias que pueden paliar este tipo de problemas.

Palabras clave: evaluación psicológica en niños y adolescentes, problemas relativos con la edad, dependencia, plasticidad, comorbilidad.


ABSTRACT

This paper starts from the basic identity of adult and child assessment in terms of the assessment process, psychometric features and the deontological requirements. Nevertheless, differences are also taken into account, based on the diversity of the subject to be assessed.
The child and the teenager are beings featuring an on-going change owing to their physical and emotional immaturity –an essential difference vis-á-vis the adults. Among these characteristics, age (ranking the stages of change), dependence (calling for the adult presence in the process) and plasticity (threatening the stability of assessment) stand out. These three characteristics bring about a new problem for the child evaluator, co-morbidity, which is more frequent in children than in adults and poses an additional problem for diagnosis.
Finally, strategies to face all these problems are addressed.

Key words: child and adolescent psychological assessment, age problems, dependency, plasticity, co-morbidity.


 

La evaluación adulta y la infantil son esencialmente la misma, en lo que se refiere a método y a las exigencias científicas y deontológicas que han de cumplir. Sin embargo, difieren profundamente respecto a las características del sujeto evaluable, y ello tiene sus consecuencias. El niño y el adolescente se caracterizan por ser seres inconclusos y cambiantes, lo que ya no sucede de igual modo con el adulto. De ahí arranca la dificultad de su evaluación.

Todos los especialistas aconsejan, para paliar esos problemas, la utilización de muchas fuentes (multifuente) y de distintas técnicas de evaluación (multimétodo) siempre que se estudia a niños y jóvenes.

Sin embargo, la realidad cursa de distinta manera. Por un lado, y a la hora de acudir a fuentes para obtener la información necesaria, hay una tendencia muy generalizada que se inclina por usar de modo casi exclusivo los datos que proporcionan los adultos sobre el niño, básicamente los padres, y a veces también los educadores. Se omite, entonces, aquel segmento de información que puede aportar el niño. Y lo más notable es que, cuando se han hecho estudios comparativos, ha tendido a aparecer la información infantil precisamente como la más fidedigna y más provechosa.

Cuando la fuente son los otros niños, los compañeros de aquél sobre el que gira la evaluación, esa información es relevante especialmente en relación con todo aquello que tiene que ver con la socialización (Cohen, 1976).

Desde luego, parece que hay que recurrir mejor a los padres cuando se trata de la obtención de fechas de comienzo de un problemas y datos sobre la historia del mismo, y, en fin, se tiende a atender preferentemente a los maestros en todo lo que respecta a problemas de atención y aprendizaje, que son centrales en todas las conductas que tienen por escenario el aula. Esta cierta heterogeneidad de las informaciones es un hecho con el que siempre se ha de contar.

Más aún: consistentemente, cuando se comparan los datos obtenidos de fuentes adultas e infantiles, se advierte que no son concordantes, sobre todo en lo que respecta a las conductas interiorizadas (Herjanic y Reich 1982; del Barrio, 1997; Randazo, Landsverk y Granger, 2003; Barry, Frick y Grafeman, 2008). El evaluador normalmente advierte que los adultos tienden a concordar entre sí, pero que lo hacen muy débilmente con el niño (Gotlib y Hamen, 1992). Pero no sólo hay discrepancia. En un tema que los padres debieran conocer con precisión, como ocurre con los Hábitos de Crianza, en muchos casos hemos encontrado mucha más validez externa manejando los datos de la fuente Niño que de la fuente Padres (Roa y del Barrio, 2002). En suma, creemos que hay que pensar que, a pesar de los matices, la fuente Niño es más fiable que la del adulto, en relación con un amplio espectro del comportamiento y vivencias infantiles.

Algo parecido ocurre en el caso de las técnicas empleadas. Para empezar, las más usadas son aquellas que concuerdan con el marco teórico en que el evaluador se mueve; raro es el evaluador conductual que usa técnicas proyectivas y raro también el dinámico que usa las psicométricas.

Por si esto no fuera ya suficiente problema, resulta que el niño es un ser que consiste en continuo cambio, por lo que se ha de plantear su evaluación teniendo en cuenta ese desarrollo. Para enfrentarse con este problema de manera adecuada se hará preciso adoptar una perspectiva longitudinal. Ésta sigue a un sujeto o grupo de sujetos a lo largo del tiempo y obtiene datos fehacientes de su cambio a través del tiempo, así como de las circunstancias ambientales concomitantes.

Sin embargo, es sobradamente conocido el hecho de que la mayor parte de los estudios que se llevan a cabo sobre niños tienden a estar hechos con una metodología de carácter transversal, y no longitudinal, lo que sin duda genera una multitud de limitaciones concomitantes. En buena medida, ello suele derivar de las dificultades y los costos que entraña todo seguimiento, dificultades que condicionan así la forma de investigar.

Pero hay aún otras varias cuestiones que introducen rasgos diferenciales entre la evaluación adulta y la de los niños y en ellas se basan también los problemas específicos que aquí vamos a analizar.

 

Otras diferencias procedimentales.

No sólo aparecen divergencias en las grandes dimensiones, sino también en los procedimientos más sencillos y concretos.

El acto de evaluar a un niño suele comenzar con la llamada telefónica de un adulto (padres, maestros, pediatras, tutores, jueces) que demanda la ayuda de un profesional. En ese momento, este último debe ya comenzar por adoptar unas medidas bien diferentes de las que tomaría si su cliente fuese un adulto. Para empezar, tiene que aconsejar a los padres, o al adulto que demanda la evaluación, sobre el modo como ha de prepararse al niño para la primera sesión de entrevista que es preciso celebrar. Hay una serie de publicaciones dedicadas orientar y a apoyar esta preparación (Nemiroff, 2006).

Siempre dependiendo de la edad del sujeto, la información variará en el grado de recencia (mayor cuanto más joven sea el niño), y también en la precisión de su contenido; en todo caso, cuando vaya a un psicólogo, el niño ha de tener una idea de a lo que va y de quien sea la persona que le va a atender. El criterio básico es que no se debe ocultar a un niño nada de lo esencial de la visita, a saber, que él mismo tiene un problema (rendimiento, miedo, agresión etc.), que produce perturbaciones y molestias, y que hay un experto en esas cuestiones que lo va a estudiar y va a ayudar para suprimirlo o modificarlo. El conocimiento del proceso y del significado de la visita resta, sin duda, mucha ansiedad a aquel primer contacto.

Hay luego una segunda decisión que tomar antes de que el proceso evaluador se ponga en marcha; es la que se refiere a si la cita se da sólo a los padres, se da a los padres y al niño, o se atiende sólo al niño -o adolescente. Cada profesional tiene alguna idea al respecto. Lo más habitual es citar a todos juntos para el primer contacto y entrevistar sólo a los padres, mientras el niño con un segundo profesional sólo juega y se habitúa al contexto. En la siguiente sesión ya se ve al niño, con padres o sin ellos según la edad de aquél. En el caso del adolescente se recomienda siempre establecer un contacto personal con él desde el momento de la demanda. Sin embargo, hay otras formas de enfocar este asunto.

Algunos profesionales prefieren una sesión conjunta en el primer momento para evaluar la interacción familiar y la perspectiva que cada uno tiene del otro. También existe la modalidad, de trabajar sólo con los padres sobre todo cuando se trabaja con niños pequeños.

El profesional ya en su primer encuentro debe llegar a tener claro si la demanda es atendible o no. En efecto, hay padres que demandan a veces cosas imposibles. También ha de decidir si tiene la competencia necesaria para asumir lo solicitado. Por ejemplo, hay algunas perturbaciones infantiles (el autismo, por ejemplo), cuya evaluación sólo deberá hacerla una persona especialmente entrenada para ello.

Si se acepta el caso, lo inmediato es saber de qué clase de problema se trata: si es un problema de aprendizaje, un problema de conducta, o si es un problema de socialización con sus compañeros o si hay un factor emocional, porque cada uno de ellos implica una distinta planificación.

Complementariamente, y dado que se trata de un niño, es importante saber desde el principio si éste comparte la visión que tienen del caso los adultos que le acompañan o tiene una percepción diferente.

Una vez definida, planificada y aceptada la demanda, se hace preciso adoptar el método a seguir para su resolución.

Para empezar, hay que informar a los clientes del tiempo estimado para la evaluación solicitada, así como acerca de la colaboración que en ella se pedirá. El proceso de evaluación de un niño debe recabar toda posible información directa o indirecta sobre su desarrollo, físico, mental, emocional, escolar y social y por tanto hay que obtener el permiso correspondiente para recurrir a otras fuentes que faciliten los datos necesarios.

También hay que escoger las técnicas de evaluación acordes con la hipótesis de diagnóstico forjada ya en el primer contacto.

Hay que tener presente que, a la altura de nuestro tiempo, la evaluación infantil, a pesar de su tardío desarrollo y de su dependencia de la evaluación adulta, ha experimentado en años recientes una evolución inusitadamente vigorosa y hoy podemos afirmar que nos hallamos en una situación, si no óptima, sí francamente satisfactoria.

Recordemos que todo comenzó, como por otra parte parece natural en el mundo infantil, por construir una evaluación del desarrollo especialmente centrada en la dimensión intelectual; ésta ha sido durante muchos años el valor permanente en la sociedad cambiante en la que nos movemos. El primer test que adquirió fama y se extendió como la pólvora fue el de Binet y Simon (1905) para la medida de la inteligencia. Hubo que esperar unos años para la aparición de pruebas importantes sobre otros aspectos o dimensiones personales, como la Personal Data Sheet de Woodworth (1920) o el Psychodiagnostik de Rorschach (1921) para hablar sólo de algunos de los pioneros más conocidos.

Veamos ahora no tanto los logros cuanto las dificultades que un profesional puede encontrarse ante la evaluación de un niño. Es una cuestión sumamente interesante, puesto que si no contamos con las que pueden surgir, muy probablemente fracasaremos en el intento de realizar una evaluación con precisión. Es esencial que los potenciales evaluadores conozcan los repertorios de pruebas aplicables, y sean conscientes de que cuanto más bajo es el rango de edad del sujeto, más hay que cuidar el entrenamiento previo en la aplicación de la prueba.

Podríamos clasificar los problemas en atención a su peculiar origen y así los referiremos a las categorías siguientes: Edad, Dependencia, Plasticidad y Comorbilidad. Su denominador común es la inmadurez típica del niño. Algunos autores llaman a este fenómeno la “multiplicidad” (Forns, 1993) para subrayar las múltiples facetas que intervienen en la evaluación de un niño.

 

Problemas relativos a la Edad

Es un dato esencial que condiciona todo el proceso de evaluación. La edad no es sólo un número que indica el paso del tiempo, sino un distinto repertorio de posibilidades de actuación que cambia según el período estudiado. En los tres primeros años de vida esos cambios son quizás los más acelerados.

Toda evaluación infantil tendrá que ser especialmente respetuosa y ajustada al nivel de la edad del sujeto, ya que es tan cambiante, y tan relevante para el proceso. Habrá de ser, en cierto modo, un estudio puntual, ya que las técnicas, los instrumentos, y el interlocutor va cambiando velozmente a medida que pasa el tiempo. Estamos ante un sujeto especialmente móvil. Aquí está lo que es quizás la mayor dificultad de la tarea. En cada momento el niño tiene “un umbral temporal de normalidad” (del Barrio, 1984) que depende del punto de maduración en el que se encuentra.

En el período de cero a tres años, como el niño no domina el lenguaje, el interlocutor habitual para un evaluador será el adulto o adultos que lo conocen. Muchos profesionales, durante los tres primeros años de la vida acuden a los padres y cuidadores para obtener información. Ello es legítimo y aconsejable, pero, como arriba va dicho, de ninguna manera es suficiente. Una cosa es la conducta del niño y otra muy distinta es lo que los adultos atienden, aceptan, valoran, ocultan o exhiben acerca de ella.

Todo evaluador infantil tiene que saber que los que informan sobre los niños tienen sus sistemas de valores, expectativas y motivaciones, todo lo cual modifica, aún sin pretenderlo, la información que luego proporcionan. Ello exige la constatación de la veracidad y objetividad de la información; tal constatación, por ejemplo, puede obtenerse mediante la observación de la conducta del niño vista a través de alguna de las pruebas normalizadas, construidas por profesionales, como el Peabody (Dunn y Dunn, 1981; Dunn, Dunn y Arribas, 2006) que consiste en señalar una imagen cuyo nombre se enuncia, o empleando escalas de desarrollo como la Battelle (1996) (Newborg, Stock y Wnek, 1996) que exige observar al niño cuando realiza unas determinadas acciones, como el test de Brazelton que observa además de conductas reactivas fisiológicas básicas la interacción social madre-hijo y los procesos de habituación en los primeros momentos de vida (Brazelton, 1973). En general, todos los Baby Testsse basan en una observación reglada del niño ante determinados estímulos, precisamente para objetivar y estandarizar las informaciones que se busca obtener.

También se usan para objetivar la toma de datos ciertos registros de conducta confeccionados “ad hoc”, y construidos para la detección de elementos concretos, como palabras que emite, rabietas, ingesta, etc.

Muchos profesionales utilizan los criterios de los manuales de clasificación para diagnosticar a los niños haciendo preguntas a los padres, pero también los cuestionarios usan esa misma estrategia reuniendo distintos ítems que cubran los criterios de cada categoría diagnóstica.

La primera clasificación de los trastornos infantiles es de Kanner (1935). Los sucesivos DSMs incluyeron categorías infantiles desde su inicio en 1951, pero conviene recordar que la primera clasificación multiaxial de que han dispuesto los psicólogos ha sido la que crearon para niños Rutter, Shaffer y Shepher (1975) con cuatro ejes, para solucionar el problema que creaba la ubicación del Retraso Mental en las categorías psiquiátricas. Esa solución luego se incorporó al CIE 9, y en 1980 la adoptará el DSM.

Este período de vida es tan especial que los expertos han considerado necesario crear un sistema de clasificación específico y diferente de los DSM o CIE. Se trata del Zero to Three (1994) que lista las patologías que se pueden diagnosticar antes de los tres años.

Los cuestionarios a padres son los instrumentos más rápidos, asequibles y baratos, y por tanto los más usados, pero el buen evaluador de un infante no debe quedarse meramente con sólo estos datos.

Es especialmente interesante para todos los interesados en la evaluación precoz leer los preciosos manuales editados respectivamente por Murchison (1935), y Carmichael (1957), donde colaboran los grandes, y también el libro de Izard (1982) sobre la evaluación de las emociones, todos ellos son joyas de la observación rigurosa del niño y fuentes de inspiración inagotable.

Desde los tres a los siete años el niño puede ser sujeto paciente de la evaluación realizando numerosas pruebas, aunque las técnicas elegidas serán siempre de observación de la ejecución, ya se realice ésta a través de la denominación, la elección o la mostración de algo. Por ejemplo, se puede evaluar la psicomotricidad de un niño comparando su nivel de ejecución (equilibrio, coordinación) con los niños de su edad, como ocurre en el EPP (Cruz y Mazaira, 2004) o cabe medir su inteligencia a partir del análisis de cómo empareja formas o distingue lo diferente, como se lleva a cabo en el CMMS (Burgemeister, Blum y Lorge, 1986) o como se hace en el muy conocido WPPSI de Wechsler (2009). En todas estas pruebas siempre ocurre que el niño hace algo y el evaluador observa su operación y la computa.

Muchos profesionales, especialmente los dinámicos, usan del juego y el dibujo para conocer la subjetividad del niño en este período de edad. Es evidente que en el juego el niño se encuentra en su medio y es un modo idóneo para establecer confianza y comenzar la comunicación. Sin embargo, hay que ser especialmente cuidadosos en grabar las sesiones de juego cuando se utiliza éste para una evaluación, a fin de poder analizarlas con precisión y a ser posible mediante el juicio de distintos jueces.

Existen pruebas normalizadas que establecen los reactivos mediante el juego como pueden ser el Test de la Pata Negra (Corman, 2001) o el CAT (Murray y Bellak, 1996). En estos casos hay que tener especial cuidado puesto que el nivel de inferencia que exige el uso de estos tests es elevado.

Con los dibujos ocurren además otro tipo de cosas. La mayor parte de las pruebas de dibujo han sido construidas cuando la escolarización en los primeros años de vida no estaba generalizada. Cuando al niño se le presentaba la tarea de pintar un niño (Goodenough y Harris, 1999), o un árbol (Koch, 1996), o una casa, árbol y persona (Buck y Warren, 1995), el niño se enfrentaba a una tarea nueva para la cual recurría a sus propios recursos intelectuales. Hoy, en cambio, todos los niños aprenden a pintar esos y otros objetos ya en la escuela y desde edades precocísimas; por lo tanto, los elementos de sus dibujos ya no responden a los propios recursos personales, sino más bien al tipo de escuela y maestro que se han tenido, y a la edad a la que el niño ha sido escolarizado. Por eso, hay que ser enormemente cautos a la hora de la corrección e interpretación de los mismos.

Las pruebas más usadas, en este rango de edad, desde una perspectiva dimensional son el CBCL de Achenbach y Edelbrock (1983), con readaptaciones para maestros y cuya adaptación al castellano se puede encontrar en del Barrio y Cerezo (1990), Ezpeleta (2001), y la forma para jóvenes en Lemos, Fidalgo, Calvo y Menéndez (1992). Cada vez se extiende más el uso del BASC (Reynolds y Kamphaus, 2004) que en este nivel se aplica a padres y que tiene la ventaja de contar con la evaluación de patologías como ansiedad, depresión, hiperactividad, problemas de conducta y un largo etcétera, pero también con datos sobre aspectos positivos como autoestima, liderazgo, adaptación, habilidades sociales y otros muchos.

Este período de edad es especialmente importante para realizar tareas de prevención. Estudios recientes advierten que los problemas en este período se han incrementado hasta un 34% (Upsur, Wenz- Gross y Reed, 2009), y eso hace que su detección precoz e intervención sea algo esencial, sobre todo antes de que se consoliden las conductas inadaptadas.

Notemos, a este respecto, que como la capacidad de lectura se instala tarde, muchos profesionales tienden a comenzar la evaluación después de los siete años y éste es un error que hay que subsanar. Acabamos de ver las posibilidades que hay ya para los niveles de edad más bajos.

Ahora, bien, es cierto que a partir de los siete años, con la conclusión del aprendizaje del lenguaje escrito, se inaugura una nueva fase en la que los niños pueden contestar ya a cuestionarios y participar en cualquier clase de interacción con el evaluador. El niño de ese nivel de edad es especialmente colaborador y asequible, aunque naturalmente se pueden seguir usando con él, y muchas veces se usan, todos los cuestionarios antes mencionados.

Como entrevista diagnóstica genérica contamos con el DICA (Herjanic, Herjanic, Brown y Heatt, 1975; Reich, 2000) cuya adaptación al español está disponible (Ezpeleta, Osa, Domenech, Navarro y Losilla, 2001).

Podría pensarse que ésta es la edad de oro de la evaluación infantil ya que el niño suele contestar sinceramente a toda clase de preguntas. Sin embargo, también aquí surgen algunos nuevos problemas.

En este rango de edad proliferan todo tipo de pruebas relacionadas con el rendimiento escolar y adaptación social. Valgan como ejemplos el Prolec- R (Cuetos, Rodríguez Ruano y Arribas, 2009) para evaluación de procesos lectores o el TAMAI (Hernández, 1990) para evaluación de procesos adaptativos. También se inauguran todo tipo de cuestionarios relacionados con patologías aplicables directamente al niño como el BASC, instrumento genérico y ya anteriormente mencionado, que en este nuevo nivel se aplica ya directamente a los niños.

También proliferan aquí los instrumentos creados para evaluar trastornos específicos: ansiedad, depresión, hiperactividad, trastornos de alimentación, trastornos del lenguaje, trastornos de conducta, habilidades para la lectura, trastornos del aprendizaje, habilidades sociales, autoestima, autismo, esquizofrenia y un largo etcétera; no hay lugar para entrar en ellos pero desde luego constan en los catálogos de las casas distribuidoras de tests como TEA, EOS, SYMTEC, Paidós.

En esta fase es especialmente dificultoso el determinar el nivel de comprensión lectora de los distintos sujetos a los que habitualmente se pasan las pruebas colectivamente en las aulas. Normalmente se trata de sortear esta dificultad con dos estrategias: a) preguntar al maestro qué niños no alcanzan esa madurez lectora, naturalmente no para excluirlos de la cumplimentación de la prueba, aunque después se desestimen esos protocolos; b) leer en voz alta y en pequeños grupos los elementos que componen cada prueba, porque normalmente de ese modo la comprensión es más homogénea en todos los alumnos.

En el tiempo actual hay que atender especialmente al factor nuevo que introduce en este terreno la población emigrante recién llegada, cuyo dominio del lenguaje y, por ende, su comprensión lectora están frecuentemente por debajo de su nivel de escolarización.

Como la evaluación en este nivel de edad se lleva a cabo en la escuela, excepto la más propiamente clínica, hay que cuidar no se produzcan casos de contaminación. En este período el niño es especialmente corporativo y suele consultar sus respuestas con sus semejantes, y tratar de contestar algo parecido a lo que contestan sus compañeros. Tanto en la investigación como en la evaluación orientativa se debe cuidar que no se produzcan esos procesos de osmosis, que desvirtuarían el proceso de la toma de datos.

 

Evaluación de la adolescencia

A partir de los 11 años se da por concluso el período de la niñez y comienza la adolescencia.

La evaluación de los adolescentes tiene una mayor similitud con los adultos. Aquí ya se dan por superados los problemas de comprensión y reflexividad, aunque los individuos todavía no están conclusos como personas y se mantienen algunas de las dificultades que son características de la niñez.

La adolescencia presenta especialmente al profesional dos tipos de problema: la confidencialidad y la colaboración.

Hay que partir del principio de que todo cliente tiene derecho a la confidencialidad, incluso un niño pequeño lo tiene, aunque la mayor parte de ellos ni se lo plantean. Sin embargo, en el caso del adolescente suele aparecer una sensibilidad especial en este punto. Temen hablar de cosas que podrían ser censuradas por sus padres y por ello callan. El profesional tiene que asegurarse ya en la primera sesión de que el adolescente comprenda que tiene derecho a la confidencialidad. Es cierto que esto hará que en muchas ocasiones se vea entre la espada y la pared. Pero el código deontológico es claro, y señala las contadas ocasiones en que el pacto de confidencialidad entre profesional y cliente puede levantarse.

Desde luego hay situaciones plurales en las que el adolescente no da permiso para hablar de algo con los padres, en las que sería enormemente útil la colaboración de éstos. El profesional debe esforzarse por persuadir a su cliente hasta conseguir su consentimiento. En caso de no conseguirlo, debe buscar estrategias que permitan la solución del problema sin defraudar la confidencialidad. Por ejemplo, ocurre en ocasiones que el adolescente roba dinero a sus padres; si no conseguimos autorización para hablar de ello con estos, podemos idear establecer un sistema de control de refuerzos basado el dinero, con la expresa recomendación de que el adolescente no tenga acceso a ningún tipo de dinero excepto aquel que gane con trabajos (del Barrio, 2008). Eso puede resolver la situación.

Respecto a las pruebas a utilizar, hay por un lado pruebas de diagnóstico genéricas para el diagnóstico de adultos que se han adaptado a la etapa adolescente. Es lo que ocurre con el MACI (Millon, 2004) o el MMPI-A que tienen baremos especiales y son útiles para focalizar el campo de la evaluación específica.

Respecto de las pruebas específicas para diagnóstico de diferentes trastornos hay todas las que se pueden aplicar a un niño de siete años puesto que casi todas tienen baremos adolescentes y lo único que cambia es la significación de las puntuaciones obtenidas. La mayor parte de las pruebas para niños de 7 años llegan hasta los 17, si bien con distintos baremos. Lo mismo ocurre con pruebas para adultos, que son aplicables también desde los 16 o 17 años como por ejemplo el BDI de Beck (Beck y Steer, 1995).

 

La relación con el adolescente.

Cuando un adolescente es llevado a consulta por sus padres puede ocurrir que no asuma el punto de vista de ellos y, movido por su tendencia a la oposición, se niegue a aceptar su visión y por tanto a colaborar con el profesional. En este caso el evaluador tiene que consumir todo el tiempo necesario para conseguir la complicidad del adolescente.

Por eso es conveniente que el profesional que es solicitado por los padres pida que sea el propio adolescente el que demande el servicio, y para ello puede aconsejar a los padres el uso de diferentes estrategias. Por ejemplo, puede sugerir que ellos declaren que tal vez pueden estar cometiendo algún error a la hora de apreciar al hijo, y que por eso quieren recurrir a un profesional que les explique qué es lo que hacen mal. Si el adolescente contesta: -Bien, id vosotros-, se le podrá entonces replicar: -Nuestra versión puede ser distinta de la tuya, y suponemos que es mejor que el experto tenga la de todos-.

Cuando el chico o chica ya están delante del psicólogo, se puede recurrir a ejemplos literarios o de filmes en donde cada personaje ve la realidad de distintas maneras y cada uno parte de una perspectiva diferente. El juego de Reversal Role (cambio de papeles) puede ayudar en este punto y pone un tono de humor sano para la percepción de diferencias.

Cuando todo ha fallado, se puede entrar en una fase de contrato. Si tú vienes y colaboras podrás tener tal o cual cosa; o se puede plantear de otro modo. Si no vienes y no colaboras, podrás perder tal o cual privilegio.

Es cierto que hay que intentar todo para no llegar a este punto, pero en ocasiones hay que llegar a ello. Se ha demostrado que los adolescentes y sus padres pueden llegar a compartir metas y de hecho las comparten si el adolescente es poco conflictivo Sin embargo, aquellos que son llevados a consulta suelen ser conflictivos, y por ello el encontrar un acuerdo en el comienzo es una garantía de solución del problema que se quiere evaluar (Morton y Markey, 2009).

 

Comunicación de resultados.

Por otra parte, cuando llega el fin de la evaluación hay que comunicar los resultados. Es preciso que este acto se lleve a cabo conjuntamente con el joven y los padres, porque la aceptación del diagnóstico es esencial por ambas partes, las cuales tienen que asumir las tareas respectivas que deben conducir a su solución. Esto es algo que siempre ha estado claro en el mundo de la evaluación de adolescentes, pero no ha solido ser asumido en etapas anteriores, en las que el profesional solamente comunicaba los resultados a los padres. Hoy la recomendación es que esa comunicación se haga conjuntamente en lo que se ha venido a llamar una Evaluación colaborativa (Tharinger, Finn, Hersh, Wilkinson, Christopher et al., 2008) que incluye a los miembros de la familia tanto en el proceso de evaluación como en la comunicación de resultados. Por lo demás, se ha comprobado también que una evaluación conjunta puede mejorar y facilitar la preparación de la intervención (Tharinger, Austin, Gentry, Bailey, Parton et al. 2008).

 

Dependencia

Justo lo que acabamos de ver pone el acento en el tema de la dependencia. El adolescente es un pez que nada entre dos aguas: en ocasiones es dependiente de sus padres, y en otras no.

Los niños sí son dependientes. Ellos no van al psicólogo, sino que los llevan, generalmente los padres y maestros. Sólo un 5% de los niños acude por decisión propia (del Barrio, 2002). Este dato es fundamental porque incluso el tipo de problema depende de la percepción que los adultos tengan de la situación.

Por ejemplo, puede darse el caso de un niño muy agresivo, que puede ser considerado perfectamente normal por sus padres y entonces éstos no buscarán ayuda por mucho que el niño la necesite. En el otro extremo, unos padres muy cuadriculados pueden considerar que hay un problema serio de atención, cuando sólo aparece la variabilidad típica y normal en un niño pequeño.

Si un profesional tiene poca experiencia se puede confundir la realidad con la interpretación. Esto quiere decir que siempre hay que contar desde un principio con los adultos y especialmente con los padres, porque son los filtros del problema y los aliados en una posible acción terapéutica; pero también hay que ser críticos y contrastar las informaciones que de ellos llegan. Esto hace especialmente importante que el terapeuta se cerciore si el problema es realmente un problema o se trata de una atribución errónea. En muchas ocasiones, consciente o inconscientemente, los padres ocultan datos o dan alguna información falsa empujados por motivos de deseabilidad social.

Este fenómeno hace especialmente aconsejable la comprobación de la autenticidad de la fuente adulta.

Todo esto hace que hoy se considere que el proceso de evaluación del niño y del adolescente tiene que incluir a múltiples informantes y entre ellos deben figurar los servicios sociales, a fin de que recaben información sobre el entorno del niño y comprueben la exactitud de la información obtenida a través de otras fuentes (Woley, 2008).

Una de las estrategias útiles es la de entrevistar a los padres indagando la disparidad de percepción que tienen sobre su hijo. En efecto, todas las parejas difieren en la relación con el hijo y es importante detectar estas diferencias entre los dos progenitores, porque, en ocasiones, pueden ser útiles para el diagnóstico y para el tratamiento.

 

En caso de divorcio

A este respecto es importante conocer el grado de implicación que cada miembro de la pareja tiene en orden a resolver el problema planteado.

Un tema que cada vez tiene más relevancia es el de la dependencia de un niño, cuando sus progenitores viven separados. Este es un tema sumamente vidrioso a la hora de la evaluación. En primer lugar hay que considerar que el padre no custodio tiene patria potestad y por tanto un profesional tiene que ser sumamente cauto en esta materia.

Cuando un miembro de una pareja separada demanda una evaluación hay que poner inmediatamente sobre la mesa el tema de consensuar la posición del otro cónyuge y demandar el permiso para ponerse en contacto con el otro. Hay que dejar claro que se va a evaluar a su hijo y que sería conveniente, o incluso necesario, contar con su colaboración en el proceso.

El cliente que solicitó la evaluación suele presentar una sola versión y el profesional, en cambio, debe escuchar ambas partes para contrastar los datos. Es muy frecuente que en casos de lucha por la custodia se descubra la existencia de falsas acusaciones. El profesional no puede verter esas declaraciones, muchas veces interesadas, en el contenido de su informe sin tener constancia fehaciente de ese contenido. En este caso el niño vuelve a ser más fiable que el adulto y hay que explorar las afirmaciones taxativas de sus padres con la narración espontánea del niño.

Hay que cerciorarse de la veracidad de todos los informes, y hay que tener en cuenta que es muy diferente, el buscar ayuda clínica cuando se busca la solución de un problema personal, que aquellos casos donde lo que se pide es la ayuda del profesional para resolver un problema legal. La motivación para conseguir un fin muchas veces introduce una distorsión en la información. Todos los profesionales que hayan de realizar evaluaciones forenses deberían ser extremadamente cuidadosos en este punto.

 

La plasticidad

Este es un elemento fundamental a tener en cuenta en la evaluación infantil, sobre todo en la situación de entrevista. Cuando un evaluador pregunta a un niño tiene que tener sumo cuidado en no incluir en su pregunta ninguna pista de posibles respuestas.

Se ha estudiado exhaustivamente desde la psicología forense cómo el niño tiende a contestar casi siempre en el sentido que el adulto le sugiere. Esto ocurre porque en el niño hay una sensibilidad especial hacia a lo que ocurre en su entorno. Así, tiene la experiencia de lo que pasa con los acontecimientos antecedentes o consiguientes a su conducta y sabe que depende de él el que le vayan mejor o peor las cosas si hace lo que quiere un adulto. Por tanto, tiende a adaptarse a lo que se le demanda. Así que hay que ser especialmente cuidadosos en no inducir una determinada respuesta.

Pero no sólo el psicólogo puede influir en el niño, también su familia o su entorno pueden hacerlo. Muchas veces el niño cuenta como experiencias propias algo que ha oído decir a personas de su entorno.

El caso concreto de la Alienación Parental es un ejemplo de ello. Si un niño oye decir constantemente que su padre o su madre es indeseable, puede llegar a estar convencido de ello, aunque su experiencia directa no tenga relación con esa interpretación.

Se impone por tanto la recomendación de que el niño cuente espontáneamente lo que ha hecho, a dónde ha ido, con quien ha hecho las cosas, cuándo se ha divertido… Estas son preguntas que no implican una contestación determinada, sino que demandan una narración.

Y ya hemos dicho, cuán necesario es atender al ambiente como factor explicativo de la conducta infantil, para poder así interpretar el origen de algunas conductas.

La plasticidad del niño es una gran aliada del profesional, puesto que puede ser usada con éxito para producir cambios terapéuticos, pero hay que tener mucho cuidado en mantener la plasticidad lejos, en la etapa de evaluación, para no contaminar la veracidad de la respuesta.

 

Comorbilidad

Por si todo esto fuera poco, la evaluación infantil tiene un problema añadido de discriminación diagnóstica, puesto que la probabilidad de que se den conjuntamente dos trastornos es altísima.

La comorbilidad se da tanto en el mundo adulto como el infantil especialmente en población clínica. Sin embargo, tiende a ser más alta en los niños que en los adultos (Ryan, 2001).

Se estima que la tasa de comorbilidad infantil se encuentra entre el 40 y el 60% según se trate de población general o clínica, y dependiendo del tipo de trastorno (Caron y Rutter, 1991). La comorbilidad de la depresión con la ansiedad ocupa los rangos más altos, seguida de la que hay entre problemas de conducta e hiperactividad. Se estima que la comorbilidad media de la depresión en población infantil con otros trastornos es de 38.9% (Avenevoli, Stolar, Li, Dierker y Merikangas, 2001) y en población clínica puede llegar al 87% (Yildiz y Göker, 2004).

La comorbilidad es uno de los temas candentes en psicopatología y es una consecuencia de una concepción categorial que busca lograr unos criterios identificadores y excluyentes. Su alta presencia, por el contrario, es una muestra de cómo esa distinción y claridad conceptual que se busca resulta muy difícil de combinar con la realidad misma.

Si los trastornos son difícilmente confundibles, no hay mayor problema discriminativo, pero esto no siempre es así. Existen ocasiones en donde uno de los padecimientos enmascara al otro y hace que se produzca un error diagnóstico. Esto es algo que suele ocurrir en los niños deprimidos que tienen problemas de conducta asociados, puesto que entonces los problemas exteriorizados son los datos más evidentes, y con frecuencia enmascaran la depresión.

Todo evaluador infantil ha de plantearse siempre la posibilidad de tener delante un caso de comorbilidad y por tanto, ha de extremar el cuidado en la observación del sujeto, realizando un buen examen diferencial. Sobre todo ha de atender a las cifras de trastornos más habitualmente comórbidos, a la hora de elaborar un diagnóstico.

En ocasiones los datos de una evaluación genérica bastan para aclarar el problema, pero a veces se desatienden aquellos datos que no son concordantes, sin caer en la cuenta de que pueden responder a una comorbilidad. Es especialmente importante su detección, porque la comorbilidad conlleva una mayor duración, severidad y peor respuesta al tratamiento y pronóstico (Youngstrom, Findling y Calabrese, 2003).

 

Conclusión

Subrayemos, para terminar, una vez más, que la evaluación infantil tiene unos requisitos especiales que hay que conocer para poder llevarla a cabo con éxito También hemos visto que se impone la necesidad de usar múltiples informantes, dadas las características del niño pequeño, pero además, hay que resaltar la prioridad de la fuente infantil sobre todas ellas.

También hay que cuidar en el primer contacto el acostumbramiento del niño a la situación y al evaluador. Hay que admitir que una buena empatía es el mejor conductor de una relación interpersonal.

Cuando se evalúa a un niño es especialmente relevante el conocer las características de su medio, tanto el familiar, como el escolar y el social; el profesional ha de familiarizarse con la cultura en la que cada niño está inmerso, y desde la cual se comunica con cuantos le rodean.

 

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Dirección para correspondencia:
Victoria del Barrio Gándara
vbarrio@psi.uned.es

Manuscrito recibido: 10/11/2009
Revisión recibida: 29/11/2009
Aceptado: 04/12/2009

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